*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 74908 *** NOTAS DEL TRANSCRIPIOR En la versión de texto sin formatear las palabras en _itálicas_ están indicadas con _guiones bajos_; mientras que las palabras en versalitas se han escrito en MAYÚSCULAS. El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el de respetar las reglas de la Real Academia Española que estaban vigentes cuando la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española. En la presente transcripción la ortografía de las mayúsculas acentuadas siguen las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está en mayúsculas. Errores evidentes de impresión y de puntuación en el texto escrito por el autor han sido corregidos. El Índice de capítulos incluido al final de la obra han sido mudados al principio. * * * * * Cuentos escogidos _Se han tirado dos ejemplares en papel imperial del Japón_ (N.º 1 y N.º 2) VELADAS DEL HOGAR GUY DE MAUPASSANT Cuentos escogidos Prefacio de MARCEL PRÉVOST _Versión castellana_ POR CARLOS DE BATLLE [Ilustración] SOCIEDAD DE EDICIONES LITERARIAS Y ARTÍSTICAS _Librería Paul Ollendorff_ 50, CHAUSSÉE D'ANTIN, 50 PARÍS PREFACIO LOS CUENTOS DE GUY DE MAUPASSANT _La fortuna literaria de Guy de Maupassant habrá sido tan excepcional después de su muerte como lo fué durante su vida. Tarde y repentinamente llegó á la celebridad: desconocido á los treinta años, todo el mundo le conocía al cumplir treinta y dos ¡Y á los cuarenta y dos murió en plena actividad, actividad que había sido tan fecunda, que en diez años le había dado materia para treinta tomos!... Tan amplia producción, acogida con favor tan repentino, podía hacer presagiar un cambio de fortuna después de la muerte._ _Efectivamente, al morir, la reputación del escritor celebre está amenazada por dos crisis distintas: ó el olvido inmediato y la más grande indiferencia, como le ocurrió à Octave Feuillet, ó la exagerada severidad de esa especie de tribunal que componen los contemporáneos. El último caso fué el de Víctor Hugo, que ante el Supremo Tribunal ganó gloriosamente el pleito._ _Pero, con Guy de Maupassant no ocurrió nada parecido. En el momento que consideró más oportuno, supo conquistarse un lugar entre los primeros prosistas de su época, y cuando desapareció del mundo de los vivos, ese lugar continuó perteneciéndole. En él nadie se ha instalado después. Se le lee lo mismo que cuando vivía, y si se juzga por ese signo brutal que indica el éxito del cuentista, y que consiste en la venta de sus libros, tal vez se le lee más._ * * * * * _La obra entera de Guy de Maupassant ha resistido victoriosamente. Y el único efecto causado por la muerte del autor fué que la opinión clasificase su obra en varias categorías: cuentos, novelas cortas y novelas, y, al continuar saboreando el conjunto, parece preferir los cuentos y coloca las novelas cortas por encima de las novelas._ _Sin embargo, no puede darse como cosa cierta que si Maupassant novelista hubiese vivido, no hubiera llegado á igualar al Maupassant cuentista. Sus novelas, notables todas, tienen en contra suya el efecto del número. Maupassant, que escribió cinco novelas, escribió veinticinco tomos de cuentos ó novelas cortas; y los cuentos propiamente dichos, los cuentos del género y dimensiones de los que forman este libro, llenan, de veinticinco tomos, veinte. Y cito números exactos porque constituyen los elementos positivos del debate. Es cierto que la fama del cuentista fecundo ejerce gran influencia sobre la fama del autor de_ Une Vie _y_ Bel Ami. _Y justo es anotar estos títulos para discutir en seguida con mayor facilidad el valor relativo de la obra del cuentista, y el de la obra del novelista._ _La segunda razón que más poderosamente ha contribuido á hacer popular á Maupassant cuentista, estriba en que el cuento es una obra corta que se publica fácilmente y fácilmente se reproduce en los periódicos, y que el lector puede leer cómodamente varias veces. Es un producto literario que el público se procura, por poco dinero, que puede conocer por corto que sea el tiempo de que disponga, y que puede retener haciendo un insignificante esfuerzo de memoria._ _Y finalmente, la última y la mejor razón del privilegiado favor de que gozan los cuentos de Maupassant, entre todo lo que produjo, consiste seguramente en que componen la parte más personal, más definitiva y más excelente de su obra._ * * * * * _En efecto, la muerte no permitió á Maupassant novelista que evolucionase por completo. Sus últimas novelas_, Fort comme la mort _y_ Notre cœur, _difieren muchísimo de_ Une Vie _ó de_ Bel Ami. _Y tanto en_ Notre cœur _como en_ Une Vie, _lo que más llama la atención y hace que se admire, no es tanto la profundidad de la psicología y la importancia del problema tratado como el arte del cuentista, que especialmente se pone de manifiesto en las escenas aisladas_. _En lo que á las novelas cortas se refiere, preciso es confesar que algunas de las mejores producciones del autor de_ Boule de Suif _y_ Monsieur Parent, _casi llegan á la perfección. Y en verdad que por su mérito no se diferencian mucho de sus cuentos: el procedimiento es el mismo y tal vez única y exclusivamente debido á sus dimensiones se las pone en diferente categoría._ _Siendo á su manera muy personales, las novelas cortas de Maupassant tienen sin embargo cierto parecido, en lo que al genero se refiere, con obras análogas anteriores. Puedo citar_ Une Passion dans le désert, _de Balzac_; Un cœur simple, _de Flaubert, y varias novelas cortas de Mérimé y de Zola. Por el contrario, á sus cuentos no se les descubren antepasados literarios. No se parecen--elijo sin comparar dos ejemplos de éxito--ni á los cuentos de Gustave Droz, que son fantasías de realidad pintoresca ó psicológica, desprovistos dé pretensiones, ni á los cuentos de Daudet, que en su mayor parte son pequeños poemas._ * * * * * _El cuento breve, real ó pintoresco como los de Maupassant, nació probablemente de las necesidades materiales y prácticas que se imponían para su publicación. Sus primeros cuentos, y la mayor parte de los que les siguieron, se publicaron en periódicos diarios. Sus dimensiones tenían que limitarse á doscientas ó trescientas líneas, y este reducido espacio no molestó más al pensamiento del escritor que lo que al poeta molestan las reglas de los poemas de forma fija. Por lo demás, Maupassant no aportó á sus cuentos procedimiento distinto al que en sus novelas cortas empleaba: se contentó con reducirlo, y halló que esa reducción le procuraba proporciones más afortunadas y efectos más sorprendentes._ _Por poco que en ello se reflexione se verá que semejante reducción tenía forzosamente que producir el máximum de acción. Componía observando riguroso método: se sabe que no tomaba la pluma hasta que la composición preparatoria estaba terminada en su cerebro, y entonces se dictaba á sí mismo, por decirlo así, un texto casi definitivo. ¡Apenas se encuentran algunas tachaduras en los manuscritos de este escritor que tanto trabajaba el estilo! Y la excelencia de la composición aparece tan clara en el cuento, que la mirada y la memoria del lector la reflejan de pronto. Por otra parte, Maupassant empleaba un estilo preciso, sin nada que lo recargase, y deliberadamente breve. Raramente sus frases llenan más de tres líneas, y las que son más largas no son mejores. Y la experiencia demuestra que los escritores que componen frases largas, fracasan infaliblemente en el cuento por efecto de la desproporción que salta á la vista de todos, hasta de los menos perspicaces..._ _Y por otra parte todavía, y éste fué uno de los rasgos característicos de su talento, Maupassant descolló en la psicología de los seres pertenecientes á la clase media, de los seres adocenados, labradores, pequeños rentistas, empleados, pescadores de caña, cazadores, viejas burguesas y viejas de pueblo, criadas, mujeres de marinos... Y hasta cuando en los últimos días de su vida estudió el alma de los mundanos, no hizo ningún esfuerzo para presentar caracteres extraños, ni cultivó lo que Bourget llama complicaciones sentimentales. Porque si en la novela se necesita tiempo y espacio necesario para presentar personajes singulares y llevados á extraordinarias aventuras, no sucede lo mismo con el cuento. En el cuento, es preciso que los personajes, en cuerpo y alma, queden definidos con pocas palabras; y para descripciones semejantes, nada encaja mejor que los tipos de la clase media, porque todos ellos se encuentran en algún rincón de nuestra memoria y basta con animar la imagen. En eso estriba el triunfo de Maupassant; pero con todo, citaremos algunos principios de cuento tomados de este libro_: «_Los pobres vivían penosamente con el corto sueldo del marido. Dos niños habían nacido del matrimonio, y la estrechez se había convertido en una de esas miserias veladas, humildes, vergonzosas, miseria de familia noble que á pesar de todo quiere conservar la altura que á su rango corresponde_». (Á caballo). «_Chicot, el hostelero de Epreville, detuvo su tilburi_ _ante la alquería de la tía Magloire. Era un mocetón de cuarenta años, pelirrojo y gordo, que tenía fama de listo_». (El barrilito). «_La señora Lefèvre era una mujer de campo, una viuda medio campesina, medio señora, que se adornaba con cintas y volantes y llevaba sombrero. Era una de esas personas que hablan enfáticamente, que cuando se encuentran en público se dan tono de grandeza y que bajo un aspecto cómico y abigarrado esconden un alma de bestia presuntuosa, de la misma manera que bajo guantes de seda cruda disimulan sus encarnadas manazas..._». (Pierrot). _Para los paisajes, Maupassant emplea el mismo procedimiento que utiliza para pintar los caracteres. Muy pocas veces los escoge extraños, y siempre los más sencillos son los más admirables. No obliga á la imaginación, como hace Loti, á soñar decorados que nunca ha visto, sino que, evocando lo que hemos visto muchas veces, nos procura la sorpresa de presentárnolos mejor mostrándonos las cosas con tacto de artista delicioso que escoge y retiene los rasgos esenciales._ _La parte descriptiva y pintoresca constituye lo más precioso de estos cuentos, tanto por la robusta solidez y la substancia, como por la redondez llena de expresión... ¿Qué lector, por perezoso que sea, ha pasado por alto una descripción de Maupassant? Tan llenas de vida están, que resulta imposible omitirlas como tampoco pueden dejar de verse las cosas reales. Sólo citaré un ejemplo: el admirable principio de_ El cordelito. «_...Como era día de mercado, los campesinos y sus mujeres, llenando las carreteras de las cercanías de Goderville, se encaminaban hacia la aldea. Los hombres avanzaban andando tranquilamente, inclinando el cuerpo hacia adelante á cada movimiento de sus torcidas piernas, deformadas por el rudo trabajo, por el peso del azadón que eleva el hombro izquierdo y desvía el talle, por las operaciones de la siega que obligan á separar las rodillas para mantenerse con mayor firmeza, y por todas las lentas y penosas tareas de los campos. Su blusa azul, almidonada, brillante como si la hubiesen barnizado, con el cuello y bocamangas adornados con fino dibujo de hilo blanco, se hinchaba alrededor del nervudo cuerpo y semejaba un globo del que saliesen una cabeza, dos brazos y dos piernas._ «_Unos tiraban de una cuerda á cuyo extremo estaba atada una vaca ó un ternero, y sus mujeres, andando tras el animal, le azotaban los cuartos traseros con una rama llena aún de hojas. Con objeto de acelerar la marcha, ellas llevaban al brazo grandes cestos, y por los lados pollos y patos asomaban sus cabezas: y andaban con paso más corto y más ligero que sus maridos, seco el talle, erguido y cubierto con una toquilla que sobre el aplastado pecho sujetaba un alfiler, y la cabeza, envuelta con blanco lienzo que aprisionaba los cabellos, rematada con una cofia._ «_Luego, al sacudido trote de un caballejo, pasaba un carricoche: y en el fondo del carricoche, iban sentados dos hombres. Y en la parte de atrás del vehículo, agarrada con fuerza á los bordes para atenuar el traqueteo, se parecía una mujer._ «_La muchedumbre invadía la plaza de Goderville, una mezcla de seres humanos y de bestias. Los cuernos de los bueyes, los altos sombreros de largo pelo de los labradores ricos y las cofias de las campesinas, eran las únicas cosas que sobresalían. Y las voces agudas y chillonas formaban continuo y salvaje clamor que á veces dominaba el potente grito de un labrador robusto y alegre ó el prolongado mugido de una vaca atada al muro de una casa._ «_Y de allí se emanaba olor á establo, á leche, á estercolero, á heno y á sudor, y de allí se desprendía ese sabor agrio, horrible, humano y bestial, tan peculiar en las gentes del campo..._». _En fin, para sostener esa perpetua invención, esa inagotable fuente de asuntos, era evidentemente necesaria una imaginación fecundísima. De haberse tratado de asuntos extraños ó rebuscados, no hay imaginación que hubiese podido dar abasto, y la fatiga y el artificio no habrían tardado en ponerse de manifiesto. Pero, la misma naturaleza y el mismo carácter de su observación le destinaron á producir cuentos de una manera regular. Si los asuntos se examinan detenidamente, uno á uno, pronto se echa de ver que en su mayor parte son sencillísimos, y que las cosas que relata ocurren todos los días. Y cuando el éxito inmenso que alcanzaron hubo hecho surgir imitadores á granel, los periódicos diarios se llenaron de cuentos de las mismas dimensiones y del mismo género que los del maestro. Preciso es confesar que algunas veces los asuntos no carecían de acierto, pero entonces se puso de manifiesto, y muy claramente por cierto, que, si bien los procedimientos de Maupassant no eran inimitables, con ellos no se podía llegar á donde él había llegado. Nadie consiguió dar esa impresión de seguridad y de equilibrio que á la vez se desprende de su filosofía, de su observación, de su composición y de su estilo. Y, al lado del infinito número de tomos de cuentos hoy caídos en el olvido, los cuentos de Maupassant son los únicos que sobreviven._ * * * * * _En esa prodigiosa cosecha en la que verdaderamente no se encuentra nada que sea despreciable, se puede, sin embargo, intentar una selección. Para sus cuentos, Maupassant no eligió nunca asuntos que no se adaptasen perfectamente á su ingenio, pero, entre estos asuntos, hay algunos que le inspiraron felicísimamente. Los cuentos de campesinos, los cuentos normandos, son, según mi modo de ver, los más perfectos. Los recuerdos de la guerra le proporcionaron también abundante cosecha, y finalmente, un lugar aparte está destinado á aquellos en que su autor evoca lo fantástico. Era esa una de las especiales aptitudes de su genio, y harto caro pagó esa facultad de entrever y contar lo desconocido. Pero, cosa maravillosa: en la observación de esos fantasmas se advierte la misma lucidez que en lo real. Colocado de lleno en el dominio de la quimera y de la alucinación, sus dilatados ojos fotografían fielmente los fantasmas._ El miedo _y_ El Parador _dan excelentes ejemplos de esta peligrosa facultad. Y podría citar otros muchos._ _Y muchos son los que pertenecen á todos los géneros, y cuando el lector ó lectora concluya esta selección destinada á ser puesta en todas las manos, podrá pensar que las obras completas le reservan veinte veces la misma satisfacción. La obra de Maupassant, cuentos, novelas cortas y novelas, tiene algo que es verdaderamente extraordinario: que en ella no se puede despreciar nada. Hay trozos excelentes, ninguno flojo, y de un extremo á otro, ciertas condiciones del escritor no se desmienten nunca. La sencilla claridad de la exposición, la composición general, el interés sostenido, la pintoresca sobriedad, el estilo nervioso y preciso, y la imaginación siempre abundante y sin embargo dócil. En fin, atrevámonos á decirlo: su obra entera tiene un mérito rarísimo entre las de los autores de fines del siglo XIX, y es que siendo una obra de artista, en ella no se hace ostentación de literatura. El vicio característico de la mayor parte de los contemporáneos de Maupassant, fué el exceso de literatura, exceso buscado, aparente y casi agresivo. Maupassant tuvo la fortuna de librarse de él, y como puede advertirse en el prólogo de_ Pedro y Juan, _lo logró deliberadamente. Eso le procuró entonces el desdén de algunos críticos, pero su obra ha salido beneficiada por ello pues está tan viva como hace quince años y no es difícil prever que el tiempo no le hará mella alguna. Todo, porque el artificio literario clasifica pronto una obra en el orden de los documentos. Y por ejemplo, las novelas de los Goncourt ¿son ahora algo más que documentos, es decir, cosas curiosas y muertas?_ _MARCEL PRÉVOST._ ÍNDICE Pág. PREFACIO vii En el agua 1 El regreso 9 El guarda 17 El pecio 27 La señorita Perla 42 La loca 63 Pierrot 68 El miedo 75 En la mar 84 Tambouctou 91 En los campos 101 La aventura de Walter Schnaffs 109 La sillera 120 Dionisio 129 El cordelito 139 El bautizo 149 Mi tío Julio 156 De viaje 167 La madre Salvaje 173 El barrilito 185 El bicho de Belhomme 193 El collar 203 El viejo 215 Á caballo 225 Dos amigos 235 El ladrón 244 Tonico 250 Los prisioneros 262 El parador 277 Amor 294 El hoyo 301 El inválido 310 Minué 317 El lobo 323 El protector 331 Una vendetta 338 CUENTOS ESCOGIDOS EN EL AGUA El verano pasado alquilé una casita de campo situada á orillas del Sena, á varias leguas de París, y allí iba á dormir todas las noches. Poco tardé en entablar relaciones con uno de mis vecinos, hombre de treinta á cuarenta años, que, indudablemente, era el tipo más curioso que nunca me he echado á la cara. Era un canoero viejo, pero un canoero furibundo que estaba siempre cerca del agua, en el agua, dentro del agua; que sin duda había nacido en una canoa, y que seguramente en una canoa morirá también. Y una noche, que paseábamos juntos por las orillas del Sena, le supliqué que me refiriese algunas anécdotas de su vida náutica. Mi hombre se animó inmediatamente, se transfiguró, y juzgándole por la elocuencia de que hizo gala, le creí poeta. En su corazón anidaba una pasión muy grande, una pasión devoradora é irresistible: el río. --¡Ah!--me dijo.--¡Cuántos recuerdos míos se relacionan con este río qué mansamente se desliza á nuestro lado! Ustedes, los que viven en calles, no saben lo que es un río; pero oiga á un pescador pronunciar estas palabras. Para él, es el abismo misterioso, profundo, desconocido; es el país de los espejismos y de las fantasmagorías donde se ven, de noche, cosas que no existen, y donde se oyen ruidos que no se han oído nunca. En él se tiembla sin saber por qué, lo mismo que al cruzar un cementerio, y efectivamente, el cementerio más siniestro es aquél en que no hay tumbas. La tierra es cosa limitada para el pescador, y en la sombra, cuando no hay luna, el río no tiene fin. Los marinos no sienten la misma cosa por la mar. La mar es dura á veces, terrible otras, mala muchas, pero brama, ruge y es leal: el río es silencioso y pérfido. Nunca ruge, siempre se desliza sin ruido, y tengo para mí que ese eterno movimiento del agua murmuradora es cien veces más terrible que las altas olas del Océano. Algunos soñadores pretenden que la mar esconde en su seno países azulados, inmensos, en los cuales los ahogados ruedan, entre grandes peces, por extraños bosques y por grutas de cristal. El río no tiene más que negras profundidades en las que los muertos se pudren. Cuando brilla al sol y el agua chapaletea suavemente en las orillas cubiertas de murmuradores cañaverales, es hermoso. Hablando del Océano, el poeta dijo: ¡Cuánta lúgubre historia en vuestro seno Guardáis, profundas olas, Que miráis á las madres de rodillas Y les contáis tragedias pavorosas! Por eso vuestra voz es un quejido Cuando venís á acariciar la costa. Pues bien, yo creo que las historias murmuradas por las delgadas cañas con sus vocecitas suaves y dulces, deben ser más siniestras que los dramas lúgubres que con sus potentes bramidos cuentan las olas. Pero, como lo que usted me pide son recuerdos personales, voy á referirle una aventura bastante extraña que aquí me ocurrió hace diez años. Vivía en la misma casa que ahora, y uno de mis mejores compañeros, Luis Bernet, que ha renunciado ya á la canoa, á sus pompas y á su desaliño para entrar en el Consejo de Estado, se había instalado en C..., dos leguas más abajo. Y todos los días comíamos juntos, unas veces en su casa, otras en la mía. Una noche que volvía solo, algo cansado y arrastrando penosamente mi barca grande, un _acorazado_ de doce pies que nunca utilizaba de día, me detuve, para tomar aliento, en la punta de las cañas, á unos doscientos metros del ferrocarril. El tiempo era magnífico: la luna resplandecía, el río brillaba y el aire era suave y tranquilo. La hermosura del sitio me tentó y pensé que fumar allí una pipa había de ser muy agradable. La acción siguió á mi pensamiento, y cogiendo el ancla la arrojé al agua. La barca, que bajaba siguiendo la corriente, se detuvo. Yo extendí en la popa la piel de carnero y me instalé lo mejor que pude... No se oía nada, nada... de cuando en cuando me parecía que á mis oídos llegaba el chapaleteo casi insensible del agua al chocar en la orilla, y distinguía los grupos de cañas que semejaban figuras sorprendentes... ¡Hasta á veces parecía que se agitaban! El río estaba muy tranquilo, pero el extraordinario silencio que reinaba me emocionó. Las ranas y los sapos, esos cantores nocturnos de los charcos, callaban. Repentinamente, y á mi derecha, oí cantar á una rana. Me estremecí, calló, no oí nada más, y con objeto de distraerme me dispuse á cargar la pipa. Por más que entonces yo era un curador de pipas famoso, no pude fumar; y como quiera que al dar el segundo chupetón sentí náuseas, cesé. Me puse á canturrear, pero el sonido de mi voz se me antojó muy triste, y tendiéndome en el fondo de mi barca me absorbí contemplando el cielo. Permanecí tranquilo durante largo rato, pero los ligeros movimientos de la barca vinieron de nuevo á despertar mi inquietud. Me parecía que daba saltos gigantescos y que por turno chocaba con una y otra orilla; creí luego que un ser ó que una fuerza irresistible la atraía suavemente hasta el fondo del río y que sólo la permitía que subiese á la superficie para hundirla otra vez; me sentía zarandeado como en una tempestad, y al oir ruidos á mi alrededor me puse en pie de un salto. El agua brillaba, y la tranquilidad que reinaba era perfecta. Comprendiendo que mis nervios se habían excitado, resolví marcharme y tiré de la cadena. El barco se puso en movimiento; sentí luego resistencia inaudita, y por más que tiré, el ancla permaneció sujeta. Indudablemente estaba agarrada al fondo pues no pude levantarla. Volví á tirar, y todo fué inútil. Entonces, con mis remos hice girar la barca y la llevé río arriba, para que la posición del ancla cambiase, pero todo fué en vano pues seguía sujeta al fondo con resistencia tenaz. Me acometió un acceso de rabia y sacudí furiosamente la cadena. Nada... Desalentado, me senté, y con calma quise reflexionar en mi situación. No podía pensar en cortar la cadena ni en separarla de la embarcación pues estaba sujeta á un trozo de madera tan grueso como mi brazo, pero como la noche era deliciosa, pensé que no tardaría en encontrar á algún pescador que me prestase su ayuda. La contrariedad me devolvió la calma, y pude fumar mi pipa. Llevaba conmigo una calabacita de ron, bebí dos ó tres tragos, y la situación en que me encontraba me hizo reir. Hacía calor, y en último resultado podía pasar la noche al raso. De pronto, contra uno de los lados de mi barca chocó algo que produjo un ruido seco, y helado sudor me inundó de pies á cabeza. Era indudable que el ruido había sido producido por una maderita que la corriente arrastraba, pero había sido suficiente para sobresaltarme, y de nuevo me sentí presa de extraña agitación nerviosa. Cogiendo la cadena hice un esfuerzo desesperado, pero como el ancla se mantuvo firme, tuve que sentarme. Entretanto el río se había cubierto de blanca y espesa niebla que flotaba á ras del agua, y al ponerme en pie no vi ni el río ni mi barca, sólo distinguí las puntas de las cañas, y á lo lejos, la llanura bañada por la luz de la luna, luz pálida en la que se destacaban manchas negras que subían hasta el cielo, manchas formadas por los grupos de álamos. Yo estaba enterrado hasta la cintura en una sábana de algodón de blancura inmaculada, y á mi imaginación acudieron atropelladamente ideas fantásticas. Me figuraba que trataban de subir á mi barca, que no distinguía, y que el río, cubierto por la opaca niebla, debía estar lleno de seres extraños que nadaban á mi alrededor. Experimentaba espantoso malestar, un aro de hierro me oprimía las sienes, y los latidos de mi corazón casi me ahogaban. Perdí la cabeza y pensé alejarme á nado, pero esta idea me hizo temblar de espanto. Nadando á la ventura entre la espesa bruma me vi perdido, luchando con las hierbas y las cañas que no podría evitar, no viendo mi barca, no distinguiendo la orilla, muerto de miedo, y sintiendo que me tiraban de los pies para hundirme en el agua negra... Y efectivamente, como me hubiera sido preciso remontar la corriente lo menos quinientos metros antes de encontrar sitio limpio de hierbas y de juncos, lo más probable era que, aunque nado como un pez, al no poder orientarme entre la niebla, me ahogase. Hacía esfuerzos para razonar, tenía el firme propósito de ahuyentar el miedo, pero en mí había algo más que mi voluntad, y ese algo no estaba tranquilo. Me preguntaba qué podía temer; mi _yo_ valiente se burlaba de mi _yo_ cobarde, y nunca como ese día pude darme cuenta de la oposición de los dos seres que viven en nuestro interior, queriendo uno, resistiendo otro, y venciendo por turno los dos. Y el miedo bestial, el miedo inexplicable, aumentaba por instantes y casi era terror. Permanecía inmóvil con los ojos muy abiertos y alerta el oído, y esperando... ¿Qué?... Ni yo mismo lo sabia, pero debía ser algo terrible. Y creo que si un pez cualquiera hubiese saltado del agua, como tan frecuentemente sucede, hubiera sido bastante para hacerme caer sin conocimiento. Sin embargo, haciendo un violento esfuerzo logré sujetar mi extraviada razón. Tomé de nuevo la calabaza y bebí un trago largo; luego se me ocurrió gritar, y con todas las fuerzas de mis pulmones grité sucesivamente hacia los cuatro puntos del horizonte. Cuando se me hubo secado y paralizado la garganta escuché... Á lo lejos, un perro aullaba. Bebí más, y me tendí á lo largo en el fondo de mi barca. Y en esa posición permanecí una hora, tal vez dos, sin dormir, con los ojos muy abiertos, y viendo cosas extrañas á mi alrededor. Á pesar de que lo deseaba ardientemente no me atrevía á levantarme; lo retardaba por minutos, y aunque me decía «arriba», tenía miedo de moverme. Por fin, y tomando infinitas precauciones como si mi vida hubiera dependido del ruido que pudiese hacer, me incorporé y miré á mi alrededor. Y á mi vista se ofreció el espectáculo más asombroso, más maravilloso que se puede imaginar: una de esas fantasmagorías del país de las hadas, una de esas visiones que nos cuentan los viajeros que vienen de tejerías lejanas tierras y que escuchamos sin creer. La niebla que dos horas antes flotaba á ras del agua se había retirado y recogido en las orillas, y dejando el río completamente libre había formado á cada lado una colina inmensa, de seis ó siete metros de altura, que á la luz de la luna brillaba con el soberbio resplandor de la nieve. Y estaba dispuesta de tal modo, que sólo se veía un río de fuego entre las dos montañas blancas, mientras en lo alto, por encima de mi cabeza y derramando su luz, la luna resplandecía en medio del azulado y lechoso cielo. Todas las bestias del agua habían despertado: las ranas cantaban furiosamente, y á cada momento, unas veces á la derecha, á la izquierda otras, oía la nota corta, monótona y triste, que á las estrellas lanza la cobriza voz de los sapos. Y, cosa extraña, ya no tenía miedo, pues contemplando aquel paisaje extraordinario nada me podía asombrar. No sé el tiempo que aquello pudo durar, pues acabé por dormirme, y cuando abrí de nuevo los ojos la luna se había puesto y el cielo estaba cubierto de nubes. El agua chapaleteaba lúgubremente; silbaba el viento, hacía frío, y la obscuridad era profunda. Bebí el ron que me quedaba, y temblando escuché el susurro de las cañas y el siniestro ruido del río. Y entonces hice esfuerzos para ver, pero no pude distinguir mi barca, ni siquiera mis manos por más que las acerqué á mis ojos. Poco á poco la negrura disminuyó; me pareció que una sombra pasaba cerca de mí, y grité. Una voz respondió: era un pescador que acudiendo á mi llamamiento se acercó y le conté mis cuitas. Ató su barca á la mía y juntos tiramos de la cadena. El ancla no se movió. Apuntaba el día, día sombrío, glacial, lluvioso, gris, un día de ésos que traen consigo tristezas y desdichas. Distinguimos otra barca: llamamos, y el hombre que la montaba unió sus esfuerzos á los nuestros: entonces, y poquito á poco, el ancla cedió. Y subió muy despacio, muy despacio, y cargada con peso considerable. Al fin distinguimos una masa negra y la metimos en mi barca. Era el cadáver de una mujer vieja que tenía atada al cuello una piedra enorme. EL REGRESO Con sus olas continuas y monótonas, la mar azota la costa. Impulsadas por el viento, y semejando pájaros, blancas nubecillas pasan rápidamente á través del inmenso cielo azul, y la aldea, situada en el pliegue de un valle que llega hasta el océano, se calienta al sol. Á la entrada, y al borde del camino, se alza la casa de los Martín Levesque. Es una morada de pescador con los muros de arcilla y el tejado de bálago que ostenta un penacho de azules lirios. Un huerto del tamaño de un pañuelo en el que crecen cebollas, coles y perejil, se extiende ante la puerta; y, á lo largo del camino, lo cierra tosca valla. El hombre está en la mar, pescando, y la mujer, frente á la morada, repara las mallas de una red enorme que, extendida contra la pared, semeja inmensa tela de araña. Sentada en una silla de paja á la entrada del huerto, una muchachita de catorce años se inclina hacia atrás y arregla ropa blanca, ropa blanca de pobres, remendada y zurcida ya. Otra chiquilla, un año más joven, mece en sus brazos á un niño pequeño, tan pequeño que ni siquiera se mueve ni habla. Y dos pequeñuelos de dos ó tres años, sentados en el suelo y frente á frente, construyen jardines con sus torpes manos y se tiran á la cara puñados de polvo. Nadie habla. Únicamente el pequeñuelo á quien quieren dormir llora sin descanso, con gritos agrios y cascados. Junto á la ventana, un gato duerme y los abiertos girasoles que se abren al pie del muro, forman un macizo de flores sobre el cual, zumbando, revolotea un mundo de moscas. De pronto, la muchacha que cose á la entrada grita: --¡Mamá! Y la madre responde: --¿Qué quieres? --¡Ahí está otra vez! Desde por la mañana están muy inquietas porque un hombre vaga alrededor de la casa: un hombre viejo que parece pobre, muy pobre. Le han visto por primera vez al acompañar á su padre á la mar, y estaba sentado frente á la puerta, en la cuneta. Luego, al volver de la playa, le han encontrado en el mismo sitio y siempre mirando á la casa. Parece enfermo y muy miserable. Por espacio de una hora no se ha movido, pero al ver que se le observaba como se observa á un malhechor, se ha levantado y se ha ido renqueando. Pero no han tardado en verle aparecer de nuevo, andando con paso lento y cansado, y se ha vuelto á sentar algo más lejos, pero como si quisiese acecharlas. La madre y las chiquillas tienen miedo. Sobre todo la madre, pues como es temerosa por temperamento, se preocupa porque su marido no ha de volver hasta que caiga el día. Su marido se llama Levesque; á ella la llamaban Martín, y les han bautizado con los nombres de Martín Levesque. Veamos por qué: en primeras nupcias ella se había casado con un marino llamado Martín, un marino que todos los años iba á Terranova á la pesca del bacalao, y á los dos años de matrimonio tenían una hija y esperaban otro retoño cuando el barco en que iba el marido, _Las dos hermanas_, de Dieppe, desapareció. Y nunca más se volvieron á tener noticias del barco ni de ninguno de los que le tripulaban, y así fué que cuerpos y bienes se dieron por perdidos. La Martín esperó á su marido durante diez años y tuvo mucho que sufrir para educar á sus hijos: más tarde, como era laboriosa y muy buena mujer, un pescador del país, Levesque, viudo con hijo, la pidió en matrimonio. Y se casaron, y en tres años tuvieron dos hijos más. Vivían penosa y laboriosamente. El pan estaba caro y la carne apenas se conocía en su casa, y aunque á veces, durante la época de las borrascas, se atrasaban con el panadero, como los pequeños tenían salud se daban por satisfechos. Y la gente decía: --Los Martín Levesque son muy buenas personas. La Martín trabaja por cuatro, y Levesque, en su oficio, no tiene rival. La chiquilla, que está sentada junto al vallado, dice: --Cualquiera se figuraría que nos conoce. Tal vez sea un pobre de Epreville ó de Auzeboc. Pero la madre tiene buen ojo y no se engaña: no, seguramente no es del país. Como permanece inmóvil como un poste y fija obstinadamente los ojos en la morada de los Martín Levesque, la Martín se enfurece, y valiente á puro de estar transida de miedo, coge una badila y sale á la puerta. --¿Qué estáis haciendo ahí?--grita dirigiéndose al vagabundo. Y él responde con voz ronca: --Tomo el fresco: ¿os hago algún daño? --¿Por qué estáis espiando frente á mi casa?--replica la Martín. Y el hombre contesta: --No hago daño á nadie. ¿Está prohibido sentarse en la cuneta? La Martín, no sabiendo qué decir, se mete otra vez en su casa. Y el tiempo pasa despacio, muy despacio, y á eso de mediodía el hombre desaparece. Pero á las cinco vuelve á pasar, y ya no le ven más en toda la tarde. Cuando al caer el día Levesque vuelve y le cuentan lo ocurrido, dice: --Debe de ser algún fisgón ó algún desocupado. Y duerme tranquilo mientras su mujer piensa en el vagabundo que la miraba de tan extraña manera. Amanece un día desagradable, con mucho viento, y el marinero, viendo que no puede hacerse á la mar, ayuda á su mujer á componer las redes. Á eso de las nueve, la hija mayor, una Martín, que ha ido á la tahona á buscar pan, entra corriendo, y con el rostro descompuesto. --¡Ahí está, ahí está!--grita. La madre se emociona mucho y, con las mejillas pálidas, dice á su marido: --Ve á hablarle, Levesque, y convéncele para que no nos aceche, que eso me revuelve toda. Y Levesque, un hombre de mar como un castillo, con tez rojiza y barba espesa, ojos azules que taladran dos puntitos negros y que lleva siempre al cuello un pañuelo de lana para resguardarse del viento y de la lluvia de alta mar, sale lentamente y se dirige al vagabundo. Los dos hombres hablan. La madre y los chicos, entre ansiosos y angustiados, les contemplan desde lejos. De pronto, el desconocido se pone en pie y con Levesque se encamina hacia la casa. La Martín retrocede asustada, pero su marido le dice: --Dale un pedazo de pan y un vaso de sidra. Hace tres días que no ha comido. Y entran seguidos de la mujer y de los niños. El vagabundo se sienta y come, y como todos le miran fijamente baja la cabeza. La madre, en pie, no aparta de él los ojos: las dos mayores, las Martín, apoyadas de espalda contra la puerta, en él clavan sus ojos ávidos; y los más pequeños, que están sentados en las cenizas del hogar, dejan de jugar con el negro puchero para contemplar también al extraño. Levesque se sienta y le pregunta: --¿De manera que viene de muy lejos? --Vengo de Cette. --¿Á pie? --Sí, á pie. Cuando no se tienen posibles, es preciso... --Y ¿á dónde va?... --Aquí. --¿Conoce á alguien? --Tal vez. Y se callan. El vagabundo, aunque hambriento, come despacio y bebe un sorbo de sidra después de cada pedazo de pan. Su rostro está arrugado, gastado, lleno de hoyos por todas partes, y parece haber sufrido mucho. Bruscamente Levesque le pregunta: --¿Cómo se llama? --Me llamo Martín. Extraño estremecimiento agita á la madre. Avanza un paso como si quisiese ver más de cerca al vagabundo, y se para frente á él con los brazos caídos y la boca abierta. Nadie dice palabra, hasta que Levesque añade: --¿Es usted de aquí? --Sí, de aquí soy. Y al levantar la cabeza, su mirada se encuentra con la de la mujer, y mirándose están por espacio de unos segundos. Con voz baja, cambiada y temblorosa, ella dice: --¿Eres tú mi marido? Y él articula lentamente: --Yo soy. Y sin moverse continúa comiéndose el pan. Más sorprendido que emocionado, Levesque exclama: --¿Tú eres Martín? El otro contesta sencillamente: --Sí, yo soy. Entonces el segundo marido pregunta: --¿De dónde vienes? --De África. Naufragamos en un banco y sólo nos salvamos tres. Picard, Vatinel y yo. Luego nos cogieron los salvajes que nos han retenido doce años. Picard y Vatinel han muerto: á mí me libertó un viajero inglés, me dejó en Cette, y aquí estoy. La Martín, cubriéndose la cara con el delantal, llora en silencio. Levesque dice: --Y ¿qué vamos á hacer? Martín pregunta: --¿Eres tú su marido? --Sí, yo soy. Y se miran y callan. Martín se fija en los niños que forman círculo á su alrededor, y señalando con un movimiento de cabeza á las dos mayores exclama: --¡Son las mías! Á lo que Levesque responde: --Las tuyas son. Y no se mueve, ni siquiera las besa. Únicamente dice: --¡Qué crecidas están! Levesque repite: --¿Qué vamos á hacer? Martín, perplejo, tampoco lo sabe. Al fin murmura: --Yo haré lo que quieras, pues no pretendo causarte perjuicio. Con todo, es enojoso por la casa. Yo tengo dos hijos, tú tienes tres; pues á cada uno los suyos. Ahora bien, la madre ¿á quién pertenece? Yo aceptaré lo que decidas, pero la casa es mía pues mi padre me la dejó, porque nací en ella, y hay papeles en casa del notario. La Martín sigue llorando y cubriéndose la cara con el delantal. Las dos mayores se han levantado, y con inquietud se fijan en su padre. Éste acaba de comer y pregunta: --¿Qué vamos á hacer? Levesque tiene una idea. --Es preciso ir á casa del cura. Él decidirá. Martín se levanta, y su mujer, apoyando la frente en su hombro, murmura: --¡Martín, mi pobre Martín! Y Martín, emocionado, besa con respeto su blanca cofia. Los pequeños que están sentados en la chimenea, al ver que su madre llora, lloran también, y el que aún va en brazos, berrea de lo lindo. Levesque espera de pie. --Vamos,--dice--es preciso arreglar esto. Martín se separa de su mujer, y ésta, dirigiéndose á las mayores, las dice: --Besad á vuestro padre. Las dos se acercan juntas, secos los ojos, y algo temerosas. Y después que él las ha besado en las mejillas, los dos hombres salen. Al pasar por delante del café del Comercio, Levesque dice: --Si tomásemos una copa... --Me parece bien. Y entran y se sientan. --¡Eh! ¡Chicot! Dos copas de lo bueno, que Martín ha vuelto, Martín, el de mi mujer, ya sabes, Martín, el de _Las dos hermanas_... Y el tabernero, ventrudo, sanguíneo, hinchado, lleno de grasa, se acerca con tres vasos en la mano, una botella en la otra, y muy tranquilamente pregunta: --¿Eres tú Martín? Y Martín contesta: --Yo soy. EL GUARDA Después de comer se referían aventuras y accidentes de caza. Un antiguo amigo nuestro, el señor Bonface, gran bebedor de vino, hombre robusto y alegre, ingenioso como pocos, de buen sentido y filosofía irónica y resignada, se distinguía siempre por sus bromas mordaces y nunca por sus tristezas. Y de pronto dijo: --Yo sé una historia de caza, ó mejor dicho, un drama de caza bastante extraordinario. No se parece á ninguno de los ya contados, y yo mismo no me he atrevido nunca á contarlo por temor á que no interesase. Y todo, porque no es simpático; ¿comprenden ustedes? Quiero decir que carece de ese interés que apasiona, encanta ó emociona agradablemente. Pero en fin, vamos al caso. Entonces tenía treinta y cinco años, y mi mayor encanto era la caza. Bastante lejos, en los alrededores de Junquières, poseía unas tierras en cuyos bosques de pinos abundaban las liebres y los conejos. Y en ellas pasaba cuatro ó cinco días al año, yo solo, pues lo primitivo de la instalación no me permitía invitar á ningún amigo. Un gendarme retirado, hombre honradísimo, violento, severo, terrible para los cazadores furtivos y que no conocía el miedo, me servía de guarda. Vivía solo, lejos de la aldea, en una casita pequeña, más bien una choza, que se componía de dos habitaciones en la planta baja, la cocina y el cillero, y otras dos arriba. Una de ellas, especie de jaula únicamente lo bastante grande para contener una cama, un armario y una silla, me estaba reservada. La otra la ocupaba Cavalier, pero al decir que vivía solo he dicho mal: con él vivía un sobrino suyo, un ganapán de catorce años que iba á la compra á la aldea, distante tres kilómetros de allí, y que ayudaba al viejo en sus cotidianas tareas. Aquel muchacho alto, delgado y un poco encorvado, tenía el pelo rubio tan claro que parecía bozo, y tenía tan poco que parecía calvo. Y sus pies eran enormes, y sus manos gigantescas, manos de coloso. Bizcaba un poco, y al hablar no miraba nunca, causándome, en la raza humana, el efecto que las bestias pestíferas causan entre los animales. Aquel galopín era una garduña ó una zorra. Hasta dormía en una especie de agujero que allá en lo alto de la escalera conducía á las dos habitaciones. Pero, durante mis cortas estadas en el Pabellón,--yo llamaba Pabellón á aquella cabaña,--Mario cedía su nicho á una vieja mujer de Ecorcheville, llamada Celeste, que venía á guisar porque las comidas de Cavalier no me satisfacían. Y ahora que conocen ustedes el local y los personajes, vamos á la aventura: Estábamos á 15 de octubre del año de 1854;--recuerdo esta fecha y nunca la podré olvidar,--y salí de Rouen á caballo, seguido por mi perro Block. Llevaba á la grupa mi saco de viaje, terciada la escopeta, y heroicamente aguantaba el terrible frío de un día triste, de un día de viento que hacía rodar negras nubes por el obscuro cielo. Subiendo la cuesta de Cantelou, contemplé el vasto valle del Sena que con repliegues de serpiente el río cruza hasta donde alcanza la vista: á la derecha, la mirada se detenía en los bosques, y á la izquierda, Rouen alzaba hacia el plomizo cielo sus negruzcos campanarios. Atravesé luego el bosque de Roumare, y continué andando, al paso unas veces, al trote otras, hasta que á eso de las cinco llegué al Pabellón donde Celeste y Cavalier me estaban aguardando. Diez años hacía que en la misma época me presentaba de igual manera, y diez años hacía que las mismas bocas me saludaban con las mismas palabras. --Buenas tardes, nuestro amo; ¿es buena su salud? Cavalier apenas había cambiado: resistía al tiempo como los árboles viejos, pero Celeste, especialmente desde hacía cuatro años, estaba desconocida. Parecía haberse partido en dos, y aunque se conservaba activa como siempre, se doblaba tanto al andar, que el cuerpo y las piernas formaban un ángulo recto. La pobre vieja, abnegada como pocas, se emocionaba al verme, y al despedirse de mí me decía: --Preciso es pensar que tal vez no volveremos á vernos, mi amo: Y la desolada y temerosa despedida de la pobre sirvienta, su desesperada resignación ante la inevitable muerte, seguramente próxima para ella, me llegaba al corazón y me entristecía de manera extraña. Eché pie á tierra, y mientras Cavalier, cuya mano había estrechado, conducía mi caballo al cobertizo que hacía las veces de cuadra, seguí á Celeste y entré en la cocina que también servía de comedor. Poco después el guarda se reunió á nosotros y desde el primer momento vi que no tenía el aspecto de costumbre. Parecía preocupado, contrariado, inquieto. Y le dije: --Bien. Cavalier, ¿va todo á pedir de boca? El buen hombre murmuró: --Sí y no. Algo hay que me tiene contrariado... --Y ¿qué es? Cuénteme eso, amigo mío. Pero movió la cabeza y se limitó á decir: --No, todavía no. Ahora que acaba de llegar no quiero molestarle con mis preocupaciones. Yo insistí, pero él se negó á decirme lo que ocurría hasta después de comer; por más que sólo al verle la cara, comprendía que el asunto era grave. No sabiendo qué decir, le pregunté: --Y este año, ¿hay caza? --¡Oh! Mucha; tan abundante, que encontrará cuanta quiera. Á Dios gracias, he tenido buen ojo. Y pronunció estas palabras con tanta gravedad, con gravedad tan desolada, que casi rayaba en lo cómico. Sus grandes bigotes grises parecía que iban á desprenderse de sus labios. Repentinamente me di cuenta de que aún no había visto á su sobrino. --¿Y Mario? ¿Dónde está? ¿Por qué no viene á saludarme? El guarda pareció sobresaltarse, y mirándome fijamente á la cara, dijo: --Pues bien, prefiero decirle en seguida lo que ocurre; prefiero decírselo, pues lo que me preocupa se relaciona con él. --¡Ah! ¿Y dónde está? --En la cuadra; esperando el momento oportuno para presentarse... --Pero, ¿qué ha hecho? --He aquí lo ocurrido... El guarda vacilaba; su voz había cambiado, temblaba, y, repentinamente, profundas arrugas, arrugas de viejo, cruzaron su rostro. Lentamente añadió: --Al caso: este invierno me di cuenta de que alguien tendía lazos en el bosque, y aun cuando pasaba noches enteras acechando, no podía sorprender al cazador furtivo. Nada... cuando vigilaba por un lado los tendían en la parte opuesta, y el despecho me hacía adelgazar. Imposible resultaba sorprender al merodeador, y cualquiera hubiese podido creer que tenía conocimiento de mis intenciones y de mis acechanzas... Y así ocurrieron las cosas hasta que un día, al cepillar el pantalón de Mario, el pantalón que sólo se pone los domingos, encontré una moneda de dos francos en un bolsillo. ¿De dónde la había sacado? En ello estuve pensando por espacio de ocho días, hasta que observé que salía en el preciso momento en que yo volvía para descansar. Sin figurarme el objeto de sus escapatorias le aceché, y una noche, después de haberme acostado, me levanté y le seguí. En eso de seguir á un hombre no hay quien me iguale. ¡Y le sorprendí tendiendo lazos, á él, á mi sobrino Mario, tendiendo lazos en las tierras de usted! El corazón me dió un vuelco dentro del pecho, se me corrompió la sangre, y tan recio sacudí que por poco le mato. Sí, arreé de firme, y le prometí que cuando usted viniera, le aplicaría una nueva corrección en su presencia. Y eso es todo; el disgusto me hizo adelgazar, en fin, usted ya debe saber lo que acaban los disgustos... Pero dígame; ¿qué hubiera hecho en mi lugar? Ese muchacho no tiene padre ni madre y yo soy la única persona que queda de su sangre: le conservé á mi lado porque humanamente no le podía echar, ¿verdad? pero con todo, le tengo advertido que si vuelve á las andadas todo habrá concluido, hasta mi compasión. ¿He hecho bien? --Ha hecho usted perfectamente, Cavalier; es usted un hombre honrado. Se puso en pie para decirme: --Gracias, muchas gracias. Ahora voy á buscarle, pues la corrección prometida no puede quedar en alto. Como yo sabía que intentar disuadirle era perfectamente inútil, le dejé obrar á su antojo. Cavalier fué á buscar al galopín y le trajo agarrándole de una oreja, y yo, sentado en una silla de paja, hacía esfuerzos para poner cara de juez. Me pareció que Mario había crecido y que todavía era más feo, pero el aspecto seguía siendo el mismo, socarrón y malo, y sus manazas me parecieron monstruosas. Su tío le empujó hacia mí y, con entonación militar, le dijo: --Pide perdón al amo. El chico no pronunció una palabra. Entonces Cavalier le cogió por un brazo, le levantó en vilo, y empezó á darle nalgadas con tanta violencia que me puse en pie dispuesto á contenerle. El rapaz decía á gritos: --Basta..., basta; prometo... Cavalier le dejó en el suelo, se apoyó con fuerza en sus hombros obligándole á que se arrodillase, y repitió: --Pide perdón... El muy sinvergüenza, con los ojos bajos, murmuró: --Pido perdón. Su tío le despidió dándole un soberano cachete que le hizo vacilar; salió corriendo á todo correr, y no volví á verle. Pero Cavalier parecía aterrado. --Es malo--murmuraba--es malo. Y durante la comida no cesó de repetir: --¡Oh! Eso me acaba la vida, mi amo; usted no puede comprender lo negro que tengo el corazón. Yo procuraba consolarle, pero todo era en vano; y como quería salir á cazar en cuanto apuntase el día, no tardé en irme á dormir. Cuando apagué la vela de un soplo, mi perro roncaba ya á los pies de mi cama... ...Los furiosos ladridos de Block me despertaron á media noche, y al punto advertí que la habitación estaba llena de humo. Salté del lecho, encendí la luz, corrí á la puerta, y la abrí... Por el hueco entró un torbellino de llamas; la casa ardía. Cerré sin pérdida de momento la gruesa hoja de encina, me puse los pantalones, bajé al perro por la ventana valiéndome de una cuerda que construí arrollando las sábanas; tiré luego mis ropas, la escopeta y el zurrón, y bajé como el perro había bajado. Entonces, me puse á gritar con todas las fuerzas de mis pulmones: --¡Cavalier! ¡Cavalier! Pero el guarda no despertaba... El viejo gendarme dormía á puños cerrados. Entretanto, por las ventanas de la planta baja pude notar que aquello parecía un horno ardiendo, y me convencí de que, para facilitar el incendio, habían llenado la cocina de paja. ¡Alguien había prendido fuego al Pabellón! Y furiosamente grité de nuevo: --¡Cavalier! Pensando que tal vez el humo le asfixiaba, tuve una inspiración feliz; metí dos cartuchos en la escopeta, apunté á su ventana, y disparé. Los seis cristales volaron hechos añicos, y el viejo, que había oído el tiro, se asomó en camisa, medio loco y cegado por el vivísimo resplandor que iluminaba la parte delantera de su morada. Al verle, grité: --La casa arde; salte por la ventana, pronto, pronto... Las llamas, que asomando por las aberturas de la planta baja lamían el muro, no habían de tardar en encerrarle. Saltó, y como los gatos, cayó de pie. Era tiempo. La techumbre de bálago crujió por encima de la escalera que servía de chimenea al fuego de abajo, y una llamarada roja, inmensa, se elevó por los aires ensanchándose como un penacho y sembrando una lluvia de chispas alrededor de la choza. Segundos después el Pabellón era pasto de las llamas. Cavalier, aterrado, me preguntó: --Y ¿cómo ha prendido? --Han pegado fuego á la cocina. --¿Quién ha podido ser? Yo, adivinando, respondí: --Mario. El viejo, comprendiendo, balbució: --¡Virgen Santísima! Por eso no ha entrado... Una idea terrible, espantosa, acudió á mi imaginación y grité: --¿Y Celeste? ¿Y Celeste? El viejo no contestó, pero la casa, hundiéndose en aquel momento, quedó convertida en inmenso brasero, brasero resplandeciente que cegaba, horno formidable en el cual la pobre mujer debía ser ya un carbón rojizo, un carbón de carne humana. ¡Y ni siquiera habíamos oído un grito! Como el fuego se acercaba al cobertizo vecino, pensé en mi caballo, y el guarda corrió á libertarlo. Apenas hubo abierto la puerta de la cuadra, cuando un cuerpo ligero y flexible le pasó por entre las piernas haciéndole caer de cara. Era Mario que huía á todo correr. El viejo se puso en pie en un abrir y cerrar de ojos. Intentó correr para alcanzar al miserable, pero comprendiendo que no lo conseguiría y enloquecido por irresistible furor, cediendo á uno de esos impulsos irreflexivos é instantáneos que no se pueden prever ni contener, se apoderó de mi escopeta, apuntó, y sin darme tiempo para que hiciese el menor movimiento, y sin haberse asegurado antes de si el arma estaba cargada, apretó él disparador. Uno de los cartuchos que momentos antes había metido en la escopeta para anunciar el fuego, estaba intacto, y la carga, alcanzando al fugitivo por la espalda, hizo que cayese de cara completamente cubierto de sangre. Se puso á arañar la tierra, como si quisiese huir á cuatro patas, y al modo de las liebres heridas cuando ven que se acerca el cazador. Corrí, y cuando llegué á su lado el muchacho agonizaba; y antes que el incendio se hubiese extinguido, murió sin decir una palabra. Cavalier, en camisa é inmóvil, parecía una estatua. Y cuando las gentes de la aldea llegaron, tuvieron que llevarse á mi guarda que parecía loco. En la vista declaré como testigo y conté detalladamente, sin quitar ni añadir ni una coma, todo lo que sabía. Cavalier salió absuelto, pero el mismo día desapareció y nunca más volvieron á verle en el lugar. Yo no sé lo que fué de él. Y ésta es, señores, mi historia de caza. EL PECIO Ayer estábamos á 31 de diciembre. Y acababa de almorzar con mi antiguo amigo Jorge Guerín, cuando el criado le entregó una carta cuyo sobre estaba casi completamente cubierto de sellos extranjeros. Jorge me dijo: --¿Permites? --Faltaría más. Y leyó ocho páginas escritas con letra grande, letra inglesa, que las cruzaban en todos sentidos. Y las leía lentamente, con la formal atención y con el interés con que se hacen las cosas que nos llegan al alma. Cuando hubo terminado, dejó la carta encima de la chimenea y dijo: --Ésa es una historia rara, una historia sentimental que nunca te he contado y cuyo protagonista fuí yo. ¡Rarísimo día de año nuevo el del año aquél! Y hace ya veinte años... pues entonces tenía treinta, y ya tengo cincuenta. Era inspector de la compañía de seguros marítimos que hoy dirijo, y me disponía á pasar el día primero de enero en París, pues es cosa convenida que ese día ha de ser de gran fiesta para todos, cuando recibí una carta del director en la que me ordenaba saliese sin pérdida de momento para la isla de Ré, donde había naufragado un buque de Saint-Nazaire, de tres palos, que nosotros habíamos asegurado. Eran las ocho de la mañana; llegué á las oficinas de la compañía á las diez, con objeto de recibir instrucciones, y la misma noche tomaba el expreso que al día siguiente, 31 de diciembre, tenía que dejarme en la Rochela. Dos horas faltaban para que saliese el _Juan Guitón_, el barco de Ré, y las aproveché para dar un paseo por la ciudad. Verdaderamente, La Rochela, con sus calles que se entrecruzan como un laberinto, y cuyas aceras se extienden por galerías sin fin, soportales bajos, aplastados y misteriosos, que parecen construidos para cobijar conspiradores y que ostentan el decorado antiguo y sorprendente de las guerras de otros tiempos, las guerras de religión, salvajes y heroicas, es una ciudad extraña y de mucho carácter. Es la verdadera ciudad hugonota, grave, discreta, sin arte soberbio y sin ninguno de los monumentos que magnifican á Rouen, pero notable por la severidad de su aspecto, algo socarrón eso sí, aspecto de ciudad que encierra batalladores tercos y obstinados, donde deben germinar fanatismos, la ciudad donde se exaltó la fe de los calvinistas y donde nació el complot de los cuatro sargentos. Después de haber vagado un rato por esas extrañas callejuelas, subí al vaporcito negro y tripudo que había de llevarme á la isla de Ré. Y el vaporcito se puso en marcha dando resoplidos de cólera, pasó por entre las antiguas torres que guardan el puerto, cruzó la rada, salió del dique construido por Richelieu, dique cuyas enormes piedras se ven á flor de agua encerrando á la ciudad en inmenso collar, y, luego, torció hacia la derecha. Era uno de esos días tristes que oprimen, aplastan la imaginación, comprimen el alma y extinguen en nosotros toda fuerza y toda energía. Día gris, día glacial que ensuciaba pesada niebla, húmeda como la lluvia y fría como el hielo, niebla que al entrar en la boca, al respirar, parecía que se mascaba barro de cloaca. Bajo aquel techo de niebla opaca y siniestra, la mar poco profunda y arenosa de las ilimitadas playas se extendía sin una arruga, sin moverse y sin vida; mar de agua turbia y grasienta, de agua estancada. El _Juan Guitón_ pasaba por ella balanceándose para no perder la costumbre, y cortaba la lisa sábana dejando tras sí algunas olas, algunos chapaleteos y ondulaciones que se calmaban en seguida. Y entablé conversación con el capitán, un hombrecillo casi sin piernas, rechoncho como su barco y balanceándose como su barco también, pues quería que me diese detalles del siniestro de que por mí mismo iba á darme cuenta. Un buque de tres palos, el _María José_, en una noche de huracán, había embarrancado en las arenas de la isla de Ré. Según escribía el armador, la tempestad había arrojado muy lejos al barco y había sido imposible ponerle á flote. Y de prisa, á escape, había precisado trasbordar la carga. Yo tenía que hacer una información y comprobar el estado del pecio, apreciando cuál debía ser su valor antes del naufragio y averiguar si se habían intentado todos los recursos para salvarle. Iba como agente de la compañía, para declarar luego contradictoriamente si se necesitaba, pues el director, al recibir mi informe, tenía que adoptar las medidas que estimase convenientes para poner á cubierto nuestros intereses. El capitán del _Juan Guitón_ conocía bien el asunto, pues con su barco había tomado parte activa en las tentativas de salvamento. Me refirió el siniestro, y me convencí de que en él no había habido nada extraordinario. El _María José_, empujado por furioso vendaval y perdido en la noche, navegando por un mar de espuma--un mar de sopas de leche, como decía el capitán,--había ido á encallar en los inmensos bancos de arena que, en las horas de marea baja, convierten las costas de aquella región en Saharas ilimitados. Mientras hablábamos, yo miraba á mi alrededor y delante de mí, pues como entre el Océano y el pesado cielo quedaba un espacio libre, podía verse de lejos. Estábamos cerca de tierra y pregunté: --¿Es la isla de Ré? --Sí, señor. Y de pronto, el capitán, extendiendo el brazo derecho, y señalando un punto casi imperceptible que á lo lejos se distinguía en alta mar, me dijo: --Ahí tiene usted el navío. --¿El _María José_? --Sí. Quedé estupefacto. Era un puntito negro, casi invisible, y yo le hubiera creído un escollo colocado á tres kilómetros, cuando menos, de la costa. Y repliqué. --Pero capitán, en el sitio que me indica, lo menos debe haber cien brazas de agua. Él se puso á reir. --¡Cien brazas!--me contestó:--amigo mío, le aseguro que no hay ni dos. Era bordelés y siguió hablando: --Son las nueve y cuarenta minutos y estamos en marea alta. Dé un paseo por la playa con las manos metidas en los bolsillos; almuerce luego tranquilamente en el hotel del Delfín, y yo le prometo á las dos y cincuenta, á las tres lo más tarde, podrá llegar hasta el pecio á pie enjuto; allí podrá permanecer una hora y tres cuartos, dos horas lo más, pero no se descuide pues se vería preso. Cuanto más lejos se va la mar, más de prisa vuelve. Esta costa, por lo llana parece un plato, pero créame, emprenda el camino de regreso á las cuatro y cincuenta, y á las siete tomará de nuevo el _Juan Guitón_ que esta misma noche le dejará en La Rochela. Di las gracias al capitán y me senté en un banco de proa para contemplar la pequeña ciudad de San Martín, que se acercaba rápidamente. Se parece á todos los puertos en miniatura que sirven de capital á las pequeñas islas sembradas á lo largo de los continentes, y es una aldea grande, una aldea de pescadores que tiene un pie en el agua y otro en tierra, una de esas aldeas que viven de pescado y pollos, legumbres y mariscos, rábanos y almejas. La isla es baja, poco cultivada, y sin embargo me pareció muy poblada: pero no penetré en el interior. Después de haber almorzado, franqueé un pequeño promontorio, y como la mar se alejaba rápidamente, crucé la arena dirigiéndome hacia una especie de roca negra que á lo lejos y en el agua se distinguía. Por la amarillenta llanura, elástica como la carne y que, bajo la presión de mis pies parecía sudar, andaba de prisa. Por donde pasaba, momentos antes estaba la mar, y entonces la veía á lo lejos, huyendo á ojos vistas, y me era imposible distinguir la línea que separaba la arena del Océano. Creía estar presenciando una fiesta de hadas gigantesca y sobrenatural. Minutos antes, el Atlántico se extendía ante mí, y en un abrir y cerrar de ojos había desaparecido, como por escotillón, y me encontraba en medio de un desierto de arena. En mí no quedaba más que la sensación y el olor del agua salada; sentía olor de algas, olor de olas, el rudo y agradable olor de las costas. Andaba de prisa, no tenía frío, y contemplaba el tumbado pecio que de lejos semejaba una ballena dormida. Sí, semejaba una ballena dormida surgiendo de la inmensa extensión, plana y amarillenta, y sus proporciones me sorprendieron. Al fin, y después de andar una hora, llegué hasta él. Yacía tumbado sobre un costado, destrozado, hundido, mostrando sus huesos rotos como las costillas de una bestia, sus huesos de madera embreada, huesos que clavos enormes agujereaban. La arena, entrando por las resquebrajaduras, lo había invadido ya, y ya no tenía que abandonarlo. Parecía haber echado raíces en él: la proa entraba profundamente en la playa suave y pérfida, y la popa, mirando al cielo, parecía gritar con desesperado llamamiento las dos palabras blancas, _María José_, que resaltaban en la negra mura. Escalé el cadáver del navío por la parte más baja y después de haber pasado por el puente penetré en el interior. La luz se filtraba por las hundidas costillas y tristemente iluminaba aquellas raras y sombrías cuevas en las que nada quedaba en pie. Y en el suelo de aquel subterráneo de tablas no había más que arena. Para tomar las notas con respecto al estado del buque me había sentado en un barril vacío y roto, y para escribir aprovechaba la luz que penetraba por una ancha abertura que me permitía distinguir la ilimitada extensión de la playa. Por momentos sentía correr por mi piel un estremecimiento extraño de frío y de soledad, y á veces dejaba de escribir para escuchar los misteriosos ruidos del pecio: ruidos de cangrejos que con sus fuertes patas arañaban el casco; ruidos producidos por las mil diminutas bestias de la mar, y también el ruido regular y continuo de los moluscos que sin cesar roen, con chirrido de barrena, las viejas maderas que poco á poco devoran. Y, repentinamente, oí voces humanas muy cerca de mí. Me puse en pie de un salto, como si á mis ojos se hubiese presentado una aparición, y por espacio de un segundo creí que dos ahogados iban á levantarse para contarme su espantosa muerte. En menos tiempo del que empleo para decirlo, subí al puente, y en la proa del buque me encontré frente á un señor muy alto al que rodeaban tres muchachas; mejor dicho, frente á un inglés que acompañaba á tres mises. Seguro estoy de que sintieron más miedo que yo había sentido. Ahí es nada; un ser que surge rápidamente del seno de un buque de tres palos abandonado... La muchacha más joven echó á correr, y las otras dos se apoderaron de los brazos de su padre: éste, abrió la boca y fué el único signo que dió de su emoción. Pasados algunos segundos habló: --¡Aho! Señor caballero, ¿es usted la propietaria de esta embarcación? --Sí, señor. --¿Es que la podré visitar? --Sí, señor. Y pronunció en inglés una frase muy larga de la que sólo comprendí la palabra _gracious_, varias veces repetida. Como buscaban un sitio para subir, les indiqué el mejor y les ofrecí la mano. El padre subió, y luego ayudamos á las tres jóvenes, que ya se habían tranquilizado. Eran encantadoras, sobre todo la mayor, una rubiecita de dieciocho años, fresca como una flor y lindísima. Verdaderamente, las inglesas bonitas parecen frutas de mar. ¡Cualquiera hubiera creído que aquélla acababa de salir de la arena cuyo color habían conservado sus cabellos! Y además, con su frescura exquisita, hacen pensar en los delicados colores de las rojas almejas y en las nacaradas perlas, raras, misteriosas y nacidas en las ignoradas profundidades del Océano. Hablaba algo mejor que su padre y nos servía de intérprete. Y fué preciso que relatase el naufragio con todos los detalles que inventé, y creo que lo narré tan bien como hubiera podido hacerlo de haber presenciado la catástrofe. Luego toda la familia entró en el interior del pecio. Cuando hubieron penetrado en la sombría galería, de sus gargantas se escaparon gritos de asombro y de admiración, y repentinamente, el padre y las tres hijas sacaron los álbumes, antes ocultos bajo los impermeables, y empezaron á tomar apuntes de aquel lugar tristísimo y extraño. En un tablón se habían sentado unos junto á otros, y los cuatro álbumes, abiertos sobre las ocho rodillas, se llenaban de negras líneas que reproducían el abierto casco del _María José_. Yo continuaba inspeccionando el esqueleto del navío, y de tiempo en tiempo, la mayor de las inglesitas me dirigía la palabra. Ella me dijo que pasaban el invierno en Biarritz y que habían venido á la isla de Ré sin más objeto que contemplar de cerca el buque naufragado. No tenían nada absolutamente de la tiesura inglesa; eran gentes sencillas y buenas, algo chifladas, y pertenecían á la familia de esos eternos errantes con que Inglaterra cubre el mundo. El padre, alto y enjuto, tenía la piel roja y blancas patillas encuadraban su cara; parecía un sándwich vivo, una lonja de jamón cortada en forma de cabeza humana y metida entre dos almohaditas de pelos blancos: y las muchachas, excepción hecha de la mayor, que también era la más amable, eran altas y delgadas. Tenía un modo tan gracioso de hablar, contar, reir, comprender y no comprender, levantar los ojos para interrogarme, unos ojos azules como el agua profunda, de cesar de dibujar para adivinar y de tomar nuevamente el lápiz diciendo _yes_ ó _non_, que viéndola y escuchándola hubiera pasado horas enteras. De pronto murmuró: --Me parece que el barco ha hecho una pequeña movimienta. Agucé el oído, y no tardé en percibir un ruido ligero continuo y extraño. ¿Qué podría ser? Me levanté para mirar por la abertura y no fuí dueño de contener un grito... ¡La mar había llegado hasta nosotros y casi nos rodeaba! Aun cuando no perdimos momento para subir al puente, cuando llegamos ya era tarde. El agua nos cercaba y con increíble velocidad corría hacia la costa. No, no corría, resbalaba, se agrandaba, se extendía cual mancha desmesurada. Y aunque sólo algunos centímetros de agua cubrían la arena, ya no se distinguía la línea de la imperceptible marea. El inglés quiso saltar pero yo le contuve: la huida resultaba imposible á causa de los profundos pozos que al ir habíamos tenido que salvar, y era seguro que, con el agua, hubiéramos caído en uno de ellos. Durante algunos minutos, horrible angustia nos oprimió el corazón, pero luego la inglesita sonrió y dijo: --Los náufragos somos nosotros. Quise reir pero no pude: el miedo me dominaba, miedo cobarde, horrible, bajo y rastrero como la marea. Repentinamente se presentaron á mi imaginación todos los peligros que corríamos y tuve deseos locos de gritar pidiendo socorro; pero, ¿quién me oiría? Las dos inglesitas más jóvenes se apretaban contra su padre cuyos consternados ojos se fijaban en la mar que nos cercaba. Y la noche se nos venía encima con la misma rapidez que la marea subía, una noche pesada, húmeda, helada. Y dije: --Lo único que podemos hacer es quedarnos en el barco. Á lo que el inglés respondió: --¡Oh, yes! Allí permanecimos un cuarto de hora, media hora, no puedo precisar cuánto tiempo, contemplando el agua amarillenta que parecía huir y jugar en la reconquistada inmensidad de arena. Como una de las jovencitas empezase á sentir frío pensamos ponernos á cubierto de la brisa, ligera pero helada, entrando en el interior del buque. Miré por una escotilla y vi que el _María José_ estaba lleno de agua, de manera que no tuvimos más recurso que acurrucarnos junto á la mura de proa, única cosa que podía protegernos un poco. Las tinieblas nos envolvían, y, muy apretados unos contra otros, permanecimos rodeados de sombras y de agua... No hablábamos: estábamos inmóviles, agazapados y mudos como bestias refugiadas en un foso durante la tormenta. Y sin embargo, á pesar de todo, á pesar de la noche y del terrible peligro que por momentos aumentaba, empecé á sentirme dichoso, dichoso con el frío y el peligro, dichoso con las horas de sombra y angustia que habíamos de pasar en aquel cascarón, dichoso pasándolas cerca de aquella joven encantadora. Y yo me preguntaba las causas de aquella sensación de bienestar que me penetraba. ¿Por qué? ¿Quién lo sabe? ¿Por qué estaba allí? ¿Quién? ¿Ella? ¿Una inglesita desconocida? Yo no la había visto nunca, no la quería, y me sentía enternecido, conquistado. Hubiera querido salvarla, sacrificarme, y cometer por ella mil locuras... ¡Cosa extraña! ¿Por qué puede alterarnos tanto la presencia de un ser? ¿Nos envuelve y domina el poderío de su gracia? ¿Nos embriaga la seducción de la hermosura como podría embriagarnos el vino? ¡Más razonable es creer en un resorte del amor, del amor misterioso que sin cesar procura que los seres se unan, que ejerce su poder y los penetra de emoción en cuanto los coloca frente á frente, de emoción confusa y grande, profunda; sí, más razonable es creer en un resorte parecido al agua que moja la tierra para que crezcan flores! El silencio del cielo y de las tinieblas era espantoso, pues á nuestro alrededor oíamos vagamente el ruido del agua al crecer y el chapaleteo de la corriente al chocar contra el barco. Oí sollozar... la más joven de las inglesitas lloraba, y para consolarla su padre la habló en su idioma. No los entendí, pero adiviné que la tranquilizaba. Entonces pregunté á mi vecina: --¿Y usted no tiene frío? --¡Oh, sí, tengo mucho!... La ofrecí mi abrigo y tuve que formalizarme para que lo aceptase. Poco á poco la fuerza del viento aumentó haciéndose más sensible el chapaleteo del agua contra los flancos del buque. Me levanté, y una ráfaga me azotó el rostro. ¡El viento se desataba! El inglés lo advirtió casi al mismo tiempo que yo, y dijo: --Malo, malo para nosotros es... Ciertamente que era malo... como que suponía la muerte segura, la muerte que habían de traer las olas, fuertes ó débiles, si atacaban al pecio, tan desbaratado ya, que una sacudida había de bastar para destruirlo totalmente. Yo temblaba, la inglesita también, y los faros que brillaban en la costa, faros blancos, amarillos y rojos, semejaban ojos enormes, ojos de gigantes que nos estuviesen mirando cual si acechasen el momento de nuestra desaparición. Uno había que me irritaba lo indecible: cada treinta segundos se apagaba para volverse á encender en seguida, y era un ojo, un ojo verdadero cuyo párpado velaba por instantes su mirada de fuego. De tiempo en tiempo el inglés encendía un fósforo, consultaba su reloj, y se lo metía otra vez en el bolsillo. De pronto, tendiéndome la mano por encima de las cabezas de sus hijas, me dijo: --Caballero, le deseo un buen año... Eran las doce. Estreché la mano que me tendía, él pronunció una frase en inglés, y las jovencitas se pusieron á cantar el _God save the Queen_ que se perdió en el espacio. En un principio sentí furiosas ganas de reir, pero luego extraña y potente emoción embargó mi alma. El canto de los náufragos tenía algo siniestro y soberbio, canto de condenados, algo comparable á una plegaria, y también algo más grande, algo parecido al antiguo _Ave, Cæsar, morituri te salulant_. Cuando hubieron terminado supliqué á mi vecina que cantase una balada, una leyenda, lo que quisiese, algo que nos hiciese olvidar nuestra angustia. Y accedió gustosa, y su voz joven y clara se perdió en la noche. Cantaba algo triste, muy triste sin duda, pues las notas eran largas, salían lentamente de su boca, y parecía que iban á hundirse en las olas después de haberlas rozado. Yo pensaba únicamente en su voz aun cuando la mar sacudía furiosamente el pecio... y pensaba también en las sirenas. Si una barca hubiese pasado cerca de nosotros ¿qué hubieran pensado los marineros? ¡Mi atormentado espíritu se perdía en el sueño!... ¡Una sirena! ¿No era una sirena aquella hija de la mar que me había retenido en el carcomido buque y que conmigo iba á hundirse en las olas?... Á todo esto, el _María José_ se apoyó sobre el flanco derecho y los cinco rodamos por el puente. La inglesita había caído encima de mí y yo la estrechaba entre mis brazos, y, enloquecido, sin darme cuenta de lo que hacía, y creyendo llegado mi última hora, besaba sus sienes y sus cabellos... Luego, aunque el barco quedó inmóvil, no nos atrevíamos á movernos. El padre gritó «Kate». La que yo tenía entre mis brazos contestó «yes», y quiso desprenderse. Y en aquel instante, hubiera querido que el barco, partiéndose en dos, me hubiese sepultado con ella en la mar. El inglés repuso: --Un báscula pequeña; no ser nada; yo tenga conservadas mis hijas... ¡No viendo á la mayor la había creído perdida! Me incorporé tomando infinitas precauciones y muy cerca de nosotros, en la mar, distinguí una lucecita. Grité y me contestaron. Era una barca que nos buscaba pues el dueño de la fonda había adivinado nuestra imprudencia. Estábamos salvados... y yo me desesperaba... Nos recogieron y nos llevaron á San Martín. Y el inglés, frotándose las manos, murmuraba: --Buen cena, buen cena. Efectivamente, cenamos, y cenamos bien, pero yo, pensando en las horas pasadas en el _María José_, estuve triste. ¡Las prefería!... Al día siguiente, después de muchos apretones de manos y promesas de escribirnos, nos separamos. Ellos volvieron á Biarritz, y yo... yo estuve á punto de seguirles. Estaba loco, y poco faltó para que pidiese la mano de aquella joven; es indudable que si hubiésemos pasado ocho días juntos me hubiera casado con ella. ¡Qué débil y qué incomprensible es el hombre! Pasaron dos años sin que oyese hablar de ellas, y poco más tarde recibí una carta de Nueva York. Me decía que se había casado, y desde entonces, con motivo del primero de enero, nos escribimos todos los años. Me cuenta detalladamente su vida, me habla de sus hijos, de sus hermanas, y nunca me dice nada de su marido. ¿Por qué?... Yo, yo le hablo siempre del _María José_. Tal vez, y sin tal vez, es la única mujer que he querido... ¿Quién sabe? Las circunstancias gobiernan, y á fin de cuentas todo pasa... Ahora debe ser vieja, y si la encontrase no la reconocería... ¡Ah! la de otros tiempos, la del pecio, ¡qué criatura! Me dice que sus cabellos son blancos, y eso me aflige muchísimo... ¡Sus cabellos rubios como el oro son blancos ya!... No, la mía no existe... ¡Dios mío, que triste es eso!... LA SEÑORITA PERLA I Extraña en verdad fué la idea que aquel día tuve de elegir por reina á la señorita Perla. Todos los años voy á celebrar la fiesta de Reyes á casa de mi antiguo amigo Chantal, á donde ya mi padre, que era compañero suyo, me llevaba cuando era niño. Y yo observo fielmente esta costumbre, y sin duda alguna la observaré mientras viva y quede un Chantal en el mundo. Por lo demás, la vida de los Chantal es rarísima, y viven en París como podrían vivir en Grasse, Yvetot ó Pont-à-Mousson. Cerca del Observatorio poseen una casita rodeada de jardín, y en ella viven como en un rincón de provincia. De París, del verdadero París, ni conocen nada ni sospechan nada; están tan lejos, tan lejos... Sin embargo, de cuando en cuando hacen un viaje larguísimo... y la señora Chantal, como en la familia se dice, va á hacer grandes provisiones. Y veamos cómo se hacen esas grandes provisiones. La señorita Perla, que tiene las llaves de los armarios de la cocina,--pues los armarios de la ropa blanca los administra por sí misma la dueña de la casa--la señorita Perla, digo, avisa que se está acabando el azúcar, que no quedan conservas, y que en la caja del café sólo se encuentran algunos granos. Puesta en guardia contra el hambre, la señora Chantal pasa revista á los restos y toma notas en su cuaderno. Luego, cuando ha escrito muchos números, se entrega á largos cálculos y en seguida á interminables discusiones con la señorita Perla. Sin embargo, concluyen poniéndose de acuerdo y fijan las cantidades que de cada cosa necesitan para que duren tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, confituras, latas de guisantes, judías, langosta, pescados ahumados, salazones, etc., etc. Se fija luego el día para hacer las compras, y se van en simón, un simón con galería, á casa de un gran tendero de ultramarinos que vive al otro lado de los puentes, allá en los barrios nuevos. La señora Chantal y la señorita Perla hacen ese viaje juntas, misteriosamente, y vuelven á la hora de comer, extenuadas, emocionadas y bien sacudidas en el simón cuyo techo, lleno de paquetes y de cucuruchos, recuerda los carros de mudanzas. Para los Chantal, toda la parte de París situada al otro lado del Sena, compone los barrios nuevos, barrios habitados por gente especialísima que pasa los días en continua disipación, las noches juergueándose, y que tira el dinero á puñados por la ventana. Sin embargo, de tiempo en tiempo llevan á las niñas al teatro, á la Ópera Cómica ó á la Comedia Francesa, pero únicamente cuando el periódico que lee el señor Chantal recomienda la obra. Ahora las muchachas deben tener diecinueve y diecisiete años y son hermosotas, grandes, frescas, y muy bien educadas, tanto, que pasan inadvertidas como dos lindas muñecas. Jamás se me ocurriría la idea de fijarme ó de hacer la corte á las señoritas Chantal; apenas me atrevo á dirigirles la palabra, tan inmaculadas me parecen, y hasta al saludarlas temo ser inconveniente. En cuanto al padre, es un hombre encantador, muy instruido, muy abierto, muy cordial, pero que todo lo sacrifica al reposo, á la tranquilidad, y que para vivir á gusto ha contribuido no poco á momificar así á su familia. Lee mucho, habla gustoso, y se enternece fácilmente. La ausencia de trato, de tacto, de codos y de tropiezos, ha hecho muy sensible y delicada su epidermis moral. La cosa más insignificante le conmueve, le agita y le hace sufrir. Y con todo, los Chantal tienen algunas relaciones, pero muy restringidas y escogidas con gran cuidado entre el vecindario. También cambian dos ó tres visitas al año con parientes que viven lejos de su casa. Yo voy á comer con ellos el 15 de agosto y el día de Reyes, y esto forma parte de mis deberes como deber es para los católicos comulgar en Pascua. El 15 de agosto convidan á algunos amigos, pero el día de Reyes soy el único extraño que se sienta á su mesa. II Este año, como los otros, fuí á comer con los Chantal para celebrar la Epifanía. Según costumbre, abracé al señor Chantal, besé la mano á su esposa y á la señorita Perla, y me incliné profundamente ante las señoritas Luisa y Paulina. Me preguntaron mil cosas relativas á los acontecimientos del bulevar, á la política y á lo que de público se decía con respecto á los asuntos de Marruecos y sobre nuestros representantes. La señora Chantal, mujer gorda cuyas ideas se me antojaban cuadradas como las piedras de sillería, tiene costumbre, para cerrar las discusiones políticas, de pronunciar las siguientes palabras: «Todo esto es mala simiente para más adelante». ¿Por qué he imaginado siempre que las ideas de la señora Chantal han de ser cuadradas? No lo sé, pero cuanto dice me parece de esa forma; un cuadrado, un cuadrado grande con cuatro ángulos simétricos. Hay personas cuyas ideas se me antojan redondas y rodando como aros. En cuanto empiezan una frase con respecto á cualquier cosa, las palabras ruedan y salen diez, veinte, cincuenta ideas redondas, grandes y pequeñas, que veo correr una tras otra hasta que se pierden allá en el horizonte. Otras tienen ideas puntiagudas... Pero en fin, todo eso importa poco. Nos sentamos á la mesa como siempre, y la comida acabó sin que se dijese nada digno de ser retenido. Al llegar los postres, trajeron la torta de reyes; ahora bien, el señor Chantal era rey todos los años. Yo no sé si era una casualidad repetida ó una convención de familia, pero el haba tradicional se encontraba siempre en la parte de torta que le correspondía, y siempre proclamaba reina á su esposa. Por esto mi estupefacción fué inmensa cuando sentí en mi boca la presencia de algo muy duro que estuvo á punto de romperme una muela. Saqué suavemente el objeto y pude ver una muñequita de porcelana no más grande que una habichuela. La sorpresa me hizo exclamar «¡Ah!». Me miraron, y Chantal, palmoteando, se puso á gritar: «Es Gastón. Es Gastón. ¡Viva el rey! ¡Viva el rey!». Y todos repitieron á coro: «¡Viva el rey!». Enrojecí hasta la raíz del pelo, como frecuentemente se pone uno colorado, sin saber por qué; y sosteniendo entre los dedos aquel granito de loza bajé los ojos, hice esfuerzos para reir, y no sabía qué hacer ni qué decir cuando Chantal exclamó: «Ahora, es preciso elegir una reina». Quedé aterrado. En un segundo, mil ideas y mil suposiciones cruzaron por mi imaginación pues no sabía si querían que designase á una de las señoritas Chantal. ¿Sería un medio para obligarme á decir cuál de las dos prefería? ¿Sería un empujoncito ligero é insensible dado por los padres hacia una boda posible? La idea de la boda vaga incesantemente por todas las casas donde hay hijas mayores, y toma todas las formas, se encubre con todos los disfraces, y emplea todos los medios. Miedo atroz á comprometerme se apoderó de mí, y al mismo tiempo, ante la actitud obstinadamente correcta y cerrada de las señoritas Luisa y Paulina, sentí que en mí hacía presa extremada timidez. Elegir á una en perjuicio de otra, me pareció tan difícil como elegir entre dos gotas de agua; y además, el temor de aventurarme en un asunto que á pesar mío, suavemente, por procedimientos sencillos, discretos y tranquilos, como aquella insignificante realeza, podía llevarme al matrimonio, me turbaba horriblemente. Pero de pronto se me ocurrió una idea luminosa, y ofrecí la muñeca simbólica á la señorita Perla. En un principio todos parecieron sorprendidos, pero sin duda apreciaron mi delicadeza y mi discreción pues aplaudieron luego con furia y se pusieron á gritar: «¡Viva la reina! ¡Viva la reina!». En cuanto á ella, la pobre solterona, había perdido toda compostura; temblaba, estaba asustada y balbucía: «Pero no... pero no... yo no, se lo suplico... yo no...». Entonces y por primera vez en mi vida, miré fijamente á la señorita Perla y me pregunté lo que era en realidad. Estaba acostumbrada á verla en aquella casa como se ve á las butacas con tapices antiguos en las que uno se sienta desde la infancia sin haberse fijado nunca en ellas. Un día, no se sabe por qué, porque un rayo de sol viene á dar en el objeto, se exclama: «Toma, ese mueble es muy curioso», y se descubre que la madera está tallada por un artista, y que la tela es de gran valor. Yo nunca me había fijado en la señorita Perla. Formaba parte de la familia Chantal, eso era todo, pero ¿cómo? ¿á titulo de qué? Era una muchacha alta y delgada que hacía esfuerzos para pasar inadvertida, pero que no era insignificante. Se la trataba afablemente, mejor que á una ama de llaves, y no tan bien como á una parienta. Y entonces comprendí una serie de cosas que hasta entonces no me habían preocupado. La señora Chantal la llamaba «Perla»; sus hijas, «señorita Perla»; y Chantal, quizá con mayor respeto que todos los demás, la llamaba únicamente «señorita». Y la miré atentamente. ¿Qué edad podía tener? ¿Cuarenta años? Sí, cuarenta años. No era vieja, pero hacía esfuerzos para parecerlo, y esta particularidad me llamó inmediatamente la atención. Se peinaba, se vestía y se arreglaba ridículamente, y á pesar de todo no era ridícula; ¡tan poderosa era su gracia sencilla y natural, gracia velada y cuidadosamente ocultada! ¡Extraña criatura! ¿Por qué no la había observado con mayor atención? Se peinaba de modo grotesco, con rizos á la antigua usanza y completamente pasados de moda, y bajo aquel extraño tocado se veía una frente serena, cruzada por dos profundas arrugas, dos arrugas de interminables tristezas, y luego unos ojos azules, grandes y dulces, tímidos, temerosos y humildes, ojos hermosísimos que reflejaban todas las inocencias, ojos llenos de asombros de niña, de sensaciones jóvenes y también de pesares que por ellos habían pasado enterneciéndolos pero sin turbarlos. El rostro fino y discreto, uno de esos rostros que se han extinguido sin que los hayan usado ni marchitado las fatigas ó las grandes emociones de la vida. ¡Linda boca! ¡Hermosos dientes! Pero... cualquiera hubiese dicho que no se atrevía á sonreír. Y sin saber por qué la comparé á la señora Chantal. Sí, la señorita Perla era mucho mejor, cien veces mejor, más fina, más noble, más altiva... Mis observaciones me dejaban turulato; se destapó el champaña, yo tendí mi copa á la reina, y bebí á su salud después de haberle dedicado un cumplido. Claramente me di cuenta de que deseaba taparse la cara con la servilleta; y cuando humedeció sus labios en el espumoso vino, todos se pusieron á gritar: «¡La reina bebe! ¡La reina bebe!». Ella se puso colorada como una amapola y se atragantó. Todo el mundo reía, pero me convencí de que en la casa la querían mucho. III Terminada la comida, Chantal me cogió por un brazo. Era la hora del cigarro, hora sagrada. Cuando estaba solo se iba á fumar á la calle, pero cuando tenía invitados, se subía al billar y se jugaba una partida fumando. Aquella tarde, como era día de Reyes, se había encendido la chimenea de la sala de billar; y mi antiguo amigo, después de coger su taco, un taco muy fino que frotó cuidadosamente con blanca tiza, dijo: --Para ti, muchacho. Á pesar de mis veinticinco años, como me conocía desde niño me tuteaba. Empezó la partida: hice algunas carambolas, marré otras, pero como el recuerdo de la señorita Perla no dejaba de dar vueltas por mi imaginación, pregunté: --Dígame, señor Chantal; la señorita Perla ¿es parienta suya? Muy asombrado, dejó de jugar y me miró fijamente. --¡Cómo! ¿Tú no sabes?... ¿No conoces la historia de la señorita Perla? --No. --¿Tu padre no te la contó nunca? --No. --Pues es raro, vaya si es raro, porque se trata de una aventura en toda regla. Y se calló para decir momentos después: --¡Y si supieses lo extraño que es que me preguntes eso hoy, en día de Reyes! --¿Por qué? --Por qué, por qué... Escucha. Hace cuarenta y un años, cuarenta y un años hoy mismo, día de la Epifanía, y vivíamos en Roüy-le-Tors, en las fortificaciones... pero ante todo y para que comprendas bien, tengo que explicarte cómo era la casa. Roüy se alza en una colina, mejor dicho, en un altozano desde el que se domina gran extensión de prados, y allí teníamos nosotros una casa con un pensil. La casa estaba en la población, en la calle, pero desde el jardín se dominaba toda la llanura. Y ese jardín tenía una puerta de salida que daba al campo, al extremo de una escalera secreta practicada en el espesor del muro, una escalera como se encuentran tantas en las novelas. Por delante de esta puerta pasaba un camino, y en la puerta había una campana, porque los campesinos, para evitarse un rodeo, nos traían las provisiones por allí. «Te das cuenta del lugar ¿no es eso? Pues bien, ese año, cuando llegó el día de Reyes, hacía una semana que no había cesado de nevar. Parecía el fin del mundo. Cuando íbamos á las fortificaciones para contemplar la llanura, aquella inmensa extensión blanca, blanca y helada que brillaba como si le hubiesen dado una mano de barniz, nos metía el frío en el alma. Se hubiera dicho que Dios empaquetaba la tierra para enviarla al granero de los viejos mundos, y te aseguro que aquello era muy triste. «Vivíamos en familia y éramos muchos: mi padre, mi madre, mi tío y mi tía, mis dos hermanos y mis cuatro primas, lindas muchachas, de las cuales, la más pequeña es mi mujer. De tanta gente sólo vivimos tres, mí mujer, mi cuñada que vive en Marsella, y yo. ¡Canastos! ¡qué pronto se acaba una familia! Sólo al pensarlo me pongo á temblar. Entonces tenía quince años, ahora... ahora tengo cincuenta y seis. «En fin, íbamos á celebrar la fiesta de Reyes, y todos estábamos contentos, muy contentos. En el salón esperábamos la comida, cuando mi hermano mayor, Jaime, dijo: 'Desde hace diez minutos, un perro está ladrando en la llanura: debe ser un animal perdido...'. «Y no había concluido de hablar cuando sonó la campana del jardín. La campana sonaba como las de las iglesias y hacía pensar en los muertos. Todos nos estremecimos. Mi padre llamó al criado y le ordenó que fuese á ver quién era, y esperamos guardando profundo silencio: pensábamos en la nieve que cubría la tierra. Volvió el hombre asegurando que no había visto á nadie, mas el perro seguía ladrando y sus aullidos nos indicaban que no había cambiado de sitio. «Nos sentamos á la mesa, pero los más jóvenes especialmente estábamos un poco emocionados. Al servir el asado la campana sonó tres veces seguidas y sus toques fueron largos y vibraron de tal manera que todos nos quedamos sin aliento. Con el tenedor en la mano nos miramos sin atrevernos á hablar, escuchando atentamente, y dominados por una especie de miedo que tenía mucho de sobrenatural. «Mi madre fué la primera que abrió la boca para decir: 'Es raro que hayan tardado tanto en llamar de nuevo: Bautista, no vaya solo, uno de estos señores le acompañará'. «Mi tío Francisco se puso en pie. Era un hércules, muy orgulloso de su fuerza y que no temía á nada ni á nadie. Mi padre le dijo: 'Toma una escopeta; no se sabe lo que puede ser'. «Pero mi tío no hizo caso, cogió un bastón, y salió con el criado. «Los demás nos quedamos temblando de terror y de angustia sin atrevernos á comer ni á hablar. Mi padre intentó tranquilizarnos: 'Veréis, nos dijo, como será algún mendigo ó algún caminante que se habrá perdido. Después de haber llamado una vez, y viendo que no le abrían en seguida, habrá intentado encontrar su camino, y al no conseguirlo, habrá vuelto á nuestra puerta'. «Nos pareció que la ausencia de mi tío duraba una hora; cuando volvió estaba furioso y juraba: 'Nada, ¡recontra! es un guasón. Nada más que ese maldito perro ladrando á cien metros de la tapia. Si hubiese cogido la escopeta, creo que le hubiera matado para hacerle callar'. «Se reanudó la comida pero todo el mundo era presa de viva ansiedad, pues se comprendía que algo había de ocurrir aún y que la campana sonaría de nuevo. «Y sonó en el preciso momento en que se partía la torta de Reyes. Todos los hombres se levantaron á un tiempo. Mi tío Francisco, que había bebido champaña, afirmó que iba á _matarle_, y lo dijo tan furiosamente que mi madre y mi tía se abrazaron á él para que no lo hiciese. Mi padre, aunque muy tranquilo y casi impotente--el pobre arrastraba una pierna que se había roto de una caída de caballo,--declaró que quería enterarse de lo que aquello era y que iría á verlo. Mis hermanos, que tenían dieciocho y veinte años, corrieron á buscar sus escopetas, y como no hacían el menor caso de mí, me armé con una carabina de salón y me dispuse á acompañar á los expedicionarios. «Y nos pusimos en marcha. Mi padre y mi tío, con Bautista que llevaba una linterna, iban delante; mis hermanos, Jaime y Pablo les seguían, y yo, á pesar de las súplicas de mi madre y de mi tía, que con mis primas se habían quedado en la puerta, cerraba la comitiva. «Hacía una hora que la nieve caía con fuerza y los árboles estaban completamente blancos. Los pinos se inclinaban cediendo al peso de su lívida vestidura, semejando blancas pirámides ó enormes pilones de azúcar, y á través de la cortina que los copos formaban, apenas se veían los arbustos. Tan espesa era la nieve, que á diez pasos no se veía nada, pero la linterna iluminaba una gran cantidad de espacio. Cuando empezamos á bajar por la escalera de caracol tallada en el muro, tuve miedo, mucho miedo. Me parecía que alguien venia detrás de mí, que iba á cogerme por los hombros y á levantarme en vilo, y tentado estuve de desandar lo andado, pero, como era preciso atravesar todo el jardín, no me atreví. «Oí que abrían la puerta que dada al campo y que mi tío empezaba á jurar otra vez: 'Recorcho ¡No hay nadie! Si llego á distinguir su sombra, me parece que ese ma... no se escapará'. «Ver la llanura, ó mejor dicho adivinarla, pues no se la veía, era cosa siniestra: únicamente se distinguía un inmenso velo de nieve, á derecha, á izquierda, por todas partes. «Mi tío repuso: 'Allí está el perro que ladra: voy á enseñarle que tengo buena puntería, siempre será algo'. «Pero mi padre, que era muy bueno, lo impidió diciéndole: 'Más vale que vayamos á buscarle, pues el pobre animal ladra porque tiene hambre. Y ladrando pide socorro: llama como llamaría un hombre en situación desesperada... Vamos'. «Y echamos á andar á través de la sábana de nieve, especie de musgo blanco que llenaba la noche y el aire, que se agitaba, flotaba, caía, y al fundirse helaba la carne; helaba la carne como hubiera podido abrasarla, con dolor vivo y rápido producido por el contacto de los pequeños copos blancos. «En aquella pasta blanca y fría nos hundíamos hasta la rodilla, y para andar era preciso que levantásemos mucho las piernas. Á medida que adelantábamos, los ladridos del perro iban siendo más claros y más fuertes. Mi tío gritó: 'Ahí está', y nos detuvimos para observarle, como debe hacerse frente á un enemigo que se encuentra en medio de la noche. «Como iba detrás tuve que acercarme á los otros para verlo, y aquel perro grande, negro, perro mastín de largo pelo y cabeza de lobo, plantado sobre sus cuatro patas al extremo del círculo de luz que sobre la nieve dibujaba la linterna, ofrecía un aspecto horrible y fantástico á la vez. No se movió; se había callado, y nos miraba. «Mi tío dijo: 'Es raro; ni avanza ni retrocede: ganas tengo de pegarle un tiro'. «Mi padre replicó con firmeza: 'No, es preciso ir á buscarlo'. «Entonces mi hermano Jaime añadió: 'Pero no está solo: á su lado hay algo'. «En efecto, detrás del perro había algo, un bulto gris, que no se podía distinguir lo que era. Tomando las necesarias precauciones volvimos á ponernos en marcha. «Al ver que nos acercábamos, el perro se sentó sobre el cuarto trasero. Y no parecía malo, y cualquiera le hubiese creído contento por haber logrado atraer gente. «Mi padre fué recto á él, le acarició, y el perro le lamió las manos; y entonces se vió que estaba atado á la rueda de un cochecito, de una especie de coche de juguete completamente envuelto con tres ó cuatro mantas de lana. Se levantaron con cuidado las ropas, y cuando Bautista acercó la linterna al cochecillo que parecía un enorme nido con ruedas, distinguimos á un niño que dormía en el fondo. «La cosa nos sorprendió de tal manera, que no pudimos articular una palabra. Mi padre fué el primero que recobró la sangre fría, y como era hombre de gran corazón y de alma algo exaltada, extendió la mano sobre el pequeñuelo y dijo: '¡Pobre abandonado, tú serás de los nuestros!'. Y ordenó á mi hermano Jaime que hiciese rodar con cuidado el cochecillo. «Mi padre, pensando alto, añadió: 'Algún hijo del amor cuya pobre madre habrá venido esta noche á llamar á mi puerta, esta noche de Epifanía, en recuerdo del Niño-Dios'. «Se detuvo de nuevo, y dirigiéndose hacia los cuatro puntos del horizonte gritó cuatro veces con todas sus fuerzas: '¡Le hemos recogido!'. Luego, apoyándose en el hombro de su hermano murmuró: '¿Y si hubieses tirado apuntando al perro, Francisco?'. «Mi tío no contestó, pero hizo la señal de la cruz, pues á pesar de sus fanfarronadas era muy católico. «El perro, al que habían desatado, nos seguía. «Y lo verdaderamente encantador fué la llegada á casa. Trabajo costó subir el cochecillo por la escalera, pero al fin se consiguió y se le hizo llegar hasta el vestíbulo. «¡Qué contenta se puso mi madre! Y mis primas, la menor tenía seis años, parecían polluelos alrededor de un nido. Al fin se sacó al niño del coche, y se vió que era una niña que lo más tendría seis semanas, y entre los pañales se encontraron diez mil francos en oro, sí, diez mil francos, que papá colocó para hacerle una dote. No era hija de pobres... tal vez de algún noble y de una burguesita de la ciudad,... tal vez... hicimos mil suposiciones pero nunca llegamos á saber nada, nada... Ni siquiera el perro fué reconocido por nadie; era extraño en el país. Pero, en todo caso, él ó la que había venido á llamar tres veces á nuestra puerta, conocía perfectamente á mis padres. «He ahí cómo la señorita Perla entró, á la edad de seis semanas, en la casa Chantal. «Por lo demás, fué mucho más tarde cuando la llamaron señorita Perla, pues al bautizarla se le pusieron los nombres: 'María, Simona, Clara', y Clara tenía que servirle de apellido. «Te aseguro que la entrada en el comedor, con aquel rorro despierto que miraba á su alrededor y fijaba en las personas y las luces sus ojos azules, fué cosa digna de ser vista. «Nos sentamos otra vez á la mesa y se distribuyó la torta. Yo fuí el rey, y como usted, hace un momento, elegí por reina á la señorita Perla que ese día, estaba muy distante de comprender el gran honor que se la dispensaba. «En fin, la niña fué adoptada y educada en la familia. Creció, pasaron los años, era amable, cariñosa, obediente, y como todo el mundo la quería, si mi madre no lo hubiese impedido, la hubieran mimado de modo abominable. «Mi madre era mujer de orden y de jerarquía. Trataba á Clarita como á sus propios hijos, pero con todo, quería que la distancia que nos separaba estuviese bien señalada y la situación bien establecida. «Así que, en cuanto la niña pudo comprender, se le hizo conocer su historia, y lograron que en su espíritu penetrase, suave y tiernamente, la convicción de que era una hija adoptiva de los Chantal, una criatura recogida, en una palabra, una extraña. «Clara, con extraordinaria inteligencia y con sorprendente instinto, se dió cuenta de la situación, y supo colocarse en el lugar que le correspondía con tanto tacto, gracia y gentileza, que muchas veces hacía llorar á mi padre. «Hasta mi misma madre, emocionada por el apasionado reconocimiento y la abnegación algo temerosa de aquella linda criatura, empezó á llamarla 'hija mía'. Y á veces, cuando la niña había hecho algo bueno ó delicado, mi madre se colocaba las gafas sobre la frente, en ella signo evidente de emoción, y repetía: '¡Pero esta criatura es una perla, una verdadera perla!'. Y ese nombre fué el que quedó á la pequeña Clara, que para nosotros se convirtió en 'la señorita Perla'». IV El señor Chantal se calló. Estaba sentado en un ángulo del billar, caídas las piernas, con una bola en la mano izquierda, y arrugando con la derecha el paño que servía para borrar los tantos que se marcaban en la pizarra, y que nosotros habíamos bautizado con el nombre de «el paño de la tiza». Algo colorado, con voz sorda, y metido de lleno en el campo de sus recuerdos, hablaba para sí recorriendo despacio los caminos de las cosas pasadas y de los antiguos recuerdos que en su imaginación despertaban como, al pasear por el jardín de la casa solariega donde se ha crecido, cada árbol, cada sendero, cada planta, los puntiagudos arbustos, el laurel que tan bien huele, y los tejos cuyo rojo grano se aplasta entre los dedos, hacen surgir, á cada paso, un hecho de nuestra vida pasada, uno de esos hechos insignificantes, deliciosos, que componen el fondo mismo, la trama de la existencia. Yo, apoyado de espalda á la pared, y teniendo en la mano el taco inútil, le escuchaba atentamente. Pasado un minuto repuso: «¡Canastos! ¡Y á los dieciocho años era guapa!... Y graciosa... y perfecta... ¡Ah!... Bonita, buena, y encantadora muchacha... Tenía unos ojos así, ojos grandes, azules, transparentes y claros, ojos como no he visto nunca...». Se calló y yo pregunté: «¿Y por qué no se ha casado?». Él contestó, pero no á mí, contestó á esta palabra «casado». --«Por qué, por qué... Pues porque no ha querido... no ha querido. Y eso que tenía treinta mil francos de dote y la pidieron varias veces... pero no quiso... En esa época estaba muy triste. Entonces fué cuando me casé con mi prima, la pequeña Carlota, mi mujer, con quien tuve relaciones durante seis años». Miré al señor Chantal y me pareció que penetraba en su alma, que penetraba en uno de esos dramas crueles y humildes de los corazones honrados, corazones rectos, sin reproche, uno de esos corazones cerrados é inexplorados que nadie conoce, ni siquiera aquellos que son sus víctimas mudas y resignadas. Y, empujado por irresistible curiosidad, pregunté: --¿Era usted quien debía casarse con ella, señor Chantal? Se estremeció, me miró con fijeza, y dijo: --¿Yo? ¿Casarme?... ¿Con quién? --Con la señorita Perla. --Y ¿por qué? --Pues porque la quería mucho más que á su prima. Me miró con ojos extraviados, redondos, llenos de espanto, y al fin balbució: --¿Que yo la quería?... ¿yo?... ¡Cómo!... ¿Quién te ha dicho semejante cosa? --¡Diablo! preciso es ser ciego para no verlo... y por esta misma causa tardó usted tanto en casarse con su prima que estuvo seis años esperándole. Soltó la bola que tenía en la mano izquierda, se cubrió la cara con el paño de la tiza, y apoyando los codos en la mesa se puso á sollozar. Y lloraba con desolación ridícula, como llora una esponja que se oprime con fuerza, por los ojos, la nariz y la boca; todo á un tiempo. Tosía, escupía, se sonaba con el paño de la tiza y se secaba con él los ojos, y luego las lágrimas volvían á correr por todas las arrugas de su rostro, y á las lágrimas acompañaban unos ronquidos que recordaban los gargarismos. Yo, entre asustado y avergonzado, no sabía qué decir, qué hacer ni qué intentar. De pronto, la voz de la señora Chantal resonó en la escalera: «¿Acabáis pronto de fumar?». Abrí la puerta y grité: «Sí, señora; en seguida bajamos». Luego me precipité hacia su marido y cogiéndole por los brazos le sacudí con fuerza: «Señor Chantal, mi amigo Chantal, escúcheme--le dije:--su mujer nos llama, tranquilícese pronto, que es preciso bajar». El tartajeó: «Sí, sí,... ya voy... pobre, pobre muchacha... diga que ya voy». Y empezó á enjuagarse concienzudamente la cara con el paño que, desde hacía dos ó tres años, borraba los tantos que en la pizarra se marcaban, y apareció mitad blanco y mitad rojo, la frente, la nariz, las mejillas manchadas con tiza, y los ojos todavía llenos de lágrimas. Le cogí las manos y le llevé hasta su habitación diciéndole con voz baja: «Le ruego que me perdone, amigo Chantal, por haberle entristecido, pero yo no sabía,... yo no sabía, comprende usted...». Abrazándome, murmuró: «Sí,... sí,... hay momentos muy difíciles...». Luego hundió la cabeza en la palangana, y aunque cuando la sacó no me pareció del todo presentable, se me ocurrió una idea hábil. Como su inquietud crecía al mirarse al espejo, le dije: «Diremos que se le ha metido un grano de polvo en el ojo, y así podrá llorar cuanto quiera delante de todo el mundo». Con efecto, bajó frotándose los ojos con el pañuelo, y todo el mundo se alarmó: no hubo quien no intentase buscar el grano de polvo que, como es natural, nadie pudo encontrar, y se contaron casos parecidos en los cuales había sido necesaria la intervención del médico. Yo me había sentado junto á la señorita Perla y la miraba atormentado por tan ardiente curiosidad que casi se convertía en sufrimiento. Efectivamente, debía haber sido muy linda, con ojos dulces, tranquilos y tan grandes que parecía no se habían de cerrar nunca. El traje era algo ridículo, verdadero traje de solterona, y no le hacía ningún favor. Y me parecía que veía en ella, como hacía un momento había visto en el alma del señor Chantal, y que en su alma leía desde el principio hasta el fin toda la historia de su vida, la historia de su vida humilde y llena de abnegación; pero á mis labios acudía la necesidad de interrogarla, de saber sí ella también había querido, si, como él, había sufrido ese interminable sufrimiento secreto, agudo, que no se ve, que no se manifiesta, que no se adivina pero que se siente durante la noche y en la soledad de la negra habitación. Yo la miraba, veía que su corazón latía con fuerza, y me preguntaba si aquel rostro cándido, durante las noches se habría apoyado con fuerza en la almohada y gemido y sollozado, y si su cuerpo, con ardorosa fiebre, se habría sacudido con violentas sacudidas. Y con voz muy baja, como hacen los niños cuando rompen un juguete para ver lo que hay dentro, le dije: «Si hubiese visto llorar al señor Chantal hace un momento, le hubiera compadecido». Se estremeció: «¡Cómo! ¿Lloraba?». --Sí, y lloraba mucho. --Y ¿por qué? Estaba emocionadísima y yo continué: --Por usted. --¿Por mí? --Sí. Me contaba lo mucho que en otros tiempos la había querido, y el trabajo que le había costado decidiese á casarse con la que hoy es su mujer en vez de casarse con usted...». Su pálido rostro se alargó un poco; sus ojos siempre abiertos, sus ojos tranquilos, se cerraron de pronto y tan rápidamente que parecieron cerrarse para siempre, y resbalando de la silla al suelo, cayó suavemente, lentamente, como hubiera podido caer una cinta de seda... Y grité: «¡Socorro! La señorita Perla se ha puesto mala». La señora Chantal y sus hijas se precipitaron hacia ella, y mientras buscaban agua, una toalla y vinagre, cogí el sombrero y me marché. Y me marché corriendo, con el corazón oprimido y lleno de remordimientos y de pesar. Pero, con todo, estaba contento, pues me parecía haber hecho una cosa laudable y necesaria. Y me preguntaba: «¿He hecho bien? ¿He hecho mal?». Los pobres conservaban eso en su alma como queda el plomo en una herida cerrada. ¿No serán más dichosos ahora? Es ya demasiado tarde para que la tortura empiece de nuevo, y aún es tiempo para que la recuerden con ternura. Y tal vez una de las noches de la próxima primavera, turbados por un rayo de luna que iluminará la hierba, se estrecharán la mano en recuerdo de tanto sufrimiento, de ese sufrimiento ahogado y cruel: y tal vez también ese corto apretón de manos hará que por sus venas pase algo de ese estremecimiento que no han conocido, y comunicará en un segundo á esos muertos resucitados, la rápida y divina sensación de esa embriaguez, de esa locura que proporciona á los enamorados, con un sólo estremecimiento, mayor felicidad de la que los otros hombres pueden recoger en toda su vida. LA LOCA Oigan, dijo Mathieu de Eudolín, las chochas me recuerdan una siniestra anécdota de la guerra. Ustedes conocen la finca que tengo, en los alrededores de Cormeil, y saben que cuando los prusianos vinieron, vivía en ella. Tenía entonces por vecina á una especie de loca á quien los repetidos golpes de la desgracia habían extraviado la razón, En otros tiempos, y en un mes, había perdido á su padre, á su marido y á un hijo pequeño. Cuando la muerte entra en una casa, casi siempre vuelve al poco tiempo, como si conociese la puerta. La pobre mujer, abrumada por el pesar, se metió en la cama y estuvo delirando por espacio de seis semanas. Luego, una especie de tranquila lasitud sucedió á esta violenta crisis, y quedó sin movimiento, comiendo apenas, y sólo moviendo los ojos. Cada vez que intentaban hacerla levantar, chillaba como si fuesen á matarla, y por esto la dejaban en la cama sacándola de entre las sábanas nada más que el tiempo preciso para lavarla y sacudir el colchón. Á su lado estaba una criada vieja que de tiempo en tiempo le daba de beber y la obligaba á comer un poco de carne fría. ¿Qué pasaba en el interior de aquella alma desesperada? Nadie lo supo nunca porque no habló más. ¿Pensaba en sus muertos? ¿Soñaba tristemente sin que sus recuerdos se precisasen ó su aniquilado pensamiento se había quedado inmóvil como el agua estancada? Por espacio de quince años permaneció inerte y encerrada en sí misma. Vino la guerra, y, en los primeros días de diciembre, los prusianos llegaron á Cormeil. Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. Hasta la piedras se helaban, y yo estaba en una butaca, inmovilizado por la gota, cuando á mis oídos llegó el pesado ritmo de sus pasos. Desde mi ventana les vi pasar. El desfile era interminable, y con ese movimiento de polichinelas que les es peculiar, todos parecían iguales. Los jefes distribuyeron á sus hombres entre los habitantes, y á mí me correspondieron diecisiete. Á mi vecina, á la loca, le correspondieron doce, y entre ellos un comandante, verdadero soldado violento y cazurro. Durante los primeros días no ocurrió nada de particular. Al oficial de al lado le habían dicho que el ama estaba enferma y él no se preocupó lo más mínimo; pero esa mujer á quien nunca veía llegó á irritarle, y tomó informes con respecto á su enfermedad: entonces le dijeron que la señora estaba en la cama, desde hacía quince años, á consecuencia de un gran pesar. Sin duda no lo creyó, imaginando que la desgraciada no abandonaba la cama por orgullo, para no ver á los prusianos, para no hablarles ni tratarse con ellos. Exigió que le recibiese y le hicieron entrar en su habitación. Una vez en ella dijo con brusquedad: --Señora, yo le suplico que se levante y baje á fin de que la veamos. La enferma fijó en él sus ojos vagos, sus ojos vacíos, y no contestó. Él repuso: --Yo no he de tolerar la menor insolencia. Si no se levanta usted de grado, no me faltarán medios para obligarla á que pasee sola. Y ella no se movió ni hizo un gesto siquiera... ¡parecía que no le había visto! El oficial, tomando aquel tranquilo silencio por una prueba de supremo desdén, añadió: --Si mañana no baja... Y se marchó. * * * * * Al día siguiente, la vieja criada, medio loca, quiso vestirla, pero la enferma, resistiéndose, empezó á chillar. El oficial subió en seguida y la criada, arrodillándose á sus pies, exclamó: --No quiere, no quiere... perdónela... ¡es tan desgraciada! El soldado parecía indeciso y á pesar de su rabia no se atrevía á que sus hombres la sacasen por la fuerza de la cama... pero de pronto se puso á reir y dió órdenes en alemán. Y no tardó en verse salir á un destacamento que sostenía un colchón como quien lleva á un herido. Y en el lecho que no habían tocado, la loca, siempre silenciosa y tranquila, permanecía indiferente á cuanto ocurría. Para ella lo importante era que la dejasen acostada. Detrás iba un hombre llevando un lío de ropa de mujer. El oficial, frotándose las manos, dijo: --Aunque no quiere vestirse, daremos un paseíto... Y el cortejo se alejó con dirección al bosque de Suranville. Dos horas después, los soldados volvieron solos. Y nadie volvió á ver á la loca... ¿Qué habían hecho con ella? ¿Á dónde la habían llevado? Nunca se supo. Nevaba noche y día, y praderas y bosques se envolvían con un sudario de musgo helado. Y los lobos venían á aullar hasta á nuestras puertas... La idea de aquella pobre mujer perdida era una obsesión para mí; y para tener noticias suyas llegué á hacer diligencias cerca de las autoridades alemanas. Por poco me fusilan. Volvió la primavera; se alejó el ejército de ocupación, y la casa de mi vecina seguía cerrada. Por los senderos de su jardín la hierba crecía. Durante el invierno, la vieja criada había muerto, y aunque nadie se ocupaba ya de la aventura, yo pensaba en ella sin cesar. ¿Qué habían hecho con aquella pobre mujer? ¿Habría huido corriendo á través de los bosques? ¿La habrían recogido en alguna parte y metido en un hospital al no poder obtener de ella ninguna noticia? Nada podía desvanecer mis dudas, pero poco á poco el tiempo se encargó de desvanecer mi malestar. Ahora bien, al otoño siguiente había chochas en gran abundancia, y como la gota me dejaba algunos momentos de reposo, me atreví á ir hasta el bosque. Había matado ya cuatro ó cinco pájaros de los del pico largo, cuando tumbé uno que desapareció en un foso lleno de ramas. Bajé para recogerlo, y lo encontré junto á una calavera. Y bruscamente el recuerdo de la loca acudió á mi mente y me oprimió el corazón. Durante aquel año siniestro, muchos otros habrían tal vez muerto en aquel bosque, pero no sé por qué tenía la seguridad de que acababa de encontrar la cabeza de la miserable maníaca. Y repentinamente lo comprendí y lo adiviné todo. Tendida en su colchón la habían abandonado en el bosque desierto y frío, y fiel á su idea fija había muerto sepultada en la nieve sin mover ni un brazo. Los lobos la habían devorado después. Y con la lana de su desgarrado colchón, los pájaros habían construido sus nidos. Recogí y conservé los tristes restos; y desdé entonces hago votos para que nuestros hijos no sepan ni vean nunca lo que es la guerra. PIERROT La señora Lefèvre era una mujer de campo, una viuda medio campesina, medio señora, que se adornaba con cintas y volantes y llevaba sombrero. Era una de esas personas que hablan enfáticamente, que cuando se encuentran en público se dan tono de grandeza, y que bajo un aspecto cómico y abigarrado esconden un alma de bestia presuntuosa de la misma manera que bajo guantes de seda cruda disimulan sus encarnadas manazas. Por criada tenía á una honrada campesina, muy sencilla, que se llamaba Rosa. Y las dos mujeres vivían en una casita pequeña, una casita con persianas verdes, que á lo largo de un camino de Normandía se alzaba en el centro del territorio de Caux. Como frente á su casa tenían un pequeño jardín, en él cultivaban legumbres. Pero sucedió que, una noche, les robaron una docena de cebollas. En cuanto Rosa se enteró del hurto, corrió á prevenir á la señora, que bajó vistiendo refajo de lana. Y se produjo una escena de verdadera desolación, de verdadero terror. Habían robado, robado á la señora Lefèvre... En el país se robaba, y el robo podía repetirse. Las dos mujeres, aterrorizadas, contemplaban las huellas de los pasos y hacían mil suposiciones. «Por ahí han pasado--decían--y subiendo por la tapia han saltado al camino». Y el porvenir las aterrorizaba, y ya no podían dormir tranquilas. La noticia circuló rápidamente: los vecinos llegaron, empezaron á discutir, y las dos mujeres comunicaban sus ideas y sus observaciones á cuantos llegaban. Un labrador que vivía muy cerca les dió un consejo: «Ustedes deberían tener un perro». Y era verdad; debían tener un perro aun cuando sólo fuese para dar la voz de alarma. Y no un perro grande, ¡santo Dios! ¿Qué harían con un perro grande? se arruinarían para darle de comer. Un perro pequeñito... con que ladrase sería bastante. Cuando todos se hubieron marchado, la señora Lefèvre discutió largo rato la idea de tener un perro. Y después de reflexionar hizo mil objeciones, aterrorizada ante la imagen de una escudilla llena de comida, pues pertenecía á la raza parsimoniosa de las señoras del campo, que llevan siempre unos céntimos en el bolsillo para dar limosna ostensiblemente á los pobres que se encuentran en los caminos y ruidosamente los domingos en la iglesia. Rosa, que quería á los animales, daba sus razones y las defendía con astucia. Y así llegó á decidirse que tendrían un perro, un perro pequeñito. Empezaron á buscarlo, pero sólo encontraban perros grandes, enormes, perros que engullían cazuelas de sopa cuya sola vista hacía estremecer. El tendero de ultramarinos de Rollenville tenía un perro pequeño, pero exigía dos francos con objeto de resarcirse de los gastos que para criarlo había hecho. Y la señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta á dar de comer á un perro, pero que no lo compraría nunca. Ahora bien, el panadero, que estaba al tanto de cuanto ocurría, llevó una mañana en su carrito á un animal amarillo, casi sin patas, con cuerpo que recordaba á los cocodrilos, cabeza de zorra y rabo de cerdo, que podía servir para el caso. Uno de sus parroquianos quería deshacerse de él, y la señora Lefèvre, al enterarse de que no había de costarle nada, lo encontró perfecto. Y Rosa le dió un beso, y al preguntar cómo le llamaban, el panadero contestó que «Pierrot». Y ya tenemos á Pierrot instalado en una vieja caja de jabón, y por primera providencia le ofrecieron agua. Y Pierrot bebió. Luego le dieron un pedazo de pan: se lo comió. La señora Lefèvre, algo inquieta, tuvo una idea luminosa: «Cuando se haya acostumbrado á estar en casa,--dijo--le soltaremos, y se buscará la comida vagando por el pueblo». Y, efectivamente, poco después le soltaron, lo que no apagó su hambre. Por lo demás, únicamente ladraba para reclamar la pitanza, pero preciso es confesar que, en ese caso, ladraba furiosamente. Cualquiera podía entrar en el huerto; Pierrot iba á acariciar al recién llegado y permanecía mudo. Con todo, la señora Lefèvre se había acostumbrado á ver al animalito. Y hasta llegó á tomarle cariño, y de tiempo en tiempo le daba pedazos de pan que antes empapaba en la salsa del guisado. Pero no había pensado en el impuesto, y cuando le reclamaron ocho francos,--¡ocho francos, diablo!--por aquel perrito que ni siquiera ladraba, estuvo á punto de desmayarse. Y casi inmediatamente se decidió á desprenderse de Pierrot. Nadie lo quiso, y á dos leguas á la redonda no se encontró á nadie que se decidiese á tomarlo. Entonces se decidió _enviarlo á la masada_. Enviar á un perro á la masada equivale á darle de comer marga, y á la masada se envía á los perros de que uno se quiere desprender. En el centro de vasta llanura se distingue una especie de choza, y en ella hay un gran pozo, de unos veinte metros de profundidad, que comunica con una serie de galerías de minas. Sólo se baja á ese pozo una vez al año, en la época en que se margan las tierras, y por lo general, sirve de cementerio á los perros condenados. Y con frecuencia, cuando se pasa por cerca de la choza, se oyen ladridos furiosos, desesperados, ó lamentos. Los perros de los cazadores y de los pastores huyen con espanto de ese pozo siniestro; y cuando alguien se asoma al hoyo, percibe abominable olor de podredumbre. Allí dentro ocurren dramas lamentables. Cuando una bestia agoniza allí, alimentándose durante diez ó doce días con los restos de los que la han precedido, un nuevo animal, más grande y más vigoroso, viene á hacerle compañía. Y los dos se encuentran hambrientos, brillantes los ojos. Se acechan, se siguen, y se contemplan ansiosos. Pero el hambre aprieta, y se atacan y luchan con encarnizamiento. Y el más fuerte domina al más débil y se lo come vivo. Cuando se hubo decidido enviar al pozo á Pierrot, se dedicaron á buscar un verdugo. El peón caminero que cuidaba la carretera pedía dos reales por llevarle, y eso pareció exagerado á la señora Lefèvre. Un vecino se contentaba con veinticinco céntimos, pero eso era mucho todavía, y como Rosa hizo observar que mejor sería que le llevasen ellas mismas pues así no le brutalizarían por el camino ni le dejarían adivinar su triste suerte, se resolvió que las dos irían al caer la tarde. Aquel día le ofrecieron una sopa con una cucharada de manteca, sopa que se tragó golosamente meneando la cola, y Rosa se lo puso en el delantal. Andaban de prisa, como merodeadores al cruzar una llanada, y no tardaron en distinguir el pozo y en llegar á él. La señora Lefèvre se asomó al hoyo para enterarse de si había algún perro en el fondo. No, no había ninguno, y Pierrot estaría solo. Entonces, Rosa, que derramaba abundantes lágrimas, le besó y le arrojó por el agujero: y las dos se inclinaron escuchando atentamente. Primero oyeron un ruido sordo, luego un quejido agudo, desgarrador, quejido de bestia herida, y, más tarde, una sucesión de gritos de dolor: llamadas desesperadas, súplicas de perro que imploraba con la cabeza levantada hacia la abertura... Y Pierrot ladraba, ladraba... Se fueron presas de horribles remordimientos y poseídas de un miedo loco é inexplicable; y se fueron corriendo, corriendo... Y como Rosa anduviese más de prisa, la señora Lefèvre le gritaba: «Rosa, espérame, espérame». Por la noche fué víctima de espantosas pesadillas. La señora Lefèvre soñó que se sentaba á la mesa para comer, pero al destapar la sopera, veía á Pierrot dentro. Y Pierrot le saltaba á la cara y le mordía en la nariz. Despertó y creyó que le oía ladrar, pero después de haber escuchado atentamente se convenció de que se equivocaba. Se durmió de nuevo y se encontró en una carretera interminable que recorría á pie. Y de pronto, en medio del camino, distinguió un cesto, un gran cesto abandonado, y ese cesto la llenaba de terror. Por fin se decidía á abrirlo, y Pierrot, que estaba dentro, le mordía la mano y no la soltaba; y ella, enloquecida, echaba á correr llevando al perro suspendido del brazo, al perro, que por momentos apretaba más y más las mandíbulas. Al amanecer se levantó, y, medio loca, llamó á Rosa y juntas corrieron al pozo. Pierrot ladraba, ladraba aún, y sin duda había ladrado toda la noche. La señora Lefèvre rompió á sollozar y para llamarle empleó mil nombres cariñosos. Y él respondía con todas las inflexiones tiernas de su voz de perro. Ella quiso volverle á ver, y se prometió hacerle dichoso hasta que llegase la hora de su muerte. Se encaminó á casa del pocero encargado de la extracción de la marga, y le contó lo que le ocurría. El hombre escuchaba sin chistar. Cuando ella hubo terminado, el pocero dijo: «¿Usted quiere su perro? Pues le costará cuatro francos». Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y repentinamente su dolor desapareció. «¡Cuatro francos! Ahí era nada, ¡cuatro francos!». El pocero replicó: «¿Usted cree que voy á llevar mis cuerdas y mis utensilios, ir allá con el chico y exponerme á que su maldito perro me muerda, sólo por el gusto de devolvérselo? No haberlo tirado». Y ella se fué indignada: «¡Cuatro francos!». Al llegar á su casa llamó á Rosa y le dió cuenta de las pretensiones del pocero. Y Rosa, siempre resignada, repetía: «¡Cuatro francos! Eso es mucho dinero, señora!». Y luego agregó: «¡Si le llevásemos comida para que no muriese de hambre!». Con sincera alegría la señora Lefèvre aprobó la idea, y se pusieron en marcha llevando un gran pedazo de pan con manteca. Lo partieron en pedazos, y se lo arrojaron á Pierrot hablándole una después de otra. Y el perro, en cuanto se había tragado un trozo, ladraba para pedir el otro. Y volvieron por la tarde, y al día siguiente y todos los días; pero sólo iban por la mañana. Ahora bien, un día, en el momento de dejar caer el primer pedazo de pan, oyeron un ladrido formidable. ¡Habían arrojado á otro perro, y claro está, eran dos! Rosa llamó: «Pierrot» y Pierrot ladró y entonces le arrojaron la comida; pero ellas distinguían perfectamente un choque terrible, y oían luego los quejidos de Pierrot, mordido por un compañero que, como era el más fuerte, se lo comía todo. Inútil era que gritasen: «Es para ti, Pierrot, es para ti». Pierrot se quedaba sin nada. Las dos mujeres se miraron, y la señora Lefèvre dijo con acritud: «Yo no puedo dar de comer á todos los perros que tiren al pozo. Preciso es renunciar». Sofocada, sólo al pensar que todos aquellos perros podían vivir á expensas suyas, se puso en marcha llevándose el pan que le quedaba, pan que se fué comiendo mientras andaba. Y Rosa la siguió, y con su delantal azul se secó las lágrimas que arrasaban sus ojos. EL MIEDO Después de comer subimos á cubierta. Ante nosotros el Mediterráneo, bañado por la luz de la luna, se extendía sin que una sola arruga se dibujase en su superficie. El enorme buque resbalaba lanzando al cielo, lleno de estrellas, una gran serpiente de humo negro, y detrás, el agua blanca, agitada por el paso rápido del pesado navío, batida por la hélice, espumeaba, parecía retorcerse, y agitaba tantas claridades que cualquiera hubiera creído que la luz de la luna estaba en ebullición. Y allí estábamos seis ú ocho, admirando en silencio la costa de África hacia la cual nos dirigíamos. El comandante, que sentado entre nosotros fumaba un cigarro, reanudó la conversación iniciada durante la comida. --Sí,--dijo--aquel día tuve miedo. Mi barco permaneció seis horas con esa roca en la barriga y batido por la mar. Afortunadamente, al llegar la noche nos recogió un barco carbonero inglés. Entonces, un hombre muy alto, de tostado rostro y grave aspecto, uno de esos hombres que se adivina han cruzado grandes países desconocidos en medio de incesantes peligros y cuya tranquila mirada parece conservar en sus profundidades algo de los extraños paisajes vistos, uno de esos hombres que parecen templados en el valor, habló por vez primera. --Usted dice, comandante, que tuvo miedo, y yo no lo creo. Usted se engaña con respecto á la palabra y con respecto á la sensación que experimentó. Un hombre enérgico no siente nunca miedo ante un peligro inmediato. Se siente emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es cosa muy distinta. El comandante replicó riendo: --¡Diablo! Yo le aseguro que tuve miedo y mucho miedo. Entonces el hombre de bronceada tez, repuso con voz lenta: --Permítanme que me explique. El miedo--y hasta los hombres más arrojados pueden tenerlo--es algo espantoso, es una sensación atroz, algo así como la descomposición del alma, horrible espasmo del pensamiento y del corazón cuyo solo recuerdo nos hace sentir los estremecimientos de la angustia. Pero cuando se es valiente, eso no ocurre nunca, ni ante la muerte inevitable ni ante las formas de peligro conocidas: eso ocurre en ciertas circunstancias anormales, bajo ciertas influencias misteriosas y frente á riesgos vagos. El verdadero miedo es algo parecido á los fantásticos terrores de otros tiempos. Un hombre que crea en los espectros y que imagine distinguir uno en medio de las sombras de la noche, debe sentir miedo con todo su espantoso horror. Yo, hace diez años que adiviné el miedo en pleno día. Y el invierno pasado, en una noche de diciembre, lo sentí. Y sin embargo, me he visto en situaciones peligrosas y metido en aventuras que parecían mortales. Me he batido con frecuencia: unos bandoleros me dejaron por muerto; en América, por insurrecto, me condenaron á la horca, y en las costas de China me arrojaron al agua desde el puente de un buque. Y siempre me creí perdido, y cada vez tomé mi decisión sin sentir ningún pesar. Pero el miedo no es eso. En África lo presentí, y sin embargo es hijo del norte y el sol lo disipa como disipa la niebla. Observen esto, señores: para los orientales, la vida no tiene ningún valor y se resignan en seguida; en Oriente las noches son claras y en ellas no se encuentran las sombrías inquietudes que en los países fríos son la obsesión de todos los cerebros. En Oriente se puede saber lo que es pánico, pero se ignora lo que es miedo. Pues bien, he ahí lo que me ocurrió en tierra africana. Cruzaba las grandes dunas hacia el sur de Ouargla, que es uno de los países más raros del mundo. Ustedes saben lo que es la arena lisa de las interminables playas del Océano; pues bien, figúrense un Océano de arena en medio de un huracán; imaginen una silenciosa tempestad de olas inmóviles de polvo amarillo. Altas como montañas, esas olas desiguales, diferentes, semejantes á las desencadenadas ondas, más grandes todavía y estriadas como el muaré, y sobre esa mar furiosa, muda y sin movimiento, el sol devorador del sur derrama sus llamas implacables. Preciso es subir esas olas de ceniza de oro, bajarlas, volverlas á subir, subirlas sin cesar, sin reposo ni sombra. Los ronquidos de los caballos parecen estertores; se hunden hasta la rodilla, y al bajar resbalan y hacen que se formen sorprendentes colinas. Éramos dos amigos, y nos seguían dos espaís y cuatro camellos con sus camelleros. No hablábamos, el calor nos aplastaba, la fatiga nos rendía, y estábamos sedientos, sedientos como el desierto ardiente. De pronto, uno de nuestros hombres dejó escapar un grito: todos se detuvieron, y nosotros permanecimos inmóviles, sorprendidos por inexplicable fenómeno que conocen los viajeros de esos perdidos lugares. En algún sitio, cerca de nosotros, y en dirección indeterminada, batía un tambor, el misterioso tambor de las dunas: y batía claramente, vibrante unas veces, apagado otras, deteniéndose de pronto y reanudando en seguida su fantástico redoble. Los árabes se miraban asustados; uno de ellos dijo en su idioma: «La muerte, se cierne sobre nosotros». Y he ahí que mi compañero, mi amigo, casi mi hermano, cayó del caballo repentinamente pulverizado por una insolación. Y por espacio de dos horas, y mientras yo intentaba en vano salvarle, el tambor invisible me llenaba los oídos con su ruido monótono, intermitente é incomprensible: yo sentía que por mis huesos corría el miedo el miedo verdadero, el miedo espantoso, frente al cadáver querido, en aquel hoyo incendiado por el sol y entre cuatro montañas de arena, mientras el eco desconocido nos enviaba, á doscientas leguas de distancia de toda aldea francesa, el rápido redoble del tambor. Aquel día, comprendí lo que era tener miedo, pero aún lo supe mejor en otra ocasión... El comandante interrumpió al narrador. --Dispense, caballero--le dijo, y aquel tambor ¿qué era? El viajero respondió: --No lo sé, ni nadie lo sabe. Los oficiales, con frecuencia sorprendidos por ese ruido extraño, lo atribuyen, por regla general, al eco, al eco aumentado, multiplicado, desmesuradamente hinchado por los valles de las dunas, de una lluvia de granos de arena que, arrastrados por el viento, van á chocar sobre macizos de hierbas secas; porque siempre se ha observado que ese fenómeno se produce en las cercanías de las pequeñas plantaciones que el sol abrasa y convierte en pergamino... El ruido del tambor debe de ser una especie de espejismo del sonido, nada más, pero yo lo supe mucho después. Y ahora, vamos á mi segunda emoción. Era el invierno pasado, y me encontraba en un bosque del noreste de Francia. Se hizo de noche dos horas antes de lo que debía, tan obscuro estaba el cielo, y mi guía, un campesino del país, andaba silenciosamente á mi lado por un sendero, bajo una bóveda de pinos que el desencadenado viento agitaba con ruido siniestro. Por entre las cimas veía correr las nubes, nubes que parecían huir con espanto, y de cuando en cuando, y al impulso de inmensa ráfaga, el bosque entero se inclinaba hacia un lado exhalando un gemido de dolor. Y á pesar de mi paso rápido y de mis gruesos vestidos, el frío me entumecía. Debíamos cenar y dormir en casa de un guarda bosques cuya morada ya no podía estar lejos, y yo iba á cazar. Á veces, mi guía levantaba los ojos y murmuraba: «¡Tiempo triste!». Luego, me hablaba de las gentes á cuya casa nos dirigíamos. Dos años antes el padre había matado á un cazador furtivo, y desde entonces parecía sombrío, y como si un recuerdo le obsesionase. Sus dos hijos, casados los dos, vivían con él. Las tinieblas eran profundas: yo no veía nada ni delante de mí ni á mi alrededor, y las ramas da los árboles, al chocar entre sí, llenaban la noche de incesantes rumores. Por fin distinguimos una luz, y mi compañero no tardó en llamar á una puerta. Agudos gritos de mujer nos respondieron, y luego, una voz de hombre, voz opaca, preguntó: «¿Quién va?». Mi guía dió su nombre, la puerta se abrió, entramos, y á mis ojos se ofreció un cuadro inolvidable. Un hombre viejo, con el pelo blanco, extraviada la mirada y cargada la escopeta, nos esperaba en medio de la cocina, mientras dos mocetones enormes, armados con hachas, guardaban la puerta. En los rincones distinguí dos sombras de mujer arrodilladas, que ocultaban el rostro pegándolo contra la pared. Hablaron: el viejo dejó la escopeta apoyándola contra la mesa y ordenó que me preparasen la habitación; y como las mujeres no se moviesen, dijo con brusquedad: --Caballero, esta noche hace dos años que maté á un hombre. El año pasado vino á llamarme, y esta noche le espero. Luego, con entonación que me hizo reir, añadió: --Por esto no estamos tranquilos. Les tranquilicé como pude, y me consideré dichoso por haber llegado aquella noche, cosa que me permitía asistir al espectáculo del terror supersticioso. Empecé á contar cuentos, y casi logré calmarlos. Cerca del hogar, un perro viejo, casi ciego y bigotudo, uno de esos perros que recuerdan personas conocidas, dormía con la cabeza metida entre las patas delanteras. Fuera, la tempestad azotaba la casita, y por un pequeño cuadrado, especie de ventanillo practicado junto á la puerta, veía, á la luz de los relámpagos, las ramas de los árboles que agitaba el viento. Á pesar de mis esfuerzos sentía que profundo terror dominaba á aquellas gentes, y cada vez que cesaba de hablar, todos escuchaban atentamente los lejanos ruidos. Cansado de asistir á tan imbéciles temores, iba ya á acostarme cuando el viejo guarda díó un salto en su asiento, y apoderándose nuevamente de su escopeta tartajeó con voz extraviada: «Ahí está..., ahí está... ¡Le oigo!». Las dos mujeres cayeron de rodillas en sus rincones y se cubrieron otra vez la cara, y los hombres volvieron á esgrimir las hachas. Yo iba á intentar tranquilizarles cuando el dormido perro despertó, levantó la cabeza, extendió el cuello, fijó en la lumbre sus casi apagados ojos, y lanzó uno de esos aullidos lúgubres que por la noche y en el campo hacen estremecer á los viajeros. Todas las miradas se fijaron en él, que permanecía inmóvil, plantado sobre sus patas, y como si una visión le obsesionase empezó á ladrar á algo invisible, desconocido, espantoso sin duda, porque el pelo se le erizaba. El guarda, lívido, gritó: «Lo siente, lo siente; conmigo estaba cuando le maté». Y las dos mujeres, enloquecidas, empezaron á chillar con el perro. Á pesar mío, un estremecimiento horrible recorrió todo mi cuerpo. La visión de aquel animal, en aquel lugar, á aquella hora y entre aquellas gentes medio locas, era espantosa. Y por espacio de una hora el perro estuvo ladrando sin moverse, ladrando como en la angustia de un sueño; y el miedo espantoso se apoderó de mí... ¿Miedo de qué? ¿Acaso lo sabía? Era miedo, eso es todo. Permanecimos inmóviles, lívidos, esperando un acontecimiento horrible, con el oído alerta, el corazón agitado y saltando al menor ruido. Y el perro empezó á dar vueltas por la habitación, oliendo las paredes y gimiendo constantemente. ¡Aquella bestia nos enloquecía! Entonces, el campesino que me había servido de guía se arrojó sobre él, y poseído de espantoso miedo, en el paroxismo de su terror furioso, abrió una puertecita que daba á un patio pequeño y echó al perro. Calló en seguida, y quedamos sumidos en un silencio más horroroso aún. Repentinamente, todos nos pusimos en pie: un ser se deslizaba contra la pared que daba al bosque; luego pasó contra la puerta que pareció tantear con mano vacilante; después, durante dos minutos, no se oyó nada, y luego volvió rozando el muro: lo arañaba ligeramente, como hubiera podido hacerlo un niño con las uñas, y de pronto, una cabeza apareció pegada al cristal del ventanillo, una cabeza blanca con dos ojos luminosos como los ojos de las fieras. Y de su boca salía un sonido, un sonido indistinto, el murmullo de una queja... En la cocina estalló entonces un ruido formidable. El viejo guarda había disparado, y sus dos hijos se precipitaron, levantaron la mesa para tapar el ventanillo, y sostuvieron la mesa con los demás muebles. Y yo les juro que al ruido del disparo que no esperaba, horrible angustia me oprimió el corazón, el alma y el cuerpo, y me sentí desfallecer y próximo á morirme de miedo. Y allí permanecimos hasta el alba, incapaces para movernos, sin poder decir una palabra, y crispados por indecible atolondramiento. No nos atrevimos á levantar la barricada que atrancaba la puerta hasta que un débil rayo de luz se filtró por la rendija de una ventana. Al pie del muro, contra la puerta, yacía el perro viejo con las mandíbulas destrozadas por un balazo. Había salido del patio haciendo un agujero en la empalizada. El hombre del rostro bronceado calló para agregar después de unos segundos: --Y sin embargo, aquella noche no corrí ningún peligro, pero antes preferiría vivir de nuevo todas las horas en que he afrontado los más terribles riesgos, que el minuto del tiro disparado contra la barbuda cabeza que asomaba por el ventanillo. EN LA MAR Hace poco, en los periódicos diarios se leyeron las siguientes líneas: Boulogne-sur-Mer, 21 de enero.--Nos escriben: «Espantosa desgracia acaba de sembrar la consternación entre nuestra población marítima tan castigada desde hace algunos años. El barco de pesca mandado por el patrón Javel, al entrar en el puerto, fué arrojado hacia el oeste y se estrelló en las rocas del rompe olas de la escollera. «Á pesar de los esfuerzos del buque salvavidas y de los cables enviados por medio del fusil porta amarras, han perecido cuatro hombres y el grumete. «Y como el mal tiempo continúa, se temen nuevos siniestros». ¿Quién era el patrón Javel? ¿Sería hermano del manco? Si el pobre hombre, arrollado por las olas y muerto tal vez bajo los restos de su despedazado barco, era quien pienso, había asistido, hace dieciocho años, á otro drama terrible y sencillo como son siempre los dramas formidables de las olas. * * * * * Javel, el mayor, era patrón de una barca que pescaba con barredera, y las barcas de barredera son las barcas de pesca por excelencia. Sólidas hasta el extremo de no temer ningún tiempo, de redondo vientre que sobre las olas flota como si fuese un corcho, siempre al aire y siempre azotadas por los vientos duros y salados de la Mancha, recorren la mar, infatigables, con la vela hinchada y arrastrando por el flanco la gran red que rasca el fondo del océano, desprende y recoge todas las bestias que duermen en las rocas, los peces planos que se pegan á la arena, los pesados cangrejos de arqueadas patas, y las langostas de puntiagudos bigotes. Cuando la brisa es fresca y las olas cortas, la barca sale á pescar. La red está fija á lo largo de una caña de madera guarnecida de hierro, y baja por medio de dos cables que resbalan por dos rodillos colocados uno á cada extremo de la embarcación. Y la barca, navegando al impulso del viento y de la corriente, arrastra ese aparejo que devasta el suelo de la mar. Javel llevaba á bordo á su hermano menor, á cuatro hombres y á un grumete. Y en un hermoso día, claro y sereno, había salido de Boulogne para soltar la barredera. Ahora bien, el viento se levantó, y la imprevista borrasca obligó al pescador á huir hacia las costas de Inglaterra; pero, como el alborotado mar azotaba los acantilados y rompía furiosamente contra la tierra, la entrada en los puertos se hacía imposible. El barquito se hizo de nuevo á la mar y volvió á las costas de Francia. La tempestad continuaba haciendo infranqueables las escolleras y envolviendo con espuma, ruido y peligro, todos los refugios. Salió de nuevo la barca, corriendo por entre las furiosas olas, sacudida, chorreando, abofeteada por el agua, pero gallarda á pesar de todo, pues estaba acostumbrada á ese tiempo fuerte que á veces la tenía cinco ó seis días errando entre los dos países vecinos sin poder abordar en ninguno. Por fin el huracán se calmó, estando en alta mar, y aun cuando las olas todavía sacudían de firme, el patrón ordenó que se soltase la barredera. El gran aparejo de pesca pasó por encima de la borda, y dos hombres á proa, y dos á popa, soltaron por los rodillos las amarras que lo sujetaban. Llegó al fondo, pero una ola inclinó la barca y Javel el menor, que se encontraba á proa dirigiendo el descenso de la red, vaciló, y su brazo se encontró preso entre la cuerda, floja un instante por la sacudida, y el rodillo de madera por donde resbalaba. Hizo un esfuerzo desesperado para levantar la amarra con la otra mano, pero la barredera arrastraba ya y el cable no cedió. El hombre, crispado por el dolor, pidió auxilio. Todos acudieron y hasta su hermano abandonó el timón. Unieron sus esfuerzos para libertar al miembro que destrozaba, pero todo fué en vano. «Es preciso cortar», gritó un marinero al tiempo que sacaba del bolsillo un cuchillo largo que con dos golpes podía salvar el brazo de Javel el menor. Pero cortar suponía perder la barredera, y la barredera costaba dinero, mucho dinero, mil quinientos francos: además, pertenecía á Javel el mayor que quería conservarla. Y con el corazón oprimido gritó: «No cortes, no cortes, espere, voy á orzar». Y corrió al timón colocando la barra á un lado. La barca obedecía difícilmente, paralizada por aquella red que inmovilizaba su impulso y arrastrada también por la fuerza del viento y de la corriente. El menor Javel había caído de rodillas, extraviados los ojos y apretados los dientes. Su hermano, que tenía mucho miedo al cuchillo del marino, volvió para decir: «Espera, espera, no cortes; voy á soltar el ancla». Y se soltó, y luego se pusieron á virar para que se aflojasen las amarras de la barredera: y al fin se aflojaron y bajo la ensangrentada manga de lana se dió libertad al brazo inerte. El menor Javel parecía idiota. Le quitaron la blusa, y se vió una cosa horrible, carne magullada, destrozada, de la que la sangre salía á chorros como impulsada por una bomba. El hombre se fijó en su brazo, y murmuró: «Perdido». Luego, como la hemorragia continuaba y la sangre formaba un charco en la cubierta del barco, uno de los marineros dijo: «Es preciso atar la vena, que si no se vaciará». Y cogieron un cordel, un cordel grueso y embreado, y enlazando el miembro por encima de la herida, apretaron con todas sus fuerzas. Poco á poco la sangre se contuvo hasta que cesó por completo. El menor Javel se levantó y su brazo colgaba. Lo cogió con la otra mano, lo levantó, lo volvió, lo sacudió... todo estaba roto, todo, hasta los huesos, y únicamente algunos músculos lo retenían al cuerpo. Y lo miraba con mirada triste, reflexionando. Sentóse luego sobre una vela doblada y sus compañeros le aconsejaron que mojase constantemente la herida para evitar que se produjese la gangrena. Pusieron un cubo á su lado y cada minuto metía un vaso en él y bañaba la horrible herida haciendo que sobre ella cayese un hilito de agua clara. --Estarías mejor abajo,--le dijo su hermano. Y bajó, pero al cabo de una hora volvió á subir pues á solas no se sentía bien. Además, prefería el aire libre. Y volvió á sentarse encima de la vela y á mojarse el brazo. La pesca era abundante: grandes pescados con la tripa blanca yacían á su lado sacudidos por los espasmos de la muerte, y él los contemplaba sin dejar de mojar sus desgarradas carnes. Cuando volvían á Boulogne se desencadenó otra tempestad, y el barquito reanudó su loca carrera meciendo, sacudiendo y agitando al pobre herido. Llegó la noche: el tiempo se mantuvo fuerte hasta el despuntar del alba, y aun cuando al salir el sol se distinguían las costas de Inglaterra, como la mar estaba menos dura, hicieron rumbo á Francia. Por la noche, el menor Javel llamó á sus compañeros y les mostró manchas negras, de aspecto de podredumbre, que habían aparecido en la parte del miembro casi desprendida. Los marineros miraron y dieron su opinión. --Eso podría ser la gangrena,--dijo uno. --Precisaría poner agua salada,--declaró otro. Y agua salada trajeron y con ella mojaron el mal. El herido se puso lívido, rechinaron sus dientes, y se retorció un poco: pero ni un quejido brotó de sus labios. Luego cuando se hubo calmado el ardor, dijo á su hermano: «Dame tu cuchillo». Y su hermano se lo ofreció. --«Sostenedme el brazo recto y en alto, y tirad por encima». Hicieron lo que pedía. Y él mismo empezó á cortar y cortó suavemente, pensando lo que hacía, cortando los últimos tendones con la hoja, fina como una navaja de afeitar. Y cuando sólo quedó el muñón, exhaló un profundo suspiro y dijo: «Era preciso; el brazo estaba perdido». Perecía más tranquilo, respiraba con ansia, y poco después empezó á verter agua sobre el trozo de miembro que le quedaba. La noche fué mala y no pudieron llegar á tierra. Cuando amaneció, el menor Javel cogió su brazo y lo examinó atentamente. La putrefacción se declaraba. Los compañeros también lo examinaron y pasándoselo de mano en mano lo tocaban, le daban vueltas y lo olfateaban. El hermano mayor dijo: «Es preciso tirar esto al mar». Pero el menor Javel se enfadó: «¡Ah! Eso si que no; no. No quiero. Me pertenece, es mi brazo». Y cogiéndolo se lo colocó sobre las rodillas. --Por esto también se pudrirá--dijo el mayor. Pero el herido tuvo una idea: para conservar el pescado, cuando estaban mucho tiempo en la mar, lo metían en barriles de sal. Y preguntó: «¿No podríamos meterlo en salmuera?». --Es cierto,--dijeron los otros. Entonces se vació uno de los barriles, lleno ya con lo pescado los últimos días, y depositaron el brazo en el fondo. Lo cubrieron con sal, y luego colocaron otra vez los pescados uno á uno. Alguien gastó esta broma: «Mientras no lo vendamos en la playa». Y todos soltaron el trapo á reir, incluso los dos hermanos Javel. El viento seguía soplando con fuerza, y, al día siguiente, aún se orzaba frente á Boulogne. El herido continuaba bañando su herida. De cuando en cuando se levantaba y recorría el barco del un extremo á otro. Su hermano, que estaba en el timón, le seguía con la vista y movía la cabeza. Al fin entraron en el puerto. El médico examinó la herida y declaró que no tardaría en cicatrizarse. Practicó una cura completa, y ordenó reposo absoluto, pero Javel, que no quiso meterse en la cama sin estar en posesión de su brazo, volvió al puerto para encontrar el barril que había marcado con una cruz. Lo vaciaron, recobró su brazo, y en la salmuera se había conservado fresco y rígido. Lo envolvió en una servilleta que había llevado á propósito, y volvió á su casa. Su mujer y sus hijos examinaron largo rato el resto de su padre, y tocaron los dedos limpiándolos de los granos de sal que habían quedado entre las uñas: y luego llamaron al carpintero para que hiciese un ataúd pequeño. Al día siguiente, la tripulación de la barca siguió el entierro del brazo cortado. Los dos hermanos, uno junto á otro, presidían el duelo, y el sacristán de la parroquia llevaba el cadáver debajo del brazo. El menor Javel dejó de navegar. Consiguió un empleillo en el puerto, y cuando más tarde hablaba de su desgracia, decía confidencialmente á su interlocutor: «Si el hermano hubiese querido cortar la barredera, aún tendría mi brazo, pero él sólo se preocupaba por lo suyo». TOMBOUCTOU El bulevar, ese río de vida, hormigueaba envuelto en la lluvia de oro del sol poniente. El cielo parecía de grana, cegaba, y detrás de la Magdalena las inmensas nubes incendiadas lanzaban sobre la larga avenida un chaparrón de fuego vibrante como vapor de hoguera. La muchedumbre alegre, palpitante, paseando bajo esa bruma inflamada, parecía surgir en apoteosis. Los rostros parecían dorados; los sombreros y los trajes negros tenían reflejos de púrpura, y el charol de las botas arrojaba llamas sobre el asfalto de las aceras. En las terrazas de los cafés los hombres tomaban bebidas brillantes y coloreadas que cualquiera hubiera creído piedras preciosas fundidas en el cristal. Y en medio de los consumidores vestidos con trajes claros ú obscuros, dos oficiales con uniforme de gala hacían que todos los ojos, al tropezar con el oro de sus galones, se dirigiesen á otro lado. Hablaban, alegres sin saber por qué, contentos de vivir en aquella resplandeciente y radiante tarde, y contemplaban á la muchedumbre: hombres que pasaban lentamente y mujeres que dejaban tras sí agradable y turbador perfume. De pronto, un negro enorme, vestido de negro, tripudo, cargado de dijes que pendían de su chaleco de dril, y resplandeciente el rostro como si le hubiese dado brillo con betún, pasó por delante de ellos con aire triunfal. Dedicaba sonrisas á los paseantes, sonrisas á los vendedores de periódicos, sonrisas al cielo resplandeciente, y sonrisas á París entero. Era tan alto, que sobresalía por encima de todas las cabezas, y á su paso, los mirones se volvían para contemplarle vuelto de espalda. Repentinamente se fijó en los oficiales y, atropellando á los consumidores, se dirigió hacia ellos. Cuando hubo llegado ante su mesa clavó sus ojos brillantes y alegres en los militares, y las comisuras de sus labios le llegaron hasta las orejas, descubriendo sus blancos dientes, claros como el arco de la luna en creciente puesto en medio de un cielo negrísimo. Y los dos hombres, estupefactos, contemplaron al gigante de ébano sin poderse explicar su alegría. Él, con entonación que provocó la hilaridad en todas las mesas, exclamó: --Bueno día, mi teniente. Uno de los oficiales era jefe de batallón; y el otro coronel. El primero dijo: --Caballero, no le conozco y no comprendo lo que dice... El negro repuso: --Yo te quiero mucho á ti, teniente Vedié; sitio de Bezi, mucha uva, busca á ti. El oficial, sin saber lo que le pasaba, buscaba en lo más hondo de sus recuerdos y miraba fijamente al hombre. De pronto exclamó: --¿Tombouctou? El negro, radiante, se dió una tremenda manotada en un muslo, soltando al mismo tiempo una carcajada inverosímil. --Sí, sí, mi teniente reconoce á Tombouctou, bueno día... El comandante, riendo de muy buena gana, le tendió la mano. Entonces Tombouctou se puso grave: tomó la mano del oficial, y sin que el otro pudiese impedirlo se la besó según costumbre negra y árabe. Confundido, el militar le dijo con severidad: --Vamos, Tombouctou, vamos, que no estamos en África. Siéntate, y cuéntame lo que haces aquí. Tombouctou se sentó, y tartajeando á puro de hablar á prisa, dijo: --Ganado mucho dinero, mucho, gran restaurán, buena comida, prusianos yo robado mucho, mucho, cocina francesa, Tombouctou, cocinero del Emperadó, do ciento mil francos míos... ja, ja, ja... Y reía, reía, con loca alegría retratada en los ojos. Cuando el oficial, que comprendía su extraño modo de hablar, le hubo interrogado durante un largo rato, le dijo: --Bien, Tombouctou, bien: hasta la vista, hasta pronto. El negro se puso en pie, y estrechando esta vez la mano que le tendían, y riendo siempre, gritó: --Bueno día, bueno día, mi teniente. Y al marcharse, su alegría era tan grande que hablaba solo y gesticulaba hasta el extremo que la gente le tomaba por loco. El coronel preguntó: --¿Quién es esa bestia? --Un buen muchacho y un soldado muy valiente. Voy á contarle lo que sé de él: es curioso. --Usted sabe que en los comienzos de la guerra del 70 me encontré encerrado en Bézières, que ese negro llama Bezi. No estábamos sitiados, estábamos bloqueados por todas partes, y las líneas prusianas nos rodeaban, fuera del alcance de nuestros cañones, sin tirar sobre nosotros pero matándonos de hambre poco á poco. Entonces yo era teniente. Nuestra guarnición estaba compuesta por tropas de todo género, restos de regimientos esquilmados, fugitivos, merodeadores separados de los cuerpos de ejército. Con decirle que teníamos de todo, ¡hasta once negros! que una noche habían llegado no se sabía cómo ni por dónde, comprenderá lo que era aquello. Se habían presentado á las puertas de la ciudad destrozados, harapientos, muertos de hambre y borrachos, y me los confiaron. Pronto me convencí de que eran rebeldes á toda disciplina, y que se pasaban la vida borrachos. Les metí en los calabozos, lo intenté todo y todo fué inútil. Mis hombres desaparecían durante días enteros, como si la tierra se los hubiese tragado, y luego volvían á aparecer borrachos perdidos. Y no tenían dinero. ¿Cómo, dónde y con qué bebían? Eso empezó á intrigarme, tanto más cuanto que, aquellos salvajes, con su risa eterna y su carácter de niños grandes traviesos, me interesaban. Entonces noté que obedecían ciegamente al más alto de todos, al que acaba de ver usted; que él los gobernaba á su antojo y preparaba sus misteriosas empresas como jefe supremo, todo poderoso y de incontestable autoridad. Le interrogué, y nuestra conversación duró tres horas lo menos, tanto trabajo me costaba comprender su endiablado modo de hablar. En cuanto á él, pobre infeliz, hacía esfuerzos inauditos para que le comprendiese: inventaba palabras, gesticulaba, sudaba la gota gorda, se secaba la frente, soplaba, se quedaba pensativo, y cuando creía haber encontrado un nuevo medio para explicarse, rompía á hablar bruscamente. Al fin pude adivinar que era hijo de un gran jefe, de una especie de rey de los alrededores de Tombouctou. Le pregunté su nombre, y me dijo que se llamaba algo así como Chavaharibouhalikhranafotapolara. Y como es natural, me pareció más sencillo darle el nombre de su país; «Tombouctou». Ocho días después toda la guarnición le conocía por ese nombre. Pero, nuestro mayor deseo era saber dónde encontraba de beber ese príncipe africano. Yo lo descubrí de una manera bastante rara. Una mañana, estaba en las fortificaciones estudiando el horizonte, cuando en una viña distinguí algo que se movía. Poco tiempo faltaba para la vendimia, las uvas estaban maduras, pero yo no pensaba en eso ni mucho menos. Lo primero que se me ocurrió fué que un espía se acercaba á la ciudad y organicé una expedición completa para cogerlo. El general me autorizo á que la dirigiese yo mismo. Por tres puertas distintas había hecho salir tres pelotones que debían cercar la viña sospechosa. Y, para cortar la retirada al espía, uno de esos destacamentos tenía que andar por lo menos una hora. Un hombre, que se había quedado vigilando en lo alto de la muralla, me indicó por señas que el individuo descubierto no había salido del campo. Nosotros avanzábamos silenciosamente, á rastras y casi tendidos en los surcos. Al fin llegamos al punto designado, desplegué mis soldados que entraron en la viña, y en ella encontraron á... Tombouctou que se comía las uvas andando á gatas por entre las cepas, ó mejor dicho, mordía las uvas pues arrancaba los racimos á dentelladas. Quise que se levantase, pero fué imposible y entonces comprendí por qué andaba á cuatro pies. En cuanto le hubieron levantado, vaciló unos segundos, extendió los brazos, y cayó de cara. Estaba borracho como una cuba. Para llevarlo á la plaza le tendieron sobre unos rodrigones, y por el camino no cesó de reir y de mover brazos y piernas. El misterio se había desvanecido: aquellos buenos mozos bebían en la misma cepa, y cuando no podían tenerse en pie, dormían en el campo. Tombouctou profesaba á las viñas un amor tan grande, tan intenso, que en las viñas vivía como los tordos á los que odiaba con odio de rival celoso. Y repetía sin cesar: --Los tordos se comen las uvas ¡canallas! * * * * * Una noche vinieron á buscarme. Por la llanura se distinguía algo que se dirigía á nosotros, y como no tenía gemelos no podía adivinar de qué se trataba. Cualquiera hubiera creído que aquello era una serpiente enorme que se desenroscaba, un convoy, ó algo extraño. Y di orden de que algunos hombres saliesen al encuentro de la caravana que pronto celebró su entrada triunfal. Tombouctou y nueve compañeros suyos traían, en una especie de altar construido con sillas de campaña ocho cabezas cortadas. El décimo negro traía un caballo á cuya cola había atado otro, y seis más seguían del mismo modo. Lo ocurrido había sido lo siguiente. Los africanos, que se habían encontrado un destacamento prusiano que se acercaba á una aldea, en vez de huir se habían escondido; y luego, cuando los oficiales hubieron echado pie á tierra, para refrescar en el parador, los once valientes les cayeron encima, hicieron huir á los ulanos que se creyeron atacados, y mataron á los dos centinelas además del coronel y los cinco oficiales de su escolta. Ese día abracé á Tombouctou, y notando que andaba con dificultad, le pregunté si estaba herido. Él se puso á reir y me dijo: --Yo, provisiones pa el país. Y es que Tombouctou no guerreaba por el honor sino por el lucro, y cuanto encontraba, y cuanto le parecía de algún valor, especialmente lo que brillaba, se lo metía en el bolsillo. ¡Y qué bolsillo! Un abismo que empezaba en la cadera y terminaba en el tobillo. Él lo llamaba el «profundo», y profundo era. Había arrancado el oro de los uniformes prusianos, el cobre de los cascos, botones, etc., y todo lo había metido en su profundo, que estaba repleto. Y ese hijo de reyes, torturado por el deseo de engullir cuerpos brillantes, hacía cuenta de llevarse todo aquello al país de los avestruces cuyo hermano parecía. De no haber tenido su profundo ¿qué hubiera hecho? Sin duda se los habría tragado. Por las mañanas, su bolsillo estaba vacío, de manera que debía tener un almacén general donde se amontonaban todas sus riquezas. Pero ese almacén ¿dónde estaría? Nunca pude saberlo. El general, enterado del acto heroico de Tombouctou, hizo que inmediatamente se enterrase á los cuerpos que en la vecina aldea habían quedado para que no se descubriese que los habían decapitado; pero los prusianos volvieron al día siguiente, y el alcalde y los siete habitantes más notables fueron fusilados, por haber denunciado la presencia de los alemanes. * * * * * Llegó el invierno y estábamos extenuados y desesperados. Nos batíamos todos los días, y nuestros hombres, hambrientos, ya no podían más. Únicamente ocho negros, tres habían sido muertos, estaban gordos, brillantes y siempre dispuestos para la pelea. Á mí me parecía que Tombouctou engordaba. Un día me dijo: --Tú, mucha hambre; yo buena carne. Y me trajo un filete excelente. ¿De dónde lo había sacado? No teníamos bueyes, ni carneros, ni cabras, ni asnos, ni cerdos. Resultaba imposible proporcionarse un caballo, pero no pensé en esto hasta después de haber comido, y una idea horrible acudió á mi imaginación. ¡Los negros aquellos habían nacido muy cerca del país donde se come carne humana! ¡Y diariamente caían tantos soldados alrededor de la ciudad!... Interrogué á Tombouctou pero no quiso contestarme. Y yo no insistí, mas en adelante me negué á aceptar sus obsequios. Me adoraba. Una noche, la nieve nos sorprendió estando en las avanzadas. Estábamos sentados en el suelo, y compasivamente miraba á los negros que tiritaban tendidos en aquella sábana helada. Como tenía mucho frío empecé á toser, y un momento después sentí que algo caía sobre mis hombros, algo así como una manta de abrigo grande y caliente. Era el capote de Tombouctou. Me levanté y se lo devolví. --Conserva eso, muchacho--le dije.--Á ti te hace más falta que á mí. Él me miraba con ojos que suplicaban, pero yo insistí: --Vamos, obedece y conserva tu abrigo: lo mando. El negro se puso en pie, tiró de su sable que cortaba como una guadaña, y levantando el capote que yo me negaba á aceptar dijo: --Si tú no quié mi capote, corto, y capote pa nadie. Y como era capaz de hacer lo que decía, acepté. * * * * * Ocho días después habíamos capitulado. Algunos de los nuestros habían podido huir, y los otros iban á salir de la ciudad para rendirse á los vencedores. Yo me dirigí hacia la plaza de armas donde debíamos reunirnos, y el asombro me dejó turulato al encontrarme frente á un negro gigante, vestido de dril blanco, que llevaba á la cabeza un sombrero de paja enorme. Era Tombouctou que, radiante y satisfecho, se paseaba, con las manos metidas en los bolsillos, por delante de una tiendecita en cuyo escaparate se veían dos platos y dos vasos. Y le dije: --¿Qué haces? Y él me respondió: --Yo, no sufrido; yo, buen cocinero, yo hago comida coronel Algéie; yo comido prusianos y robado mucho, mucho. Estábamos á diez grados bajo cero, y ante aquel negro vestido de blanco, tiritaba. Entonces, cogiéndome por un brazo, me hizo entrar, y distinguí una muestra enorme que iba á colgar á su puerta en cuanto nos marchásemos, pues conservaba algún pudor. Y leí esta llamada que sin duda había trazado la mano de un cómplice: COCINA MILITAR DE M. TOMBOUCTOU. _Antiguo cocinero de S. M. El Emperador._ _Artista de París--Precios módicos._ Á pesar de que la desesperación me roía el alma, no pude contener una carcajada, y dejé á mi negro entregado á su nuevo comercio. ¿No valía más esto que hacer que se lo llevasen prisionero? Y usted acaba de ver que ese buen mozo no perdió el tiempo. Bézières, hoy, pertenece á Alemania. El fonducho de Tombouctou es un principio de desquite. EN LOS CAMPOS Las dos chozas se alzaban una junto á otra al pie de una colina situada muy cerca de la población de aguas. Y los dos campesinos, para mantener á los pequeños, trabajaban de firme la infecunda tierra. Cada matrimonio tenía cuatro, y los chiquillos jugaban ante las puertas vecinas desde por la mañana hasta por la noche. Los dos mayores tenían seis años, los dos pequeños poco más de quince meses, y tanto en un hogar como en el otro, los matrimonios y luego los nacimientos se habían producido casi simultáneamente. Apenas si en el montón las dos madres podían distinguir sus productos, y los padres los confundían siempre. Los ocho nombres daban vueltas por su cabeza, se mezclaban, y cuando precisaba llamar á uno, con frecuencia nombraban á tres antes de dar con el verdadero. La primera morada, más cercana á la estación termal de Rolleport, estaba ocupada por los Tuvache que tenían tres niñas y un niño, y la otra albergaba á los Vallín que tenían una niña y tres muchachos. Y todos vivían penosamente, alimentándose con sopa, patatas y aire libre. Á las siete, por la mañana, á mediodía, y por la noche á las seis, las madres reunían á los rapaces para darles de comer, del mismo modo que las que guardan gansos reúnen á las bestias. Por orden de edad los niños se sentaban á una mesa de madera que cincuenta años de uso habían pulido, y la boca del más pequeño apenas llegaba á la altura del tablero. Ante ellos se colocaba un plato sopero, lleno de pan cocido en el agua que había servido para hervir media col, patatas y tres cebollas, y todos comían hasta matar el hambre. La madre se cuidaba del más pequeño. Los domingos, la carne del cocido era un plato exquisito para todos, y ese día el padre prolongaba la comida á puro de repetir: «Así comería yo todos los días». En una tarde del mes de agosto, un cochecillo ligero se detuvo ante las dos chozas, y una mujer joven, que lo guiaba, dijo al caballero que estaba sentado á su lado: --Mira, Enrique, mira cuantos niños. ¡Qué monos están revolcándose por el polvo! El hombre, acostumbrado á esas admiraciones que para él eran un dolor y casi un reproche, no contestó. Pero la dama repuso: --Tengo que darles un beso. ¡Oh! ¡Cuánto me gustaría tener á uno, á ése, el más pequeño! Y, saltando del cochecillo, cogió á uno de los de Tuvache. Y alzándole en brazos le besó con fuerza sus mejillas sucias, sus rubios y rizados cabellos apomazados con tierra, y sus manitas que se agitaban para librarse de tan importunas caricias. Luego, volvió á subir al cochecillo y se alejó al trote largo. Pero, á la semana siguiente volvió, y sentándose en el suelo cogió al rapaz en brazos, le atracó de pasteles y bombones, y dió caramelos á los otros. Con ellos jugó como hubiera podido jugar una chiquilla, mientras su marido esperaba en el frágil cochecillo. Volvió otra vez, entabló relaciones de amistad con los padres, y á partir de entonces allí la vieron todos los días, y todos los días les daba golosinas y dinero. Eran los señores de Hubières. Una mañana, al llegar, su marido se apeó con ella, y sin pararse á jugar con los chiquillos que ya la conocían perfectamente, penetró en la morada de los labradores. Allí estaban haciendo astillas para cocer la sopa: se volvieron sorprendidos, les ofrecieron sillas, y esperaron. Entonces la joven, con voz entrecortada y temblorosa, dijo: --Amigos míos, vengo á hablarles porque quisiera... quisiera llevarme conmigo á su... á su hijo menor... Los campesinos, atolondrados y sin saber qué pensar, no respondieron. Ella tomó aliento y continuó: --Nosotros no tenemos hijos... Mi marido y yo estamos solos, y si ustedes quisieran... lo educaríamos. La mujer, que empezaba á comprender, preguntó: --¿Ustedes quieren quitarnos á Carlos? Pues eso si que no... Entonces intervino el señor de Hubières. --Mi mujer se ha explicado mal--dijo.--Nosotros querríamos adoptarlo, pero él vendría á verles. Si es bueno, como todo lo hace suponer, será nuestro heredero, y si por casualidad tuviésemos hijos, se repartiría nuestra fortuna con ellos. Pero, si no respondiese á nuestros deseos y cuidados, cuando llegase á su mayor edad le entregaríamos una suma de veinte mil francos que desde ahora depositaríamos en casa de mi notario. Y como también hemos pensado en ustedes, les daríamos, hasta su muerte, una renta de cien francos mensuales. ¿Han comprendido? La mujer se levantó furiosa. --Lo que ustedes quieren es que les vendamos á Carlos, ¿verdad? Pues no, y mil veces no. Ésas son cosas que no se proponen á una madre; no, no. Sería abominable. El hombre, grave y pensativo, no decía nada, pero moviendo la cabeza continuamente, aprobaba las palabras de su mujer. La señora de Hubières, desesperada, rompió á llorar, y dirigiéndose á su marido y con voz llena de sollozos, voz de niña á la que se satisfacen todos los deseos, dijo: --¡No quieren, Enrique, no quieren! Entonces hicieron la última tentativa. --Pero, amigos míos, piensen ustedes en el porvenir del niño en su felicidad, en su... La mujer, exasperada, le cortó la palabra: --Todo está visto, oído y pensado. Vamos, largo de ahí y que no les vea nunca más... Pues ahí es nada, querer quitarnos á un hijo como ése. Entonces, la señora de Hubières, al salir, vió que los pequeños eran dos, y á través de sus lágrimas, y con tenacidad de mujer voluntariosa y mimada que no está acostumbrada á esperar, preguntó: --Pero el otro pequeño ¿no es de ustedes? Tuvache respondió: --No, es de los vecinos; si quieren hablar con ellos, hablen. Y entró en su casa donde aún resonaba la voz de la indignada mujer. Los Vallín estaban sentados á la mesa comiendo lentamente grandes rebanadas de pan que untaban con un poco de manteca, y el señor de Hubières renovó sus proposiciones, pero esta vez tomando más precauciones oratorias y empleando mayor astucia. Los rurales movían la cabeza haciendo signos negativos, pero cuando se hubieron enterado de que tendrían cien francos mensuales, vacilaron y se miraron con fijeza. Torturados y vacilantes guardaron silencio durante largo rato, hasta que al fin la mujer preguntó: --¿Qué dices, hombre? Y él contestó sentenciosamente: --Que es para pensarlo. Entonces, la señora de Hubières, que temblaba de angustia, les habló del porvenir del pequeño, de su felicidad, y del dinero que más tarde podría procurarles. El labrador preguntó: --Y esa renta de cien francos ¿nos será prometida ante notario? El señor de Hubières respondió: --Sí, y mañana mismo. La mujer, que meditaba, objetó: --Cien francos por mes no bastan para que nos privemos del pequeño; dentro de algunos años podrá trabajar, y es preciso que se nos den ciento veinte francos. El señor de Hubières, que trepidaba de impaciencia, accedió en el acto; y como su mujer quería educar al niño, dió cien francos de regalo y se dispuso á redactar el escrito. El alcalde y un vecino sirvieron de testigos. Y la señora de Hubières, radiante, satisfecha, se llevó al chiquillo que lloraba desesperadamente, como se hubiera llevado una figulina ardientemente deseada. Los Tuvache, de pie junto á su puerta, mudos y severos, les vieron marchar y tal vez lamentaron su negativa. No se volvió á oir hablar del pequeño Juan Vallín. Los padres iban todos los meses á casa del notario á cobrar los ciento veinte francos, y estaban enfadados con los Tuvache porque la madre los agobiaba con ignominias repitiendo á su puerta que preciso era que fuesen seres desnaturalizados para haber vendido á su hijo, y que aquello era un horror, una porquería y un ejemplo de corrupción. Y á veces cogía en brazos á su hijo Carlos, y zarandeándole y como si pudiese comprenderla, gritaba: --Yo no te he vendido, hijo mío, yo no te he vendido, pues aunque no soy rica no vendo á mis hijos. Y por espacio de años y más años, casi diariamente, se repitieron las alusiones groseras, pronunciadas ante la puerta, á fin de que entrasen en la casa vecina. Y la tía Tuvache, por no haber querido vender á su hijo, llegó á creerse superior á todas las mujeres de la comarca. Los que hablaban de ella decían: --La cosa era capaz de tentar á un santo, pero dió pruebas de ser buena madre. Se la ponía como ejemplo, y Carlos, que ya tenía dieciocho años, oyendo sin cesar lo que se repetía, llegó también á creerse superior á sus compañeros porque no le habían vendido. Los Vallín, gracias á la pensión, vivían holgadamente. Y el furor de los Tuvache procedía de esto. Murió su hijo mayor, el segundo se marchó al servicio militar, y Carlos se quedó con su anciano padre para trabajar penosamente y poder dar de comer á su madre y á las dos hermanas que tenía. Tendría veintiún años cuando ante las dos chozas se detuvo un coche magnífico, y un señor joven, con reloj y cadena de oro, se apeó dando la mano á una señora anciana que tenía el pelo completamente blanco. Y la anciana le dijo: --Allí es, hijo mío, la segunda casa. Y entraron en la morada de los Vallín. La madre lavaba sus delantales; y el padre, enfermo, dormitaba junto á puerta. Los dos viejos levantaron la cabeza, y el joven dijo: --Buenos días papá; buenos días mamá. Se levantaron asustados. La buena mujer dejó caer el jabón en el agua y balbució: --¿Eres tú, hijo mío? ¿Eres tú? Él la estrechó entre sus brazos y besándola en las mejillas repetía:--Buenos días, mamá. Entretanto, el viejo, con la tranquilidad que nunca perdía y como si le hubiese visto un mes antes, decía: --¿Ya estás de vuelta Juan? Y, después de los transportes naturales, quisieron pasear al hijo por todo el pueblo para que lo viesen. Y lo llevaron á casa del alcalde, á casa del cura, á casa del maestro, y á casa del secretario. Carlos le contemplaba desde la puerta de su choza. Por la noche, mientras cenaban, dijo á sus padres. --Precisa haber sido imbéciles para haber dejado que se llevasen al chico de los Vallín. Su madre replicó con firmeza: --Nosotros no quisimos vender á nuestro hijo. El padre callaba. Pero el joven replicó: --Pues ahí es nada, verse sacrificado de este modo. Enfurecido, el viejo Tuvache rugió: --¿Vas á reprocharnos que te hayamos conservado á nuestro lado? Y el mozo, brutalmente, contestó: --Sí, os lo reprocho, porque sois unos majaderos. Padres como vosotros sólo sirven para hacer la desgracia de sus hijos. Mereceríais que os dejase. La pobre mujer lloraba á lágrima viva. Gemía tragando cucharadas de sopa, y entre sollozo y sollozo, balbucía: --Sí, mataros para criar á los hijos. Y el mozo añadió con rudeza: --Mejor quisiera no haber nacido que ser lo que soy. Cuando hace poco he visto al otro, la sangre se me ha revuelto y he pensado: Eso sería yo. Y se puso en pie. --Claramente veo que lo mejor que puedo hacer es marcharme, por que os reprocharía constantemente lo que conmigo habéis hecho y os daría constantes disgustos. No, eso no os lo perdonaré nunca. Los viejos, llorando y aterrorizados, se abrazaron. Y él replicó: --No, sería demasiado duro. Más vale que me vaya á buscármelas por otras partes. Y abrió la puerta. Se oyó ruido de voces: eran los Vallín qué celebraban el regreso de su hijo. Entonces Carlos golpeó la tierra con el píe, y dirigiéndose á sus padres, gritó: --¡Miserables! Y se perdió entre las sombras de la noche. LA AVENTURA DE WALTER SCHNAFFS Desde que había entrado en Francia con el ejército invasor, Walter Schnaffs se creía el más desgraciado de los hombres. Era gordo, andaba con suma dificultad, se ahogaba, y sufría horriblemente, pues sus pies eran planos y grasientos. Además era pacífico por temperamento: ni magnánimo ni sanguinario, padre de cuatro hijos que adoraba, y estaba casado con una rubia joven y bonita á la que echaba muy de menos. Le gustaba levantarse tarde y acostarse temprano, comer despacio cosas buenas, y atiborrarse de cerveza en las cervecerías. También pensaba que todo lo que es agradable en la existencia desaparece con la vida, y en el fondo de su corazón alimentaba un odio espantoso, instintivo y al mismo tiempo razonado, contra los cañones, los fusiles, las pistolas y los sables, y muy especialmente contra las bayonetas, pues se sentía incapaz para manejar velozmente esa arma y defender con ella su abultado vientre. Y cuando la noche llegaba y se acostaba sobre el duro suelo, envuelto en la manta, y junto á sus compañeros que roncaban, pensaba tristemente en los suyos, que se habían quedado allá lejos, y en los peligros de que estaba sembrado su camino: «Si le matasen ¿qué sería de los pequeños? ¿Quién les daría de comer y quién les educaría?». No eran ricos, había contraído algunas deudas para dejarles dinero al marcharse y, al pensar en todas estas cosas, Walter Schnaffs lloraba muchas veces. Al empezar las batallas, una debilidad tan grande se señoreaba de sus piernas, que de no haber pensado que el ejército entero pasaría por encima de su cuerpo, se hubiera dejado caer. Y el silbido de las balas tenía el don de erizarle el pelo. Así vivía desde hacía algunos meses, lleno de terror y de angustia. El cuerpo de ejército á que pertenecía avanzaba por tierra normanda, y un día le enviaron á hacer un reconocimiento con un débil destacamento que sólo tenía que explorar una parte del territorio y replegarse en seguida. En el campo todo parecía tranquilo y nada hacía prever una resistencia preparada. Ahora bien, tranquilamente bajaban los prusianos por un valle, cuando, derribando á unos veinte hombres, les contuvo violento tiroteo; una tropa de guerrilleros surgió repentinamente de un bosquecillo y hacia ellos se dirigió con las bayonetas caladas. En un principio, Walter Schnaffs quedó inmóvil y tan atolondrado y sorprendido, que ni siquiera pensó huir. Luego se apoderó de él furioso deseo de ponerse en salvo; pero pensó que, comparado con los delgados franceses que se acercaban saltando como un rebaño de cabras, él corría como una tortuga. Entonces, distinguiendo á pocos pasos un foso lleno de maleza y cubierto de hojas secas, saltó á pies juntillas, sin pensar en la profundidad, que podría tener, como se salta á un río desde un puente. Como una flecha pasó á través de las agudas aliagas y de una espesa capa de espinos que le desgarraron el rostro y las manos, y, pesadamente, cayó sentado en un lecho de piedras. Levantó los ojos, y, por el agujero que al pasar había hecho, vió el cielo. Aquel agujero revelador podía denunciarle, y á gatas se arrastró con precaución por el fondo de aquella cueva con techo de ramas enlazadas, y andando lo más de prisa posible para alejarse del lugar del combate. Luego se detuvo, se sentó, y, como una liebre, se acurrucó junto á un montón de hojas secas. Por espacio de media hora oyó tiros, gritos y quejas. Luego, los clamores de la lucha fueron debilitándose hasta cesar, y todo quedó silencioso y tranquilo. Repentinamente, algo se agitó á su lado. Se llevó un susto espantoso, pero vió que era un pajarito que, posado en una rama, agitaba las hojas muertas. Y durante una hora, el corazón de Walter Schnaffs latió apresuradamente. Llegó la noche, inundando el valle con sus sombras, y el soldado empezó á pensar. ¿Qué haría? ¿ Qué sería de él? ¿Se reuniría á su ejército? Pero ¿cómo y por dónde? Preciso sería reanudar la vida de angustias, de espantos, de fatigas y de sufrimientos que llevaba desde que la guerra había empezado... ¡No! No se sentía con tanto valor, y ya no tenía la energía necesaria para soportar las marchas y afrontar los constantes peligros. Pero ¿qué hacer? No podía quedarse en aquel foso y ocultarse en él hasta que terminasen las hostilidades. Claro que no: si no se hubiese necesitado comer, la perspectiva de permanecer allí no le hubiera aterrado; pero era preciso comer, y comer todos los días. Y se encontraba allí solo, armado, en territorio enemigo, y lejos de los que hubieran podido defenderle. Y continuados escalofríos recorrían su cuerpo... De pronto, pensó: «¡Si hubiese caído prisionero!». Y su corazón latió con violencia con el deseo inmoderado y furioso de ser prisionero de los franceses. ¡Prisionero! Estaría salvado, alimentado, á cubierto y al abrigo de las balas y de los sables, sin temores posibles, y en una cárcel sólida y bien guardada. ¡Prisionero! ¡Qué sueño! Inmediatamente tomó esta resolución. --Voy á constituirme prisionero. Y se levantó resuelto á ejecutar su proyecto sin pérdida de momento. Pero, quedóse inmóvil y asaltado por mil reflexiones enojosas y por mil terrores nuevos. ¿Á dónde iría á constituirse prisionero? ¿Cómo? ¿Hacia qué lado? Espantosas imágenes, imágenes de muerte, se presentaron á sus ojos. Aventurándose por el campo con su casco puntiagudo, iba á correr grandes peligros. ¿Y si encontraba á labradores? Al ver á un prusiano perdido, á un prusiano sin defensa, le matarían como á un perro rabioso. Le matarían con sus azadones, sus palas, sus picos y sus guadañas. Y le convertirían en papilla con el encarnizamiento de los vencidos exasperados. ¿Y si tropezaba con guerrilleros? Esos guerrilleros sin ley ni disciplina, le fusilarían para pasar un rato, para divertirse un poco viéndole la cara. Y ya se veía de espalda contra una pared frente á doce fusiles cuyos ojos redondos y negros parecían mirarle. ¿Y si se encontraba con el ejército francés? Los hombres de la vanguardia le tomarían por un explorador, por un atrevido, y la emprenderían á tiros con él. Y ya oía las irregulares detonaciones de los soldados ocultos entre la maleza, mientras él, de pie en medio del campo, caía agujereado como una espumadera por las balas que sentía penetrar en su carne. Y desesperado volvió á sentarse. Su situación le parecía espantosa, y cuando llegó la noche, la noche negra y muda, no se atrevió ni á moverse. Los ruidos de las tinieblas, ruidos desconocidos y ligeros, le hacían temblar: y un conejo, al meterse en su conejera, estuvo á punto de hacer perder el sentido á Walter Schnaffs. Los silbidos de las lechuzas le desgarraban el alma, y se sentía acometido por miedos repentinos, dolorosos como heridas. Procurando ver á través de las sombras, arqueaba las cejas abriendo desmesuradamente los ojos, y á cada instante creía que andaban á su lado. Después de interminables horas y de angustias de condenado, distinguió, á través del techo de ramas, que cenicienta claridad empezaba á inundar el cielo. Entonces la tranquilidad se apoderó de él, su corazón latió normalmente, sus ojos se cerraron, y se durmió. Al despertar le pareció que el sol estaba en la mitad de su carrera; debían ser las doce. Ni el más ligero ruido turbaba la paz de los campos, y Walter Schnaffs se dió cuenta de que tenía un hambre atroz. Bostezaba; la boca se le hacía agua pensando en el chorizo, el rico chorizo de los soldados, y el estómago le dolió. Se levantó, dió algunos pasos, sintió que sus piernas apenas podían sostenerle, y volvió á sentarse para reflexionar. Por espacio de dos ó tres horas estuvo pesando el pro y el contra de las cosas, cambiando á cada instante de resolución, combatido, desgraciado, víctima de ideas contrarias. Al fin dió con una que se le antojó lógica y práctica; la de acechar el paso de un aldeano que fuese solo, sin armas y sin útiles de trabajo que fuesen peligrosos, y salir á su encuentro poniendo su suerte en sus manos y haciéndole comprender que se rendía. Entonces se quitó el casco cuyo pico le podía traicionar y con infinitas precauciones sacó la cabeza por el agujero. No se veía á nadie... Á lo lejos, á la izquierda, se alzaba una aldea que enviaba al cielo el humo de sus cocinas. Y á la derecha se distinguían los árboles de una avenida y un castillo con dos torreones... Sufriendo horriblemente, aguardó hasta la noche, sin ver más que el vuelo de los cuervos y sin oir otra cosa que las quejas sordas de sus entrañas. Las sombras se cayeron sobre el valle. Se tendió en el fondo de su retiro, y allí durmió con sueño febril, presa de horribles pesadillas, con sueño de hombre hambriento. La aurora se extendió de nuevo sobre su cabeza: se puso á observar, y el campo se ofreció á su vista tan solitario como la víspera. Entonces un miedo espantoso se apoderó de Walter Schnaffs, el miedo á morir de hambre. Y se veía tendido en su hoyo, boca arriba y con los ojos cerrados. Luego, bichos pequeños, bichos de todas clases se acercaban á su cadáver y empezaban á comérselo, atacándole por todas partes á la vez y deslizándose por debajo de sus vestidos para morderle en la piel fría. Y un cuervo enorme, con su afilado pico, le arrancaba los ojos. Imaginando que la debilidad le haría perder el sentido y que no podría moverse, se volvió loco, y ya se disponía á correr hacia la aldea, dispuesto á afrontarlo todo, cuando distinguió á tres labradores que con las palas al hombro se dirigían al campo... y se metió en su escondrijo. Pero, en cuanto la noche obscureció la llanura, salió lentamente del foso, y encorvado y lleno de miedo, palpitándole fuertemente el corazón, se puso en camino dirigiéndose hacia el castillo, que prefería á la aldea, pues ésta se le antojaba una madriguera de tigres. Las ventanas bajas brillaban; una estaba abierta, y de ella salía fuerte olor á carne asada, olor que, penetrando bruscamente por las narices de Walter SchnafFs, le llegó hasta el vientre, crispándole, atrayéndole irresistiblemente, y llenándole el corazón de desesperada audacia. Y sin reflexionar y sin quitarse el casco, hizo su aparición en el marco de la ventana. Alrededor de una gran mesa comían ocho criados, y de pronto una jovencita dejó caer el vaso que tenía en la mano, se quedó con la boca abierta, y con los ojos fijos en la ventana. ¡Todas las miradas siguieron la suya! ¡Y vieron al enemigo! ¡Santo Dios! ¡Los prusianos atacaban el castillo! Primero se oyó un grito, un grito compacto que se componía de ocho, un grito de espanto, horrible, y luego una huida tumultuosa, una fuga hacia la puerta del fondo. Las sillas caían; los hombres derribaban á las mujeres y pasaban por encima de ellas, y en dos segundos no quedó nadie en la habitación, nada más que la mesa cubierta de alimentos que Walter Schnaffs, de pie junto á la ventana, contemplaba estupefacto. Después de unos segundos de vacilación se metió dentro de un salto y avanzó hacia los platos. Su hambre, exasperada, le hacía temblar febrilmente; pero cierto terror le retenía y le paralizaba. Escuchó. La casa entera parecía en revolución, y las puertas se cerraban y pasos rápidos cruzaban el piso superior en todas direcciones. El prusiano, inquieto, prestaba oído atento á todos esos rumores confusos: luego oyó ruidos sordos, como si cuerpos pesados cayesen en la blanda tierra, al pie del muro, cuerpos humanos saltando desde el primer piso... Luego cesó el movimiento y la agitación, y el gran castillo quedó silencioso como una tumba. Walter Schnaffs se sentó ante un plato que nadie había tocado y se puso á comer. Y comió á dos carrillos, de prisa, como si tuviese miedo que le interrumpiesen antes de haber tenido tiempo de engullir mucho; y los trozos de carne iban cayendo en su estómago dilatando la garganta al pasar. Y de cuando en cuando se detenía próximo á reventar como un tubo demasiado lleno. Entonces cogía el jarro de la sidra y desembarazaba el esófago como quien lava un conducto obstruido. Vació todos los platos, todas las fuentes y todas las botellas; y repleto de tanto comer, y borracho por haber bebido tanto, embrutecido, congestionado, sacudido por el hipo, turbia la imaginación y grasienta la boca, se desabrochó el uniforme para soplar, pues no podía dar ni un paso. Sus ojos se cerraron, sus ideas se obscurecieron, apoyó la pesada frente en los brazos, cruzados sobre la mesa, y, dulcemente, perdió la noción de los hechos y de las cosas. * * * * * La luna, en cuarto menguante, alumbraba vagamente el horizonte por encima de los árboles del parque. Era esa hora fría que precede al amanecer. Por los macizos y entre los árboles cruzaban muchas sombras, silenciosas y mudas, y á veces la luz de la luna hacía brillar en las sombras una punta de acero. El castillo, tranquilo, erguía su enorme silueta negra. Sólo dos ventanas brillaban aún en la planta baja. De pronto una voz tonante rugió: --¡Adelante, hijos míos! ¡Adelante! ¡Al asalto! Y en un momento las puertas, los postigos y los cristales saltaron cediendo á una avalancha de hombres que lo rompía todo, lo hundía todo y entraba en el castillo invadiéndolo. Un segundo después, cincuenta soldados armados hasta los dientes hicieron irrupción en la cocina donde Walter Schnaffs dormía pacíficamente, y poniéndole en el pecho cincuenta fusiles cargados, le derribaron, le sacudieron, le golpearon y le ataron pies y manos. El pobrecillo, asustado y demasiado embrutecido para comprender, se moría de miedo. Y un militar gordo y cubierto de galones de oro, le plantó el pie en el vientre vociferando: --Eres mi prisionero, ¡ríndete! Y el prusiano, que sólo había comprendido la palabra «prisionero» gemía: «_ya, ya, ya_». Y le levantaron y le ataron á una silla y fué examinado con viva curiosidad por los vencedores, que soplaban como ballenas. Y muchos de ellos, no pudiendo resistir la emoción y la fatiga, se sentaron. Y el otro sonreía, sonreía, pues al fin le habían hecho prisionero. Entró un oficial y preguntó: --Mi coronel ¿qué hacemos? Los enemigos han huido y parece que les hemos hecho muchos heridos. Hemos quedado dueños de la plaza. El militar gordo, que se enjugaba la frente, vociferó: «¡Victoria!». Y en una agenda comercial que sacó de uno de sus bolsillos, escribió: «Después de encarnizada lucha, los prusianos han tenido que batirse en retirada, llevándose á sus muertos y á sus heridos. Se calculan en cincuenta los hombres que han quedado fuera de combate. Algunos han quedado en nuestro poder». El joven oficial añadió: --Mi coronel, ¿qué disposiciones debo tomar? El coronel respondió: --Vamos á replegarnos para evitar que vuelvan á la ofensiva con fuerzas superiores y artillería. Y dió orden de volver á marchar. La columna se formó de nuevo en la sombra, al pie de los muros del castillo, y se puso en movimiento envolviendo por todas partes á Walter Schnaffs, agarrotado y sostenido por seis guerreros revólver en mano. Se enviaron avanzadas para explorar el camino, y adelantaban con prudencia, deteniéndose de trecho en trecho. Al amanecer llegaron á la subprefectura de la Roche-Oysel, cuya guardia nacional había llevado á cabo este hecho de armas. La población esperaba ansiosa y sobrexcitada, y cuando distinguió el casco del prisionero, resonó inmenso clamor. Las mujeres levantaban los brazos, las viejas lloraban, un vejete cojo tiró su muleta al prusiano, y en vez de darle hirió en la nariz á uno de sus guardianes. El coronel gritaba: --Velad por la seguridad del cautivo. Al fin llegaron al Ayuntamiento. La cárcel se abrió, y en ella metieron á Walter Schnaffs, libre de toda ligadura. Pero, alrededor del edificio montaron la guardia doscientos hombres armados. Entonces, y á pesar de los síntomas de indigestión que desde hacía rato le atormentaban, el prusiano, loco de alegría, empezó á bailar, á bailar sin descanso, levantando los brazos, las piernas, y dando gritos frenéticos hasta que, agotadas sus fuerzas, cayó juntó á la pared. ¡Le habían hecho prisionero! ¡Estaba salvado! Y así fué como el castillo de Champignet se rescató de manos del enemigo, después de seis horas de ocupación. Y el coronel Ratier, mercader de paño, que realizó la hazaña al frente de los guardias nacionales de la Roche-Oysel, fué condecorado. LA SILLERA Terminaba la comida de apertura de caza en casa del marqués de Bertrán. Once cazadores, ocho mujeres jóvenes, y el médico del lugar, estaban sentados alrededor de la gran mesa profusamente iluminada y cubierta de frutas y de flores. Se habló de amor, y se inició tremenda discusión, la discusión eterna para saber si se podía amar verdaderamente una ó varias veces. Y se citaron ejemplos de gentes que no habían tenido más que un amor formal; y se citaron otros ejemplos de gentes que habían amado con violencia frecuentemente. Los hombres, en general, pretendían que la pasión, como las enfermedades, puede atacar varias veces al mismo ser, y atacarle y matarle si se oponen obstáculos á su paso. Aun cuando este modo de ver apenas admitía réplica, las mujeres, cuya opinión se fundaba en la poesía mucho más que en la observación, aseguraban que el amor, el amor verdadero, el gran amor, sólo podía ser sentido una vez por los mortales, y que ese amor, semejante al rayo, cuando caía en un corazón, éste quedaba tan vacío, devastado é incendiado, que ningún sentimiento poderoso ni ningún sueño podían germinar de nuevo en él. El marqués, que había amado mucho, combatía vivamente esta creencia: --Yo les digo que se puede amar varias veces con todas las fuerzas y con toda el alma. Ustedes me nombran gentes que se han matado por amor, presentándolos como prueba de la imposibilidad de una segunda pasión. Y yo replicaré que si no hubiesen cometido la tontería de suicidarse, que les suprimía todas las probabilidades de recaer, se hubieran curado: se hubieran curado y hubieran vuelto á empezar, y así siempre, hasta que hubiesen muerto de muerte natural. Los enamorados son como los borrachos. Quien ha bebido, beberá; quien ha amado, amará. Es cuestión de temperamento. Se eligió por árbitro al doctor, viejo médico parisiense, que se había retirado al campo, y se le rogó que diese su opinión. Precisamente no tenía. --Como el marqués ha dicho muy bien--contestó,--es cuestión de temperamento. Con respecto á mí, sé de una pasión que duró cincuenta y cinco años sin un día de descanso y que sólo terminó con la muerte. La marquesa aplaudió. --¡Hermoso es esto!--dijo.--¡Verse amado así, es ideal! ¡Qué felicidad, vivir cincuenta y cinco años envuelto con ese afecto encarnizado y penetrante! ¡Cuán dichoso debió ser y cuánto debió bendecir la vida aquel á quien adoraron de este modo! El médico sonrió. --Efectivamente, señora, con respecto á este punto no se equivoca usted, porque el ser amado fué un hombre. Y usted le conoce: es el farmacéutico del burgo, el señor Chouquet... Y también ha conocido usted á la mujer: fué la vieja sillera, la que componía sillas y todos los años venía el castillo. Pero, voy á procurar explicarme mejor. El entusiasmo de las mujeres había decaído y su contrariado rostro decía claramente «¡Bah!», como si el amor únicamente pudiese anidar en las almas de seres delicados y distinguidos, únicos que merecen interés á los aristócratas. El médico continuó. --Hace tres meses me llamaron para que asistiese á esa mujer en su lecho de muerte. La víspera había llegado en el carro que le servía de casa, que tiraba la yegua que ustedes conocen, y acompañada por sus dos grandes perros negros, sus amigos y guardianes. El cura ya estaba allí. Nos nombró sus albaceas testamentarios, y, para revelarnos el sentido exacto de sus voluntades, nos contó toda su vida. Yo no conozco nada tan singular ni más conmovedor. Su padre había sido sillero, su madre sillera, y ella no había tenido nunca casa plantada en el suelo. Desde pequeña, vagaba harapienta y sórdida, deteniéndose á la entrada de los pueblos y á lo largo de los fosos. Desenganchaban, pacía el caballo, dormía el perro con la cabeza entre las patas, y la niña se revolcaba por la hierba mientras sus padres, sentados á la sombra de los árboles del camino, arreglaban todas las sillas viejas de la localidad. Y en aquella morada ambulante se hablaba poco. Después de las palabras precisas para decidir quién recorrería las casas gritando «¡El sillero!», empezaban á preparar juncos y pajas uno frente á otro. Cuando la niña se iba demasiado lejos ó intentaba trabar relaciones con algún galopín de la aldea, la voz colérica del padre la llamaba con un «Quieres acercarte, sinvergüenza», que eran las únicas palabras tiernas que oía. Cuando fué mayor la enviaron en busca de asientos de sillas averiados, y entonces hizo amistad con algunos chiquillos; pero esta vez eran los padres de sus nuevos amigos quienes llamaban brutalmente á sus rapaces diciéndoles: «Ven acá, sinvergüenza, y cuidado que te vuelva á pillar hablando con esa zarrapastrosa». Á veces, los chicuelos la tiraban piedras. Unas señoras la dieron unos cuartos que ella guardó cuidadosamente. Un día,--tenía entonces once años--al pasar por esta comarca, encontró al pequeño Chouquet, que lloraba detrás del cementerio porque un compañero le había robado unos ochavos. Y las lágrimas de aquel burguesito, uno de aquellos pequeñuelos que su frágil cabecita de desheredada imaginaba siempre contentos y risueños, la revolvieron toda. Se acercó á él, y cuando se hubo enterado de las causas de su aflicción, le dió todas sus economías, treinta y cinco céntimos, que el chiquillo tomó enjugándose las lágrimas. Y entonces, loca de alegría, tuvo la audacia de darle un beso. Como él miraba los cuartos atentamente, se lo dejó dar, y ella, viendo que no la rechazaba ni pegaba, se hartó de besarle y luego echó á correr. ¿Qué pasó por su miserable cabeza? ¿Se consagró á aquel chiquillo porque le había sacrificado su fortuna de vagabunda ó porque le había dado su primer beso lleno de ternura? El misterio es siempre el mismo tanto para los pequeños como para los mayores. Por espacio de meses y meses soñó con aquel rincón de cementerio y con aquel chiquillo; y con la esperanza de volver á verle, robó un día á sus padres cinco céntimos, otro día otros cinco, ora rebajándolos de una compostura, ora sisándolos cuando iba á comprar algo. Y cuando volvió tenía dos francos; pero sólo pudo ver al pequeño farmacéutico, muy limpito y muy bien arreglado, tras los cristales de la tienda de su padre, entre un bocal rojo y una solitaria. Y le quiso más y más, seducida, emocionada, extasiada ante la hermosura de aquella agua coloreada y aquella apoteosis de brillantes cristales. Ella conservó su recuerdo indeleble, y cuando al año siguiente le encontró jugando á los bolos con sus compañeros detrás de la escuela, se arrojó sobre él, le estrechó entre sus brazos, y le besó con tanta violencia que él se puso á chillar. Entonces, para tranquilizarle, le dió su dinero: tres francos veinte céntimos, un verdadero tesoro que él miraba con ojos desmesuradamente abiertos. Los tomó, y se dejó acariciar cuanto ella quiso. Por espacio de cuatro años ella vertió en sus manos cuanto tenía, y él embolsaba los cuartos concienzudamente á cambio de los besos consentidos. Una vez fueron seis reales, otra vez dos francos, otra doce reales--ese día lloró de pena y de humillación, pero el año había sido muy malo--y, la última vez, cinco francos, una moneda grande y redonda que le hizo reir con alegría. No pensaba más que en él, y él esperaba su regreso con impaciencia y al verla salía á su encuentro, lo que era causa de que el corazón de la niña latiese con violencia. Después, él desapareció. Le habían enviado al colegio. Ella lo supo interrogando hábilmente, y entonces usó de infinita diplomacia para cambiar el itinerario de sus padres y hacerles pasar por aquí en época de vacaciones. Lo consiguió, pero después de un año de astucias. Hacía dos años que no le había visto y apenas logró reconocerle: tanto había cambiado, crecido, y tan guapo estaba con su chaqueta con botones dorados. Él fingió no verla y pasó orgulloso por su lado. La pobrecita estuvo dos días llorando, y desde entonces sufrió sin cesar. Volvía todos los años, y pasaba cerca de él sin atreverse á saludarle y sin que él se dignase fijar los ojos en ella. Le quería con delirio, y me dijo: «Es el único hombre que he visto en la tierra, señor doctor, y ni siquiera sé si los otros han existido». Murieron sus padres, y ella continuó su oficio; pero en vez de un perro llevó dos, dos perros terribles que nadie se hubiera atrevido á desafiar. Un día, al llegar á esta aldea, en donde había dejado su corazón, vió á una mujer joven que salía de la tienda de Chouquet apoyada en el brazo de su adorado. Era su mujer; se había casado. Por la noche se arrojó á la charca que está en la plaza de la Alcaldía. Un borracho retrasado la sacó y la llevó á la farmacia. El hijo Chouquet bajó con bata para asistirla, y sin dar muestras de conocerla la desnudó, la friccionó y le dijo con voz dura: «¡Usted está loca! ¡No hay que llegar á esos extremos!». Y eso bastó para curarla, ¡Él le había dirigido la palabra! Y se sintió dichosa... Por más que ella insistió mucho para pagarle, él se negó á aceptar ninguna remuneración por sus cuidados... Y así vivió siempre; arreglando sillas y pensado en Chouquet, á quien todos los años veía detrás de sus cristales. Ella se acostumbró á comprar en su casa los medicamentos, y así, le veía de cerca, le hablaba, y le daba dinero. Como he dicho al principiar mi narración, murió esta primavera. Después que me hubo contado su triste historia, me rogó que entregase todas sus economías al que tanto había querido, economías que había reunido privándose hasta de comer, y sólo para que, después de muerta, tuviese que pensar en ella siquiera una vez. Me dió dos mil trescientos veintisiete francos. Di al señor cura los veintisiete francos para los gastos del entierro, y me llevé los otros cuando hubo exhalado el último suspiro. Al día siguiente fuí á casa de los Chouquet. Acababan de almorzar, uno frente á otro, colorados, oliendo de lejos á productos farmacéuticos, dándose importancia y satisfechos. Me hicieron sentar, me ofrecieron un kirsch, y lo acepté: y con emoción sincera empecé mi discurso convencido de que les haría llorar. En cuanto hubo comprendido que la vagabunda le había amado, la vagabunda, la sillera, Chouquet no pudo contener su indignación, como si hubiese manchado su fama, como si le hubiese robado la estima de las gentes honradas, su honor íntimo, algo delicado que hubiese preferido á la vida. Su mujer, tan exasperada como él, repetía: «Esa mendiga, esa mendiga, esa mendiga», sin que acertase á decir otra cosa. Él se había levantado, y, á grandes pasos, con el gorro griego caído sobre la oreja, iba de un extremo al otro de la habitación. Y balbució: «¿Se entiende esto, doctor? Para un hombre no puede darse nada más horrible. ¿Qué hacer? ¡Oh! Si hubiese podido figurármelo mientras vivió, la hubiera hecho prender por los gendarmes, meterla en la cárcel, de donde no habría salido más, lo aseguro». El resultado de mi piadosa comisión me dejaba estupefacto. No sabía qué decir ni qué hacer; pero preciso era llegar al fin y añadí: «Me ha encargado que le entregue sus ahorros, que ascienden á dos mil trescientos francos; pero como lo que acabo de decir le es tan desagradable, lo mejor será que se distribuya ese dinero entre los pobres». El hombre y la mujer me miraron sin saber lo que les pasaba. Saqué el dinero del bolsillo, miserable dinero de todos los países y de todas las marcas, oro y calderilla mezclados, y luego pregunté: --¿Qué deciden ustedes? La señora Chouquet habló primero. --Pero--dijo--puesto que es la última voluntad de esa mujer... me parece que no podemos negarnos á aceptar... Y el marido, algo confuso, añadió: --Con esto podríamos comprar algo para los chicos. Y contesté con sequedad: --Como ustedes quieran. Entonces Chouquet agregó: --Bueno, venga el dinero; ya encontraremos medio de emplearlo en una obra buena. Yo entregué el dinero, saludé y salí. Al día siguiente Chouquet vino á encontrarme y me dijo: «Esa... esa mujer ha dejado aquí su carro. ¿Qué hace usted de él?». --Yo, nada. Si lo quiere, tómelo. --Muy bien. Haré una cabaña para mi huerta. Se fué, pero yo le llamé para decirle: «También ha dejado el caballo y sus dos perros. ¿Los quiere?». Se quedó un momento sin contestar, pero al fin dijo: «No, de ninguna manera. ¿Qué quiere que haga con ellos? Disponga de todo como se le antoje...». Se puso á reir, y me tendió la mano que yo estreché. Qué quieren; en un pueblo, el médico y el boticario no pueden ser enemigos. Yo tengo los dos perros. El cura, que tiene un patio grande, se quedó con el caballo. El carro sirve de cabaña á Chouquet, y con el dinero ha comprado cinco acciones del ferrocarril. Ése es el único amor profundo que he encontrado en mi vida». El médico calló. Y la marquesa, que tenía los ojos lleno de lágrimas, suspiró y dijo: «Decididamente, sólo las mujeres saben querer». DIONISIO I El señor Marambot abrió la carta que su criado Dionisio le entregaba, y sonrió. Hacía veinte años que Dionisio estaba en la casa y era un hombrecito tripudo y jovial, que en la comarca se citaba siempre como modelo de criados. Viendo sonreir á su amo, preguntó: --¿El señor está contento? ¿El señor ha tenido buenas noticias? Marambot no era rico. Farmacéutico de aldea, retirado y solterón, vivía con una corta rentita penosamente adquirida vendiendo drogas á los labradores. Á la pregunta de Dionisio contestó: --Sí, una buena noticia. El tío Malois retrocede ante el pleito con que le amenazo, y mañana recibiré mi dinero. Cinco mil francos siempre vienen bien. Y el señor Marambot se frotó las manos. Era hombre de carácter resignado, más triste que alegre, incapaz de producir un esfuerzo prolongado, y perezoso hasta para sus negocios. Es muy cierto que hubiera podido ganar más aprovechando la muerte de compañeros suyos establecidos en centros de importancia, yendo á ocupar su puesto y quedándose con sus parroquianos; pero la idea de las diligencias que precisaba hacer y las contrariedades de la mudanza le habían retenido constantemente, y, después de dos ó tres días de pensarlo, se decía: --La próxima vez. Nada se pierde con esperar, y tal vez encuentre algo más conveniente. Por el contrario, Dionisio pretendía llevar á su amo por el camino de los negocios. Muy activo, muy enérgico, repetía constantemente: --Si yo hubiese tenido un capital inicial, hubiera hecho fortuna. Mil francos nada más y hoy sería rico. Marambot sonreía, no contestaba, y salía al jardinito por donde paseaba con las manos cruzadas por detrás y siempre pensando en las musarañas. Aquel día, Dionisio lo pasó cantando canciones de su tierra y, al parecer, contentísimo. Y estuvo haciendo gala de inusitada actividad, limpiando todos los cristales de la casa y frotándolos con ardor. Marambot, asombrado ante tanto celo, sonrió varias veces, y dijo: --Muchacho, si así trabajas todo el día, mañana no tendrás nada que hacer. Al día siguiente, á las nueve, el cartero entregó á Dionisio cuatro cartas para su amo, una de las cuales pesaba mucho. Inmediatamente, Marambot se encerró en su habitación y no salió de ella hasta media tarde, que envió á su criado al correo para que franquease cuatro sobres. Uno iba dirigido á Malois, y sin duda contenía el recibo del dinero. Dionisio no preguntó nada á su amo, que estaba tan triste y sombrío como alegre había estado la víspera. Llegó la noche, y Marambot, á la hora de costumbre, se acostó y se durmió. Ruido extraño le despertó. Se sentó en la cama y escuchó atentamente. La puerta se abrió de pronto, y en el hueco apareció Dionisio con una bujía en la mano, un gran cuchillo de cocina en la otra, fijos los ojos, mejillas y labios contraídos como los de aquellos á quienes agita terrible emoción, y tan pálido que parecía un espectro. Marambot, sin comprender una jota de todo aquello, le creyó víctima de un ataque de sonambulismo, y ya se disponía á levantarse para correr á su encuentro, cuando el criado mató la luz de un soplo y se precipitó hacia la cama. Su amo tendió las manos hacia delante para amortiguar el choque que le tendió boca arriba, y procuró sujetar los brazos del criado, al que entonces creía víctima de un ataque de locura, con objeto de parar los precipitados golpes que le asestaba. La primera herida la recibió en el hombro, la segunda en la frente y la tercera en el pecho. Y luchaba desesperadamente, agitándose en la obscuridad, dando puntapiés en todas direcciones y gritando: --¡Dionisio! ¡Dionisio! ¿Te has vuelto loco? Vamos, Dionisio... Pero el otro, jadeante, se encarnizaba, y aunque rechazado por un puntapié unas veces, por un puñetazo otras, volvía á la carga con furia. Y Marambot recibió aún dos heridas en las piernas y una en el vientre; pero como una idea acudiese repentinamente á su imaginación, dijo gritando: --Acaba, acaba Dionisio, no he recibido el dinero. Y el hombre se detuvo instantáneamente, y su amo oyó su respiración que parecía un silbido. Marambot añadió: --No he recibido nada: Malois se desdice, y pleitearemos; por esto te he enviado con tantas cartas al correo. Pero, mejor será que leas las que están encima de mi escritorio. Y haciendo un esfuerzo supremo, se apoderó de los fósforos que tenía en la mesita de noche y encendió la vela. Estaba cubierto de sangre, y la pared estaba llena de salpicaduras. Las sábanas y las cortinas parecían rojas, y Dionisio, ensengrantado también, estaba de pie en medio de la habitación. Cuando Marambot vió todo esto, se creyó muerto y perdió el conocimiento. Volvió en sí al romper el alba, y parmaneció largo rato sin recobrar el sentido ni comprender ni acordarse de nada. Pero de pronto, el recuerdo del atentado y el de las heridas volvió á su imaginación, y el miedo que se apoderó de él fué tan grande, que, para no ver nada, cerró los ojos. Pasados los primeros minutos de horrible espanto, se calmó y empezó á reflexionar. No estaba muerto, y por lo tanto aún podía salvarse. Se sentía débil, muy débil, y aunque en distintas partes de su cuerpo le molestaban dolores agudos como pinchazos, el sufrimiento se podía soportar. También se sentía helado, mojado y oprimido, como si innumerables vendas le estrechasen por todas partes. Creyó que la humedad era ocasionada por la sangre vertida y estremecimientos de angustia le sacudieron al pensar en el rojo líquido que de sus venas había salido para empapar la cama. La idea de presenciar otra vez aquel horrible espectáculo le alteraba lo indecible, y permanecía con los ojos cerrados, apretando los párpados con fuerza, como si fuesen á abrirse á pesar suyo. ¿Qué había sido de Dionisio? Probablemente habría escapado. Pero, él, Marambot, ¿qué haría? ¿Pediría socorro á gritos? Ahora bien, era indudable que al hacer un solo movimiento sus heridas se abrirían de nuevo y caería muerto, extenuado, sin una gota de sangre en las venas. De pronto oyó que abrían la puerta de su habitación, y su corazón cesó de latir. Seguramente era Dionisio que venía á rematarle. Contuvo la respiración para que el asesino le creyese del todo muerto, pero sintió que levantaban las sábanas y que le palpaban el vientre. Dolor vivísimo, cerca de la cadera, le hizo estremecer... Con mucha suavidad le lavaban con agua fresca. Sin duda habían descubierto el crimen y le cuidaban para salvarle. Loca alegría se apoderó de él; pero por prudencia, y para no dar muestras de haber recobrado el conocimiento, no hizo más que entreabrir un ojo, uno solo, y eso tomando infinitas precauciones. Á un lado, y de pie, reconoció á Dionisio, á Dionisio en persona. ¡Misericordia! Y precipitadamente, volvió á cerrar el ojo. ¡Dionisio! ¿Qué hacía á su lado? ¿Qué quería? ¿Qué horrible proyecto podía alimentar aún? ¿Qué hacía?... ¡Pues le estaba lavando para que desapareciesen las huellas! ¿Se propondría enterrarle en el jardín, dos metros bajo tierra, para que nadie le encontrase? Y Marambot se puso á temblar tan fuerte, tanto, que todos sus miembros palpitaban. Se decía para su capote: «Estoy perdido, perdido». Y apretaba los párpados desesperadamente para no ver cómo le asestaban la última puñalada. No la recibió. Entre tanto, Dionisio le levantaba, le cubría con una sábana, y le curaba la herida de la pierna con escrupuloso cuidado, como había aprendido á hacerlo en los tiempos en que su amo ejercía de farmacéutico. Un hombre del oficio no podía vacilar ni un instante: su criado, después de haber intentado matarle, quería salvarle. Y entonces Marambot, con voz doliente, le dió un consejo práctico: --Haz los lavados y las curas con agua cortada con alquitrán saponificado. Dionisio respondió: --Eso es lo que hago, mi amo. Entonces Marambot abrió los dos ojos. Ni en la cama, ni en la habitación, ni en el asesino, había huellas de sangre. Y el herido estaba extendido entre sábanas blanquísimas. Los dos hombres se miraron fijamente, y Marambot pronunció con dulzura: --Has cometido un gran crimen. Dionisio respondió: --Reparándolo estoy. Y si el señor no me denuncia, le serviré con la misma fidelidad que antes. No era aquella, ocasión para mostrarse duro con el criado, y Marambot, cerrando los ojos, articuló: --Te juro que no te denunciaré. II Dionisio salvó á su amo: pasó noches enteras sin dormir ni salir de la habitación del enfermo, le preparó las medicinas, las tisanas, las pociones, le tomaba el pulso contando ansiosamente las pulsaciones, y le cuidó con la habilidad de un enfermero y con la abnegación de un hijo. Le preguntaba á cada momento: --Y bien, mi amo ¿cómo se encuentra usted? Á lo que Marambot contestaba con voz débil: --Un poco mejor, muchacho, muchas gracias. Y cuando el herido despertaba por la noche, sucedía con frecuencia que sorprendía á su guardián llorando en su butaca y enjugándose silenciosamente los ojos. Jamás el ex farmacéutico se había visto tan cuidado ni tan mimado. En un principio se había dicho: --Cuando esté restablecido me desembarazaré de ese granuja. Pero, á pesar de que ya estaba en pleno período de convalecencia, retardaba el momento de separarse del que había pretendido asesinarle. Pensaba que nadie hubiera tenido con él tantas atenciones, y le anunció que había depositado un testamento en casa de su notario en el que, si un nuevo accidente le ocurría, le denunciaba. Esta precaución pareció que le ponía á cubierto de toda nueva tentativa, y se preguntaba si no sería prudente conservar á su lado á aquel hombre, claro está que vigilándole atentamente. Lo mismo que en otros tiempos, cuando vacilaba para adquirir una farmacia más importante, no podía decidirse á adoptar una resolución. --Siempre llego á tiempo,--se decía. Y como Dionisio continuaba dando pruebas de ser un servidor incomparable y Marambot estaba completamente restablecido, le conservó á su lado. Ahora bien, una mañana, cuando concluía de almorzar, le sorprendió un ruido extraordinario que procedía de la cocina. Allí se dirigió y encontró que dos gendarmes sujetaban á Dionisio. Gravemente, el brigadier tomaba notas en su cuaderno. En cuanto vió á su amo, el criado se puso á sollozar diciendo: --Me ha denunciado usted y eso no esta bien porque al hacerlo ha faltado á lo que me había prometido. Ha faltado usted á su palabra de honor, señor Marambot, y eso no está bien, no está bien... Marambot, estupefacto y desolado al ver que se ponía en tela de juicio su lealtad, levantó la mano diciendo: --Ante Dios te juro, muchacho, que no te he denunciado. Ignoro cómo los señores gendarmes han podido tener noticia de que habías intentado asesinarme. El brigadier se estremeció: --¿Dice usted, señor Marambot, que intentó asesinarle? El farmacéutico, sin saber lo que decía, respondió: --Sí, sí... pero yo ni le he denunciado ni he dicho nada... Juro que no he dicho nada... Desde entonces me ha servido admirablemente.. El brigadier, muy severamente, dijo: --Tomo nota de cuanto acaba usted de decir, y crea señor Marambot, que la justicia apreciará este nuevo motivo que ignoraba. Tengo la comisión de detener á su criado por haber robado dos patos al señor Duhamel, de cuyo delito hay testigos. Ruego á usted, señor Marambot, que me perdone, pero tengo que dar cuenta de su declaración. Y volviéndose hacia sus hombres agregó: --Vamos, en marcha. Y los gendarmes se llevaron á Dionisio. III El abogado acababa de alegar la locura y apoyaba uno en otros los dos delitos para dar más fuerza á su argumentación. Y había demostrado claramente que el robo de los dos patos procedía del mismo estado mental que las ocho puñaladas dadas en la persona del señor Marambot. Finalmente había analizado todas las fases de ese estado pasajero de alienación mental que sin duda cedería después de algunos meses de tratamiento en una excelente casa de salud. De manera entusiasta había hablado de la continuada abnegación del honrado servidor, y de los incomparables cuidados con que había rodeado á su amo, por él herido en un momento de extravío. Este recuerdo, que conmovió hasta el fondo del alma á Marambot, hizo que se le llenasen los ojos de lágrimas. El abogado lo advirtió, extendió los brazos desplegando las anchas mangas de su toga, negras como las alas de un cuervo, y con entonación vibrante exclamó: --Fíjense, fíjense los señores jurados en esas lágrimas. Ahora ¿qué podré decir en favor de mi defendido? ¿Qué discurso, qué razonamientos y qué argumentos han de tener más fuerza que esas lágrimas de su amo? Dicen mucho más de lo que yo puedo decir, y hablan más alto que la ley. Esas lágrimas dicen á gritos: «¡Perdón para el insensato de una hora!» Esas lágrimas imploran, absuelven, bendicen... Y se calló. Entonces el presidente se volvió hacia Marambot, cuya declaración había sido excelente para su criado, y le preguntó: --Pero en fin, caballero, aun admitiendo que usted haya considerado á ese hombre como á un demente, eso no explica que le conservase á su lado, pues no por esto dejaba de ser peligroso. Á lo que Marambot, enjugándose los ojos, contestó: --Qué quiere el señor presidente... en estos tiempos es tan difícil encontrar buenos criados, que seguramente hubiese perdido cambiando. Y Dionisio fué absuelto, y por cuenta de su amo le enviaron á una casa de orates. EL CORDELITO Como era día de mercado, los campesinos, hombres y mujeres, llenando las carreteras de las cercanías de Goderville, se encaminaban hacia la aldea. Los hombres avanzaban andando pausadamente, inclinando el cuerpo hacia delante á cada movimiento de sus torcidas piernas deformadas por tan rudo trabajo, cual es apalancar en el arado que hace que el hombro izquierdo suba y se desvíe el talle, ó segar el trigo, que obliga á separar las rodillas para mantenerse con mayor firmeza, y por todas las lentas y penosas faenas de los campos. Su blusa azul, almidonada, brillante como si la hubiesen barnizado, con el cuello y bocamangas adornados con fino dibujo de hilo blanco, se hinchaba alrededor del nervudo cuerpo y semejaba un globo del que saliesen una cabeza, dos brazos y dos piernas. Unos tiraban de una cuerda á cuyo extremo estaba una vaca ó un ternero, y sus mujeres, andando tras el animal, le azotaban los cuartos traseros con una rama, llena aún de hojas, con objeto de acelerar la marcha. Ellas llevaban al brazo grandes cestos, y por los lados pollos y patos asomaban sus cabezas; andaban con paso más corto, y más lijero que sus maridos; seco el talle, erguido y cubierto con una toquilla que sobre el aplastado pecho sujetaba un alfiler, y la cabeza, envuelta con blanco lienzo que aprisionaba los cabellos, rematada con una cofia. Detrás, al sacudido trote de un caballejo, pasaba un carricoche, y mientras en la delantera iban sentados dos hombres, en la parte de atrás del vehículo, agarrada con fuerza á los bordes para atenuar el traqueteo, se parecía una mujer. La muchedumbre invadía la plaza de Goderville: una mezcolanza de seres humanos y de bestias. Los cuernos de los bueyes, los altos sombreros de largo pelo de los labradores ricos, y las cofias de las campesinas, eran las únicas cosas que sobresalían. Y las voces agudas y chillonas formaban continuo y salvaje clamor que á veces dominaba el potente grito de un labrador robusto y alegre ó el prolongado mugido de una vaca atada al muro de una casa. Y de allí se emanaba olor á establo, á leche, á estercolero, á heno y á sudor, y de allí se desprendía ese sabor agrio, horrible, humano y bestial, tan peculiar en las gentes del campo. El tío Hauchecorne, de Bréauté, acababa de llegar á Goderville y se dirigía hacia la plaza, cuando vió un cordelito en el suelo. Y el tío Hauchecorne, que como buen normando era muy económico, pensó que todo se debía recoger porque todo podía servir: y muy penosamente, pues sufría dolores reumáticos, se agachó. Cogió del suelo la delgada cuerdecita, y ya se disponía á arrollarla cuidadosamente cuando observó que el tío Malandain, el guarnicionero, plantado en el umbral de su puerta, le miraba con fijeza. En otros tiempos habían estado en relaciones, pero se habían enfadado, y los dos eran rencorosos. El tío Hauchecorne, al verse sorprendido por su enemigo recogiendo un cordelito del lodo, sintió vergüenza, y primero escondió lo que había encontrado bajo su blusa, y luego lo metió en el bolsillo de su pantalón. Hizo después como si buscase algo por el suelo, algo que no encontrase, y encorvado por sus dolores se encaminó hacia el mercado. Pronto se perdió entre la muchedumbre chillona y lenta, agitada por interminables regateos, y pasó por entre los campesinos que palpaban las vacas, iban y venían perplejos, siempre con el temor de que les engañasen, no atreviéndose á decidirse nunca y espiando la mirada del vendedor tratando de descubrir sin lograrlo, la astucia del hombre y el defecto de la bestia. Las mujeres, que habían depositado en el suelo sus grandes cestos, habían sacado de ellos á las aves que yacían con las patas atadas, asustados los ojos, la cresta escarlata. Escuchaban las proposiciones, mantenían firmemente sus precios con rostro impasible, y á veces, aceptando de pronto la rebaja propuesta, llamaban al comprador que se alejaba lentamente, diciéndole: --Hecho, tío Anthime. Se lo doy. Luego, poquito á poco, la plaza quedó vacía y las campanas sonaron las doce. Y, los que aún estaban allí, se distribuyeron por los mesones. En casa de Jourdain la sala grande estaba llena de bote en bote, del mismo modo que el amplio patio estaba totalmente ocupado por vehículos de todas clases, que al cielo levantaban, cual si fuesen brazos, las varas, ó estaban con el hocico en tierra y el trasero al aire. La inmensa chimenea, en la que ardía vivísima y alegre lumbre, iluminaba las espaldas de cuantos estaban comiendo sentados al lado derecho de la mesa. Tres asadores, cargados de pollos, pichones y piernas de carnero, daban vueltas sin cesar, y delicioso olor de carne asada se esparcía por el ambiente despertando las alegrías y llenando de agua las bocas. Toda la aristocracia del arado comía allí, en casa del tío Jourdain, hostelero y chalán, un pícaro que tenía sus dineritos. Y todos hablaban de sus negocios, de sus compras y de sus ventas, y se hablaba también de las cosechas. El tiempo era bueno para el forraje, pero malo para el trigo. De pronto el redoble de un tambor sonó en el patio, delante de la casa; todos se pusieron en pie, excepción hecha de algunos indiferentes, y corrieron á la puerta y á las ventanas con la boca llena y la servilleta en la mano. Cuando el redoble hubo terminado, el pregonero público, con voz cascada y á contratiempo, hizo oir lo que sigue: --Se hace saber... á los habitantes de Goderville y en general á todas las personas... presentes en el mercado, que esta mañana se ha perdido, en el camino de Beuzeville, entre las nueve y las diez... una cartera de cuero negro conteniendo quinientos francos y papeles de interés. Lo cual se ruega sea entregado incontinente... ó en la alcaldía ó en casa de Fortunato Houlbrègue, de Manneville. Se darán veinte francos de gratificación. El hombre se marchó, y aun se oyó á lo lejos el sordo redoble del instrumento y la debilitada voz del pregonero. La conversación, á partir de este momento, versó acerca de lo que se acababa de oir y se calcularon las probabilidades que el tío Houlbrègue podía tener para encontrar ó no encontrar su cartera. Así acabaron la comida, y ya tomaban el café cuando el brigadier de gendarmes apareció en la puerta preguntando: --El tío Hauchecorne, de Breauté, ¿está aquí? Éste, sentado al otro extremo de la mesa, respondió: --Aquí estoy. Entonces el brigadier repuso: --Pues le ruego que tenga la bondad de acompañarme hasta la Alcaldía. El señor alcalde desea hablarle. El labrador, sorprendido é inquieto, se tomó de un trago la copita que tenía delante, y más encorbado aún que por la mañana, pues después de cada reposo los primeros pasos le eran penosísimos, se puso en marcha repitiendo: --Aquí estoy, aquí estoy. Y salió siguiendo al brigadier. El alcalde le esperaba sentado en su butaca. Era el notario del lugar, hombre tripudo, grave y á quien gustaban las frases pomposas. --Señor Hauchecorne--dijo--esta mañana, en el camino de Beuzeville, le han visto recoger la cartera perdida por Houlbrègue, de Manneville. El campesino, sin saber lo que le pasaba, y muerto de miedo por la sospecha que pesaba sobre él, aunque sin comprender por qué, murmuró: --¿Yo? ¿Que yo he recogido esa cartera? --Sí, usted mismo. --Palabra de honor, ni siquiera la he visto. --Pues á usted le han visto bien. --¿Qué me han visto á mí? ¿Y quién? --Malandain, el guarnicionero. Entonces el viejo lo recordó todo, comprendió al punto, y enrojeciendo de cólera exclamó: --¡Ah! Conque ese pordiosero dice que me ha visto... Lo que ha visto ha sido cómo recogía este cordelito que aquí está... Y ahondando en el bolsillo de su pantalón sacó la cuerdecita. Pero, el alcalde movía la cabeza con incredulidad. --Usted no me hará creer que el señor Malandain, que es hombre digno de crédito, haya confundido ese cordelito con una cartera. El labrador, furioso, levantó un brazo, escupió á un lado, y para demostrar su honradez dijo: --Y sin embargo es la verdad de Dios, la santa verdad señor alcalde. Lo juro por la salvación de mi alma. El alcalde añadió: --Después de haber recogido el objetó, ha estado usted largo rato buscando por el suelo para ver si se había caído alguna moneda. El miedo y la indignación ahogaban al pobre hombre. --¡Santo Dios! Lo que se puede inventar para perder á un hombre de bien... lo que se puede inventar... Pero por mucho que protestó, no por esto le creyeron. Le pusieron frente á frente con Malandain que repitió y sostuvo la afirmación, y por espacio de una hora se estuvieron injuriando. Él mismo pidió que le registrasen y no le encontraron nada. Al fin el alcalde, muy perplejo, le despidió avisándole que daría parte al juez del partido y que pediría órdenes. La noticia había circulado rápidamente, y al salir de la alcaldía el viejo se vió rodeado y asediado á preguntas, que le dirigían con curiosidad real ó burlona, pero en las que no entraba para nada la indignación. Y él contó repetidas veces la historia del cordelito, pero nadie la creyó. Se reían de él. Se marchaba, mas todos le detenían, y él detenía á cuantos conocía repitiendo constantemente su relato y mostrando sus bolsillos vueltos del revés para enseñar que no contenían nada. Todos le decían: --Calla, calla, picaronazo. Él se enfadaba, se desesperaba, febril, desolado al ver que no le creían, y no sabiendo qué hacer como no fuese repetir á todos su historia. Llegó la noche, preciso fué marcharse, y se puso en camino con tres vecinos á los que indicó el sitio donde había recogido el cordelito, y por el camino habló continuamente de su aventura. Al llegar á Bréauté se lo contó á todo el mundo pero sólo encontró incrédulos. Toda la noche estuvo enfermo. Al día siguiente por la tarde, á eso de la una, Mario Paumelle, mozo en la granja de Bretón, labrador muy rico de Ymanville, devolvió la cartera. Este hombre decía que la había encontrado en el camino, pero como no sabía leer, se la había llevado á su amo. La noticia se supo en seguida por todos aquellos alrededores, y se la participaron á Hauchecorne quien inmediatamente se puso en campaña para repetir su historia completada con el desenlace. Triunfaba. --Lo que me volvía loco--decía á cuantos querían oirle--no era la cosa, compréndanme bien, era la mentira. No hay nada que haga tanto daño como estar en entredicho por una mentira. Y durante todo el día estuvo hablando de su aventura que en la carretera contaba á cuantos pasaban, en la taberna á cuantos bebían y, el domingo siguiente, á la puerta de la iglesia, á cuantos salían de misa. Hasta detenía á los desconocidos para contársela. Mas, á pesar de todo, aunque estaba tranquilo, algo había que aún le molestaba, algo que no sabía con certeza lo que era. Advertía como si se burlasen cuando le oían: nadie parecía convencido, y en cuanto volvía la espalda todos murmuraban. El martes de la semana siguiente, empujado únicamente por la necesidad de contar su caso, fué al mercado de Goderville. Malandain, de pie en el umbral de su casa, se puso á reir al verle pasar. ¿Por qué? Primero se acercó á Criquetot, el de la granja, quien no le dejó terminar, y dándole un golpecito en el vientre, le soltó en su misma cara un: «Calla, calla, picaronazo», y luego le volvió la espalda. Hauchecorne, que á cada momento estaba más inquieto, se quedó viendo visiones. ¿Por qué le habían llamado picaronazo? Cuando estuvo sentado á la mesa, en el parador de Jourdain, explicó otra vez el asunto; pero un chalán de Montivilliers le dijo á gritos: --Vamos, cállate, viejo camándulas, que tu cordelito nos lo sabemos de memoria. Entonces Hauchecorne balbució: --Pero... puesto que han encontrado la cartera... --Ta, ta, ta. Uno encuentra, otro devuelve, y ni visto ni conocido. El labrador se quedó de una pieza. Al fin comprendía, y comprendía que se le acusaba de haber hecho devolver la cartera por un compadre, por un cómplice. Intentó protestar, pero cuantos estaban sentados á la mesa soltaron el trapo á reir. Le fué imposible concluir de comer y salió del comedor entre la rechifla general. Y volvió á su casa avergonzado, indignado, ahogado por la cólera y la confusión y tanto más aterrado cuanto que, con su malicia de normando, se sentía capaz de hacer aquello de que se le acusaba, y aun de envanecerse de ello como de una hazaña. Su inocencia le aparecía tan confusa como difícil era de demostrar, dada su proverbial malicia. Y la injusticia de la sospecha le hería en pleno corazón. Entonces empezó de nuevo á contar la aventura, extendiendo el relato todos los días, añadiendo siempre nuevas razones, protestas más enérgicas; juramentos solemnes que imaginaba y preparaba en sus horas de soledad, pues en su imaginación sólo tenía cabida la historia del cordelito. Y cuanto más complicada era su defensa y su argumentación más sutil, menos se le creía. Á sus espaldas, la gente decía: --Ésas son razones de embustero. Y él se daba cuenta de ello, y se le corrompía la sangre y se agotaba haciendo inútiles esfuerzos. Enflaquecía á ojos vistas. Los burlones, para divertirse, le hacían contar la historia del _cordelito_ del mismo modo que se hace contar cosas de batallas á los soldados que han estado en la guerra. Y el pobre, perdía por momentos: Á fines de diciembre se metió en la cama. Y murió en los primeros días de enero, y hasta en el delirio de la agonía atestaba su inocencia repitiendo: --Un cordelito... un cordelito... Éste es, señor alcalde. EL BAUTIZO Los hombres, vestidos con la ropa de los domingos, esperaban frente á la puerta de la alquería. El sol de mayo derramaba su clara luz sobre los floridos y perfumados manzanos que, redondos cual inmensos ramilletes rosados y blancos, formaban al patio un techo de flores. Sin cesar sembraban á su alrededor la nieve de sus menudos pétalos, que volteaban por el aire antes de caer en la alta hierba, donde los dientes de león brillaban como llamas y las amapolas semejaban grandes gotas de sangre. Una cerda dormitaba junto al estercolero, el vientre al sol y la ubre hinchada, y una piara de lechoncitos, con el rabo arrollado como una cuerda, hozaba y gruñía á su alrededor. De pronto, á lo lejos, tras los altos árboles de las alquerías, sonaron las campanas de la iglesia, y su voz de hierro lanzó en medio del silencio su débil y lejana llamada. Á través del espacio azul que encerraban las inmóviles y grandes hayas, las golondrinas cruzaban semejando flechas, y á veces, olor de establo se mezclaba al suave y agradable perfume de los manzanos. Uno de los hombres que de pie estaban frente á la puerta, se volvió hacia la casa y gritó: --Vamos, vamos, Melina, que ya tocan... Tendría unos treinta años. Era un labrador alto á quien las layas y las penosas tareas del campo no habían deformado aún. Su padre, un viejo nudoso y tan lleno de arrugas como el tronco de un roble, con abultadas muñecas y piernas muy torcidas, dijo sentenciosamente: --Las mujeres no acaban nunca. Los otros dos hijos del viejo se pusieron á reir, y uno de ellos, volviéndose hacia su hermano mayor, el que primero había llamado, le dijo: --Ve á buscarla, Hipólito; que si no, esperaremos hasta medio día. Y el joven entró en su morada. Una bandada de patos, que pasaba cerca de los labradores, empezó á batir las alas y á dar gritos guturales: luego, con paso lento y cadencioso, se dirigieron hacia su charca. Entonces, en el hueco de la puerta apareció una mujer gorda que llevaba en brazos á un niño de unos dos meses. Las blancas bridas de su cofia le colgaban por la espalda resaltando sobre el rojizo chal, que resplandecía como un incendio, y el rorro, envuelto en blancas mantillas, descansaba sobre el abultado vientre de la guardesa. Luego le tocó el turno á la madre, alta y gruesa, de unos dieciocho años, fresca y sonriente, quien se apoyaba en el brazo de su marido. Las dos abuelas vinieron después, arrugadas como manzanas viejas, y con las caderas deformadas por largos años de paciente y ruda faena. Una de ellas, que era viuda, se apoyó en el brazo del abuelo, que seguía de pie delante la puerta, y se pusieron al frente del cortejo, detrás del niño y de la partera. Los demás de la familia siguieron detrás, y los más jóvenes, llevaban cucuruchos de papel llenos de confites. Á lo lejos, la campana seguía tocando sin cesar, llamando con todas sus fuerzas al frágil niño. Y los chiquillos se encaramaban á las tapias, la gente se asomaba á las puertas y se acercaba á los vallados, y las criadas de las alquerías, para presenciar el paso del bautizo, dejaban en el suelo los cubos llenos de leche y se quedaban inmóviles. Y la guardesa triunfante, llevaba su carga viva evitando los charcos que en el camino había. Y los viejos seguían, muy ceremoniosos, andando de través, sin duda á causa de la edad y de los dolores. Los jóvenes, que tenían ganas de bailar, se fijaban en las muchachas que salían para ver el cortejo, y el padre y la madre, muy graves y formales, seguían al niño que más tarde les reemplazaría en la vida y que en el lugar había de continuar el bien conocido nombre de los Dentú. Llegaron á la llanura, y para evitar el gran rodeo que daba el camino, tomaron á campo traviesa. Ya se distinguía el puntiagudo campanario de la iglesia, y en la abertura que bajo el tejadillo de pizarra le atravesaba, se agitaba algo, algo que se movía con movimientos vivos, pasando y volviendo á pasar por detrás de la estrecha ventana. Era la campana que seguía doblando, llamando al recién nacido para que por primera vez fuese á la casa de Dios. Un perro seguía al cortejo, y como le echasen confites daba saltos alrededor de cuantos componían la comitiva. La puerta de la iglesia estaba abierta de par en par, y el sacerdote, un mocetón con pelo rojizo, delgado pero fuerte, un Dentú también, tío del pequeño, hermano del padre, esperaba al pie del altar. Y siguiendo los ritos, bautizó á su sobrino, Próspero Csear, quien al sentir en la boca la sal simbólica, se puso á llorar. Cuando la ceremonia hubo terminado, la familia esperó en el atrio á que el sacerdote se pusiese el manteo, y cuando éste salió se pusieron en marcha. Y anduvieron de prisa pues todos pensaban en la comida. Los rapaces del lugar les seguían gritando, y cada vez que les tiraban un puñado de confites se producía espantosa confusión: furiosas luchas cuerpo á cuerpo en las que los cachetes y tirones de pelo se prodigaban generosamente; el perro también se precipitaba para reclamar su parte, y más obstinado que los chiquillos no cejaba aun que le tirasen del rabo, de las orejas y de las patas. La guardesa, algo cansada, dijo al cura que andaba á su lado: --Señor cura, si no fuese pedir demasiado le suplicaría que llevase un poco á su sobrino... siento calambres en el estómago, y... El sacerdote cogió al niño, cuyo blanco traje resaltaba como enorme mancha sobre la negra sotana, y después de darle un beso siguió andando, algo molesto con su ligera carga que no sabía cómo sostener ni cómo llevar. Todos se pusieron á reir, y una de las abuelas preguntó á gritos: --Dime, curita, ¿no te da pena pensar que nunca tendrás ninguno? El sacerdote no contestó. Andando á grandes pasos miraba fijamente al chiquillo cuyos ojos azules le atraían y cuyas redondas mejillas parecían pedirle besos. No pudo contenerse, y levantándole hasta la altura de la cara, le dió un ruidoso beso. El padre, que lo vió, dijo: --Si quiere uno, no tiene más que decirlo. Y todos empezaron á bromear como bromea la gente del campo. Cuando se sentaron á la mesa, la pesadota alegría de los campesinos estalló como una tormenta. Los otros dos muchachos iban á casarse pronto y sus prometidas asistían á la comida, de manera que los invitados se creían obligados á hacer constantemente alusión á las futuras generaciones que esas uniones prometían. Y los retruécanos sucedían á las palabras con sal y pimienta, cosa que hacía que las muchachas se pusiesen coloradas, y que los hombres se descoyuntasen de tanto reir. Ellos chillaban fuerte y daban puñetazos sobre la mesa: el padre y el abuelo metían baza también, y la madre reía. Las viejas, tomando parte en la fiesta, hacían pinitos. El sacerdote, acostumbrado á la libertad de modales de los labradores, permanecía impasible, sentado junto á la guardesa, y para hacer reir á su sobrino le acariciaba la barbita con el índice. Contemplando al pequeñuelo parecía sorprendido, como si nunca hubiese visto ninguno, y en él se fijaba con reflexiva atención, con soñadora gravedad, con ternura infinita, singular, vivísima y algo triste. Y contemplándole ni oía ni veía nada. Sentía deseos de mecerle sobre sus rodillas, pues aún conservaba en el pecho y en el corazón la dulce sensación de haberle llevado en brazos al volver de la iglesia. Ante aquella larva de hombre sentía profunda emoción, como ante un misterio en el que nunca hubiese pensado, misterio augusto y santo, la encarnación de un alma nueva, el gran misterio de la vida que empieza, del purísimo amor que despierta, de la raza que se perpetúa y de la humanidad que siempre avanza. La guardesa, con el rostro congestionado, brillantes los ojos, molestada por el pequeño que la obligaba á mantenerse lejos de la mesa, se atracaba de firme. El sacerdote le dijo: --Démelo; yo no tengo apetito. Volvió á tomar al niño en sus brazos, y á su alrededor todo desapareció y se borró todo: largo rato permaneció con los ojos fijos en aquella carita rosada, y poco á poco el calor suave de aquel cuerpecito le penetró como una caricia muy ligera, muy casta, caricia que era causa de que los ojos se le llenasen de lágrimas. El ruido que hacían cuantos estaban sentados alrededor era espantoso, y el niño, á quien los continuados clamores molestaban, se puso á llorar. Una voz gritó: --Que le dé el pecho. Y una carcajada unánime acogió esta torpe ocurrencia. La madre se levantó, cogió á su hijo y lo llevó á la habitación vecina. Minutos después volvió diciendo que dormía tranquilamente en su cuna. Y la comida continuó. Hombres y mujeres salían al patio de tiempo en tiempo y volvían en seguida á sentarse de nuevo á la mesa; la carne, las legumbres, la sidra y el vino se sucedían en todas las bocas, hinchaban los vientres, encendían los ojos y trastornaban las cabezas. Cuando se sirvió el café era casi de noche. Rato hacía que el sacerdote había desaparecido sin que su ausencia hubiese llamado la atención. La madre quiso ver si el pequeño seguía durmiendo, y á tientas penetró en la habitación. Extendía los brazos para no tropezar con ningún mueble cuando ruido extraño hizo que se detuviese, y salió asustada, segura de haber oído á alguien. Pálida y temblorosa entró en el comedor y contó lo que le había sucedido. Los hombres, borrachos y amenazadores, se levantaron tumultuosamente, y el padre, con una luz en la mano, entró el primero. El sacerdote, arrodillado junto á la cuna y con la frente hundida en la almohada donde reposaba la cabeza del niño, sollozaba... MI TÍO JULIO Un pobre viejo, con barba blanca, nos pidió limosna. Mi amigo José Davranche le dió un duro. Y como manifestase mi extrañeza, me dijo: --Ese miserable me ha recordado una historia que te voy á referir, historia cuyo recuerdo me persigue constantemente. Escucha: «Mi familia, que vivía en el Havre, no era rica. Mi padre trabajaba, volvía tarde de su oficina, no ganaba mucho, y como éramos tres,--yo tenía dos hermanas,--no hacíamos más que salir del paso. «La estrechez en que vivíamos hacía sufrir mucho á mi madre, que con frecuencia hablaba agriamente á su marido con palabras que envolvían pérfidos reproches. Entonces, la actitud del pobre hombre me llenaba de desolación, pues el infeliz se pasaba la mano por la frente para enjugar un sudor que no existía, y no contestaba. Yo me daba perfecta cuenta de su impotente dolor. Se hacían economías en todos los órdenes; nunca aceptábamos una comida para no tener que devolverla, y sólo cuando había un baratillo comprábamos las provisiones. Mis hermanas se hacían los trajes, y para una cinta que costase á quince céntimos el metro, se discutía interminablemente. Nuestra alimentación ordinaria consistía en una sopa y carne del cocido que se disfrazaba con todas las salsas que se pueden imaginar. Y aunque, según parece, ese régimen era sano y nutritivo, yo hubiera preferido otro. «Cuando perdía algún botón ó rompía los pantalones, me armaban escándalos monumentales. «Pero, todos los domingos nos vestíamos de gala para dar un largo paseo. Mi padre, de levita y sombrero de copa, irreprochablemente enguantado, daba el brazo á mi madre que se empavesaba como buque en día de gran fiesta. Mis hermanas, que siempre eran las primeras en estar dispuestas, esperaban impacientes que se diese la señal de marcha, pero en el último momento se descubría siempre una nueva mancha en la levita del padre de familia, y preciso era hacerla desaparecer frotándola con un trapo empapado de bencina. «Mi padre, sin quitarse el enorme sombrero, esperaba en mangas de camisa á que terminase la operación, mientras mi madre, después de haberse calado las gafas y quitado los guantes para no estropearlos, restregaba de lo lindo. «Nos poníamos á andar ceremoniosamente: mis hermanas, cogidas del brazo, iban delante, y como estaban en edad de casarse, las lucíamos todo lo posible. Yo iba á la izquierda de mi madre, cuya derecha guardaba mi padre. Y aún recuerdo como si la estuviese viendo, la pomposa apariencia de mis pobres padres en esos paseos domingueros, la rigidez de sus rostros y la severidad de sus movimientos. Andaban con paso grave, recio el cuerpo y tiesas las piernas, como si de su modo de presentarse hubiese dependido el éxito de un asunto importantísimo. «Y todos los domingos cuando veíamos entrar en el puerto á los buques que volvían de países desconocidos y remotos, mi padre pronunciaba invariablemente las mismas palabras: «¡Eh! Si Julio viniese ahí; ¡qué sorpresa!» «Mi tío Julio, hermano de mi padre, que había sido el terror de la familia, era entonces su única esperanza. Yo había oído hablar de él desde mi infancia, y su recuerdo me era tan familiar que creía que había de conocerle en cuanto le encontrase. Y conocía todos los detalles de su existencia hasta el día de su partida á América, por más que, de ese periodo de su vida, únicamente hablaban en voz baja. «Según parece, había observado muy mala conducta, es decir, había gastado algún dinero, cosa que, en las familias pobres, constituye el mayor de los crímenes. Entre los ricos, un hombre que se divierte _hace locuras_, y cuando más, y sonriendo, le llaman juerguista. Entre los necesitados, un mozo que obliga á los padres á tocar el capital, es una mala persona, un granuja, un sinvergüenza. «Y esta distinción es justa, pues aunque el hecho sea el mismo, la gravedad del acto la determinan únicamente las consecuencias. «En fin, mi tío Julio había disminuido notablemente la herencia con que mi padre contaba, y eso, claro está, después de haberse comido su parte hasta el último céntimo. «Y, como entonces se hacía, le habían enviado á América en un barco mercante de los que hacían la travesía del Havre á Nueva York. «Una vez allí mi tío se había establecido comerciante de yo no sé qué artículos, y no tardó en escribir que ganaba algún dinero y que esperaba poder indemnizar á mi padre de los perjuicios que le había causado. Esta carta causó profunda emoción en la familia. Julio que, como vulgarmente se dice, no valía tres ochavos, se convirtió de pronto en hombre honrado, en muchacho de gran corazón, en verdadero Davranche, íntegro como todos los de la familia. «Además, un capitán de barco nos dijo que había alquilado una gran tienda y que su comercio tenía mucha importancia. «Dos años más tarde se recibió una carta que decía: «Mi querido Felipe: Te escribo para que no os preocupéis por mi salud que, á Dios gracias, es excelente. Los negocios marchan bien, y mañana emprendo un largo viaje por la América del Sur. Tal vez tardaré algunos años en daros noticias mías, pero si no escribo, no os inquietéis. Cuando haya redondeado mi fortuna, que espero será pronto, volveré al Havre y entonces viviremos juntos y dichosos...» «Esta carta llegó á ser el evangelio de la familia, y se leía por cualquier motivo, y por cualquiera causa se enseñaba á todo el mundo. «Efectivamente, el tío Julio no dió noticias suyas durante diez años, pero á medida que el tiempo pasaba las esperanzas de mi padre crecían, y mi madre decía con frecuencia: «--Cuando Julio vuelva, nuestra situación cambiará completamente. ¡Ése es uno que ha sabido salirse del atolladero! «Y cada domingo, viendo entrar en el puerto á los grandes vapores que vomitaban negras serpientes de humo, mi padre repetía su eterna frase: «¡Eh! Si Julio viniese ahí ¡qué sorpresa! «Y casi esperábamos verle agitar un pañuelo y gritar: «--¡Eh! ¡Felipe! «Con respecto á ese indudable regreso se habían, hecho mil proyectos, y con el dinero del tío se tenía que comprar una casita de campo cerca de Lugonville. Yo me guardaré muy mucho de asegurar que mi padre no hubiese entablado ya negociaciones con respecto á este punto. «Mi hermana mayor tenía entonces veintiocho años y la otra veintiséis. Y el pesar general de la familia era que no se casasen. «Al fin se presentó un pretendiente para la segunda, un empleado que si bien no era rico era muy honrado. Siempre he tenido el convencimiento de que la carta del tío Julio, que se le leyó una noche, dió al traste con las vacilaciones del joven y le decidió. «Se le aceptó con mal disimulado contento, y quedó resuelto que, una vez efectuado el matrimonio, toda la familia haría un viaje á Jersey. «Jersey era el viaje ideal para los pobres. No está lejos, se cruza la mar en un paquebote, y al llegar á ese islote que pertenece á los ingleses, se está en tierra extranjera. De manera que, un francés, con sólo dos horas de navegación, puede visitar un pueblo vecino al suyo, estudiar sus costumbres que, dicho sea de paso, son deplorables, y conocer esta isla que, como dicen las gentes que hablan con sencillez, cubre el pabellón británico. «Y ese viajé á Jersey llegó á ser nuestra única preocupación, nuestra única esperanza y nuestro sueño de todos los instantes. «Al fin nos pusimos en marcha: yo veo eso como si hubiese ocurrido ayer. El vapor atracado al muelle de Granville; mi padre, atolondrado, vigilando el embarque de nuestros tres paquetes; mi madre que con inquietud se apoyaba en el brazo de mi hermana soltera, la cual, desde que la otra no estaba en casa parecía perdida como un pollito que se hubiese quedado solo en el ponedero, y detrás de nosotros, los recién casados, que siempre se quedaban lejos, cosa que me hacía volver la cabeza á cada instante. «Silbó el buque, y poco á poco se fué alejando de la costa,. deslizándose sobre un mar que semejaba una mesa de mármol verde. Y nosotros lo mirábamos todo con la felicidad y el orgullo de los que viajan poco. «Mi padre, luciendo la levita de la cual la misma mañana se habían limpiado cuidadosamente todas las manchas, aparecía orondo y satisfecho esparciendo á su alrededor ese olor á bencina que me recordaba los domingos. «De pronto se fijó en dos damas elegantes á quienes dos caballeros ofrecían las ostras que un marinero viejo y harapiento abría con un cuchillo. Ellas las comían con delicadeza, sosteniendo la concha sobre un pañuelo é inclinando el cuerpo hacia delante para no mancharse los trajes, y luego, con movimiento rápido, bebían el agua y arrojaban la concha á la mar. «Sin duda, el acto distinguidísimo de comer ostras en un buque en marcha sedujo á mi padre, y parecíéndole cosa de buen gusto refinado y superior, se acercó á mi madre y á mis hermanas preguntándoles: --«¿Queréis tomar ostras? «Mi madre, contenida por la idea del gasto, vacilaba, pero mis hermanas aceptaron en seguida. Entonces, y con visible contrariedad, mi madre dijo: --«Tengo miedo de que me sienten mal. Que tomen las niñas, pero pocas, pues les harían daño. «Y luego, volviéndose hacia mí, añadió: --«José no las necesita: no se debe mimar demasiado á los chicos. «Yo me quedé al lado de mi madre,. encontrando muy injusta la distinción y siguiendo con los ojos á mi padre,. que pomposamente llevaba á sus dos hijas hacia el harapiento marinero. «Las dos damas acababan de alejarse, y mi padre enseñó á mis hermanas lo que tenían que hacer para no mancharse: quiso dar el ejemplo, se apoderó de una ostra, y procuró imitar á las dos damas, pero con tan mala fortuna, que se echó el líquido por la levita, cosa que hizo murmurar á mi madre: --«Más le valdría estarse quieto. «De pronto, mi padre me pareció intranquilo: se alejó algunos pasos, miró fijamente á su familia que rodeaba al vendedor de ostras, y bruscamente se dirigió hacia el sitio que ocupábamos. Estaba muy pálido, nos miraba con ojos extraños, y dijo á mi madre con voz muy baja: --«Es extraordinario lo mucho que ese hombre que abre las otras se parece á Julio. «Mi madre, con gran extrañeza, preguntó: --«¿Á qué Julio? --«Pues... mi hermano... Si no supiese que está en América y en buena posición, juraría que es él. «Mi madre, trastornada, balbució: --«Estás loco, y no sé por qué, sabiendo que no es él, tienes que decir estas tonterías. «Pero mi padre insistió: --«Ve á verle, Clarisa; prefiero que te convenzas por ti misma. «Mi madre se levantó y fué á reunirse á sus hijas. Yo me fijé en aquel hombre que era viejo, estaba muy sucio, tenía el rostro surcado por mil arrugas, y no apartaba los ojos de su trabajo. «Mi madre volvió, pude observar que temblaba, y muy de prisa dijo: --«Creo que es él. Habla con el capitán y procura informarte, pero sé prudente á fin de que no nos caiga esta lotería... «Mi padre se alejó pero yo le seguí, y en verdad que me sentía extrañamente emocionado. «El capitán era un hombre alto, delgado, que llevaba largas patillas y se daba tanta importancia, paseando por el puente, como si hubiese mandado el correo de las Indias. «Mi padre se acercó á él y, muy ceremoniosamente, le dirigió mil cumplidos haciéndole infinitas preguntas con respecto á su oficio. «Cuál era la importancia de Jersey, cuáles su producción, su población, sus costumbres, la naturaleza de su suelo... etc., etc. «¡Cualquiera hubiese creído que se trataba de los Estados Unidos de América! «Después se habló del buque que nos llevaba, _El Express_, y luego se llegó á tratar de la tripulación. Al fin mi padre, con voz velada, preguntó: --«He visto á un vendedor de ostras que me parece muy interesante.--¿Sabe usted algo con respecto á él? «El capitán, á quien esta conversación irritaba visiblemente, respondió con sequedad: --«Es un francés viejo, un vagabundo que encontré el año pasado en América y á quien yo he repatriado. Parece que tiene parientes en el Havre, pero no quiere verlos porque les debe dinero. Se llama Julio... Julio Darmanche, ó Darvanche, algo así. Dicen que llegó á poseer cierta fortuna, pero ya ve usted á lo que está reducido. «Mi padre, que estaba lívido, articuló: --«¡Ah! ¡ah! Muy bien, muy bien... eso no es raro... Muchas gracias, capitán. «Y se fué mientras el marino se fijaba en él con estupor. «Cuando volvió junto á mi madre, estaba tan descompuesto que ella le dijo: --«Siéntate, que los demás no se deben enterar de nada. «Y mi padre se dejó caer en un banco murmurando: --«¡Es él, es él! «Y luego preguntó: --«¿Qué vamos á hacer? «Mi madre respondió con presteza: --«Es preciso alejar á las chicas. Puesto que José lo sabe todo, él irá á buscarlas, pero es necesario que nadie, y sobre todo el yerno, se entere de nada. «Mi padre parecía aterrado. --«¡Qué catástrofe!--murmuró. «Mi madre, enfureciéndose de pronto, dijo: --«Siempre he creído que ese bandido no podía hacer nada bueno. ¡Como si se pudiese esperar algo de un Darvanche.! «Y mi padre, como hacía siempre que mi madre le reprochaba algo, se enjugó la frente. «Mi madre añadió: --Ahora, dale dinero á José para que pague las ostras: lo único que faltaría, sería que ese mendigo nos reconociese. ¡Bonita impresión causaría! Vamos, vámonos al otro extremo y procura que ese hombre no se nos acerque. «Se levantó, y después de haberme dado una moneda de cinco francos se alejaron. «Mis hermanas, sorprendidas, esperaban á nuestro padre. Yo les dije que mamá se había mareado, y, dirigiéndome al vendedor de ostras, le pregunté: --«¿Cuánto le debemos?... «Y tuve deseos de añadir:--tío... --«Dos francos cincuenta,--me contestó. «Entonces puse la moneda de cinco francos encima de una cesta y mientras me daba la vuelta me fijé en su mano, una pobre mano de marinero, llena de arrugas, y me fijé también en su rostro, rostro viejo, miserable y tristemente abatido; y pensé: «¡Es mi tío, el hermano de papá, mi tío! «Le di cincuenta céntimos de propina; él me miró con extrañeza: --«Que Dios le bendiga, joven,--me dijo. «Y me lo dijo con la entonación de un pobre que recibe una limosna. «Mi generosidad había dejado estupefactas á mis hermanas. «Cuando devolví los dos francos á mi padre, mi madre me preguntó: --«¿Habíais gastado tres francos?... Eso no es posible... «Y entonces, añadí con firmeza: --«.He dado cincuenta céntimos de propina. «Mi madre pareció sobresaltarse y, clavando sus ojos en los míos, repuso:--«¡Tú estás loco? Dar cincuenta céntimos á ese hombre, á ese miserable... «Pero una mirada de mi padre, que le indicaba al yerno, la contuvo. «Y todo el mundo calló. «Ante nosotros, y cual mancha violácea que surgiese en el horizonte, apareció confusamente la isla de Jersey. «Cuando nos acercábamos á los malecones se apoderó de mí un deseo loco, desenfrenado, de ver una vez más á mi tío Julio y decirle algo tierno y consolador. Pero como ya nadie comía ostras, había desaparecido, y estaba tal vez en el fondo de la bodega donde míseramente viviría. «Para no encontrarle volvimos por la línea de Saint Maló, pues la inquietud devoraba á mi madre. «¡Y nunca más volví á ver al hermano de mi padre! «He ahí por qué algunas veces verás que doy cinco francos á los vagabundos...».. DE VIAJE I Desde Cannes, el vagón estaba completamente lleno. Todo el mundo hablaba, todo el mundo se conocía. Al pasar por Tarascón alguien dijo: «Aquí es donde asesinan», y la conversación versó sobre el misterioso y atrevido criminal que, desde hacía dos años, se permitía de tiempo en tiempo el lujo de atentar contra la vida de un viajero. Todos hacían suposiciones, todos daban su opinión, y las mujeres, temblando, miraban á través de los cristales de las ventanillas con miedo de ver aparecer repentinamente una cabeza de hombre en la portezuela. Y empezaron á contar historias terribles de malos encuentros, tropiezos con locos que viajan en rápido, y horas pasadas frente á un personaje sospechoso. Todos los hombres sabían una anécdota que les hacía favor y todos habían intimidado, dominado y atado fuertemente, y en circunstancias sorprendentes y con serenidad y audacia verdaderamente admirables, á algún malhechor. Llegó el turno á un médico que pasaba los inviernos en el mediodía, y también quiso contar su aventura. --Yo, dijo, nunca he tenido ocasión de poner á prueba mi valor en asuntos de esta índole, pero he conocido á una mujer, cliente mía, muerta ya, á quien ocurrió la cosa más rara del mundo y también la más misteriosa y enternecedora. Era una rusa, la condesa María Baranow, una gran señora de exquisita belleza. Ya saben ustedes lo hermosas que las rusas son, ó por lo menos lo muy hermosas que nos parecen con su nariz fina, su boca delicada, sus ojos de color indefinible, azul gris, y su gracilidad fría y algo dura. Tienen algo infernal y seductor, á un tiempo altivo y amable, tierno y severo, que para un francés siempre resulta encantador. En el fondo, lo que nos hace ver tantas cosas en ellas, quizás sea tan sólo la diferencia de raza. Su médico, que la veía amenazada de una grave enfermedad del pecho, quería decidirla á que viniese á pasar una temporada en Francia, pero ella se negaba con obstinación á salir de San Petersburgo. Por fin, el otoño último, el doctor, que la creía perdida, previno al marido quien, inmediatamente, la envió á pasar el invierno en Mentón. La metió en el tren, en un vagón para ella sola, y sus servidores ocuparon otro. Estaba junto á la portezuela, algo triste, viendo como dejaba atrás aldeas y campos, sintiéndose muy aislada y abandonada en la vida, sin hijos, casi sin parientes y con un marido cuyo amor había muerto, que la enviaba así á un extremo del mundo, sin acompañarla, y del mismo modo que se envía al hospital á un criado enfermo. Á cada estación, su criado Yván venía á enterarse de si su ama necesitaba algo. Era un criado ya viejo, ciegamente abnegado, y siempre dispuesto á cumplir las órdenes que le diesen. Llegó la noche y el tren corría velozmente. Ella, excesivamente agitada, no podía dormir, y para distraerse pensó contar el dinero que á última hora, y en oro francés, le había dado su marido. Abrió el saquito donde lo llevaba, y sobre sus rodillas cayó un río del precioso metal. De pronto una bocanada de aire frío le azotó el rostro, y muy sorprendida, levantó la cabeza. Acababan de abrir la portezuela. La condesa María, muy asustada, cubrió su dinero con un chal que precipitadamente se puso sobre las rodillas, y esperó. Pasaron unos segundos y un hombre apareció, un hombre con la cabeza descubierta, herido en una mano, jadeante, y correctamente vestido de etiqueta. Cerró la portezuela, se sentó, miró á su vecina con ojos brillantes, y luego, para restañar la sangre que de su muñeca manaba, la envolvió con un pañuelo. La pobre mujer estuvo á punto de desmayarse de miedo. Seguramente, aquel hombre la habría visto contar su oro y había entrado para robarla y matarla. Y él seguía mirándola con fijeza, casi sin aliento, descompuesto el rostro, disponiéndose sin duda á arrojarse sobre ella. Bruscamente le dijo: --Señora, no tenga usted miedo. Ella no contestó, pues ni podía abrir la boca, y el corazón le latía con violencia y los oídos le zumbaban. Entonces él repuso: --Señora, no soy ningún malhechor... Ella seguía callada, pero no pudiendo contener un movimiento brusco, juntó las rodillas y el oro cayó sobre la alfombra como el agua cae por un canalón. El hombre, sorprendido, contempló aquella cascada de metal y se inclinó para recogerlo. Entonces ella, asustada, se levantó dejando caer toda su fortuna y corrió á la portezuela para arrojarse á la vía. Pero él comprendió lo que iba á hacer, y cogiéndola por las muñecas la obligó á sentarse. Con voz muy baja y muy precipitadamente le dijo: «Escúcheme señora, y no se asuste. Yo no soy ningún malhechor, y la prueba está en que voy á recoger ese dinero para devolvérselo. Pero, si usted no me ayuda á pasar la frontera, soy hombre perdido, hombre muerto. No puedo decirle más. Dentro de una hora llegaremos á la última estación, dentro de hora y media saldremos del Imperio, y si usted no me socorre, estoy perdido. Y sin embargo, señora, ni he robado, ni matado, ni hecho nada contrario al honor. Eso se lo juro, pero no puedo decirle más». Y poniéndose de rodillas recogió el oro por debajo de los asientos, buscando hasta las monedas que habían rodado por los rincones, y cuando el saquito de cuero volvió á estar lleno, se lo entregó á su vecina sin decir palabra y volvió á sentarse al extremo opuesto del coche. Ninguno de los dos se movía. Ella permanecía inmóvil y muda, desfallecida aún por el terror, pero tranquilizándose poco á poco. Él no hacía ni un gesto, ni un movimiento y permanecía rígido, con los ojos muy fijos, y tan pálido que parecía un cadáver. De cuando en cuando ella le miraba con mirada brusca que desviaba en seguida. Era un hombre de treinta años aproximadamente, muy hermoso, y por las apariencias parecía un perfecto caballero. El tren corría dentro de las tinieblas, lanzando sus desgarradores silbidos en medio de la noche, aminorando á veces la marcha y corriendo luego con loca velocidad; mas de pronto fué disminuyendo la marcha, silbó varias veces, y se paró. Yván apareció en la portezuela. La condesa María, con voz temblosa, después de haber mirado fijamente á su compañero, dijo bruscamente á su servidor: --Yván, volverás con el conde pues ya no te necesito. El criado abrió enormemente los ojos, y como si no hubiese comprendido bien murmuró: --Pero... barina... --No, he cambiado de modo de pensar y no vendrás: quiero que te quedes en Rusia. Ahí tienes dinero para el regreso, pero déjame tu gorra y tu abrigo. El viejo criado se descubrió y tendió su abrigo sin contestar, acostumbrado á obedecer á los mandatos repentinos y á los irresistibles caprichos de sus amos, pero al alejarse se le llenaron los ojos de lágrimas. El tren se puso otra vez en marcha dirigiéndose velozmente hacia la frontera. Entonces, la condesa María dijo á su vecino: --Esto es para usted, caballero: usted es mi criado Yván. Para hacer lo que hago sólo pongo una condición, y es que ni me hablará nunca, ni nunca me dirigirá la palabra para darme las gracias ni con otro motivo cualquiera. El desconocido, sin pronunciar palabra, se inclinó. Pronto se detuvieron de nuevo, y funcionarios vestidos de uniforme visitaron el tren. La condesa les presentó sus papeles, y señalando al hombre que estaba sentado en el fondo del coche dijo: --Mi criado Yván; aquí está su pasaporte. El tren se puso de nuevo en marcha, y toda la noche estuvieron frente á frente, mudos los dos. Por la mañana, al pararse en una estación alemana, el desconocido se apeó, pero deteniéndose junto á la portezuela dijo: --Perdóneme, señora, si rompo mi promesa, pero la he privado de su criado y es justo que le reemplace. ¿Necesita usted algo? Ella, muy fríamente, respondió: --Vaya usted á buscar á mi doncella. Y él fué desapareciendo en seguida. Cuando ella bajaba en alguna estación le veía contemplándola desde lejos; y así llegaron hasta Mentón. II El doctor calló un instante; luego repuso: --Un día, cuando estaba en mi gabinete recibiendo á mis clientes, vi entrar á un joven alto que me dijo: --Doctor, vengo á pedirle noticias de la condesa María Baranow. Aunque ella no me conoce soy amigo de su marido. --Es cosa perdida--contesté.--No volverá á Rusia.--El hombre rompió á sollozar, y levantándose se fué dando traspiés como si estuviese borracho. Por la noche dije á la condesa que un extranjero había venido á informarse con respecto á su salud, y ella, muy emocionada, me contó la historia que acabo de referir, añadiendo: --Á ese hombre á quien no conozco y que me sigue como si fuese mi sombra, le encuentro cada vez que salgo. Me mira de manera extraña, pero nunca me ha hablado. Quedóse unos instantes pensativa y repuso: --Apuesto á que está al pie de mi ventana. Se levantó de la otomana, fué á separar los visillos, y me convencí de que, efectivamente, el hombre que había venido á encontrarme, estaba sentado en un banco del paseo y con los ojos fijos en el hotel. Nos vió, se levantó, y sin volver una sola vez la cabeza se alejó. Á partir de entonces presencié un espectáculo sorprendente y doloroso: el amor mudo de aquellos dos seres que no se conocían. Él la adoraba con el apasionamiento de la bestia salvaje y salvada que lleva su abnegación hasta la muerte. Todos los días venía á preguntarme: «¿Cómo está?», comprendiendo que yo lo había adivinado todo; y lloraba amargamente cuando la veía pasar, más pálida y débil cada día. Ella me decía. --No he hablado más que una vez con ese hombre extraño, y me parece que hace veinte años que le conozco. Y cuando se encontraban, ella le devolvía el saludo con sonrisa grave y encantadora. Yo la veía dichosa; y ella, la pobre abandonada y perdida sin remisión, se sentía feliz viéndose amada con tanto respeto y constancia, con tan exagerada poesía y con abnegación capaz de cualquier cosa. Y sin embargo, fiel á su exaltada obstinación, se negaba desesperadamente á recibirle, á conocer su nombre, á hablarle. Y decía: «No, no; eso mataría nuestra amistad. Es preciso que sigamos siendo extraños». Por su parte, él era una especie de Don Quijote pues no hacía nada para acercarse á ella. Quería cumplir hasta el fin la absurda promesa que de no hablarle nunca había hecho en el coche del tren. Á menudo, en sus largas horas de extenuación, ella se levantaba de la otomana, separaba los visillos y miraba si seguía al pie de sus ventanas; y cuando le había visto, siempre inmóvil en el banco, volvía á reclinarse con una sonrisa en los labios. Una mañana, á eso de las diez, murió. Cuando salía del hotel, él se me acercó con el semblante descompuesto: ya conocía la desgracia. --Quisiera verla un instante, me dijo, y delante de usted. Le cogí por un brazo y le hice entrar en la casa. Cuando se encontró junto al lecho de la muerta, la tomó una mano que besó con beso interminable, y luego echó á correr como un insensato. El doctor calló otra vez y añadió: --Ciertamente, ésta es la aventura de ferrocarril más extraña que conozco. Verdad es que se debe añadir que los hombres tienen locuras extraordinarias. Una mujer murmuró á media voz: --Esos dos seres estaban menos locos de lo que ustedes se figuran... Eran... eran... Pero lloraba tanto que no podía hablar, y como para calmarla se cambió de conversación, no supimos lo que había querido decir. LA VIEJA SALVAJE I Quince años hacía que no había retornado á Virelogne, y volvía para cazar en casa de mi amigo Serval, quien al fin se había decidido á reconstruir su castillo, destruido por los prusianos. Ese país me inspira gran cariño. En el mundo hay rincones deliciosos que ofrecen á los ojos cierto encanto sensual. Se les quiere con amor físico, y nosotros, aquéllos á quienes la tierra seduce, conservamos tiernos recuerdos de ciertas fuentes, ciertos bosques, determinados estanques y colinas que hemos visto con frecuencia y cuya contemplación nos ha enternecido como enternecen los acontecimientos dichosos. Y hasta ocurre á veces que los mismos pensamientos acuden á nuestra imaginación al llegar á un rincón del bosque ó al extremo de un sendero lleno de flores, que sólo hemos visto una vez, y que en nuestro corazón han quedado grabados como grabada queda la imagen de una mujer encontrada en una calle, en una mañana de primavera, y que vestida con traje claro y transparente, nos deja en el alma y en la carne un deseo no saciado é inolvidable: la sensación de la felicidad entrevista. Los campos de Virelogne, sembrados de bosquecillos, con riachuelos que semejaban arterias por las que circulase la sangre de la tierra, me gustaban todos. Y en ellos se pescaban cangrejos, truchas y anguilas. ¡Oh, suprema felicidad! En algunos se podía uno bañar, y á veces, entre las altas hierbas que crecían á orillas de esas minúsculas corrientes, se encontraban chochas. ¡Miel sobre hojuelas! Ligero como una cabra, corría casi tanto como mis dos perros pachones. Serval, á cien metros de distancia, cruzaba el prado que estaba á mi derecha, y yo, al dar la vuelta á los matorrales que limitaban la finca de Sandres, distinguí una choza en ruinas. De pronto la recordé tal y como la había visto la última vez, en 1869, muy limpia, adornada con parras y con infinidad de polluelos que se agitaban delante la puerta. ¿Puede darse nada más siniestro y triste que una casa muerta con su esqueleto desnudo y en pie? Y recordé también á la buena mujer que en un día de fatiga me ofreció un vaso de vino, y que Serval, aquel día, me había referido la historia de sus habitantes. El padre, un viejo cazador furtivo, había sido muerto por los gendarmes. El hijo, á quien en otros tiempos había conocido, era un muchacho alto y delgado que tenía fama de ser un gran destructor de caza. Y los llamaban los Salvajes. ¿Se trataba de un nombre ó de un apodo? Llamé á Serval, que se acercó andando con paso de ave zancuda, y le pregunté: --¿Qué ha sido de esa gente? Y me refirió lo que sigue: II Cuando se declaró la guerra, el hijo Salvaje, que tenía entonces treinta y tres años, se alistó dejando á su madre sola en la choza. Y nadie compadeció á la pobre vieja porque se sabía que tenía dinero. De manera que se quedó sola en esta casucha aislada, lejos de la ciudad, y junto al bosque. Por lo demás, la vieja aquella no conocía el miedo, era de la misma raza que los hombres de su familia, y con ella no se podía jugar. No se reía casi nunca, tal vez porque las mujeres del campo rien poco. ¡Eso es cosa de hombres! Las mujeres tienen alma triste y limitada como limitada y triste es su vida. Los hombres se acostumbran algo á la alegría en la taberna, pero sus compañeras siempre están serias y nunca abandonan la severidad. ¡Los músculos de su rostro no conocen los movimientos de la risa! La vieja Salvaje continuó viviendo en su choza como había vivido de ordinario, y cuando llegó la época de las nieves venía una vez por semana á la aldea para hacer sus provisiones de pan y carne; luego, se encerraba de nuevo en su morada. Cuando se hablaba de lobos, salía al campo armada con la escopeta de su hijo, escopeta que el uso había enmohecido y que tenía la culata gastada por el roce de las manos; daba gusto verla, algo encorvada, andando á zancadas por la nieve, con el cañón del arma sobresaliendo por encima de la negra cofia que aprisionaba sus blancos cabellos que nadie había visto. Llegaron los prusianos que fueron distribuidos entre los habitantes según la fortuna ó los recursos de cada uno de ellos, y á la vieja, que tenía fama de rica, le correspondieron cuatro. Eran cuatro mocetones con carne blanca, barba rubia, ojos azules, que á pesar de las fatigas experimentadas seguían estando gordos, y que, aun en país conquistado, se portaban como buenos muchachos. Encontrándose solos en casa de aquella anciana la colmaron de atenciones, y en lo posible, le evitaron fatigas y gastos. Por la mañana, los cuatro se lavaban en el pozo, frotando y escamondando con el agua cruda de las nieves sus blancas carnes de hombres del norte, mientras la vieja Salvaje iba y venía preparando la comida. Luego limpiaban la cocina, los cristales, cortaban leña, mondaban patatas, lavaban ropa, y en la casa trabajaban como podían trabajar cuatro hijos buenos alrededor de su madre. Pero allá en el fondo de sus pensamientos, la pobre vieja no olvidaba ni un momento á su hijo, el laruguirucho y delgado, el de ojos negros y bigote espeso, y preguntaba diariamente á los soldados instalados en su hogar: --¿Saben dónde se encuentra el regimiento de línea número veintitrés? Mi hijo está en él... Ellos contestaban que no sabían nada absolutamente. Y comprendiendo sus pesares y sus inquietudes, ellos, que habían dejado también á sus madres, la rodeaban de mil cuidados. Ella quería á sus cuatro enemigos porque la gente del campo no siente los odios patrióticos, pues eso es pertenencia de las clases superiores. Los humildes, los que pagan más por ser los más pobres y aquellos á quienes cada carga nueva abruma, aquellos á quienes se mata á centenares y forman la verdadera carne de cañón por ser los más numerosos, los que sufren horriblemente á causa de las miserias de la guerra, no comprenden el ardor bélico, ni el honor excitable, ni esas pretendidas combinaciones políticas que en seis meses agotan á dos naciones, la vencedora y la vencida. En el lugar, al ocuparse de los alemanes que vivían con la vieja Salvaje, se decía: --Esos cuatro están como en su casa. Ahora bien, una mañana que la vieja estaba sola, distinguió á lo lejos y en la llanura, á un hombre que se dirigía hacia su casa. No tardó en reconocerle: era el cartero del lugar quien le entregó un papel doblado. Sacó de su estuche las antiparras que utilizaba para coser, y leyó: «Señora: la presente la escribo para comunicarle una triste noticia. Su hijo Víctor fué muerto ayer por una bala de cañón que materialmente le partió en dos pedazos. Yo estaba muy cerca, puesto que estaba á su lado en la compañía, y precisamente me estaba diciendo que, si ocurría una desgracia, la avisase en seguida. «De su bolsillo cogí el reloj para llevárselo cuando la le guerra termine. «La saluda amistosamente, CESÁREO RIVOT, «Soldado de 2ª clase del 23 de línea». La carta traía fecha de hacia tres semanas. La vieja no lloró, quedóse inmóvil y tan emocionada que ni siquiera sufría. La infeliz pensaba: «Ahora han muerto á Víctor». Luego, poco á poco las lágrimas acudieron á sus ojos, y su corazón se inundó de dolor. Una á una las ideas fueron acudiendo á su imaginación, ideas espantosas, torturadoras. ¡Ya no abrazaría ni besaría á su hijo nunca más, nunca más! Los gendarmes habían matado al padre; los prusianos habían matado al hijo... Una bala de cañón le había partido en dos pedazos... Y creía ver la cosa, la cosa horrible... la cabeza cayendo, cayendo con los ojos abiertos, mientras mordía una de las guías del bigote como solía hacer cuando se encolerizaba. Y, ¿qué habrían hecho con el cuerpo? ¡Si por lo menos le hubiesen traído al hijo como le habían traído al padre, con la frente taladrada por un balazo! Ruido de voces vino á interrumpirla en sus reflexiones. Eran los prusianos que volvían de la aldea. Metióse rápidamente la carta en el bolsillo y los recibió con tranquilidad, como tenía por costumbre, pues le habían dado tiempo para secarse los ojos. Los cuatro venían riendo, encantados, pues traían un conejo soberbio, que sin duda habían robado, y hacían señas á la vieja indicándole que iban á comer cosa buena. Inmediatamente se puso á trabajar para preparar el almuerzo, pero cuando fué preciso matar el conejo le fallaron las fuerzas y el valor. Y sin embargo, había matado muchos... Uno de los soldados acabó con él de un soberano puñetazo en la nuca, y una vez muerto el animalillo sacó de la piel el rojo cuerpo: pero la vista de la sangre, sangre templada que le cubría las manos y que sentía enfriarse y coagularse, la hacía temblar de pies á cabeza... Y constantemente veía ante sus ojos á su hijo, partido en dos y ensangrentado, como aquel animal todavía palpitante. Se sentó á la mesa con sus prusianos, mas no pudo comer nada. Ellos devoraron el conejo sin ocuparse de la vieja, y ésta les miraba de soslayo, sin hablar, madurando una idea, y con tanta impasibilidad que no pudieron advertir nada. Repentinamente preguntó: «Pronto hará un mes que estamos juntos y no conozco más que sus nombres de pila. ¿Y sus apellidos?». Difícilmente comprendieron lo que ella quería, mas al fin terminaron por decir como se llamaban. Pero eso no bastó: preciso fué que escribiesen sus nombres, en un papel y, con los nombres, las señas de sus familias. Atentamente se fijó en aquella letra desconocida y, doblando luego el papel se lo metió en el bolsillo en que guardaba la carta anunciadora de la muerte de su hijo. Cuando la comida hubo terminado, la vieja dijo á sus huéspedes: --Voy á trabajar para ustedes. Y empezó á subir haces de heno al granero donde dormían. Este trabajo les extrañó, pero como ella les explicara que lo hacía para que tuviesen menos frío, la ayudaron. Y amontonaron haces hasta el techo de bálago, construyéndose una especie de habitación, caliente y perfumada, en la que durmieron maravillosamente. Por la noche, viendo que la vieja Salvaje tampoco comía, uno de ellos se inquietó. Ella afirmó que le dolía el estómago, encendió luego buena lumbre para calentarse, y los cuatro alemanes subieron á su morada por la escalera de mano que utilizaban todas las noches. En cuanto se hubo cerrado la trampa, la vieja retiró la escalera, abrió luego, sin hacer ruido, la puerta que daba al campo y entró haces de paja hasta llenar completamente la cocina. Andaba descalza por la nieve y con tanto cuidado que no se la oía, y de cuando en cuando interrumpía su tarea para escuchar los sonoros y desiguales ronquidos de los cuatro soldados. Cuando juzgó que los preparativos eran suficientes arrojó uno de los haces en el hogar, y cuando estuvo encendido, lo esparció sobre los otros y volvió á salir. Segundos después, violenta claridad iluminó el interior de la choza que no tardó en convertirse en gigantesco brasero, en horrible horno ardiente cuyos resplandores salían por la estrecha ventana, derramando sobre la nieve sus esplendentes rayos. Un grito espantoso resonó en la parte alta de la casa, grito que se convirtió en rugidos humanos, en desgarradoras llamadas de angustia y horror. La trampa se hundió y un torbellino de llamas se elevó hacia el granero, prendió en el techo de bálago, subió al cielo como inmensa llama de antorcha, y la choza entera ardió. En el interior no se oía más que la crepitación del incendio, los crujidos de los muros, y el ruido de las vigas al hundirse. El techo se desplomó, y el esqueleto ardiente de la morada lanzó al aire, en medio de una nube de humo, inmenso penacho de chispas. El campo, blanco é iluminado por el incendio, semejaba una inmensa sábana de plata teñida de rojo, y el imponente silencio fué roto por el sonido de una campana que empezó á doblar á lo lejos. La vieja Salvaje seguía de pie, ante su morada destruida, armada con su fusil, el de su hijo, por temor á que escapase alguno de los hombres. Cuando vió que todo había terminado, arrojó el arma al brasero. Una detonación resonó. Llegaron gentes, labradores y prusianos, y encontraron á la mujer, tranquila y satisfecha, sentada junto al tronco de un árbol. Un oficial alemán, que hablaba francés como si hubiese nacido en Francia, le preguntó: --¿Dónde están los soldados? --¡Ahí dentro! La gente se agrupó en torno suyo, y el prusiano volvió á preguntar: --¿Cómo ha prendido el fuego? Y ella contestó: --Yo he incendiado la casa. Nadie la creyó pensando que el desastre la había vuelto loca, pero, como todos la rodeaban y la escuchaban, refirió lo ocurrido desde la llegada de la carta hasta el último grito de los hombres que morían abrasados, sin olvidar un detalle. Cuando hubo terminado sacó dos papeles del bolsillo, y para distinguirlos á los últimos resplandores del incendio, se puso las gafas. Y enseñando uno dijo: «Éste anuncia la muerte de Victor», y enseñando el otro y designando las ruinas con un movimiento de cabeza, añadió: «Aquí están sus nombres y las señas de sus familias para que se les escriba». Y muy tranquilamente tendió la hoja blanca al oficial, que la sujetaba por los hombros, y añadió: --Escriba usted diciendo cómo se ha producido el incendio, y diga á sus padres que yo, Victoria Simón, la Salvaje, he prendido el fuego. No lo olvide. El oficial dió órdenes en alemán. La cogieron, la colocaron contra los muros de la casa, todavía calientes, y á veinte metros de ella se alinearon varios hombres. Ella no se movió, había comprendido y esperaba. Oyóse una orden á la que siguió una descarga, y un tiro retrasado sonó después. La vieja no cayó; como si le hubiesen cortado las piernas, no hizo más que agacharse. El oficial prusiano se acercó. Casi estaba partida en dos, y con su crispada mano agarraba una carta bañada con sangre. Y mi amigo Serval añadió: --Los alemanes, á guisa de represalias, destruyeron el castillo que me pertenece. Yo pensé en las madres de los cuatro muchachos que allí habían muerto abrasados, y en el atroz heroísmo de la otra madre fusilada contra la pared... Y recogí una piedrecita todavía ennegrecida por el fuego... EL BARRILITO Chicot, el hostelero de Epreville, detuvo su tílburi ante la alquería de la tía Magloria. Era un mocetón de cuarenta años, pelirrojo y gordo, que tenía fama de listo. Ató el caballo á la valla y penetró en el patio. Poseía unas tierras que lindaban con las de la vieja, que hacía mucho tiempo deseaba comprarle, y aun cuando le había hecho proposiciones en veinte ocasiones distintas, Magloria se había negado obstinadamente á aceptarlas. --Aquí he nacido y aquí quiero morir--decía. La encontró sentada á su puerta y ocupada en mondar patatas. Tenía setenta y dos años, y aunque estaba muy flaca, muy arrugada y muy encorvada, se conservaba tan ágil como cuando era joven. Chicot le dió amistosamente unos golpecitos en la espalda, y se sentó á su lado. --¡Hola, buenos días! ¿La salud es buena? --Bastante regular, bastante regular ¿y tú Próspero? --¡Eh! Algunos dolorcitos; sin eso, todo iría á pedir de boca. --Pues ya es algo... Y no dijo más. Chicot la estuvo mirando mientras trabajaba. Sus dedos retorcidos, nudosos y duros como las patas de un cangrejo, cogían cual pinzas los grisáceos tubérculos que estaban en una cesta, y los hacían girar rápidamente mondándolos con el viejo cuchillo que en la otra mano tenía; y cuando la patata á puro de pelada estaba amarilla, la metía en un cubo de agua. Tres gallinas, una tras otra, venían atrevidamente á picotear los despojos, llegando hasta la misma falda, y luego, con su botín en el pico, huían á todo correr. Chicot parecía inquieto, ansioso, molesto, como quien tiene en la lengua algo que no quiere ó no se atreve á salir. Al fin se decidió y dijo: --Oiga, tía Magloria... --¿Qué quieres? --¿Sigue decidida á no venderme esta finca? --¡Vendértela! Eso no. No pienses en ello: he dicho que no, y siempre será lo mismo. --El caso es que se me ha ocurrido una combinación que puede contentarnos y satisfacernos á los dos. --¿Cuál? --Pues ésta. Usted me la vende, y á pesar de vendérmela, la finca sigue siendo suya. ¿No comprende? La vieja dejó de mondar las patatas para fijar en el hostelero sus ojos vivísimos. Él añadió: --Pues voy á explicarme. Yo le doy ciento cincuenta francos todos los meses. Comprenda bien; todos los meses yo le traigo aquí, con mi tílburi, treinta escudos de á veinte, y eso no cambia nada las cosas, nada; usted continúa en su casa sin ocuparse de mí y sin deberme nada absolutamente. Usted no hace más que tomar mi dinero. ¿Le conviene? Chicot la miraba sonriendo, como si estuviese de muy buen humor. La vieja, temiendo una encerrona, le miraba con desconfianza. Poco después le preguntó: --Bueno, esto para mí, pero á ti, ¿te doy la finca? --Eso no la preocupe--replicó el hostelero.--Usted continúa aquí mientras Dios le conceda vida, y aquí está usted en su casa. Únicamente me hará un papelito en casa del notario, para que á su muerte la alquería me pertenezca. Usted no tiene hijos, no tiene más que sobrinos á los que no profesa gran cariño. ¿Le conviene? Conserva usted la finca mientras viva, y yo le doy treinta escudos de á veinte cada mes. Todo es beneficio para usted. La vieja quedó sorprendida, inquieta, pero tentada. --No digo que no--replicó.--Pero quiero pensar eso con detenimiento. Vuelve la semana que viene, hablaremos, y te diré lo que habré pensado. Chicot se fué, más contento que un rey que acabase de conquistar un imperio. Y la vieja Magloria se quedó pensativa. Por espacio de cuatro días estuvo vacilante y febril. En todo aquello presentía algo malo para ella, pero los treinta escudos de á veinte, y por mes, ese hermoso dinero contante y sonante que vendría á meterse en el bolsillo de su delantal, y que le caería del cielo, sin hacer nada, la llenaban de deseos. Entonces se fué á casa del notario y le contó lo que le sucedía. El notario la aconsejó que aceptase la proposición de Chicot, pero diciéndole que en vez de treinta escudos debía exigirle cincuenta, pues calculando por lo bajo, su finca valía sesenta mil francos. --Y aun así, si usted vive quince años,--decía el notario--sólo dará cuarenta y cinco mil francos por ella. La perspectiva de cincuenta escudos de á veinte y mensuales, estremeció á la pobre vieja, pero desconfiando siempre, temiendo mil cosas imprevistas y mil astucias ocultas, allí estuvo hasta la noche haciendo preguntas y no pudiendo decidirse á marcharse. Por fin, ordenó que preparasen la escritura y volvió á su casa más mareada que si hubiese bebido cuatro jarros de sidra nueva. Cuando Chicot volvió por la contestación se hizo rogar mucho tiempo, diciendo que no quería, pero en realidad roída por el miedo de que el otro no quisiese dar las cincuenta monedas de á veinte. Pero como él insistía, enunció sus pretensiones. Chicot se negó rotundamente. Y entonces, para convencerle, ella se puso á hablar de la duración probable de su vida. --Es seguro que no viviré más de cinco ó seis años. Ya tengo setenta y tres, y no estoy muy fuerte. Sin ir más lejos, la otra tarde creí que me moría. Parecía que me vaciaban el cuerpo y tuvieron que llevarme á la cama. Pero Chicot no se dejaba coger. --Vamos, vamos--decía.--Está usted más fuerte que el campanario de la iglesia y llegará á los ciento diez. Estoy convencido de que me enterrará. Pasaron la tarde discutiendo, pero como la vieja no cedía, el hostelero se conformó, dando los cincuenta escudos de á veinte. Y al día siguiente firmaron la escritura, y la vieja exigió diez escudos para mojar el convenio. Pasaron tres años. La buena mujer disfrutaba de salud excelentísima, no pasaban días para ella y Chicot se desesperaba. Le parecía que pagaba la renta desde hacía más de medio siglo, y que al equivocarse en sus cálculos se había arruinado. De tiempo en tiempo iba á verla como en julio se va á los campos para ver si el trigo está maduro y á punto de siega, y ella le recibía con la malicia retratada en los ojos. Cualquiera hubiese creído que estaba orgullosa de la partida que le estaba jugando, y él se alejaba en su tílburi murmurando con rabia: --Vieja maldita, no reventarás nunca... Y no sabía qué hacer: al verla le entraban ganas de estrangularla. La odiaba con odio feroz, terrible: odio de labrador robado. Entonces empezó á pensar y á buscar medios para que aquello terminase. Un día volvió frotándose las manos, como la primera vez que le había propuesto el negocio. Después de haber hablado un rato le dijo: --¿Por qué, cuando pasa por Épreville, no viene á comer á casa? La gente lo ha observado y murmura diciendo que ya no somos amigos. Eso me molesta, y ya sabe usted que en mi casa no ha de pagar pues no soy hombre que repara en una comida. Venga cuantas veces quiera con la seguridad de que me dará un alegrón. Magloria no se lo hizo repetir, y dos días después, al ir al mercado, metió su carricoche, que guiaba su criado Celestino, en el cobertizo de Chicot, el caballo en la cuadra, y reclamó la comida prometida. El hostelero, radiante, la trató como á una gran señora sirviéndole pollo, pierna de carnero, y tocino con coles; pero ella, sobria como pocas, apenas comió pues desde su infancia siempre había vivido con una sopa y una rebanada de pan con manteca. Chicot harto contrariado insistió, pero tampoco bebía y hasta se negó á tomar café. Entonces Chicot, no sabiendo ya qué intentar, le dijo: --Una copita no se negará á tomarla... --Á eso no se niega nadie... --Rosalía--gritó Chicot con toda fuerza de sus pulmones.--Trae una botella del bueno, del superior... Y la criada apareció trayendo una botella larga que adornaba una etiqueta verde. Una vez llenas dos copitas, el hostelero dijo: --Pruebe esto, pruébelo, que no hay mejor. Y la vieja empezó á beber á sorbitos para que el goce durase más. Cuando hubo apurado la copita, se relamió, diciendo luego: --Efectivamente, es cosa buena. Aún no había concluido de hablar cuando Chicot ya había llenado otra vez las copas. Ella quiso negarse, pero ya era tarde, y la segunda copita fué saboreada con la misma lentitud que la primera. Chicot quiso hacerle tomar la tercera, y para insistir dijo: --Parece leche, y sin molestia ni riesgo, se pueden tomar diez ó doce. Eso pasa como si fuese agua con azúcar. Y no hace daño ni al vientre ni á la cabeza; parece que se evapora en la lengua. No hay nada mejor para la salud. Como la vieja tenía ganas de beber, cedió, pero no quiso más que media copita. Y Chicot, en un arranque de generosidad, exclamó: --Puesto que le gusta, y para demostrarle que somos buenos amigos, voy á regalarle un barrilito. La buena mujer lo aceptó y se fué un tanto trastornada. Al día siguiente, el hostelero entró en casa de la tía Magloria y del fondo de su carricoche sacó un barrilito que rodeaban aros de hierro; quiso que probasen el contenido para demostrar que era lo mismo que habían bebido la víspera. Cuando hubieron tomado tres copitas cada uno, se fué diciendo: --Cuando se acabe, no se acabará, puesto que yo tengo; y pida sin miedo de molestar. Se lo ofrezco con gusto, y quiero que acepte. Está dicho. Y se alejó en su tílburi. Cuatro días después volvió y encontró á la vieja, sentada á su puerta, y cortando el pan para la sopa. Se acercó, la saludó y la habló, echándose casi encima de ella para sentir su aliento. Y como reconoció el olor á alcohol, su rostro se iluminó. --¿Me ofrece usted una copita?--dijo. Y tomaron dos ó tres. Por el lugar se dijo pronto que la vieja Magloria se emborrachaba sola. Unas veces la encontraban tendida en la cocina, otras en el patio, algunas en los caminos de las cercanías, y era preciso llevarla á su casa inerte como un cadáver. Chicot dejó de ir á su casa y cuando alguien le hablaba de la tía Magloria, decía tristemente: --¿No es una vergüenza que á su edad haya adquirido tan mala costumbre? Y cuando se es viejo, no hay nada que hacer. Eso tarde ó temprano acabará mal. Y acabó mal, con efecto, pues al invierno siguiente, allá, muy cerca de Navidad, cayó borracha perdida en la nieve, y murió. Y Chicot, al tomar posesión de la alquería, murmuraba: --Si esa mujer no se hubiese emborrachado, lo menos hubiera vivido diez años más. EL BICHO DE BELHOMME La diligencia del Havre se disponía á salir de Criquetot, y en el patio del hotel del Comercio, cuyo propietario era Malandain hijo, todos los viajeros esperaban á que les llamasen por su nombre. Era un carruaje amarillo, montado sobre ruedas amarillas también en otros tiempo, pero que el barro acumulado había teñido de gris; y si las de delante eran pequeñas, las de detrás eran altas y frágiles y sostenían, diforme y abultado, algo que parecía el vientre de bestia diforme. Tres pencos blancos, que á primera vista llamaban la atención por sus enormes cabezas y sus redondas rodillas, arrastraban la diligencia que, por su estructura, semejaba un monstruo. Y los caballos, enganchados al extraño vehículo, parecía que dormían. Cesáreo Horlaville, el cochero, era un hombrecito ventrudo y sin embargo flexible y ágil, á causa de la constante costumbre de encaramarse al pescante y escalar el imperial; tenía la piel curtida por el aire de los campos, las lluvias y las borrascas; rojizo el rostro por el uso y tal vez el abuso del alcohol, y brillantes los ojos que parpadeaban al viento y al granizo. Cuando apareció en el patio de la posada se secaba los labios con el reverso de la mano. Grandes cestos redondos, llenos de aves asustadas, esperaban ante las inmóviles campesinas, y Cesáreo Horlaville, cogiéndolos uno á uno, los colocó en la parte alta de su carruaje; en seguida, y con más cuidado, colocó los que contenían huevos, lanzando después, desde abajo, algunos saquitos de grano y una serie de paquetes envueltos con pañuelos, trapos y periódicos. Luego, abriendo la portezuela, sacó del bolsillo una lista que leyó en voz alta: --¡Señor cura de Gorgeville! El sacerdote, hombre robusto, fuerte y de amable aspecto, avanzó; y recogiéndose la sotana como las mujeres se recogen la falda, montó en la diligencia. --¿El maestro de Rollebose-les-Grinets? Un hombre alto y delgado, vestido con negra levita que le llegaba hasta las rodillas, avanzó tímidamente y y á su vez desapareció por la abierta portezuela. --¡Poiret: dos asientos! Vino Poiret, alto y delgado, encorvado por el arado, enjuto por la abstinencia y con la piel seca por falta de lavarla. Su mujer le seguía, una mujer pequeñita y flaca que parecía una ternera cansada, y que, con las dos manos, sostenía un inmenso paraguas verde. --¡Rabot, dos asientos! Rabot, que era perplejo por temperamento, preguntó, «¿Es á mí á quien se llama?» El cochero, al que de apodo llamaban «el descarado», iba á contestar una atrocidad, cuando Rabot se lanzó hacia la portezuela empujando por delante á su mujer, una mocetona cuadrada cuyo redondo vientre parecía un barril y cuyas manazas recordaban las palas de las lavanderas. Y Rabot se metió en la diligencia como las ratas entran en sus agujeros. --¡Caniveau! Un labrador gordo y pesado como un buey, hizo crujir los resortes y se metió en el amarillento carruaje. --¡Belhomme! Y éste, alto y delgado, se acercó con el cuello torcido, doliente el rostro, y con un pañuelo aplicado al oído como si violento dolor de muelas le atormentase. Todos, por encima de las antiguas y singulares vestiduras de paño negro ó verdoso, vestiduras de etiqueta que lucían por las calles del Havre, llevaban largas blusas azules; y en la cabeza ostentaban gorras de seda, altas como torres, que, en el campo normando, suponen elegancia suprema. Cesáreo Horlaville cerró la portezuela y, encaramándose luego en el pescante, hizo chasquear el látigo. Los tres caballos parecieron despertar. Agitando el cuello hicieron oir el vago murmullo de los cascabeles. Con toda la fuerza de sus pulmones, el cochero empezó á gritar al tiempo que azotaba fuertemente á las bestias que se agitaron, hicieron un esfuerzo, y arrancaron al trote corto, arrastrando á la diligencia que los baches sacudían, armando sorprendente ruido de hierro viejo y cristales mientras en el interior, los viajeros alineados en las dos filas de asientos, se veían zarandeados de lo lindo. En un principio, y por respeto al cura, todos callaban, pero como él era de temperamento expansivo y familiar, fué el primero en romper el silencio. --Y bien, amigo Caniveau,--dijo.--¿Las cosas marchan bien? El enorme campesino, que se sentía unido al eclesiástico por cierta simpatía de porte, barriga y gordura, contestó sonriendo: --Así así, señor cura; ¿y usted? --¡Oh! Yo, siempre igual. --¿Y usted, Poiret? --Todo iría á pedir de boca si no fuesen las colzas que este año no producirán casi nada; y como únicamente se encuentra beneficio en eso... --Qué quiere usted, los tiempos son duros. --Vaya si lo son,--afirmó con voz de gendarme la mujer de Rabot. Como vivía en una aldea vecina, el cura no la conocía más que de nombre. --¿Es usted la Blondel?--preguntó el sacerdote. --Yo soy, para servir á usted. Rabot, tímido y satisfecho, saludó sonriendo, inclinando exageradamente la cabeza hacia delante como si quisiese decir: «Y yo soy Rabot, el que se casó con la Blondel». De pronto, Belhomme, que seguía con el pañuelo aplicado á la oreja, empezó á gemir de modo lamentable. Y golpeando el suelo de la diligencia con el pie, decía _ñau, ñau_, expresando así su espantoso sufrimiento. --¿Le duelen á usted las muelas?--preguntó el cura. El labrador, dejando de quejarse un instante, respondió: --No, señor cura; no son las muelas, es el oído, en el fondo del oído... --¿Y qué es lo que tiene en el oído? ¿un tumor? --No sé si es un tumor, pero sé que es un bicho, un bicho muy grande que se me metió dentro cuando dormía en el granero... --¡Un bicho! ¿Está usted seguro? --¿Si estoy seguro? Como del Paraíso, señor cura, pues me roe el fondo del oído. Y se me comerá la cabeza, se me comerá la cabeza... ¡Ah!... _ñau, ñau_.--Y empezó de nuevo á patear. Todos escuchaban profundamente interesados. Y cada uno daba su opinión. Poiret pretendía que debía ser una araña, el maestro una oruga, pues en el Orne, en Champemuret donde había estado seis años, ocurrió un caso parecido, y la oruga, que había entrado por el oído, salió por la nariz, pero el hombre se quedó sordo porque el bicho le taladró el tímpano. --Eso debe ser un gusano,--afirmó el cura. Belhomme, con la cabeza inclinada y apoyado el codo en la portezuela, pues era el último que había subido, seguía gimiendo: --¡Oh! _ñau, ñau, ñau_... yo juraría que es una hormiga, una hormiga muy grande... me muerde horriblemente. Mire usted, señor cura... ¡Oh! _ñau, ñau, ñau_... es tremendo... --¿Ha visto al médico?--preguntó Ganiveau. --No. --¿Y por qué? El temor al médico pareció curar á Belhomme quien, sin quitarse el pañuelo de la oreja, se irguió. --¡Por qué, por qué! ¿Crees que tengo el dinero para dárselo á ese gandul? Hubiera venido una vez, dos, tres, cuatro, cinco... y hubiera tenido que darle dos escudos de á veinte, lo menos dos escudos de á veinte; y dime ¿qué me hubiera hecho ese gandul, qué me hubiera hecho?... ¿Lo sabes? Caniveau se reía. --No, no lo sé, pero ¿á donde vas así? --Al Havre, á ver á Chambrelán. --¿Qué Chambrelán? --El curandero. --¿El curandero? --Sí, el curandero que sanó á mi padre. --¿Á tu padre? --Sí, hace mucho tiempo. --¿Y qué tenía tu padre? --Pues un aire en la espalda que no le dejaba moverse. --Y ¿qué le hizo Chambrelán? --Pues le amasó la espalda con las dos manos como quien amasa pan, y todo pasó en dos horas. Belhomme creía que Chambrelán había pronunciado algunas palabras extrañas, pero delante del cura no se atrevió á decirlo. Riendo, Caniveau repuso: --Lo que tienes en el oído debe ser un conejo que ha tomado ese agujero por su madriguera. Espera, voy á hacerle salir. Y Caniveau, colocándose las manos junto á la boca á manera de bocina, empezó á imitar los ladridos de los perros de caza. Y al oírle, todos soltaron el trapo á reir, hasta el maestro que nunca se reía. Pero como Belhomme parecía enfadarse y tomar á mal la broma, el cura, dirigiéndose á la mujer de Rabot, cambió la conversación. --¿Tienen ustedes mucha familia?--preguntó. --¡Oh! Sí, señor cura, y se sufre mucho para criarla. Rabot inclinó la cabeza como queriendo decir: «¡Oh! sí, y se sufre mucho para criarla». --¿Cuántos hijos? --Dieciséis, señor cura, dieciséis... Rabot se puso á reir y saludó. Tenía dieciséis hijos, y ¡qué diablo! estaba orgulloso. Pero Belhomme renovó sus gemidos. --¡Oh! _ñau, ñau_...! ¡cómo muerde, cómo muerde!... La diligencia se detuvo ante el café de Polito y el cura dijo: «Si se echase un poco de agua en la oreja, tal vez se le haría salir. ¿Quiere que probemos?». --¡Ya lo creo que quiero! Y todos bajaron para asistir á la operación. El sacerdote pidió una jofaina, una toalla y un vaso de agua, y recomendó al maestro que mantuviese inclinada la cabeza del paciente, y que cuando el líquido hubiese penetrado en el orificio, la volviese bruscamente. Pero Caniveau, que miraba la oreja de Belhomme para ver si á simple vista distinguía el bicho, exclamó: --¡Demonio, vaya una pasta! Hay que destapar esto pues con tanta confitura el conejo no puede salir. Se le pegarían las patas. El cura examinó á su vez el conducto y le encontró demasiado estrecho y demasiado obstruido para que el bicho saliese. Entonces el maestro, con una cañita y un poco de algodón en rama despejó el camino y, en medio de la ansiedad general, el sacerdote vertió medio vaso de agua que corrió por la cara, pelo y cuello de Belhomme. El maestro hizo girar rápidamente la cabeza, como si hubiese querido destornillarla, y en la blanca vasija cayeron algunas gotas. Todos los viajeros se precipitaron, mas no había salido ningún bicho. Con todo Belhomme declaró: «Ya no siento nada», y el cura dijo solemnemente: «¡Claro está! ¡Cómo que se habrá ahogado!» Y con general contento volvieron á meterse en la diligencia. Mas apenas se habían vuelto á poner en marcha cuando Belhomme dió un grito terrible. El bicho había despertado y le mordía furiosamente, afirmando que se le había metido en la cabeza y le estaba devorando los sesos. Chillaba tanto y hacía contorsiones tan raras, que la mujer de Poiret, creyéndole poseído por el diablo, empezó á llorar y á hacer la señal de la cruz. El dolor del enfermo se calmó un poco y contó que el bicho se paseaba por el interior del oído. Con el dedo imitaba sus movimientos y parecía que le veía y le seguía con la mirada. «Ahora sube, ahora sube... _ñau, ñau_... ¡qué horror!». Caniveau se impacientaba: «El agua enfurece al bicho ése, prueba de que está acostumbrado al vino». Y como todos rieron, repuso: «Cuando lleguemos al café de Bourbeaux, date un poco de aguardiente triple y te juro que no se moverá más». Pero el dolor era tan fuerte que Belhomme no podía soportarlo y empezó á chillar como si le arrancasen el alma. El cura se vió obligado á sostenerle la cabeza, y rogaron á Cesáreo Horlaville que se detuviese en cuanto encontrase una casa. Así lo hizo frente á una alquería que se alzaba junto al camino, y allí transportaron á Belhomme al que extendieron sobre la mesa de la cocina para reanudar la operación. Caniveau insistía aconsejando se mezclase aguardiente al agua á fin dé dormir al bicho matándolo tal vez, pero el cura prefirió el vinagre. Está vez vertieron el líquido gota á gota, con objeto de que penetrase hasta el fondo, y luego le dejaron algunos minutos en el órgano habitado. Una jofaina estaba preparada también, y el cura y Caniveau, esos dos colosos, volvieron á Belhomme, mientras el maestro daba golpecitos en el lado sano á fin de que el otro se vaciase completamente. El mismo Cesáreo Horlaville, con el látigo en la mano, había entrado para presenciar la operación. Y de pronto advirtieron un puntito negro, no más grande que una semilla de cebolla, en el fondo de la jofaina. Y sin embargo se movía. ¡Era una pulga! Primero se oyeron gritos de asombro y luego sonoras carcajadas... ¡Una pulga! Valiente cosa... Caniveau se daba tremendas manotadas en los muslos, el cochero hacía chasquear el látigo, el cura reventaba, abriendo las quijadas como cuando los asnos rebuznan, el maestro como cuando se estornuda, y las mujeres daban gritos de alegría muy parecidos al cacareo de las gallinas. Belhomme, sentado en la mesa y con la jofaina en las rodillas, contemplaba atentamente, y con justa cólera, al menudo bicho que se agitaba en la gota de agua. Y diciendo: «Maldita seas», la escupió. El cochero, loco de alegría, no hacía más que repetir «Era una pulga, una pulga... maldita pulga». Y luego, cuando se hubo calmado un poco, exclamó: «Vamos, en marcha, que ya hemos perdido bastante tiempo». Y los viajeros, sin dejar de reir, se dirigieron hacia la diligencia. Belhomme, que había llegado el último, dijo que no continuaba el viaje y que se volvía á Criquetot porque ya no tenía nada que hacer en el Havre. El cochero repuso:--Haz lo que quieras pero paga tu asiento. --Como no he pasado de la mitad del camino, no debo más que la mitad. --Lo debes todo por que lo tomaste hasta el Havre. Y empezó una discusión que no tardó en convertirse en furiosa querella. Belhomme juraba que no daría más que un franco, y Cesáreo Horlaville afirmaba que cobraría dos. Y frente á frente, y con los ojos clavados en los ojos, gritaban á más y mejor. Caniveau se apeó. --Ante todo, debes dos francos al cura, ¿oyes? y luego una ronda para todos, lo que asciende á dos francos setenta y cinco, y además darás un franco á Cesáreo. ¿Hace, descarado? El cochero, encantado de que Belhomme se viese obligado á desembolsar tres francos setenta y cinco, contestó: «Aceptado». --Entonces paga. --No pagaré: el cura no es médico... --Si no pagas, te meto en el coche de Cesáreo y con nosotros vienes hasta el Havre. Y el coloso, cogiendo á Belhomme por la cintura, le levantó, como hubiera podido levantar á un niño. El otro se convenció de que era preciso ceder y, sacando la bolsa, pagó. La diligencia se puso de nuevo en marcha dirigiéndose al Havre mientras Belhomme volvía á Criquetot; y los viajeros, que parecían haber enmudecido, contemplaban en la blanca carretera la blusa azul del labrador que sobre sus largas piernas se balanceaba. EL COLLAR Era una de esas muchachas encantadoras que, como por error del destino, había nacido en el seno de una familia de empleados. No tenía dote ni esperanzas de tenerla, y por lo mismo no podía brillar, darse á conocer, hacer que la comprendiesen y la quisiesen, ni casarse con un hombre rico y distinguido. Y así fué que aceptó por marido á un modesto empleado en el ministerio de Instrucción pública. No pudiendo ser elegante tuvo que conformarse con ser sencilla, pero fué desgraciada, pues las mujeres no pertenecen á ninguna casta ni á ninguna raza, y su gracia y sus encantos les sirven de timbres de nacimiento y de familia. La finura nativa, el instinto de elegancia y la flexibilidad de la inteligencia, constituyen su jerarquía, y estas condiciones colocan en la misma línea á las mujeres del pueblo y á las grandes señoras. Sintiéndose capaz para todas las delicadezas y todos los lujos, sufría incesantemente, y todo la hacía sufrir: la pobreza de su casa, la miserable desnudez de las paredes, la sillas viejas y las raídas cortinas. Todas estas cosas, por las que cualquiera otra mujer de su clase ni siquiera se hubiese preocupado, la torturaban y la indignaban. La presencia de la bretona que le servía de criada despertaba en ella pesares desolados y sueños extraños, y soñaba con las mudas antesalas cubiertas con ricos tapices de oriente y alumbradas por grandes lámparas de bronce, y con que veía durmiendo en amplias butacas á dos lacayos con calzón corto. Pensaba en vastos salones vestidos con sedas antiguas, adornados con muebles de estilo sobre los que se pareciesen inestimables figulinas; y en saloncitos coquetones discretamente perfumados y expresamente arreglados para conversar con amigos íntimos, hombres conocidos y diputados, esos hombres cuyas atenciones envidian y desean todas las mujeres. Cuando á la hora de comer se sentaba á la redonda mesa cubierta con manteles que servían tres días, y veía en frente á su marido, quien al destapar la sopera decía satisfecho: «¡Ah! ¡El rico cocido! No hay nada mejor...», soñaba con las comidas servidas en relucientes vajillas de plata, en comedores con las paredes cubiertas con tapices llenos de personajes antiguos y extraños pájaros que revoloteaban por bosques de hadas; y soñaba también con manjares exquisitos servidos en fuentes maravillosas, con las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, teniendo delante la rosada carne de una trucha y las blancas pechugas de gallina. Pero no tenía trajes, no tenía joyas, no tenía nada; y lo peor era que sólo la interesaban estas cosas ¡tanto se creía nacida para ellas! ¡La hubiera complacido sobremanera gustar, ser envidiada y que su presencia fuese siempre deseada!... Tenía una amiga rica, una compañera de colegio á la cual no quería visitar porque luego sufría mucho; y pasaba días enteros llorando amargamente de pena, de desesperación y de angustia. Ahora bien, una tarde, su marido volvió de la oficina radiante y satisfecho, y le entregó un sobre bastante grande. --Toma,--la dijo.--Ahí dentro hay algo para ti. Rasgado el sobre, de él sacó una tarjeta impresa que decía: «El ministro de Instrucción pública y su esposa, ruegan á los señores Loisel que les concedan el honor de pasar con ellos, en el hotel del Ministerio, la velada del lunes 18 de enero». En vez de verla contenta, como su marido esperaba, arrojó con despecho la invitación sobre la mesa y murmuró: --¿Y qué quieres que haga con esto? --Querida mía, yo me figuraba que te alegrarías. No sales casi nunca, y ésta es una ocasión única. Mucho me ha costado conseguir esta invitación, pues son muchos los que quieren y no pueden ir á esta fiesta. Se invita á contados empleados, y en el Ministerio estará todo el mundo oficial. Ella le miraba descompuesta, y no pudiendo contener su impaciencia exclamó: --¿Y qué quieres que me ponga? No tengo nada... El infeliz, que ni siquiera había pensado en semejante cosa, balbució: --Pues... el traje que llevas para ir al teatro... Me parece que está muy bien... Y viendo llorar á su mujer se calló, estupefacto y sin saber lo que le pasaba. Haciendo un gran esfuerzo, consiguió murmurar: --Pero ¿qué tienes? ¿qué te pasa? Ella, dominando su pena y enjugándose las mejillas que las lágrimas habían humedecido, respondió con voz tranquila: --Nada, pero como no tengo traje, no puedo ir á esa fiesta. Más vale ceder la tarjeta á un compañero cuya mujer esté mejor vestida que yo. El pobre estaba desolado. --Veamos, veamos, Matilde: ¿cuánto puede costar un traje elegante y adecuado para la circunstancia, un traje que pueda servirte en otras ocasiones? Quedóse reflexionando durante unos segundos, haciendo cuentas y cálculos, pensando en la cantidad que podía pedir sin provocar una negativa inmediata y una exclamación de desagrado, y al fin, vacilando, respondió: --Exactamente no puedo decirlo, pero creo que con cuatrocientos francos me podría arreglar. Él palideció un poco, pues precisamente tenía guardada esa suma para comprarse una escopeta y salir los domingos con sus amigos á cazar alondras en los llanos de Nanterre. Con todo, la dijo: --Bueno, pues te doy los cuatrocientos francos y sólo te recomiendo que el traje sea hermoso. Se acercaba el día de la fiesta, y la esposa de Loisel parecía triste, inquieta y ansiosa. Y como su traje estaba dispuesto, su marido preguntó: --¿Te ocurre algo? Desde hace tres días no pareces la misma. --Me contraría no tener ni una joya, ni una piedra que ponerme: contestó Matilde.--Pareceré una miserable, y creo que sería preferible no ir á la fiesta. --Ponte flores naturales. En esta estación no hay nada más elegante, y por diez francos podrás encontrar dos ó tres rosas magníficas. Matilde no estaba convencida ni mucho menos. --No... nada más humillante que parecer pobre entre mujeres ricas--replicó; y seguramente se disponía á completar su pensamiento, cuando su marido la interrumpió para decir: --¡Qué tonta eres! Vete á casa de tu amiga, la señora de Forestier, y pídele que te preste algunas joyas. Sois bastante amigas para que te niegue este favor. Matilde, sin poder contener un grito de alegría, dijo: --Es cierto; ni siquiera se me había ocurrido. Y al día siguiente se dirigió á casa de su amiga y le contó sus cuitas. La señora de Forestier, en vez de contestar, abrió su armario de luna, sacó un cofrecito bastante grande, y colocándole delante de su amiga, la dijo: --Escoge. Matilde pasó revista á las pulseras, á un collar de perlas, á una cruz veneciana, de oro y pedrería, de un trabajo admirable, y poniéndose los aderezos ante el espejo, y sin poder decidirse á quitárselos, preguntaba: --¿No tienes más? --Sí, sí, busca. Yo no sé lo que puede gustarte. Y siguió buscando hasta encontrar, en un estuche de raso negro, un soberbio collar de brillantes. Su corazón empezó á latir con inmoderado deseo, y al tomarlo, sus manos temblaron. Se lo colocó alrededor de su cuello y se extasió ante sí misma. Luego, vacilante y llena de angustia, preguntó: --¿Puedes prestarme esto, nada más que esto? --Pues ya lo creo. Matilde se arrojó en brazos de su amiga, la besó con arrebato, y luego se fué con su tesoro. Llegó por fin el día de la fiesta y el triunfo de Matilde fué grande, inmenso. Entre todas, era la más linda, la más elegante, la más graciosa, y, loca de alegría, no dejaba de sonreír un momento. Todos los hombres la miraban, todos preguntaban quién era, querían serle presentados, y no tan sólo los altos funcionarios quisieron bailar con ella, sino que llamó la atención al mismo ministro. Y ella bailaba con embriaguez, con arrebato, trastornada por el gozo que sentía y sin pensar en otra cosa que en el triunfo de su belleza, en la gloria de su éxito, y sintiéndose rodeada por una especie de nube de felicidad formada con todos los homenajes, todas las admiraciones y todos los deseos despertados con aquella victoria tan completa y agradable para una mujer. Abandonó los salones á las cuatro de la mañana. Su marido había estado durmiéndose en un saloncito, con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían de lo lindo. Colocó sobre sus hombros el abrigo que para la salida había llevado, modesto abrigo propio de su clase y cuya pobreza se daba de bofetadas con la elegancia de su traje de baile, y como ella lo sabía, para que las otras mujeres que se cubrían con ricas pieles no se fijasen en ella, quiso huir. Loisel la retenía diciéndole: --Espera, hija mía, espera que vas á enfriarte. Voy á llamar un coche. Pero ella no le escuchaba y bajaba rápidamente la escalera. Cuando estuvieron en la calle no encontraron ni un mal coche de punto, y echaron á andar dando voces á cuantos cocheros pasaban á lo lejos. Desesperados y tiritando llegaron hasta el Sena. Por fin, en los muelles encontraron un carricoche viejo, uno de esos vehículos noctámbulos que en París únicamente se ven por la noche como si su miseria les avergonzase durante el día. En él fueron hasta su casa. Vivían en la calle de los Mártires, y subieron la escalera tristemente. Para ella todo había terminado, y él, él pensaba que tenía que estar en la oficina á las diez. Ante el espejo, Matilde se quitó el abrigo que la envolvía, para verse todavía una vez, y un grito de angustia se ahogó en su garganta. No llevaba el collar. Su marido, ya casi desnudo, preguntó. --¿Qué tienes? Ella, medio loca, se volvió hacia él. --Que... que... que no tengo el collar de la señora de Forestier. Completamente trastornado el marido se puso en pie. --¡Qué dices!--exclamó.--¡No, no es posible! Y buscaron por los pliegues del traje, por los del abrigo, por los bolsillos, por todas partes, sin poderlo encontrar. Entonces él murmuró: --¿Estás segura de que al salir del baile lo llevabas? --Sí, lo he tocado en el vestíbulo del ministerio. --Pero si lo hubieses perdido por la calle, lo hubiéramos oído caer. Se te habrá caído en el coche. --Es probable. ¿Sabes el número? --No. Y tú, ¿no lo has mirado? --Tampoco. Y se miraron aterrados. Al fin Loisel se vistió y dijo: --Voy á recorrer el camino que hemos hecho á pie á ver si lo encuentro. Y salió. Ella se quedó vestida con el traje de baile, sin fuerzas para acostarse, abatida en una silla, sin lumbre y sin poder pensar. Su marido volvió á las siete sin haber encontrado nada. Fué á la Prefectura de policía, á los periódicos para prometer importante recompensa, á las compañías de carruajes, á todas partes donde podía llevarle un reflejo de esperanza. Ella, ante el espantoso desastre, estuvo esperando todo el día en el mismo estado de abatimiento. Por la noche, Loisel volvió pálido y descompuesto sin haber encontrado nada. --Es preciso--dijo--que escribas á tu amiga diciéndole que has roto el broche del collar y que lo haces componer. Eso nos dará tiempo. Y le dictó la carta. Al cabo de una semana perdieron las esperanzas, y Loisel, que había envejecido lo indecible, dijo: --Es preciso que pensemos en comprar otro collar. Y á partir del día siguiente, con el estuche que lo había guardado, se dirigieron á casa del joyero cuyo nombre estaba impreso en el raso. Éste consultó sus libros y dijo: --Señora, no fuí yo quien vendió el collar: sólo vendí el estuche. Entonces empezaron á recorrer joyerías, buscando un collar igual al otro, consultando sus recuerdos, y enfermos los dos de pesar y de angustia. En una tienda del Palais-Royal encontraron un rosario de brillantes que les pareció exactamente igual al que buscaban, y aun cuando valía cuarenta mil francos, después de mucho regatear lograron que se lo dejasen en treinta y seis mil. Suplicaron al joyero que no lo vendiese antes de tres días, y pusieron por condición que, si el primero se encontraba, se lo devolverían por treinta y cuatro mil francos. Loisel poseía dieciocho mil francos que sus padres le habían dejado, y tomó prestado lo que faltaba. Y fué pidiendo mil francos á uno, quinientos á otro, cinco luises por aquí, tres por allí, firmó letras, contrajo compromisos ruinosos, trató con usureros y con toda clase de prestamistas, y comprometió el fin de su existencia arriesgando su firma sin saber siquiera si podría hacerle honor; y asustado por las angustias del porvenir, por la negra miseria que le amenazaba, la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fué á buscar el collar nuevo dejando en el mostrador del joyero treinta y seis billetes de mil francos. Cuando Matilde llevó el collar á su amiga, la señora de Forestier la recibió muy fríamente. --Debías habérmelo devuelto antes--la dijo,--pues lo hubiese podido necesitar. Y no abrió el estuche, que era lo que Matilde temía. Si hubiese advertido la substitución ¿qué hubiera dicho? ¿que hubiera pensado? ¿La hubiera confundido con una ladrona? La mujer de Loisel conoció la horrible vida de los necesitados. Por lo demás, tomó heroicamente la determinación que era preciso tomar. Se tenía que pagar y se pagaría. Y se despidió á la criada, se dejó el cuarto que tenían y se fueron á vivir á una buhardilla. Y ella supo lo que era trabajar y conoció las odiosas tareas de la cocina. Ella lavó los platos, dejando las uñas en los grasientos cacharros y en las cacerolas; ella lavó la ropa sucia, los trapos y las camisas que tendía en una cuerda; ella bajó la basura todas las mañanas y subió el agua deteniéndose á cada piso para tomar aliento; y vestida como una mujer de pueblo, fué á la frutería, á la tienda de ultramarinos, á la carnicería, con la cesta al brazo, regateando, y defendiendo su dinero céntimo á céntimo. Todos los meses tenían que pagar letras y renovar otras para ir ganando tiempo. Por las tardes, al salir de su oficina, su marido llevaba los libros á un comerciante y, muy frecuentemente, por la noche copiaba escrituras á veinticinco céntimos la página. Y esta vida duró diez años, terminados los cuales lo habían restituido todo, con los intereses usurarios y la acumulación de los intereses compuestos. La mujer de Loisel parecía vieja. Pero era la mujer fuerte, dura y ruda de los hogares pobres. Mal peinada, y con la modesta falda recogida, hablaba recio y fregaba el pavimento con jabón y un estropajo; pero á veces, cuando su marido estaba en la oficina, se sentaba junto á la ventana y pensaba en el baile aquél donde había triunfado por su hermosura y tan festejada se había visto. ¿Qué hubiera sucedido si no hubiese perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Qué singular y cambiadiza es la vida! ¡Cuán poca cosa se necesita para perderse ó salvarse! Ahora bien, un domingo que había ido á pasear por los Campos Elíseos para distraerse un poco de los quehaceres de la semana, vió á una señora que llevaba á un niño de la mano. Era su amiga, la señora de Forestier, siempre joven, siempre hermosa, siempre seductora. La mujer de Loisel se emocionó. ¿Le hablaría? Sí, le hablaría, y ahora que lo había pagado todo le contaría lo ocurrido. ¿Por qué no había de hacerlo? Y se acercó. --Buenos días, Juana. La otra, sin reconocerla, se extrañó de que aquella mujer tan modesta le hablase con tanta familiaridad, y balbució: --Señora... no sé... pero sin duda se equivoca. --No. Soy Matilde Loisel. Su amiga no pudo contener un grito. --¡Oh! Mi pobre Matilde... ¡Cuán cambiada estás! --Sí, he pasado una época terrible, y desde que no te he visto he sufrido muchísimo... he pasado muchas miserias... y todo por ti. --¡Por mí! ¿cómo es eso? --Tú recordaras el collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio... --Si, pero ¿qué? --Pues bien, lo perdí, --¿Cómo pudiste perderlo si me lo devolviste? --Te devolví otro igual, y hemos tardado diez años en pagarlo. Como comprenderás, no era cosa fácil para nosotros, que no teníamos nada... En fin, ya pasó, y cree que estoy contentísima. La señora de Forestier se había parado. --¿Dices que compraste un collar de brillantes para reemplazar el mío? --Sí, y no lo notaste porque las piedras eran exactamente iguales. Y al hablar así sonreía con satisfacción inocente, y orgullosa. La señora de Forestier, muy emocionada, la tomó las manos y murmuró: --¡Oh! Mi pobre Matilde, mi pobre Matilde... Pero... mi collar era falso, y cuando más, valía quinientos francos... EL VIEJO Templado sol de otoño, filtrándose por las grandes hayas que se alzaban junto á la cuneta, bañaba el patio de la alquería. Bajo el césped roído por las vacas, la tierra, impregnada aún de la reciente lluvia, se hundía bajo el peso de los pies con ruido de agua; y los árboles, cargados de manzanas sembraban sus frutos de color verde pálido sobre el verde obscuro de la hierba. Cuatro terneras, atadas en línea, pacían y mugían volviendo la cabeza hacia la casa, y las aves, dando una nota de color, escarbaban el suelo, agitaban las alas, cacareaban, mientras los dos gallos cantaban sin cesar, buscaban gusanos para sus gallinas, y las llamaban cloqueando vivamente. La valla se abrió, y un hombre que tendría cuarenta años pero que por lo menos aparentaba sesenta, arrugado, torcido, andando lentamente con paso que sus grandes zuecos llenos de paja hacían más pesado todavía, entró en el patio. Sus brazos, exageradamente largos, colgaban á ambos lados de su cuerpo, y cuando se fué acercando á la casa, un perrillo amarillento que estaba atado al tronco de un peral enorme, junto á un tonel que le servía de perrera, meneó la cola y se puso á ladrar dando muestras de alegría. El hombre gritó: --¡Calla Finot! Y el perro calló. Una campesina salió de la casa. Su cuerpo huesoso, ancho y aplastado, se dibujaba bajo la chambra de lana que la ceñía el talle. Una falda gris muy corta le llegaba hasta la mitad de las piernas, que cubrían medias azules, y también llevaba grandes zuecos llenos de paja. Una cofia entonces amarillenta pero que en otros tiempos había sido blanca, cubría algunos cabellos pegados al cráneo, y su rostro moreno, enjuto, feo y desdentado, mostraba esa fisonomía salvaje y brutal que con frecuencia caracteriza á la gente del campo. El hombre preguntó: --¿Cómo va? La mujer respondió: --El cura dice que está agonizando y que no pasará la noche. Y los dos entraron en la casa. Después de haber cruzado la cocina entraron en la habitación, pequeña y obscura, iluminada por la luz que entraba por un ventanillo ante el cual colgaba un harapo de percal normando. Las grandes vigas del techo, ennegrecidas por el tiempo y por el humo, cruzaban la habitación de parte á parte, sosteniendo el delgado pavimento del granero por el que corrían, día y noche, verdaderas manadas de ratas. El piso, desigual y húmedo, parecía grasiento, y en el fondo, la cama formaba una mancha vagamente blanca. Ruido ligero, ronco, una respiración dura, que silbaba como un estertor y producía un gorgoteo semejante al del agua en una bomba rota, salía de aquel lecho tenebroso donde agonizaba un viejo, el padre de la campesina. El hombre y la mujer se acercaron y miraron al moribundo con mirada plácida y resignada. El yerno dijo: --Por esta vez, todo ha concluido; ni siquiera llegará á la noche. La mujer contestó: --Así ronca desde mediodía. Y luego se callaron. El padre tenía los ojos cerrados, el rostro de color de tierra, y estaba tan flaco que parecía de madera. La entreabierta boca daba paso al aliento desigual y duro, y á cada aspiración, la sábana, de tela gris, se alzaba sobre su pecho. El yerno, después de un largo silencio, dijo: --No hay más que dejarle acabar, pues no podemos hacer nada. De todos modos, es una contrariedad pues el tiempo es bueno y mañana convendría cortar las colzas. Su mujer se inquietó al oir esto, y, después de haber reflexionado unos instantes, murmuró: --Ya que se tiene que morir, no le enterraremos hasta el sábado y mañana podrás dedicarte á las colzas. --Sí, pero mañana será preciso que invite para el entierro, y para ir de Tourville á Manechot necesito cinco ó seis horas. La mujer se quedó pensativa por espacio de dos ó tres minutos y luego dijo: --No son más que las tres y podrías empezar esta tarde á recorrer la parte de Tourville. Como apenas tiene para unas horas, puedes decir que ha muerto. Quedóse el hombre algo perplejo pesando las consecuencias y las ventajas de la idea. Al fin dijo: --Bueno, pues voy. Se disponía á marcharse, pero después de un instante de vacilación volvió para añadir: --Puesto que no tienes nada que hacer, prepáralo todo y haz cuatro docenas de morcillas para los que vengan al entierro. Preciso será darles algo. El horno lo encenderás con la leña que hay en el cobertizo. Está seca. Salió de la habitación, entró en la cocina, sacó del armario un pan de seis libras del que cortó una rebanada con mucho cuidado, y recogiendo en la palma de la mano las migas que habían caído sobre la mesa, se las metió en la boca para que no se perdiese nada. Tomó luego un poco de manteca salada, la extendió sobre el pan con la punta de su cuchillo, y se puso á comer lentamente, como lo hacía todo. Luego cruzó el patio, hizo callar al perro que ladraba de nuevo, y llegando al camino por un sendero, se alejó con dirección á Tourville. Al quedarse sola, la mujer se puso á trabajar. Abrió un saco de harina y empezó á amasar la pasta para las tortas dándole vueltas y más vueltas hasta que la convirtió en una bola amarillenta que dejó á un lado, encima de la mesa. Fué luego á buscar manzanas, y para no estropear el árbol se encaramó en una banqueta: escogió las frutas con cuidado para sólo arrancar las maduras, y fué colocándoselas en el delantal. Desde el camino una voz le gritó: --¡Eh! Volvió la cabeza y vió á un vecino, el alcalde, que volvía de cuidar sus tierras, y le respondió: --¿Qué se le ofrece? --Y el padre ¿cómo está? --Casi muerto. El sábado á las siete es el entierro porque las colzas dan prisa. El vecino replicó: --Entendido y buena suerte. Que lo pase usted bien. Y correspondiendo á la fineza, la mujer gritó: --Gracias; lo mismo digo. Y continuó cogiendo manzanas. Al entrar en la casa fué á ver á su padre creyendo que ya le encontraría muerto, pero desde la puerta oyó el monótono estertor, y juzgando inútil acercarse á la cama, empezó á preparar las tortas. Una á una fué envolviendo las manzanas en una hoja de fina pasta, y las alineó al borde de la mesa. Cuando hubo hecho cuarenta y ocho bolas, descolgó las morcillas y luego empezó á preparar la cena. Colgó el puchero para hacer cocer patatas, y pensó que estaba de más encender el horno pues tenía todo el día siguiente para terminar los preparativos. Su marido, cuando volvió á eso de las cinco, preguntó desde la puerta. --¿Ha muerto? --Todavía no. Sigue roncando. Fueron á verle, y encontraron al viejo en el mismo estado que horas antes. Su ronca respiración, entonces regular como el movimiento de un reloj, ni se había apresurado ni disminuido. Se repetía por segundos, y sólo variaba de tono según el aire que había entrado en sus pulmones. Su yerno le miró y dijo: --Acabará sin darse cuenta de ello, como una vela... Entraron en la cocina, y sin decir palabra se pusieron á comer. Cuando hubieron engullido la sopa comieron una tostada con manteca, y, lavados los platos, volvieron á la habitación del agonizante. La mujer, que llevaba en la mano una lamparilla fumosa, la paseó por delante del rostro de su padre. Y seguramente, si no hubiese respirado, se le hubiera creído muerto. La cama de los campesinos estaba oculta al otro extremo de la habitación, en una especie de nicho; y se acostaron sin hablar, apagaron la luz y cerraron los ojos. Y muy pronto dos ronquidos distintos, profundo uno y agudo otro, acompañaron el continuo estertor del moribundo. Por el granero corrían las ratas. Cuando el marido despertó, al despuntar el alba, su suegro vivía aún. Inquieto por la resistencia del viejo sacudió á su mujer y la dijo: --Oye, Filomena, no quiere acabar. ¿Qué opinas? Ella, que tenía fama de pensar con acierto, respondió: --Es seguro que no concluirá el día. No hay que temer nada pues el alcalde no se opondrá á que se le entierre mañana, como no se opuso á que se enterrase al padre de los Renard que murió en tiempo de siembra. La evidencia del razonamiento le convenció y se fué al campo. Á medio día el viejo no había muerto aún, y los hombres que se había alquilado para la recolección de colzas, fueron en masa á contemplar al anciano que tan agarrado estaba á la vida. Y cuando cada uno hubo dado su parecer, volvieron á su trabajo. Á las seis, cuando volvieron, el padre respiraba todavía; y el yerno se asustó. --Y ¿qué hacemos ahora, Filomena, qué hacemos?--dijo. Ella tampoco sabía qué pensar. Fueron á ver al alcalde, y éste prometió que cerraría los ojos y daría el permiso para que se le enterrase al día siguiente. También se comprometió, todo por complacer á Chicot, á conseguir que se firmase el acta de defunción con fecha anterior, y así, el hombre y la mujer se fueron tranquilos. Se acostaron y durmieron como la víspera, uniendo sus ronquidos sonoros al estertor, más débil á cada momento, del anciano. Cuando despertaron, vivía aún. Entonces se miraron aterrados. De pie, junto al lecho del padre, le contemplaban con desconfianza, como si les estuviese gastando una broma pesada, engañándoles, contrariándoles por gusto, y casi le guardaban rencor por el tiempo que les hacía perder. El yerno preguntó: --Bueno, y ahora ¿qué hacemos? Ella, que tampoco lo sabía, contestó: --¡Es una contrariedad! Y como no se podía avisar á los invitados que iban á llegar de un momento á otro, decidieron esperarles para referirles lo ocurrido. Á eso de las siete aparecieron los primeros: las mujeres, vestidas de negro, con la cabeza cubierta con enorme capucha, y muy triste la cara; los hombres, cohibidos con sus chaquetas de paño, avanzaban dos á dos y hablaban de sus asuntos. Chicot y su mujer les recibieron entre desolados y confundidos, y los dos á un tiempo abordaron al primer grupo y se pusieron á llorar. Explicaban su aventura y referían su situación, ofreciendo sillas, agitándose, excusándose y queriendo probar que otros hubieran hecho lo mismo en su caso, y hablaban tanto, que ni siquiera dejaban tiempo á los otros para que les contestasen. Iban de uno á otro repitiendo: --Nunca lo hubiéramos creído. ¡Mentira parece que dure tanto! Los invitados, sin saber qué decir y contrariados como quien pierde una ceremonia esperada, se sentaban ó permanecían de pie sin acertar con lo que debían hacer. Algunos quisieron irse, pero Chicot les obligó á quedarse diciendo: --De todos modos tomaremos algo. Teníamos comida preparada y hay que aprovecharla. Al oir estas palabras todos los rostros se iluminaron. El patio se iba llenando, y los que habían llegado primero daban la noticia á los que venían después. Se hablaba bajo, pero la idea de tomar algo alegraba á todo el mundo. Las mujeres entraron para ver al moribundo. Al llegar junto á la cama se persignaban, murmuraban una oración y luego salían. Los hombres, con menores deseos de contemplar el espectáculo, miraban por la ventana. La mujer de Chicot explicaba la agonía. --Hace dos días que está así, ni más mi menos. ¿Verdad que parece una bomba de agua? Cuando todos hubieron visto el agonizante se pensó en la colación, pero como no cabían en la cocina, se sacó una mesa al patio. Las cuatro docenas de manzanas vestidas, dispuestas en dos grandes platos, y una pirámide enorme de morcillas, atraían todas las miradas, y pronto los brazos se extendieron con cierta precipitación que envolvía el temor de que no hubiese bastantes para todos. Pero aun quedaron cuatro. Chicot, con la boca llena, dijo: --Si el padre nos viese, sufriría lo indecible, pues le gustaban mucho. Un campesino muy gordo y muy jovial contestó: --Ya no comerá más. Á cada uno su turno. Esta reflexión, lejos de entristecer á los invitados, pareció que les alegraba, pues les correspondía el turno y ellos eran los que comían. La mujer de Chicot, desolada al pensar en el gasto, iba al cillero constantemente para buscar sidra; los jarros se sucedían á los jarros y todos se vaciaban. De pronto, una campesina vieja que se había quedado junto al moribundo, retenida por el miedo de que aquello le sucediera pronto, apareció en la ventana y gritó con voz aguda. --¡Ha muerto! ¡Ha muerto! Todos callaron y las mujeres se pusieron con presteza en pie para ir á verlo. Efectivamente, había muerto. El estertor había cesado, y los hombres, algo molestos, se miraron. Aun no habían concluido las morcillas... ¡También había sido poco oportuno para escoger el momento! Los Chicot, ya no lloraban, y ya que había lanzado el último suspiro, estaban tranquilos y repetían: --Si nosotros sabíamos que no podía durar, pero si se hubiese decidido esta noche, no hubiera molestado inútilmente á tanta gente. En fin, todo había concluido: se decidió que se le enterraría el lunes, y que con este motivo volverían á comer manzanas y morcillas. Los invitados se fueron hablando del suceso, contentos á pesar de todo por haberlo presenciado, y también por haber tomado un refrigerio. Y cuando el hombre y la mujer se quedaron solos, ella, con el rostro contraído, murmuró: --¡Y tendré que hacer otras cuatro docenas de manzanas y que descolgar morcillas! ¡Si hubiese muerto esta noche! Y el marido, más resignado, contestó: --Eso no ocurre todos los días... Á CABALLO Los pobres vivían penosamente con el corto sueldo del marido. Dos niños habían nacido del matrimonio, y la estrechez se había convertido en una de esas miserias veladas, humildes, vergonzosas; miseria de familia noble que á pesar de todo quiere conservar la altura que á su rango corresponde. Héctor de Gribelin se había educado en una provincia, en la casa paterna, y al lado de un viejo abate. No eran ricos, pero vivían salvando las apariencias, y cuando llegó á los veinte años se le buscaron los medios para que se crease una posición, y entró en el Ministerio de marina con mil quinientos francos de sueldo. Había tropezado en este escollo como todos aquellos á quienes no se ha preparado para los rudos combates de la vida, como todos los que ven la existencia á través de nubes, que ignoran los medios y las resistencias; en quienes no se han desarrollado aptitudes especiales, facultades particulares, energías para la lucha, y á quienes no se han entregado armas ó útiles para defenderse. Sus tres primeros años de empleado fueron horribles. Había encontrado á algunos amigos de su familia, gente de ideas rancias y de escasa fortuna también, que vivían en calles nobles, las calles tristes del _faubourg_ Saint Germain, y con ellas se había formado un círculo de relaciones. Extraños completamente á la vida moderna, humildes y orgullosos, aquellos aristócratas necesitados ocupaban los cuartos altos de las dormidas casas. Los inquilinos todos de aquellas moradas ostentaban títulos, pero el dinero era tan raro en el primer piso como en el sexto. Los eternos prejuicios, la preocupación del rango y el cuidado de figurar, constituían la obsesión de aquellas familias, grandes en otros tiempos y arruinadas entonces por la inacción de los hombres. En esta sociedad, Héctor de Gribelin encontró á una joven tan noble y tan pobre como él, y con ella se casó. Y en cuatro años tuvieron dos hijos. Durante cuatro años, aquel hogar perseguido por la miseria no conoció más distracciones que el paseo por los Campos Elíseos los domingos y algunas noches de teatro, dos ó tres cada invierno, gracias á billetes de favor que un compañero de oficina ofrecía al jefe de la familia. Pero, he aquí que al llegar la primavera el jefe confió un trabajo extraordinario á su empleado y éste recibió trescientos francos de gratificación. Al llegar á su casa dijo á su mujer: --Querida Enriqueta, tenemos que celebrar esto con una gira. Á los niños les sentará muy bien. Y después de larga discusión se decidió que irían á almorzar al campo. --Á fe mía--exclamaba Héctor--una vez es una vez. Tomaremos un coche para ti, los niños y la criada, y yo alquilaré un caballo en el picadero. Eso me sentará admirablemente. Y durante la semana no se habló más que de la proyectada excursión. Todas las noches, cuando volvía de la oficina, Héctor cogía á su hijo mayor, le montaba á horcajadas en sus piernas y, haciéndole saltar, le decía: --Así galopará papá el domingo próximo en el paseo. Y el chiquillo se pasaba los días montado en las sillas, arrastrándolas por las habitaciones, y gritando: --Papá... tatá... La criada miraba con asombro á su amo pensando que seguiría el coche á caballo, y durante las comidas oía hablar de equitación, enterándose de las hazañas por él realizadas en otros tiempos en casa de su padre. ¡Oh! Se había educado en buena escuela, y una vez que le hubiese sentado los pantalones al bruto no temía nada. Y frotándose las manos repetía constantemente á su mujer: --Si me diesen un animal algo difícil, estaría contentísimo. Ya verás cómo monto, y si quieres, volveremos por los Campos Elíseos, á la hora del regreso del Bosque. Como estaremos muy bien, no me disgustaría que encontrásemos á alguien del ministerio. No se necesita más para hacerse respetar por los jefes. El día convenido, carruaje y caballo llegaron á un tiempo ante la puerta. Héctor bajó en seguida para examinar su montura. Se había hecho coser trabillas á su pantalón, y manejaba un látigo que había comprado la víspera. Levantó y palpó las cuatro patas del bruto, le tocó el cuello, los riñones, le abrió la boca para examinar sus dientes, y como toda la familia había bajado, les dió una lección teórico práctica con respecto al caballo en general, y en particular con respecto al que iba á montar, calificándole de excelente. Cuando todo el mundo se hubo colocado en el carruaje, Héctor inspeccionó la cincha, y apoyándose en un estribo se plantó en la silla. El animal, al sentir la carga caracoleó, y á punto estuvo de tirar al jinete. Éste, muy emocionado, intentaba calmarle. --Vamos, hop, vamos, hop... Y cuando le hubo tranquilizado preguntó: --¿Todo está dispuesto? Cuatro voces á un tiempo respondieron. --Sí. --Pues en marcha. Y la cabalgata se alejó. Todas las miradas estaban fijas en Héctor que montaba á la inglesa exagerando los movimientos. Apenas caía en la silla que se alzaba como si fuese á volar por el espacio, y á veces parecía que se iba á agarrar á las crines; y tenía los ojos fijos, el rostro crispado y las mejillas pálidas. Su mujer, que tenía sobre las rodillas á uno de los niños, y la criada que llevaba el otro, repetían sin cesar: --Mira á papá, mira á papá. Y los pequeños, embriagados por el movimiento, la alegría y el aire libre, daban gritos agudísimos. El caballo, asustado con los clamores, acabó por galopar, y el jinete, haciendo esfuerzos para contenerle, perdió el sombrero. Preciso fué que el cochero se apease del pescante para recogerlo, y cuando Héctor lo hubo recobrado le gritó á su mujer: --No permitas que los chicos griten así. Este animal acabará por desbocarse. Almorzaron en el césped, en lo más agreste del bosque del Vesinet, y con las provisiones que habían llevado en cestos. Por más que el cochero cuidaba de los caballos, Héctor se levantó muchas veces para ver si al suyo le faltaba algo, y le daba palmaditas en el cuello ofreciéndole pan, galletas y azúcar en la palma de la mano. --Es un excelente trotón--dijo.--En los primeros momentos me ha sacudido un poco, pero no he tardado en recobrar mis facultades. Ha visto que yo era el más fuerte, y no hay cuidado de que se mueva. Como se había dicho, volvieron por los Campos Elíseos. Los coches hormigueaban en la vasta avenida, y por los lados los paseantes estaban en número tan grande que semejaban dos largas cintas negras tendidas desde el Arco de Triunfo hasta la plaza de la Concordia. Un diluvio de sol caía sobre la muchedumbre haciendo centellear el charol de los carruajes, el acero de los arneses y el níquel de las portezuelas. Locura de movimiento y embriaguez de vida parecía agitar á aquella masa formada por seres humanos, coches y caballos... Y el Obelisco, á lo lejos, se erguía como enorme columna de oro. El caballo que Héctor montaba, pareció lleno de nuevo ardor, y en cuanto hubo pasado el Arco de Triunfo partió al trote largo, á pesar de las tentativas que para contenerle hacía su jinete, y dirigiéndose hacia la cuadra. El coche se había quedado atrás, muy lejos, y al llegar frente al gran Palacio, el animal, que vió campo abierto, torció á la derecha y se puso á galopar. Una mujer vieja que llevaba un gran delantal cruzaba el arroyo tranquilamente y cortaba el paso á Héctor cuyo caballo avanzaba á galope tendido. Viéndose impotente para dominar al bruto, empezó á gritar con todas sus fuerzas. --¡He! ¡He! La mujer debía ser sorda pues continuó andando tranquilamente hasta el momento en que, al chocar con el pecho del caballo que avanzaba con velocidad de locomotora, rodó á diez metros, cayendo con la falda al aire después de haber dado tres volteretas. Muchas voces gritaron: --¡Detenedle! Héctor, enloquecido, se agarraba á las crines gritando: --¡Socorro! ¡Socorro! Una sacudida terrible le hizo pasar como una bala por encima de las orejas de su corcel, y cayó en los brazos de un agente que había salido á su encuentro. En un segundo se formó á su alrededor un grupo que gesticulaba y vociferaba furiosamente. Especialmente un señor viejo, un señor que llevaba una condecoración redonda y grande y largos bigotes blancos, parecía exasperado. No hacía más que repetir: --¡Ira de Dios! cuando se es torpe hasta ese extremo se queda uno en casa, y cuando no se sabe montar, no se sale á matar gente de este modo. Cuatro hombres, aparecieron, llevando á la vieja; y la vieja con su rostro amarillento, la cofia de través y llena de polvo, parecía muerta. --Que lleven á esta mujer á una farmacia,--ordenó el señor viejo--y nosotros vamos á la comisaría de policía. Héctor se puso en marcha entre dos agentes. Otro llevaba su caballo de la brida y un grupo inmenso les seguía, cuando apareció el coche con la familia del infortunado jinete. Su mujer corrió hacia él, la criada perdió la cabeza, y los chiquillos empezaron á llorar. Héctor les explicó que volvía al punto, pues aunque había derribado á una mujer, la cosa no tenía importancia. En la comisaría la explicación fué corta. Dió su nombre, Héctor de Gribelin, empleado en el Ministerio de Marina, y esperaron noticias de la atropellada. Un agente las trajo. Había recobrado el conocimiento pero se quejaba de terribles dolores internos. Era una mujer de setenta y cinco años, de apellido Simón, que ejercía el oficio de asistenta. Cuando supo que no estaba muerta, Héctor recobró la esperanza y prometió pagar los gastos que su curación exigiese. Luego corrió á casa del farmacéutico. La muchedumbre se agrupaba á la puerta, y la buena mujer, sentada en una butaca, con las manos inertes y embrutecido el rostro, gemía desesperadamente. Dos médicos la examinaban. No tenía ningún hueso roto, pero temían una complicación interna. Héctor le preguntó: --¿Sufre usted mucho? --¡Oh! Sí. --¿Dónde? --Algo así como si tuviese fuego en el pecho. Un médico se acercó. --¿Es usted el autor del accidente? --Sí, señor. --Convendría enviar á esta mujer á una casa de salud. Sé de una donde podría estar por seis francos diarios. ¿Quiere usted que me encargue de todo? Héctor, encantado, le dió las gracias, y algo más tranquilo se dirigió á su casa. Su mujer le esperaba llorando á lágrima viva, pero él la tranquilizó diciendo: --No es nada; esa pobre mujer está mejor y dentro de tres días estará completamente restablecida. La he enviado á una casa de salud; no es nada. ¡No es nada! Al día siguiente, al salir la oficina, fué á verla y la encontró tomando una taza de caldo. Parecía satisfecha y contenta, y Héctor le preguntó: --¿Cómo está? --¡Oh! mi buen señor, nada bien: estoy como ayer y parezco aniquilada. No hay mejoría, no hay mejoría... El médico dijo que era preciso esperar pues podía presentarse cualquier complicación. Esperó tres días y volvió á verla. La mujer tenía la piel fresca, los ojos claros, pero en cuanto vió á Héctor se puso á gemir. --¡Oh! mi pobre señor, no puedo moverme, no puedo. Así estaré hasta el fin de mi vida. Héctor se estremeció y dirigió mil preguntas al médico, que levantó los brazos al cielo. --Qué quiere usted que le diga,--contestó.--Yo no puedo decir más que cuando se la quiere levantar chilla como una condenada. Ni siquiera se puede cambiar de sitio su butaca sin que grite desesperadamente. Yo tengo que creer lo que me dice, pues no estoy en su pellejo, y mientras no la vea andar no puedo suponer que miente. La vieja escuchaba sin moverse y mirándoles maliciosamente. Y así pasaron ocho días, y luego quince, y un mes sin que la vieja se levantase de la butaca. Comía todo el día, engordaba, charlaba alegremente con los otros enfermos, y parecía acostumbrarse á la inmovilidad como si la hubiese ganado sobradamente con sus cincuenta años de subir y bajar escaleras, revolver colchones, subir carbón y agua, barrer suelos y cepillar alfombras. Héctor, desesperado, iba á verla todos los días y siempre la encontraba lo mismo, tranquila y serena, y diciendo: --No puedo moverme, mi pobre señor, no puedo. Y todas las noches, devorada por la angustia, la mujer de Héctor le preguntaba: --¿Y la vieja Simón? Y él, con desesperado abatimiento, respondía: --Lo mismo, siempre lo mismo. Despidieron á la criada, pues no podían sostenerla, se hicieron mayores economías, y la gratificación anual desapareció. Entonces Héctor reunió á cuatro médicos eminentes para que reconociesen á la vieja. Ella, mirándoles con malicia, se dejó examinar y palpar cuanto quisieron. --Es preciso hacerla andar,--dijo uno. Á lo que ella exclamó: --No puedo, señores, no puedo. Entonces la cogieron, la levantaron, y la arrastraron algunos metros; pero se les escapó de las manos y se desplomó en el suelo dando gritos espantosos hasta que la volvieron á llevar á su asiento tomando infinitas precauciones. Y dictaminaron muy discretamente; mas, declararon que estaba imposibilitada para trabajar. Cuando Héctor dió esta noticia á su mujer, ella se dejó caer en una butaca murmurando: --Más valdría que la tuviésemos aquí: nos costaría menos. Él dió un salto. --¡Tenerla aquí!--exclamó.--¿Eso piensas? Pero ella, resignada á todo, y con los ojos llenos de lágrimas, respondió: --Qué quieres, amigo mío, yo no tengo la culpa... DOS AMIGOS París estaba bloqueado, hambriento, agonizante. En los tejados se veían contados gorriones y las cloacas quedaban despobladas. Se comía cualquier cosa. El señor Morissot, relojero de oficio y soldado de ocasión, paseaba tristemente en una clara mañana de enero por uno de los bulevares exteriores con las manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y la tripa vacía, cuando se detuvo ante un compañero en quien reconoció á un amigo. Era el señor Sauvage con quien había trabado amistad á orillas del río. Antes de la guerra, Morissot salía todos los domingos al despuntar el alba con la caña de bambú al hombro y la caja de hoja de lata á la espalda: tomaba el ferrocarril de Argenteuil, se apeaba en Colombes, y á pie iba hasta la isla Marante. Apenas llegaba á ese lugar de sus sueños se ponía á pescar, y pescando estaba hasta la noche. Todos los domingos se encontraba con un hombrecito regordete y jovial, el señor Sauvage, que tenía tienda de mercería en la calle de Notre Dame de Lorette, y que, como él, era un fanático de la pesca. Con frecuencia pasaban tardes enteras sentados uno junto á otro, con la caña en la mano y los pies colgando por encima de la corriente, y así habían llegado á ser buenos amigos. Ciertos días no hablaban; otros sí, pero aun sin pronunciar palabra se entendían admirablemente, pues tenían gustos iguales y sensaciones idénticas. En primavera, por la mañana y á eso de las diez, cuando el sol hacía flotar sobre las tranquilas aguas la ligera neblina que sigue á la corriente, calentando sus espaldas de pescadores furiosos con el calor de la estación nueva, sucedía á veces que Morissot decía á su vecino: «¡Eh! ¡Qué hermosura!». Y Sauvage respondía: «No hay nada mejor». Y esto bastaba para que se comprendiesen y se estimasen. En el otoño, al finalizar la tarde, cuando el cielo ensangrentado por el sol poniente lanzaba al agua dibujos de nubes escarlata, purpuraba el río, inflamaba el horizonte llenándole de manchas rojizas como el fuego y dorando los árboles amarillentos que parecían estremecerse con los calofríos del invierno, Sauvage miraba sonriendo á Morissot y le decía: «¡Qué espectáculo!». Y Morissot, maravillado, contestaba sin apartar los ojos del flotador: «Eso es mejor que el bulevar, ¿verdad?». En cuanto se hubieron reconocido se estrecharon enérgicamente las manos, y muy emocionados al encontrarse en aquellas circunstancias, Sauvage, exhalando un suspiro murmuró: ¡Cuántos acontecimientos!». Y Morissot, muy triste, gimió: «¡Y qué tiempo! Hoy es el primer día hermoso del año». Con efecto, el cielo azul aparecía inundado de luz. Soñadores y tristes echaron á andar uno junto á otro hasta que Morissot dijo: «¿Y la pesca? ¡Eh! ¡Qué hermoso recuerdo!». Sauvage preguntó: --¿Cuándo volveremos? Entraron en un cafetín, tomaron un ajenjo, y echaron á andar de nuevo por las aceras. Morissot se detuvo para decir: --¿Otro ajenjo? y como Sauvage aceptase, entraron en una taberna. De ella salieron aturdidos como quien tiene el vientre lleno de alcohol. El tiempo era bueno, y brisa agradable les acariciaba el rostro. Sauvage, á quien el aire templado había concluido de embriagar, se detuvo. --Si fuésemos...--dijo. --¿Á dónde? --Pues á pescar. --Pero ¿dónde? --Á nuestra isla. Las avanzadas francesas están cerca de Colombes, y como yo conozco al coronel Dumoulin nos dejarán pasar sin ningún inconveniente. --Vamos--contestó Morissot temblando de deseos: y se separaron para ir á buscar sus utensilios. Una hora después andaban uno junto á otro por la carretera real y por ella llegaron al pueblo donde estaba el coronel, quien sonriendo al oir la petición, no tuvo ningún inconveniente en satisfacerla. Y en cuanto les hubieron dado un salvo conducto y el santo y seña, reanudaron la marcha. No tardaron en llegar á las avanzadas, cruzaron Colombes, completamente abandonado, y se encontraron en los viñedos que llegaban hasta el Sena. Serían las once. En frente, Argenteuil parecía muerto. Las alturas de Orgemont y de Sannois dominaban todo el país, y la llanura que se extiende hasta Nanterre estaba vacía, completamente vacía, con sus desnudos cerezos y sus tierras grises. Sauvage señaló las altas colinas y murmuró: --Los prusianos están allí. Y ante el desierto paisaje, extraña inquietud paralizó á los dos amigos. ¡Los prusianos! Nunca los habían visto, por más que desde hacía un mes los sentían alrededor de París, arruinando á Francia, pillando, matando, sembrando el hambre, invisibles y todopoderosos. Y cierto terror supersticioso se unió al odio que sentían para aquel pueblo desconocido y victorioso. Haciendo un esfuerzo, Morissot consiguió articular: --¡Si los encontrásemos! Sauvage, con esa ironía parisiense que á pesar de todo aparece en todas las ocasiones, respondió: --Pues les ofreceríamos una fritada. Con todo, intimidados por el silencio, vacilaron antes de aventurarse por los campos. Al fin Sauvage se decidió y dijo: --Vamos, en marcha, pero con precaución.--Y por una viña bajaron casi á gatas, ocultándose tras las matas, con la mirada inquieta y alerta el oído. Para llegar á la orilla del río sólo les faltaba cruzar un franja de tierra desnuda, y la cruzaron corriendo ocultándose en los secos cañaverales en cuanto hubieron llegado junto al agua. Morrisot pegó el oído á tierra para escuchar si alguien andaba por aquellas cercanías y no oyó nada: estaban solos, perfectamente solos. Se tranquilizaron y se pusieron á pescar. Frente á ellos, la isla Marante impedía que les viesen desde la orilla opuesta, y la casa del restaurant estaba cerrada y parecía abandonada desde hacía algunos años. Sauvage cogió el primer pescado, Morissot el segundo, y á cada momento levantaban las cañas con un animalito plateado que daba coletazos, colgado al extremo del hilo: una verdadera pesca milagrosa. Metían delicadamente los peces en una red de finas mallas que se hundía en el agua á sus pies, y deliciosa alegría les penetraba, esa alegría que se experimenta cuando se encuentra el goce de que por espacio de mucho tiempo se ha estado privado. El sol les calentaba las espaldas y no oían nada, no pensaban nada, ni nada en el mundo les preocupaba: pescaban. De pronto, ruido sordo que parecía venir de bajo tierra hizo temblar el suelo, y el ruido del cañón se volvió á oir. Morissot volvió la cabeza, y á lo lejos y á la izquierda distinguió la gran silueta del Mont-Valérien que lucía en su frente una pluma blanca, penacho formado con el humo de la pólvora que acababa de vomitar. Inmediatamente después una segunda columna de humo salió de la cumbre de la fortaleza y no tardó en oirse una nueva detonación. Luego siguieron otras y otras y la montaña lanzaba su mortífero aliento despidiendo vapores lechosos que lentamente se iban elevando hacia el tranquilo cielo y formaban una nube encima de ella. Sauvage se encogió de hombros, y dijo: --Ya empiezan otra vez. Morissot, que tenía clavados los ojos en la pluma de su flotador, se sintió poseído de repentina cólera contra los que de tal modo cañoneaban, y murmuró: --¡Preciso es ser muy bruto para matarse así! --Eso es ser peor que las bestias--dijo Sauvage. Y Morissot, que acababa de coger un pez grande, añadió: --Y siempre sucederá lo mismo mientras haya gobiernos. --La República no hubiera declarado la guerra--interrumpió Sauvage. --Con reyes se tiene la guerra fuera; con la República dentro--dijo Morissot sentenciosamente. Y empezaron á discutir y á resolver los graves problemas políticos con el sano juicio de hombres de cortas luces, poniéndose de acuerdo para llegar á esta conclusión: que la humanidad no será nunca libre. Y el Mont-Valérien seguía vomitando hierro, derribando á cañonazos casas francesas, segando vidas, aplastando seres, cortando ensueños, alegrías, felicidades esperadas y deseadas, y abriendo en el corazón de las mujeres, madres, esposas y amantes, heridas que nunca más se habrían de cerrar. --Así es la vida--dijo Sauvage para concluir. --Mejor sería decir: así es la muerte,--replicó Morissot. Y los dos se estremecieron asustados al oir que alguien andaba detrás de ellos. Y al volver la cabeza vieron á cuatro hombres de pie, cuatro hombres grandes, armados y barbudos, vestidos como criados, llevando á la cabeza grandes gorras planas y separados lo preciso para poder mover libremente los fusiles. Las cañas se les cayeron de las manos y echaron á correr río abajo. No tardaron en ser alcanzados, y los otros, metiéndoles en una barca, les llevaron á la isla. Detrás de la casa que habían creído abandonada vieron alineados á veinte soldados alemanes. Una especie de gigante velludo que fumaba sentado á horcajadas en una silla, les preguntó en muy buen francés: --Y bien, señores, ¿han pescado mucho? Uno de los soldados dejó á los pies del oficial la red repleta de pescados. El prusiano sonrió. --Ya veo que la cosa no iba mal--repuso--pero aquí no se trata de eso. Óiganme y no se azoren. Para mí, ustedes son dos espías que me acechaban. Les cojo y les fusilo, pues lo de la pesca era una combinación para disimular sus proyectos. Han caído en mis manos, y como estamos en guerra, tanto peor para ustedes. Con todo, como para llegar hasta aquí les habrán dado el santo y seña, si me lo comunican les perdonaré. Los dos amigos, lívidos y temblando nerviosamente, callaron. El oficial añadió: --Nadie lo sabrá nunca y les dejaré marchar tranquilamente. El secreto quedará entre nosotros, pero si callan, les mato. Escojan. Los dos permanecieron inmóviles y sin abrir la boca. El prusiano, sin perder la tranquilidad, extendió la mano hacia el río y agregó: --Piensen que dentro de cinco minutos estarán en el fondo del agua. Dentro de cinco minutos... ¿Tienen ustedes familia? En el Mont-Valérien, el cañoneo continuaba. Los dos pescadores seguían silenciosos. El alemán dió órdenes en su idioma; cambió luego su silla de sitio para no estar demasiado cerca de los prisioneros, y doce hombres se colocaron á veinte pasos de distancia con el fusil en la mano. El oficial gritó: --Les concedo un minuto; ni un segundo más. Luego se levantó, acercóse á los franceses, cogió á Morissot por un brazo, y llevándosele á parte, le dijo con voz muy baja: --Pronto, el santo y seña. Su compañero no sabrá nada y yo fingiré que me enternezco. Morissot no contestó. Entonces el prusiano se dirigió á Sauvage y le hizo la misma pregunta. Sauvage permaneció callado también. Los dos amigos se encontraron uno junto á otro. El oficial dió órdenes y los soldados levantaron las armas. Entonces los ojos de Morissot se fijaron casualmente en la red llena de pescados que sobre la hierba estaba á pocos pasos. Un rayo de sol hacía brillar las escamas que aun se agitaban, y se sintió desfallecer. Á pesar de sus esfuerzos, sus ojos se llenaron de lágrimas y sólo pudo balbucir: --Adiós, amigo Sauvage. --Adiós, amigo Morissot,--contestó el otro. Y sacudidos de pies á cabeza por invencibles temblores se estrecharon la mano. El oficial grito: «¡Fuego!». Y doce disparos que semejaron una sola detonación, rompieron el silencio que reinaba en la isla. Sauvage cayó de cara. Morissot, que era mucho más alto, osciló, giró sobre sus talones y se desplomó sobre su compañero, con los ojos abiertos como si mirase al cielo, mientras de su agujereado pecho salían chorros de sangre. El alemán dió nuevas órdenes y sus hombres se dispersaron para volver al poco rato trayendo cuerdas y piedras que ataron á los pies de los muertos. Luego los llevaron hasta la orilla. Dos soldados cogieron á Morissot, uno por la cabeza, otro por los pies, y otros dos hicieron lo mismo con Sauvage. Los cuerpos, balanceados un instante con fuerza, fueron lanzados lejos, describieron una curva, y se hundieron de pie en el río. El agua se agitó, burbujeó, se calmó luego, mientras pequeñas ondas se acercaban á las orillas. En el río flotaba un poco de sangre. El oficial, siempre sereno, dijo á media voz: --Ahora les toca el turno á los peces. Luego se encaminó hacia la casa, y al fijarse en la red que contenía los pescados la examinó, sonrió y gritó: «¡Wilhem!». Un soldado que llevaba delantal blanco acudió al llamamiento, y el prusiano, dándole la pesca de los dos fusilados, le dijo: --Fríeme en seguida esos animalitos, ahora que están vivos. Será un plato delicioso. Y encendiendo la pipa se puso á fumar tranquilamente. EL LADRÓN --Les digo que no me creerán. --De todos modos, cuente. --No tengo ningún inconveniente, pero ante todo necesito afirmarle que mi historia, por inverosímil que pueda parecerles, es rigurosamente exacta. Á los únicos á quienes no podría sorprender es á los pintores, á los pintores viejos especialmente, á los que conocieron la época aquella en que la broma era una obsesión aún en las circunstancias más graves. Y el viejo artista se sentó á horcajadas en una silla. Estábamos en el comedor de una fonda de Barbizón, y mi interlocutor repuso: «Aquella noche habíamos comido en casa del pobre Soireul, muerto hoy, que era el más loco de todos nosotros. No éramos más que tres: Soireul, yo, y, si no recuerdo mal, Poittevin, pero en absoluto no me atrevo á afirmar que fuese él. Claro está que me refiero al pintor de marinas, Eugenio de Poittevin, muerto también, y no al paisajista que aún vive y derrocha talento. «Decir que habíamos comido en casa de Soireul significa que todos estábamos borrachos: el único que se encontraba en su sano juicio era Poittevin, que aunque estaba á media vela, todavía podía razonar con claridad. Entonces éramos jóvenes. En el saloncito contiguo al estudio nos habíamos tendido sobre las alfombras y hablábamos de cosas extravagantes. Soireul, tendido boca arriba y con las piernas puestas sobre una silla, hablaba de batallas, discurría sobre los uniformes del Imperio, y, levantándose repentinamente, sacó de un armario un uniforme de húsar y se lo puso. Luego obligó á Poittevin á que se vistiese de granadero, y como éste se resistiese, le sujetamos entre todos, y después de haberle desnudado le metimos dentro de un uniforme inmenso. «Yo me disfracé de coracero, y Soireul nos hizo ejecutar movimientos complicadísimos. De pronto exclamó: «Ya que esta noche somos soldados, bebamos como tales». «Se preparó un ponche, y la llama del ron se elevó por encima de la enorme taza. Y cantábamos canciones antiguas, esas canciones que en otros tiempos entonaban las tropas del primer emperador. «De pronto, Poittevin, que á pesar de todo seguía siendo dueño de sí mismo, nos obligó á callar, y después de algunos segundos de silencio dijo en voz baja: «Estoy seguro de que en el estudio hay alguien». Soireul se incorporó como pudo y exclamó: «¡Un ladrón! ¡Qué suerte!». Luego se puso á cantar la Marsellesa, y precipitándose hacia una panoplia nos equipó conforme correspondía á nuestros uniformes. Á mí me correspondió una especie de mosquete y un sable: á Poittevin un fusil enorme con su correspondiente bayoneta, y Soireul, no encontrando lo que necesitaba, se armó con una pistola de arzón que se colgó al cinto y con un hacha de abordaje que blandió en la diestra. Abrió luego con sigilo la puerta del estudio, y todo el ejército penetró en el territorio sospechoso. «Cuando llegamos al centro del estudio, completamente lleno de lienzos enormes, muebles y objetos extraños, Soireul nos dijo: «Yo me nombro general, y vamos á reunimos en consejo de guerra. Tú, los coraceros, cortarás la retirada al enemigo, ó lo que es lo mismo, darás doble vuelta á la llave de la puerta. Tú, los granaderos, me servirás de escolta. «Ejecuté la orden recibida y luego me reuní al grueso del ejército que operaba un reconocimiento. «En el preciso momento en que iba á alcanzarlo, espantoso ruido se oyó detrás de un biombo. Y allí me precipité con la bujía en la mano. Poittevin acababa de atravesar con su bayoneta el pecho de un maniquí cuya cabeza Soireul deshacía á hachazos. Reconocido el error, el general dijo: «Seamos prudentes» y se reanudaron las operaciones. «Lo menos durante veinte minutos estuvimos registrando todos los rincones del estudio, sin obtener ningún resultado, cuando Poittevin tuvo la idea de abrir un armario inmenso. Era obscuro y profundo; yo avancé el brazo que sostenía la luz. Retrocedí estupefacto: allí dentro había un hombre, y el hombre aquel me había mirado. «Inmediatamente cerré el armario con llave y nuevamente nos reunimos en consejo. «Las opiniones fueron distintas. Soireul quería quemar al ladrón; Poittevin propuso rendirlo por hambre, y yo inicié la idea de volar con pólvora el armario. «La opinión de Poittevin prevaleció, y mientras montaba la guardia, fuimos á buscar el ponche que había sobrado y nuestras pipas. Luego nos instalamos frente al armario y bebimos á la salud del prisionero. «Media hora después Soireul dijo: «Creo que me gustaría verle de cerca... ¿si nos apoderásemos de él por la fuerza?» «Yo grité «bravo» y, tomando las armas, abrimos el armario. Soireul, armado con su pistola, que estaba descargada, se precipitó el primero, y todos le seguimos. «Se trabó una lucha espantosa, y después de cinco minutos de inverosímil pelea en la obscuridad, sacamos á la luz á algo así como un bandido viejo, de pelo blanco, sórdido y harapiento. «Le atamos de pies y manos, y le sentamos en una butaca. Á todo esto el ladrón no había pronunciado una palabra. «Entonces Soireul, que tenía la borrachera solemne, se volvió hacia nosotros y nos dijo: «--Ahora, juzguemos á ese miserable. «Yo estaba tan ebrio que la idea me pareció excelentísima. «Poittevin se encargó de la defensa y yo de sostener la acusación. Fué condenado á muerte por unanimidad, excepción hecha del voto de su defensor. «Vamos á ejecutarlo» dijo Soireul. Pero inmediatamente, un escrúpulo se apoderó de él. «Este hombre--dijo--no puede morir privado de los socorros de la religión. Creo que deberíamos ir á buscar á un sacerdote». Yo objeté que era muy tarde; mas como Soireul me propuso para que ejerciese las funciones eclesiásticas, exhorté al criminal para que se confesase conmigo. «El hombre, que desde hacía cinco minutos nos miraba con espanto preguntándose sin duda con qué clase de seres se las tenía que haber, articuló con voz ronca y quemada por el alcohol: «Sin duda, ustedes bromean». Pero Soireul le obligó á que se arrodillase, y por si sus padres habían olvidado bautizarle, le vertió una copa de ron sobre el cráneo. «Luego dijo: «--Confiésate, porque tu última hora ha sonado. «Aterrorizado, el granuja se puso á pedir socorro dando tales gritos, que fué preciso amordazarle para que no despertase á todos los vecinos. Entonces se tiró al suelo y se arrastró derribando muebles, rompiendo lienzos y retorciéndose como un condenado. Impacientado, Soireul exclamó: «Vamos, acabemos». Y apuntando al miserable que yacía tendido en el suelo, apretó el disparador de su pistola. Cayó el gatillo produciendo un ruido lijero y seco: yo, arrastrado por el ejemplo tiré á mi vez, y mi fusil, que era de piedra, lanzó una chispa que me sorprendió muchísimo. «Poittevin, pronunció muy gravemente estas palabras: «--¿Tenemos derecho para matar á ese hombre?» «Estupefacto, Soireul respondió: «--¿Y cómo no hemos de tenerlo puesto que le hemos condenado?» «Pero Poittevin repuso: --«No se fusila á los paisanos. Este hombre debe ser entregado al verdugo. Vamos á llevarle á la cárcel». «El argumento nos pareció concluyente: recogimos al hombre, pero como no podía andar le atamos á una tabla y yo le llevé con Poittevin. Soireul, armado hasta los dientes, cerraba la marcha. «Á la puerta de la comisaría nos detuvo un agente, y el comisario, al que hicieron bajar, nos reconoció; mas como diariamente era testigo de nuestros calaveradas y de nuestras inverosímiles invenciones, se puso á reir y se negó á aceptar al prisionero. «Soireul insistió, pero entonces el comisario nos invitó severamente á que volviésemos á casa sin hacer el menor ruido. «La tropa se puso en marcha y volvimos al estudio. Yo pregunté: «¿Y qué hacemos con el ladrón?» «Poittevin, repentinamente enternecido, afirmó que el pobre hombre debía estar muy cansado. Efectivamente: amordazado y perfectamente atado á la tabla, parecía un muerto. «Yo me sentí poseído de piedad violenta, y, arrancándole la mordaza, le pregunté: «¡Eh! pobre viejo ¿cómo va?» «El infeliz gimió: «Diablo, que para broma ya basta». Entonces, Soireul, con paternal ternura rompió sus ligaduras, le obligó á que se sentase, le tuteó, y para reconfortarle nos pusimos á preparar un nuevo ponche. El ladrón, sentado en su butaca, nos contemplaba impasible; y cuando la bebida estuvo á punto, le ofrecimos un vaso y brindamos. «El prisionero bebió por un regimiento, pero, cuando el alba apuntó, se puso en pie y dijo con mucha calma: «Me veo precisado á dejaros, pero tengo que irme á casa». «Aquello nos entristeció: quisimos retenerle, mas él se negó á estar más tiempo con nosotros. «Le estrechamos la mano, y Soireul alumbró el vestíbulo y le dijo: «Cuidado con el escalón del portal». En torno del narrador se reía francamente. Éste se levantó, encendió la pipa, y mirándonos con fijeza, dijo: «Y lo más gracioso de mi historia es que es verdadera». TONICO I Á diez leguas á la redonda se conocía al tío Tonico, Tonico el gordo, Tonico-mi-triple, á Antonio Macheblé, Brulote de apodo, el tabernero de Tournevent. Había hecho célebre á la aldea hundida en un pliegue del valle que bajaba hasta la mar, pobre aldea compuesta de diez casas normandas rodeadas de fosos y de árboles. Y las casitas estaban allí amontonadas, ocultas casi entre hierbas y juncos, detrás de la curva que había sido causa de que á aquel lugar se le llamase Tournevent. No parecía sino que, como los pájaros, habían ido á buscar asilo en aquel hoyo para resguardarse de las borrascas y del viento fuerte y salado que todo lo destruye y quema cual si fuese fuego. Pero, la aldea entera parecía pertenecer en propiedad á Antonio Macheblé, por mal nombre el Brulote, al que también llamaban Tonico y Tonico-mi-triple, á consecuencia de una frase que empleaba constantemente. --Mi triple es el primero de Francia. Su triple era su aguardiente, claro está. Veinte años hacía que envenenaba á la comarca con su triple, pues cada vez que le preguntaban: --¿Y qué vamos á beber tío Tonico? Contestaba invariablemente: --Un brulote, sobrino; eso calienta la tripa y aclara la cabeza: para el cuerpo no hay nada mejor. También tenía costumbre de llamar á todo el mundo _sobrino_, por más que jamás hubiese tenido hermanos ni hermanas casados. Y todo el mundo conocía á Tonico el Brulote, el hombre más gordo del cantón y tal vez de todo el distrito. Su casita parecía ridículamente pequeña y estrecha para contenerle, y cuando se le veía de pie ante su puerta, donde pasaba días enteros, la gente se preguntaba cómo se las componía para entrar en ella. Y en ella entraba cada vez que se presentaba un consumidor, pues Tonico-mi-triple estaba invitado por derecho propio á tomar su copita por cuenta de cuantos entraban á beber en su casa. La muestra de su establecimiento decía: «La reunión de los amigos», y, efectivamente, lo era, pues el tío Tonico tenía amistad con todos los habitantes de la comarca. Para verle y reirse oyéndole, iban desde Fecamp y Montivilliers, pues aquel hombre gordo era capaz de hacer reir hasta á las mismas piedras. Tenía un modo tan especial de bromear con la gente sin ofenderla nunca, de guiñar los ojos para expresar lo que no decía, y de darse palmadas de los muslos, que en sus accesos de alegría obligaba á todo el mundo á reirse. Y además, sólo verle beber era curiosísimo. Bebía cuanto le ofrecían y bebía de todo con risible alegría en sus ojos cargados de malicia, alegría causada por la doble satisfacción de regalarse gratis, y además, amontonar cuartitos. Los burlones del país le preguntaban: --Tío Tonico ¿por qué no se bebe la mar? Á lo que él respondía muy seriamente: --Porque hay dos cosas que se oponen: primera, que es salada, y segunda porque tendría que embotellarla pues mi abdomen no me permite doblarme lo suficiente para beber en esa taza. Pero lo mejor era ver cómo se peleaba con su mujer. Era una comedia tan extraordinaria, que se hubiera pagado con gusto para presenciarla. Treinta años hacía que estaban casados y se peleaban todos los días, pero, con la diferencia que, mientras ella lo tomaba en serio, Tonico lo tomaba á broma. Ella era una campesina enorme que andaba con movimientos de pájaro zancudo y levantaba la cabeza como un gato montés furioso. Pasaba el tiempo criando gallinas en un patio situado detrás de la taberna, y tenía fama por el modo que tenía de cebar las aves. Cuando en Fecamp se daba una comida en casa de gente de la alta, para que la comida se celebrase preciso era que en ella se sirviese á un pensionista de la tía Tonica. Pero, había nacido de mal humor y nunca estaba contenta. Furiosa contra el mundo entero, al primero que guardaba rencor era á su marido; y le guardaba rencor por su alegría, por su fama, por su salud, y por su habilidad para tratar á la gente. Le trataba de sinvergüenza porque ganaba dinero sin trabajar, porque comía y bebía como diez, y no pasaba día sin que dijese: --Un hombre así ¿no estaría mejor en la pocilga con los cerdos? Sólo al ver su grasa se revuelve el estómago. Y no se ocultaba para decirle: --Espera, espera un poco que ya veremos lo que sucederá. El día menos pensado revientas como un triquitraque. Tonico se reía con toda la boca, y dándose palmadas en el vientre contestaba: --Procura engordar así á tus gallinas, y ya verás como te va bien. Y arremangándose una manga enseñaba su enorme brazo, añadiendo: --Ahí tienes un buen alón, ahí lo tienes. Y los parroquianos, sin poderse tener de risa, daban puñetazos á la mesa, patadas al suelo, y en el delirio de su alegría escupían por el colmillo. La vieja, enfurecida, repetía: --Espera, espera un poco que ya veremos lo que sucederá. El día menos pensado revientas como un triquitraque... Y acompañada por las carcajadas de los bebedores se marchaba rabiosa. Con efecto, ver á Tonico tan gordo, colorado y macizo, sorprendía. Era uno de esos seres enormes en los cuales parece que la muerte se divierte con astucias, alegrías y bufonadas pérfidas, haciendo irresistiblemente cómico su trabajo de destrucción. En vez de aparecerse como á los demás seres, anunciándose por medio de los cabellos blancos, de la delgadez, de las arrugas, del agotamiento constante que hace exclamar «¡Diantre y cómo ha cambiado!» parecía complacerse engordando á Tonico, engordándole hasta el extremo de hacerle monstruosamente cómico, iluminándole de rojo y azul, haciéndole soplar y dándole apariencias de salud sobrehumana. Y las deformaciones que inflige á los seres, en vez de ser siniestras y lastimosas, en él eran risibles, extravagantes y divertidas. --Espera, espera un poco--repetía la tía Tonica;--ya veremos lo que sucederá. II Y sucedió que Tonico quedó imposibilitado á consecuencia de un ataque de parálisis. Acostaron al coloso en una alcobita junto al café, á fin de que pudiese oir cuanto se dijese y charlar con los amigos, pues su cabeza se conservaba sana mientras su cuerpo, un cuerpo enorme, imposible de mover ni de levantar, estaba condenado á inmovilidad absoluta. En los primeros tiempos se creyó que las piernas recobrarían algunas fuerzas, pero esa esperanza no tardó en desvanecerse, y Tonico-mi-triple pasó los días y las noches en su cama, que sólo se hacía una vez por semana, y eso con la ayuda de cuatro vecinos que levantaban al tabernero, cogiéndole por los cuatro remos, mientras volvían y sacudían el jergón y los colchones. Y á pesar de todo, conservaba su alegría, pero era distinta, más tímida, más humilde, sintiendo temores de niño ante su mujer, la cual pasaba los días quejándose. --Ahí está, ahí está--decía;--ese gandul, ese sinvergüenza, ese borracho, ahí está. Buena, buena la has hecho. Él no contestaba, contentándose con guiñar los ojos cuando la vieja volvía la espalda. Por lo demás, no podía hacer ningún otro movimiento. Su mayor distracción consistía en escuchar lo que se decía en el café y en dialogar desde la cama con los amigos cuyas voces reconocía: --¡He, sobrino!--gritaba,--¿eres tú, Celestino? Y Celestino Maloisel respondía: --Yo soy, tío Tonico. ¿Cuándo galoparás borricote? --Galopar, todavía no; pero no adelgazo y la tripa no va mal. No tardó en hacer que sus íntimos entrasen en la habitación y le hiciesen compañía por más que al ver que bebían sin él se desesperaba. Y repetía constantemente. --Mi yerno, eso de no poder saborear mi triple me llega al alma. Lo demás me importa un pepino, pero eso de no beber... Entonces la cabeza de gato montés de la vieja aparecía en la ventana y decía á gritos: --Ahí lo tenéis, ahí lo tenéis, á ese sinvergüenza al cual es preciso dar de comer, lavar y limpiar como á un cerdo. Y cuando la vieja había desaparecido, sucedía con frecuencia que un gallo con plumas rojas se asomaba á la ventana, miraba con sus ojos redondos y curiosos lo que pasaba en el interior de la habitación, y soltaba un sonoro ki-ki-ri-ki. Y á veces también una ó dos gallinas volaban hasta los pies de la cama buscando las migas esparcidas por el suelo. Los amigos de Tonico-mi-triple abandonaron pronto la sala del café para hacer tertulia alrededor del lecho del paralítico, pues aun enfermo como estaba, todavía les hacía reir. El maldito hubiera hecho desternillar al mismo diablo. Entre ellos había tres que acudían diariamente: Celestino Maloisel, alto, delgado, y un poco torcido como el tronco de un manzano; Próspero Horslaville, delgadito, bajo, con nariz de hurón y astuto como una zorra, y Cesáreo Paumelle que aun cuando no hablaba nunca no por esto dejaba de divertirse. Traían una tabla del patio, la apoyaban en la cama, y allí jugaban partidas de dominó que á veces duraban desde las dos hasta las seis de la tarde. Pero, la vieja Tonica llegó á mostrarse insoportable y no podía tolerar que su marido continuara divirtiéndose y jugase al dominó desde la cama; así que, cada vez que veía una partida empezada, se ponía furiosa, tiraba la tabla, cogía las fichas y se las llevaba al café, diciendo que ya era bastante eso de dar de comer á aquel gordo cebón que no hacía nada, ni para nada servía, para tener que soportar aún que se divirtiese y burlase de los que pasaban el día trabajando. Celestino Maloisel y Cesáreo Paumelle inclinaban la cabeza, pero Próspero Horslaville provocaba á la vieja y se divertía enfureciéndola. Un día, viéndola más exasperada que de costumbre, la dijo: --¡He, tía Tonica! ¿Sabe usted lo que yo haría si me encontrase en su lugar? Ella, clavando en su interlocutor sus ojos de lechuza, esperó á que se explicase. --Pues--añadió--como su hombre parece un horno, le haría empollar huevos. La vieja se quedó estupefacta pensando que se burlaban de ella y fijándose en la cara pequeña y astuta del labrador, quien agregó: --Le pondría cinco bajo un brazo, cinco bajo otro, y lo haría el mismo día que pusiera á empollar la clueca. Nacerían á un tiempo, y cuando los polluelos hubiesen roto el cascarón, se los daría á la gallina para que los criase. Y sería un negocio. La vieja, desconfiando, preguntó: --¿Eso puede ser? --¡Ya lo creo que puede ser! ¿Por qué no ha de poder ser? Del mismo modo que se empollan huevos en una caja caliente, se pueden empollar en una cama. Esta explicación le pareció muy razonable y se fué pensativa y tranquila. Ocho días más tarde entró en la habitación de Tonico con el delantal lleno de huevos. Y le dijo: --Acabo de poner diez huevos en el nido de la rubia y te traigo otros diez á ti, procura no romperlos. --Pero ¿qué quieres?--preguntó con asombro Tonico. --Pues que los empolles, sinvergüenza. Al principio se rió, pero como ella insistiese, llegó á enfadarse, quiso resistir, y se negó resueltamente á que le pusiese bajo los brazos los huevos aquéllos que con su calor tenía que empollar. Pero la vieja, furiosa, le dijo: --Pues si no los tomas, no comerás. Ya veremos lo que sucederá. Tonico, inquieto, no quiso contestar. Cuando dieron las dos llamó pidiendo la sopa. --No hay sopa para ti, gandul--le gritó la vieja desde la cocina. Creyó que era una broma y esperó, luego rogó, suplicó, juró, dió puñetazos á las paredes, pero tuvo que resignarse á que le metiesen cinco huevos en cada sobaco. Después se le dió la sopa. Cuando sus amigos llegaron creyeron que estaba muy mal, tan inquieto y molesto parecía. Luego jugaron la partida diaria; pero Tonico, á juzgar por la lentitud y las precauciones con que extendía la mano para coger las fichas, debía divertirse muy poco. --¿Te han amarrado el brazo?--le preguntó Horslaville. --Parece que tengo un peso en el hombro,--respondió Tonico. De pronto, alguien entró en el café y los jugadores callaron. Eran el alcalde y su secretario, que pidieron dos copitas de triple y se pusieron á hablar de cosas del país, y como conversaban en voz baja Tonico se quiso enterar de lo que decían, y olvidándose de los huevos hizo un movimiento brusco para pegar la oreja á la pared. Y se echó sobre una tortilla. Por el taco que soltó, la vieja adivinó el desastre y lo descubrió; primero quedó inmóvil, indignada, demasiado sofocada para hablar ante aquel cataplasma amarillo pegado al costado de su marido. Luego, temblando de rabia, se lanzó sobre el paralítico y empezó á golpearle el vientre, y sus manos caían una tras otra, con ruido sordo y como si estuviese lavando ropa en la charca. Los amigos de Tonico reventaban de risa, tosían, estornudaban, daban gritos; mas, el hombre, muy sofocado, paraba prudentemente los ataques de su mujer para no romper los cinco huevos que tenía al otro lado. III Tonico fué vencido: tuvo que empollar y que renunciar á las partidas de dominó, renunciando al mismo tiempo á todo movimiento, pues la vieja, cada vez que rompía un huevo, le cortaba los víveres con terrible ferocidad. Pasaba las horas echado boca arriba, con los ojos fijos en el techo, inmóvil, con los brazos levantados como alas, y calentando con el calor de su cuerpo los gérmenes encerrados en los blancos cascarones. Hablaba en voz baja como si temiese tanto al ruido como á los movimientos, y se informaba de la rubia que en el gallinero hacía el mismo trabajo que él. Y le preguntaba á su mujer: --¿La rubia come por la noche? Y la vieja iba de las gallinas á su marido obsesionada, poseída por la preocupación de los polluelos que maduraban en el nido y en la cama. Las gentes del país que conocían la historia, venían, curiosos y muy serios, á informarse del estado de Tonico. Entraban en su habitación andando de puntillas, como se entra en el cuarto de un enfermo, y preguntaban con interés: --¿Cómo va? --No va mal, no va mal--respondía Tonico;--pero parece que un regimiento de hormigas se me pasea por la piel. Ahora bien, una mañana entró su mujer, y con visible emoción le dijo: --La rubia tiene siete. Había tres huevos malos. El corazón de Tonico latió con violencia.--Él, ¿cuántos tendría? Y preguntó: --¿Será pronto? --Así lo espero--contestó la vieja, torturada por el temor de un fracaso. Y esperaron. Los amigos, enterados de lo que debía ocurrir, se mostraban inquietos; de la cosa se hablaba en todas las casas, y la gente se informaba de puerta en puerta. Á eso de las tres, Tonico se quedó medio dormido, pues pasaba durmiendo la mayor parte del tiempo. Inusitado cosquilleo debajo del brazo izquierdo le despertó repentinamente, y llevando allí la mano derecha, cogió á un pollito cubierto de vello amarillo que se agitaba entre sus dedos. Tan grande fué su emoción, que empezó á chillar, y soltó el polluelo que se puso á pasearse por el pecho. El café estaba lleno de gente, los bebedores se precipitaron, invadieron la habitación, formaron círculo alrededor de la cama como suele hacerse alrededor de un saltimbanqui, y la vieja cogió con mil precauciones al animalito, que se había refugiado entre las barbas de su marido. Nadie hablaba. Era un día de abril, cálido, y por la ventana se oían los cacareos de la clueca llamando á los recién nacidos. Tonico, que sudaba de emoción, de angustia y de inquietud, murmuró: --Tengo otro debajo del brazo izquierdo. Su mujer metió en la cama su descarnada mano y, con precauciones de comadrona, sacó á la luz el segundo polluelo. Los vecinos quisieron verlo, y todos se fijaron en él tan atentamente como si se tratase de un fenómeno. Durante veinte minutos no nació ninguno, pero luego salieron cuatro á un tiempo. Aquello provocó una tempestad de rumores, y Tonico, satisfecho con su éxito, sonrió enorgullecido por su extraña paternidad. Al fin y al cabo, lo que hacía no se había visto hasta entonces... ¡Qué casta de hombre! --¡Seis! ¡Santo Dios, qué bautizo!--gritó. Los presentes soltaron la carcajada. EL café estaba lleno, y ante la puerta esperaba mucha gente. Todos preguntaban: --¿Cuántos hay? --¡Hay seis! La tía Tonica llevaba á la clueca su nueva familia, y la gallina cocleaba á más no poder, erizaba las plumas y extendía sus alas para abrigar á su creciente prole. --¡Uno más!--gritó Tonico. Pero se había equivocado, ¡eran tres! Aquello fué un triunfo... El último rompió el cascarón á las siete. ¡Todos los huevos eran buenos! Y Tonico, enloquecido por el contento, libre y feliz, besó al animalito, al que por poco ahoga entre sus labios. Quiso guardarle con él, en su propia cama, hasta el día siguiente; pero la vieja se lo llevó, como se había llevado á los demás, sin hacer caso de las súplicas de su marido. Los asistentes, encantados, se fueron hablando del suceso, y Horslaville, que se quedó el último, preguntó: --Di, tío Tonico, ¿me convidas á comer el primero? Al oir la palabra comida, el rostro de Tonico se iluminó, y dijo: --Pues ya lo creo que te convido, sobrino, faltaría más... LOS PRISIONEROS En el bosque no se oía más ruido que el ligero murmullo de la nieve al caer sobre los árboles. Y la nieve había estado cayendo todo el día; una nieve finísima que envolvía las ramas con tenue y helada espuma, que tendía sobre las hojas muertas de la espesura ligero techo de plata, y por los caminos inmensa y blanca alfombra iba haciendo más profundo el imponente silencio de aquel océano de árboles. Delante de la puerta de la casa de campo, una mujer joven, con los brazos desnudos, colocaba leña sobre una piedra y luego la partía á hachazos. Era alta, delgada y fuerte, mujer de los bosques, hija y esposa de guardas campestres. Desde el interior de la casa, una voz gritó: --Berta, esta noche nos quedamos solas y es preciso que cerremos, pues por estos alrededores tal vez vaguen lobos y prusianos. La leñadora respondió hendiendo un tronco á hachazos, y á cada movimiento que hacía para levantar los brazos erguía el esbelto busto. --Ya he concluido, mamá, ya he concluido, y no tema nada, pues aún es de día. Luego recogió la leña y las astillas que amontonó junto á la chimenea, volvió á salir para cerrar los postigos, unos postigos de encina enormes, y entró, corriendo los pesados cerrojos. Su madre, una vieja arrugadita que los años hacían miedosa, hilaba junto á la lumbre. --No me gusta que salgas cuando padre está fuera. Dos mujeres no son gran cosa. La joven respondió: --Lo mismo mataría á un lobo que á un prusiano. Y clavó los ojos en un gran revólver que estaba colgado junto al hogar. Su marido había sido incorporado al ejército en los comienzos de la invasión prusiana, y las dos mujeres se habían quedado solas con el padre, el viejo guarda Nicolás Pichón, llamado el Zancudo, que obstinadamente se había negado á abandonar su morada para encerrarse en la ciudad. La población más próxima era Rethel, antigua plaza fuerte enclavada sobre una roca. Allí se era patriota, y los burgueses habían decidido resistir á los invasores, encerrarse, y sostener un sitio como las tradiciones de la ciudad exigían. Dos veces ya, bajo los reinados de Enrique IV y de Luis XIV, los habitantes de Rethel se habían cubierto de gloria con defensas heroicas, y ¡qué diablo! pues harían lo mismo ó les quemarían vivos dentro de sus murallas. Así, pues, habían comprado cañones y fusiles, equipado milicias, formado batallones y compañías, y se pasaban los días haciendo el ejercicio en la plaza de Armas. Todos, panaderos, tenderos de ultramarinos, carniceros, notarios, procuradores, carpinteros, libreros y farmacéuticos, maniobraban por turno, á horas fijas y regulares, bajo las órdenes de Lavigne, antiguo alférez de dragones que se había casado con la hija de Ravaudan, cuya tienda de mercería había heredado. Él mismo se había nombrado comandante mayor de la plaza, y como todos los jóvenes se habían ido á las filas, había echado mano á los otros y hacía que se preparasen para la resistencia. Los gordos iban siempre por la calle á paso gimnástico con objeto de que su grasa se fundiese y cobrar mayor aliento, y los débiles transportaban pesados bultos para fortificar sus músculos. Y, aun cuando esperaban á los prusianos, los prusianos no parecían. Sin embargo, no debían de estar muy lejos, pues dos veces los exploradores habían llegado hasta la casa de Nicolás Pichón, alias el Zancudo. El viejo guarda, que era más ligero que una ardilla, había dado aviso á la ciudad, donde, aunque dispusieron los cañones, no llegaron á ver al enemigo. La morada del Zancudo servía de puesto de avanzada en el bosque de Aveline. Y el hombre iba á la ciudad dos veces por semana para hacer provisiones y daba, á los burgueses allí encerrados, noticias del campo. Aquel día había salido para anunciar que, la víspera, un pequeño destacamento de infantería alemana había hecho alto en su casa á eso de las dos, volviendo á marcharse en seguida. Y anunció también que el sargento que lo mandaba hablaba francés perfectamente. Cuando el viejo salía de noche, se llevaba á sus dos perros, dos mastines enormes con cabeza de león, pues temía á los lobos que empezaban á mostrarse feroces, y dejaba á las dos mujeres, recomendándoles que se encerrasen antes que fuese de noche. La joven no conocía el miedo, pero la vieja temblaba por cualquier cosa y no hacía más que repetir: --Todo eso acabará mal, ya veréis como acabará mal. Y aquella noche, sin saber por qué, estaba más inquieta que de costumbre. --¿Sabes á qué hora volverá tu padre?--preguntó. --Lo más pronto á las once. Cuando come en casa del comandante siempre vuelve tarde. Y puso el puchero en la lumbre para hacer la sopa y se quedó inmóvil, pues había oído un ruido sospechoso. Y murmuró: --Alguien anda por el bosque y lo menos son siete. La vieja, asustada, cesó de hilar. --¡Dios Santo! Y tu padre que no está... Aún no había concluido de hablar cuando violentos golpes hicieron retemblar la puerta. Como las mujeres no contestaban, una voz gutural y fuerte gritó: --¡Abrid! Luego, después de un silencio, la misma voz repitió: --Abrid ó echo abajo la puerta. Entonces Berta se metió en el bolsillo de la falda el revólver que estaba colgado junto al hogar, fué luego á pegar la oreja contra la puerta, y preguntó: --¿Quién va? La voz respondió: --El destacamento del otro día. --¿Qué quieren ustedes? --Desde esta mañana andamos perdidos por el bosque. Abra ó rompo la puerta. La mujer no podía vacilar; descorrió el cerrojo, y retirando la tranca abrió y pudo ver en la sombra pálida de la nieve á seis hombres, seis soldados prusianos, los mismos que habían visto la víspera. Y les dijo resueltamente: --¿Qué vienen á hacer á estas horas? El sargento respondió: --Estoy perdido, completamente perdido, y he reconocido la casa. Desde por la mañana no he comido nada ni mi destacamento tampoco. --Es que esta noche estoy sola con mi madre. El soldado, que parecía un buen hombre, dijo: --No importa. Yo no les haré ningún daño y ustedes nos darán de comer. Nos morimos de hambre y de cansancio. La mujer dejó el paso libre diciendo: --Entren. Y entraron, cubiertos de nieve, llevando en los cascos una especie de crema espumosa que les daba cierta semejanza con los merengues: y parecían lacios, extenuados. La mujer les señaló los bancos de madera que estaban junto á la gran mesa. --Siéntense--les dijo.--Voy á hacerles una sopa, pues verdaderamente parece que no podéis más. Y añadió agua al puchero, echó más manteca y más patatas, y cortando la mitad del tocino que estaba colgado junto á la chimenea, la metió en el caldo. Los seis hombres seguían ansiosamente sus movimientos, dejaron los cascos y los fusiles en un rincón, y esperaron sin moverse, quietos y callados como chicos en los bancos de la escuela. La madre se había puesto á hilar, clavando miradas llenas de terror en los soldados invasores. Y no se oía más ruido que el ligero zumbido de la rueca, los chasquidos de la leña y el murmullo del agua que hervía. Pero de pronto, extraño ruido hizo que todos se estremeciesen; algo como un ronquido, ronquido de bestia fuerte y poderosa que hubiese estado junto á la puerta. El sargento alemán se puso junto á los fusiles de un salto, pero la mujer, sonriendo, le contuvo con un gesto: --Son los lobos--le dijo,--que hacen como ustedes. Vienen hasta aquí porque tienen hambre. El hombre, incrédulo, quiso ver, y en cuanto hubo abierto la puerta distinguió dos grandes bestias grises que huían rápidamente. Y volvió á sentarse murmurando: --Nunca lo hubiese creído. Cuando la sopa estuvo á punto, la comieron vorazmente, abriendo las bocas hasta las orejas para engullir más, con ojos redondos que se abrían al mismo tiempo que las mandíbulas, y con ruido de gargantas semejantes á los de las canales. Las dos mujeres, mudas é inmóviles, contemplaban los rápidos movimientos de aquellas barbas rojas por las que las patatas desaparecían como entre vellones oscilantes. Cuando hubieron comido, y como tenían sed, la joven fué á buscarles sidra al cillero. En él estuvo largo rato: estaba en una cueva abovedada que, según se decía, había servido de cárcel y de escondrijo durante la revolución. Y á él se bajaba por una escalerilla de caracol que al fondo de la cocina cerraba recia trampa. Cuando Berta reapareció reía sola, y rió maliciosamente, al dar á los alemanes un gran jarro de bebida. Luego cenó con su madre, al otro extremo de la cocina. Los soldados habían concluido de comer, y los seis se dormían alrededor de la mesa. De tiempo en tiempo una cabeza caía con ruido sobre la madera, y el hombre, bruscamente despertado, erguía el busto. Berta dijo al sargento. --Échense delante de la lumbre, que hay bastante sitio para seis. Yo me voy arriba con mi madre. Y las dos mujeres subieron al primer piso. Oyóse que daban doble vuelta á la llave, que andaban y se movían, y luego no se oyó nada más. Los prusianos se extendieron en el suelo, metiendo casi los pies en la lumbre, apoyando la cabeza en las arrolladas mantas, y los seis no tardaron en roncar con tonos diversos, agudos ó sonoros, pero continuos y formidables. Largo rato hacía que dormían, cuando sonó un tiro, un tiro fuertísimo que cualquiera hubiese creído disparado á las mismas puertas de la casa, y luego dos nuevas detonaciones estallaron y fueron seguidas de otras tres. Los soldados se pusieron en pie de un salto. La puerta del primer piso se abrió bruscamente, y Berta apareció descalza, en camisa, cubiertas las piernas con una enagua corta, con una vela en la mano, y con el rostro descompuesto. Dirigiéndose al sargento balbució: --Ahí están los franceses y lo menos vienen doscientos. Si les encuentran aquí quemarán la casa. Bajen á la bodega y no hagan ruido, pues si les descubren estamos perdidos. El sargento, medio dormido y muy asustado, murmuró: --Muy bien, muy bien: ¿por dónde hay que bajar? La mujer levantó precipitadamente la trampa y los seis hombres desaparecieron por la escalerilla, hundiéndose en el suelo uno tras otro, ó bajando de espalda para tantear los escalones con el pie. Pero, en cuanto la punta del último casco hubo desaparecido, Bertina dejó caer la pesada plancha de encina, gruesa como un muro, dura como el acero, que mantenían goznes y cerradura de calabozo, y dando dos vueltas á la llave se puso á reir con risa silenciosa y satisfecha, sintiendo deseos locos de ponerse á bailar sobre las cabezas de sus prisioneros. Encerrados allí dentro como en sólida caja de piedra que recibía el aire por un tragaluz cerrado con gruesos barrotes de hierro, ni siquiera se movían. Berta echó leña á la lumbre, volvió á colocar el puchero, y empezó á hacer sopa murmurando: --Esta noche padre vendrá cansado. Luego se sentó y esperó. Solamente el sonoro péndulo del reloj interrumpía el silencio con su tic-tac regular. Y de cuando en cuando Berta fijaba en la esfera una mirada impaciente que parecía decir: --Eso no anda de prisa. Pronto le pareció oir que murmuraban á sus pies, y confusamente llegaron hasta ella, á través de la bóveda de la bodega, palabras pronunciadas en voz baja. Los prusianos empezaban á comprender la treta, y el sargento, subiendo la escalerilla, golpeó la trampa diciendo: --Abrid. Ella contestó imitando su acento: --¿Qué quiere usted? --Abra. --Pues no abro. El hombre se enfureció. --Abra ó rompo la puerta. Ella soltó una carcajada y dijo. --Rompa, rompa si puede. Con la culata de su fusil, el prusiano empezó á golpear la gruesa plancha de encina que se cerraba sobre su cabeza; pero fué inútil, hubiera resistido los golpes de una catapulta. Bertina le oyó bajar y los soldados vinieron luego, uno tras otro, á ensayar su fuerza y á inspeccionar la cerradura; pero convencidos de la inutilidad de sus tentativas, bajaron todos á la bodega y se pusieron á hablar. La joven les estuvo oyendo un rato; después abrió la puerta que daba al campo y escuchó atentamente. Un ladrido lejano llegó á sus oídos. Silbó como hubiera podido hacerlo un cazador, y casi al mismo tiempo dos enormes perros surgieron de la sombra y corrieron hacia ella. Les sujetó cogiéndoles por el cuello y con todas las fuerzas de sus pulmones gritó: --¡Eh! Padre. Una voz, muy lejana todavía, respondió. --¡Berta! Ella esperó algunos segundos y repitió: --¡Eh! Padre. La misma voz, ya más próxima, contestó: --¡Berta! La joven dijo entonces: --No pases por delante del tragaluz, hay prusianos en la bodega. Bruscamente la gran silueta del hombre se dibujó á la izquierda, inmóvil entre dos árboles, y preguntó con inquietud: --Prusianos en la bodega... ¿Y qué hacen allí? Berta se puso á reir. --Son los de ayer--dijo.--Se habían perdido en el bosque y yo les he metido en la bodega para que se refresquen. Y refirió lo ocurrido y cómo los había asustado con los tiros de revólver y encerrado después. El viejo, siempre grave, preguntó: --Y ahora ¿qué vamos á hacer? --Pues irás á buscar al señor Lavigne y á su tropa para que les haga prisioneros. Poco contento que se pondrá. El viejo Pichón sonrió. --Vaya si estará contento. --Tienes sopa preparada--le dijo su hija.--Cómela pronto y vete. El viejo se sentó á la mesa, y después de haber llenado dos platos para los perros, comió él. Los prusianos, al oir hablar, habían callado. El Zancudo se marchó un cuarto de hora después, y Berta, sentada junto á la lumbre, esperó. Los prisioneros se agitaban de nuevo, y gritaban y llamaban dando furiosos culatazos á la inconmovible trampa. Luego empezaron á disparar por el tragaluz, esperando sin duda que si algún destacamento alemán pasaba por allí cerca les oiría. Berta no se movía; pero el ruido aquel la impacientaba y la irritaba. Furiosa cólera despertaba en ella, y para hacerles callar les hubiera asesinado. Luego, como su impaciencia crecía por momentos, clavó los ojos en el reloj y se puso á contar los minutos. Hacía hora y media que su padre se había marchado y ya debía estar en la ciudad. Le parecía que le estaba viendo. Le contaba la cosa al señor Lavigne, que palidecía de emoción y llamaba á su criada para que le diese el uniforme y las armas. Oía el tambor que redoblaba y veía las caras asustadas que se asomaban á las ventanas. Y los soldados ciudadanos salían de sus casas á medio vestir, y á paso de carga corrían hacia la morada del comandante. Luego, la tropa, con el Zancudo al frente, se ponía en marcha y, por caminos cubiertos de nieve, llegaba al bosque. Berta, mirando al reloj, se decía: «Dentro de una hora pueden estar aquí». Nerviosa impaciencia se había apoderado de ella, y los minutos le parecían interminables. ¡Cuán largo era el tiempo! Al fin llegó la hora que ella había marcado para la llegada, y abrió otra vez la puerta para oirles venir. Distinguió una sombra que avanzaba cautelosamente, tuvo miedo, y gritó. Era su padre. --Me envían--dijo éste--para saber si ocurre algo nuevo. --No, nada. Entonces dió un silbido estridente y prolongado, y no tardó en distinguirse una mancha obscura que avanzaba lentamente bajo los árboles: era la vanguardia, compuesta por diez hombres. El Zancudo repetía á cada instante: --No paséis por delante del tragaluz. Y los que habían llegado primero enseñaban á los otros el tragaluz tan temido. Al fin llegó el grueso de la tropa que en junto se componía de doscientos hombres, cada uno de lo cuales llevaba doscientos cartuchos. Lavigne, agitado y nervioso, los dispuso de manera que cercasen la casa por todas partes, dejando un espacio libre ante el negro agujero practicado á ras del suelo, por donde entraba el aire en la cueva. Luego entró en la morada, se informó de las fuerzas y disposiciones del enemigo, que tan mudo estaba, que se le hubiera creído desvanecido, desaparecido por el tragaluz. Lavigne golpeó la trampa con el pie y gritó: --Señor oficial prusiano... El alemán no respondió, y el comandante reiteró: --Señor oficial prusiano... El mismo silencio. Por espacio de veinte minutos estuvo requiriendo al silencioso oficial para que se le rindiese con armas y municiones, garantizándole la vida á él y los suyos, y prometiéndole los honores militares; pero no logró ningún signo ni de aquiescencia ni de hostilidad. La situación era cada vez más difícil. Los soldados ciudadanos zapateaban en la nieve, cruzábanse de brazos y pegábanse en los hombros para calentarse como lo hacen los cocheros, y todos se fijaban en el tragaluz con grandes y pueriles deseos de pasar por delante. Uno de ellos, llamado Potdevin, que era muy ágil, se atrevió al fin, y tomando impulso pasó corriendo como un ciervo. Los prisioneros parecían muertos. Una voz gritó: --No hay nadie. Y otro soldado cruzó el espacio libre, pasando por delante del peligroso agujero. Á partir de entonces aquello fué un juego. Á cada minuto un hombre se lanzaba, pasaba de un grupo á otro, como los chicos cuando juegan al marro, y con tal presteza movían los pies que la nieve saltaba por los aires. Para calentarse habían encendido grandes hogueras, y el perfil de los guardias nacionales se iluminaba cuando pasaban rápidamente del campo de la derecha al de la izquierda. Alguien gritó: --Á ti te toca, Maloison. Maloison era un panadero tremendo, cuyo vientre enorme hacía reir á sus compañeros. El pobre vacilaba, pero como se burlaron de él se decidió á ponerse en camino, marchando con paso gimnástico, regular y sacudido. Todo el destacamento reía á carcajadas; y para animarle gritaban: --Bravo, bravo, Maloison. Habría recorrido las dos terceras partes del trayecto, cuando un fogonazo rojo salió por el tragaluz, se oyó una detonación, y el enorme panadero cayó de cara, dando un grito espantoso. Nadie corrió á socorrerle, y se le vió que se arrastraba á gatas por la nieve, gimiendo y quejándose, y cuando hubo salido del mal paso se desmayó. Había recibido un balazo en la parte alta del muslo, en lo blando. Pasado el primer momento de sorpresa y de espanto, las risas sonaron de nuevo; pero el comandante Lavigne, que acababa de organizar su plan de ataque, apareció en el umbral de la casa del guarda. Con voz vibrante gritó: --Á ver, que venga el plomero Planchut con sus obreros. Tres hombres se acercaron. --Arrancad los canalones de la casa. Y un cuarto de hora después el comandante disponía de veinte metros de tubos y canalones de zinc. Entonces, y con mil prudentes precauciones, hizo practicar un agujerito redondo al borde de la trampa, y organizando un conducto de agua desde la bomba del patio hasta de la abertura, dijo con satisfacción: --Vamos á ofrecer un trago á los señores alemanes. Estalló un grito frenético de admiración al que siguieron juramentos, chillidos de alegría y sonoras carcajadas. El comandante organizó dos pelotones de trabajo, que se habían de relevar de cinco en cinco minutos, y ordenó: --¡Á la bomba! El volante de hierro fué puesto en movimiento, y un ruido ligero se deslizó á lo largo de los tubos y bajó á la cueva cayendo de escalón en escalón con murmullo de cascada, de esas cascadas de rocas en las que se crían pececillos colorados. Esperaron. Pasó una hora, pasaron dos, tres... El comandante se paseaba por la cocina, muy nervioso y agitado, pegando de tiempo en tiempo la oreja al suelo y procurando adivinar lo que el enemigo hacía y preguntándose si capitularía pronto. Y el enemigo se movía, pues se le oía remover barricas, hablar y chapotear. Á eso de las siete de la mañana, por el tragaluz salió una voz que dijo: --Quiero hablar con el oficial francés. Lavigne, desde la ventana y sin adelantar mucho la cabeza, respondió: --¿Se rinde usted? --Me rindo. --En este caso, vengan los fusiles. Por el agujero salió un arma, luego otra y otra hasta que la misma voz declaró: --No hay más. Dense prisa que me ahogo. Entonces él comandante ordenó: --Basta. Y el volante de la bomba quedó inmóvil. Luego, después de haber llenado la cocina de soldados que esperaban arma en brazo, levantó lentamente la trampa de encina. Y aparecieron cuatro cabezas, cuatro cabezas rubias, con largos cabellos pálidos, y uno tras otro, los seis alemanes salieron chorreando, tiritando, medio muertos de frío. Los cogieron y los ataron, y como se temía una sorpresa, se pusieron en marcha inmediatamente, divididos en dos grupos, uno que llevaba á los prisioneros y otro que llevaba á Maloison en una camilla improvisada. Entraron triunfalmente en Rethel, y Lavigne fué condecorado por haber capturado á una vanguardia prusiana, y al panadero gordo le concedieron la medalla militar por la herida recibida frente al enemigo. EL PARADOR Semejante á todos los mesones de madera plantados en los Altos Alpes, al pie de los ventisqueros, en esos callejones pedregosos y desnudos que cortan los blancos picachos de las montañas, el parador de Schwarenbach sirve de refugio á los viajeros que siguen el paso del Gemmi. Está abierto durante seis meses y lo habita la familia de Juan Hauser; luego, en cuanto las nieves se amontonan, llenan el valle y hacen impracticable el descenso á Loëche, las mujeres, el padre y los tres hijos se van, dejando la casa al cuidado del viejo guía Gaspar Hari, que allí se queda con el joven Ulrico Kunsi, y Sam, un perrazo montañés. Los dos hombres y el perro viven en aquella cárcel de nieve hasta que vuelve la primavera, no teniendo ante los ojos más que la inmensa y blanca pendiente de Balmhorn, con los picachos pálidos y brillantes que la rodean, y encerrados, bloqueados enterrados en la nieve que se alza en torno suyo, y rodea, oprime, aplasta la casuca, se amontona sobre el tejado, llega hasta las ventanas y tapia la puerta. Es el día en que la familia Hauser regresa á Loëche, pues el invierno se acerca y el descenso empieza á ser peligroso. Primero salen tres mulas, que los tres hijos llevan de la brida, y la madre, Juana Hauser, y su hija Luisa, montan en otra. Las tres primeras llevan el equipaje. El padre sigue en compañía de los dos guardianes que han de escoltar á la familia hasta que empiece la bajada. Contornean primero la ya helada laguna del fondo de la hoya formada por las rocas que están frente al parador; cruzan luego el valle, blanco como una sábana y completamente dominado por nevados picachos. Una lluvia de sol cae sobre ese desierto blanco, resplandeciente y helado, iluminándolo con llama cegadora y fría; en ese océano de montañas la vida no aparece por ninguna parte; en la desmesurada soledad no se advierte el menor movimiento, y ningún ruido viene á turbar su profundo silencio. Poco á poco, el guía joven, Ulrico Kunsi, un suizo enorme y largo de piernas, deja atrás al viejo Hauser y á Gaspar Hari para reunirse á las dos mujeres. La más joven le ve acercarse y parece que le llama con sus ojos tristes. Es una campesina rubia, cuyas lechosas mejillas y pálidos cabellos parece que han perdido el color viviendo entre los hielos. Cuando alcanza á la mula que las lleva, apoya la mano en la grupa y afloja el paso. La madre le dirige la palabra y enumera con infinitos detalles todas las recomendaciones necesarias para la invernada, pues el mozo no se ha quedado nunca allá arriba, en tanto que el viejo Hari ha pasado ya catorce inviernos. Ulrico Kunsi escucha sin que al parecer comprenda, y no aparta los ojos de la joven un solo instante. De cuando en cuando contesta «Sí, señora», pero su pensamiento le lleva muy lejos, y su tranquilo rostro permanece impasible. Así llegan hasta el lago Daube, cuya superficie helada y tersa se extiende hasta el fondo del valle. Á la derecha, Daubenhorn muestra sus negras rocas juntó á las enormes morenas del ventisquero de Lœmmerm que domina Wildstrubel. Al acercarse á la garganta de Jemmi, donde empieza el descenso hacia Loëche, distinguen el inmenso horizonte de los Alpes del Valais, de los cuales les separa el profundo y anchuroso valle del Ródano. Á lo lejos se ve un pueblo con blancas cimas, desiguales, aplastadas ó puntiagudas, y brillando todas al sol; luego Misehabel con sus dos cuernos, Wissehorn, mole enorme, Brunnegghorn, la alta y temible pirámide de Cervin, y la montaña del Diente Blanco, esa coqueta monstruosa. Luego, por debajo de ellos, en un agujero inmenso, en el fondo de un abismo terrible, distinguen Loëche, cuyas casas semejan granos de arena lanzados en esa grieta enorme que acaba y cierra el Jemmi y que á lo lejos abre el Ródano. Junto á un sendero que avanza serpenteando con innumerables vueltas y rodeos, fantástico y maravilloso, desde lo alto de la enhiesta montaña hasta la pequeña población que casi invisible se extiende á sus pies, detienen la mula y las mujeres echan pie á tierra. Los dos viejos se han unido á ellas. --¡Vaya!--dice Hauser--adiós y buena suerte. Hasta el año próximo. El viejo Hari repite: --Hasta el año próximo. Y se besan. Luego, la esposa de Hauser le ofrece las mejillas y la joven hace lo mismo. Cuando le toca el turno á Ulrico Kunsi, murmura al oído de Luisa: «No olvide á los que se quedan aquí arriba». Y ella contesta un «no» tan débil, que más que oirlo lo adivina. --Adiós--repite Juan Hauser,--adiós y salud. Y pasando delante de las mujeres empieza á bajar. Pronto desaparecen tras una revuelta del camino, mientras los dos hombres se dirigen hacia el parador de Schwarenbach. Andan lentamente, uno al lado del otro, y silenciosos. Ya no hay remedio: durante cuatro ó cinco meses estarán solos... Gaspar Hari empieza á referir su vida en el otro invierno. Allí lo había pasado con Miguel Canol, ya demasiado viejo para arriesgarse á aquella larga soledad, pues un accidente puede ocurrir el día menos pensado. Y no se habían aburrido, ¡ca! no; todo consistía en tomar su partido desde el primer momento, y al fin se acaba por inventar distracciones, juegos y muchos pasatiempos. Ulrico Kunsi le escucha con los ojos bajos, viendo con la imaginación á los que, siguiendo todos los repliegues de Jemmi, bajan hacia la población. No tardan en distinguir el parador, apenas visible, y tan pequeño que semeja un puntito negro al pie de aquella gigantesca ola de nieve. Cuando abren, Sam, el perrazo rizado, empieza á dar saltos en torno suyo. --Vamos, hijo mío--dice Gaspar;--como nos hemos quedado sin mujeres, nosotros mismos tenemos que prepararnos la comida. Tú mondarás las patatas. Y los dos, sentados en banquetas de madera, se ponen á preparar la sopa. La mañana del día siguiente parece interminable á Ulrico. El viejo Hari fuma y luego escupe en el hogar, mientras el joven se asoma á la ventana para contemplar la resplandeciente montaña que se alza frente á la casa. Por la tarde sale, recorre el trayecto hecho la víspera, y procura descubrir en el suelo las huellas de los cascos de la mula que llevó á las dos mujeres. Luego, cuando llega á la vertiente del Jemmi, se tiende boca abajo al borde del abismo y fija los ojos en Loëche. La población, metida en aquel pozo de rocas no está invadida aún por la nieve por más que la tiene muy cerca, pero detenida por los pinares que protegen sus alrededores. Y sus bajas casitas, desde arriba parecen ladrillos colocados en una pradera. La hija de Hauser está allí, en una de aquellas moradas grises. ¿En cuál? Ulrico Kunsi está demasiado lejos para distinguirla. ¡Cuánto le gustaría bajar, ahora que aún es posible! Pero ya el sol ha desaparecido tras la cima de Wildstrubel, y el joven vuelve al parador. El viejo Hari sigue fumando. Al ver á su compañero le propone una partida de cartas, y se sientan frente á frente, uno á cada lado de la mesa. Y durante largo rato juegan á ese juego sencillísimo que se llama brisca, y luego, cuando han cenado, se acuestan. Los días que siguen se parecen al primero, claros y fríos, sin nevadas. El viejo Gaspar pasa sus tardes acechando las águilas y los raros pájaros que se aventuran por esos picos helados, mientras Ulrico va regularmente hasta la garganta del Jemmi para contemplar la aldea. Luego juegan á las cartas, á los dados, al dominó, y ganan y pierden insignificancias que únicamente sirven para dar interés á la partida. Una mañana Hari se levanta y llama á su compañero. Una nube de blanca espuma, movible, espesa y ligera, cae sobre ellos, los rodea, y sin ruido les sumerge poco á poco dentro de tupido y pesado colchón. Y eso dura cuatro días y cuatro noches. Precisa libertar puertas y ventanas, practicar un paso y tallar escalones para poder encaramarse sobre el durísimo polvo al que doce horas de helada continua han hecho más consistente que el granito de las peñas. En adelante viven como prisioneros sin aventurarse apenas á salir de su morada. Se han repartido la labor que ejecutan regularmente. Ulrico Kunsi se ha encargado del lavado, de todo lo que se relaciona con la limpieza, y él es también quien parte la leña mientras Gaspar Hari guisa y alimenta la lumbre. Sólo interminables partidas de cartas ó dados vienen á interrumpir su trabajo regular y monótono. Y no se pelean nunca pues los dos son de temperamento tranquilo y plácido, como tampoco nunca dan muestra de impaciencia ó mal humor, ni pronuncian palabras agrias, pues para pasar el invierno en el parador han hecho provisión abundante de resignación. Á veces el viejo Gaspar coge la escopeta y sale en busca de gamuzas: de cuando en cuando mata alguna, y cuando esto ocurre, en el parador de Schwarenbach hay gran festín con carne fresca. Una mañana, siguiendo su costumbre, sale. El termómetro marca dieciocho grados bajo cero; y como el sol no ha salido aún, el cazador espera sorprender á los bichos en las cercanías de Wildstrubel. Ulrico se queda solo y no se levanta hasta las diez. Le gusta dormir, pero en presencia del viejo guía, siempre activo y madrugador, no se atreve á entregarse á su pasión favorita. Almuerza lentamente con Sam, que también pasa sus días y sus noches durmiendo junto á la lumbre, y luego, sintiéndose triste, advierte su soledad y echa de menos la cotidiana partida de cartas que para él ha llegado á constituir necesidad invencible. Entonces sale al encuentro de su compañero que debe volver á las cuatro. La nieve ha nivelado el profundo valle llenando las grietas, borrando los dos lagos, acolchando las rocas, formando entre los altos picachos una extensión inmensa y regular, cegadora y helada. Desde hace tres semanas Ulrico no ha ido á contemplar la población desde el borde del abismo, y quiere ir antes de trepar por las vertientes que conducen á Wildstrubel. También Loëche se encuentra cubierto de nieve, y bajo el pálido manto apenas se distinguen las casas. Luego, torciendo á la derecha, se interna en el ventisquero de Lœmmern. Anda con el paso largo de los montañeses, hundiendo su férreo bastón en la nieve casi tan dura como las piedras. Y con su mirada penetrante busca á lo lejos el puntito negro y movible que ha de encontrar en la sábana inmensa. Cuando llega al borde del ventisquero se detiene, preguntándose si el viejo habrá tomado por otro camino, y luego bordea las morenas con paso rápido é inquieto. La tarde cae; la nieve toma tintes rosados, y un vientencillo seco y helado corre con bruscas intermitencias por aquella superficie de cristal. Ulrico da un grito de llamada, agudo y prolongado, y su voz se pierde en el silencio de muerte que reina en las montañas, y va lejos, muy lejos, corriendo por las capas inmóviles y profundas de espuma glacial, como grito de pájaro por las olas del mar; luego se extingue... y nadie le contesta. Prosigue la marcha. El sol se ha puesto á lo lejos, tras las cimas que los reflejos del cielo arrebolan todavía, pero las profundidades del valle van tomando marcado tinte gris. Y el joven, sin saber por qué, siente miedo. Le parece que el silencio, el frío, la soledad, y la muerte invernal de los montes penetra en él y va á detener y helar su sangre, agarrotar sus miembros y convertirle en ser inmóvil y helado. Y echa á correr dirigiéndose al parador. Piensa que el viejo habrá llegado durante su ausencia; que habrá tomado otro camino, y que estará sentado junto á la lumbre y con una gamuza muerta á sus pies. No tarda en distinguir el parador. Por la chimenea no sale humo, y Ulrico, corriendo á todo correr, llega y abre la puerta. Sam sale á recibirle y acariciarle, mas el viejo Gaspar no ha vuelto aún. Asustado, Kunsi empieza á dar vueltas como si fuese á encontrar á su compañero oculto en un rincón. Luego enciende lumbre y hace la sopa, en espera que el anciano vuelva de un momento á otro. De tiempo en tiempo sale á ver si le distingue á lo lejos. Llega la noche, la noche de las montañas, pálida, lívida, que allá en el horizonte ilumina el arco finísimo de la luna, próximo á desaparecer tras los picachos. Luego el joven entra, se sienta, se calienta las manos y los pies, y piensa en mil accidentes posibles. Gaspar ha podido romperse una pierna, caer en un hoyo, dar un paso en falso y dislocarse el tobillo, y estará tendido en la nieve, aterido, dolorido, angustiado, perdido, pidiendo tal vez socorro á gritos, llamando con todas las fuerzas de sus pulmones en el silencio de la noche. Pero ¿dónde? ¡La montaña es tan grande, tan escarpada, tan vasta y tan peligrosa! Sobretodo en esa estación, que para encontrar á un hombre en aquellas inmensidades, lo menos se necesitaban ocho días y veinte guías para que las recorriesen en todas direcciones. Con todo, Ulrico Kunsi se decide á salir con Sam si el viejo Gaspar no ha vuelto á la una. Y empieza sus preparativos. Mete en un saco víveres suficientes para dos días, toma sus grapas de acero, se arrolla al cuerpo una cuerda larga, delgada y fuerte, y examina atentamente su bastón de hierro y el hacha que sirve para tallar escalones en el hielo. Luego espera. La lumbre arde en la chimenea, el perro ronca iluminado por las llamas, y el reloj late como un corazón, regularmente, en su sonora caja de madera. Espera, con el oído atento, procurando descubrir hasta los ruidos más lejanos y estremeciéndose cuando el ligero viento roza las paredes. Dan las doce, y se estremece. Como se siente mal dispuesto, prepara agua para tomar una taza de café bien caliente antes de ponerse en marcha. Cuando el reloj da la una, se pone en pie, despierta á Sam, abre la puerta y se aleja con dirección á Wildstrubel. Y durante seis horas sube, escalando rocas, empleando sus grapas, tallando hielo, avanzando siempre y subiendo á veces, atando á la cuerda al perro que no puede trepar una pendiente demasiado empinada. Á las seis llega á una de las cumbres donde el viejo Gaspar acostumbra á esperar á las gamuzas, y allí aguarda á que se levante el día. Por encima de su cabeza el cielo empieza á palidecer, y de repente, extraño fulgor, nacido no se sabe dónde, ilumina bruscamente el vastísimo océano de cimas pálidas que á cien leguas se extiende en torno suyo. Cualquiera creería que la vaga claridad sale de la misma nieve y se esparce por el espacio. Poco á poco, los picachos lejanos, los más altos, se tiñen de color de rosa, color de carne, y el rojizo sol aparece tras los enormes gigantes de los Alpes berneses. Ulrico Kunsi se pone en marcha. Anda como los cazadores, encorvado, examinando las huellas, y diciendo á su perro: «Busca, Sam, busca». Baja la montaña registrando los abismos con los ojos, llamando á veces, dando gritos prolongados, pronto apagados en la muda inmensidad. Entonces, para escuchar, pega el oído al suelo, y, creyendo percibir una voz, empieza á correr, llama de nuevo, y como no le contestan, se sienta agotado y desesperado. Á las doce come un poco y hace comer á Sam, tan rendido como él mismo. Luego continúa sus pesquisas. La noche le sorprende y aún camina; ya ha recorrido cincuenta kilómetros de montaña. Como está demasiado lejos del parador para volver, y demasiado cansado para resistir mucho tiempo, practica un agujero en la nieve y allí se mete con su perro envolviéndose en una manta; y el hombre y la bestia se tienden uno junto á otro calentando mutuamente sus helados cuerpos. Ulrico no duerme, se ve asaltado por visiones y presa de continuos calofríos. Cuando despierta está amaneciendo. Sus piernas, por lo rígidas, parecen dos barras de hierro. Su angustia casi le obliga á chillar, y cuando cree percibir una voz, la emoción le paraliza. Mas, piensa de repente que él también morirá de frío en aquella soledad, y el espanto de esa muerte aguijonea su energía y reanima su vigor. Y se encamina hacia el parador, cayendo, levantándose, seguido á lo lejos por Sam que cojea y sólo se mantiene sobre tres patas. No llegan á Schwarenbach hasta las cuatro de la tarde. La casa está vacía, y el joven enciende lumbre, come y se duerme, tan rendido, que no piensa nada. Y duerme muchas horas, muchas, con sueño invencible y pesado. De pronto oye una voz, un grito, un nombre: «Ulrico» y sacudiendo su profundo letargo se pone en pie. ¿Habrá soñado? ¿Será una de esas llamadas que las almas inquietas oyen en sueños? No, pues vuelve á oírlo, vibrante esta vez, y penetra por sus oídos entrando en su carne hasta la punta de sus nerviosos dedos. Sí, es cierto, han gritado y llamado á Ulrico. Alguien está cerca de la casa, no puede dudarlo, y abriendo la puerta grita: «¿Eres tú, Gaspar?» y grita con toda la fuerza de sus pulmones. Nadie contesta, ni un sonido, ni un murmullo, ni un gemido... nada. En el cielo, la noche: en la tierra, la nieve lívida. Sopla un viento helado que corta las piedras y no deja nada vivo en aquellas alturas abandonadas. Y pasa á bocanadas bruscas más secas y mortíferas que el viento de fuego del desierto. Ulrico grita otra vez: «¡Gaspar!... ¡Gaspar!... ¡Gaspar!». Y espera. ¡En la montaña todo permanece mudo! Entonces el espanto le sacude hasta los huesos. De un salto se mete en el parador, cierra la puerta y corre los cerrojos; tiritando se desploma en una silla, seguro de que su compañero le ha llamado en el momento de exhalar el último suspiro. De esto está seguro, como se está seguro de que se vive ó de que se come pan. El viejo Gaspar Hari ha agonizado durante dos días y tres noches en alguna parte, en una sima, en uno de esos barrancos inmaculados y profundos cuya blancura es más siniestra que las tinieblas de los subterráneos. Ha estado agonizando durante dos días y tres noches, y al morir, hace un momento, pensaba en su compañero; y su alma, al verse libre, ha volado hasta el albergue donde dormía Ulrico y le ha llamado haciendo uso de esa virtud misteriosa y terrible, que las almas de los muertos tienen para atormentar á los vivos. Y el alma sin voz, había llamado á la suya: le había dado su último adiós, tal vez un reproche, ó acaso le había maldecido por no haberle buscado bastante. Y Ulrico la siente allí, muy cerca, detrás de la pared, detrás de la puerta que acaba de cerrar. El alma de Gaspar vaga como pájaro nocturno que con sus plumas roza una ventana iluminada, y el joven, aterrorizado, está á punto de lanzar alaridos. Quiere huir y no se atreve á salir, no se atreve ni se atreverá nunca, pues el fantasma estará allí, noche y día, dando vueltas alrededor del parador, mientras el cuerpo del viejo guía no se encuentre y reciba sepultura cristiana en la bendita tierra de un cementerio. Cuando sale el sol, Kunsi recobra un poco su perdida seguridad y prepara su comida, hace la sopa para el perro, y luego se sienta, inmóvil, torturado, pensando en el viejo, echado sobre la nieve. Pero, en cuanto la noche cubre de nuevo la montaña, le asalta el mismo terror. Y empieza á dar vueltas por la cocina apenas alumbrada por la llama de un velón, y la recorre á largos pasos, andando de un extremo á otro, escuchando, escuchando siempre si el horrible grito de la noche anterior no rasgará el pesado silencio que reina fuera. El miserable se siente solo, solo como ningún hombre se ha sentido, solo en la desierta inmensidad de nieve, solo á dos mil metros sobre la tierra habitada, por encima de las casas humanas, por encima de la vida que se agita, bulle y palpita, solo bajo el helado cielo. Deseos locos de escapar, no importa adónde y no importa cómo, se apoderan de él, deseos de llegar á Loëche precipitándose al abismo; pero ni siquiera se atreve á abrir la puerta, pues está seguro de que el otro, el muerto, le cerrará el paso para no quedarse solo allá arriba. Á media noche, cansado de andar y abrumado por la angustia y el miedo, se queda dormido en la silla, pues teme á la cama como se teme un lugar de apariciones. Y repentinamente el estridente alarido de la otra noche le desgarra los oídos, alarido tan penetrante que Ulrico extiende los brazos para rechazar al espectro, y cae de espaldas. Sam, á quien el ruido despierta, ladra como ladran los perros aterrados, dando aullidos, y empieza á dar vueltas buscando de dónde viene el peligro. Al llegar junto á la puerta olfatea con fuerza, con el pelo erizado, la cola recta y gruñendo. Kunsi, medio loco, se pone en pie, y cogiendo la silla grita: «No entres, no entres ó te mato». El perro, excitado con esta amenaza, ladra con furia al invisible enemigo que la voz de su amo desafía. Sam se calma poco á poco y vuelve á echarse junto al hogar, pero sigue inquieto, con la cabeza levantada, con los ojos brillantes, y gruñe y enseña los dientes. Ulrico, á su vez, consigue dominarse; pero como se siente próximo á desfallecer de terror, abre un armario, saca una botella de aguardiente, y bebe varias copas. Sus ideas empiezan á confundirse, se afirma su valor, y por sus venas circula fiebre ardorosa. Al día siguiente apenas come, limitándose á tomar alcohol, y por espacio de varios días vive borracho como un bruto. Cada vez que el recuerdo de Gaspar Hari acude á su imaginación se pone á beber hasta que la embriaguez le derriba al suelo. Y allí se queda, boca abajo, borracho perdido, los miembros rotos y la frente apoyada en el pavimento. Pero apenas ha digerido el líquido ardoroso y enloquecedor, el grito penetrante de «Ulrico» le despierta cual bala que le hubiese taladrado el cráneo. Y se levanta tambaleándose, extendiendo las manos para no caer, y llamando á Sam en su auxilio. Y el perro, que parece tan loco como su amo, se precipita á la puerta, la araña con las patas y la roe con sus dientes, mientras el joven, con el cuello inclinado y en alto la cabeza, traga, como si bebiese agua después de larga caminata, el aguardiente que ha de dormir sus pensamientos, sus recuerdos, y su espantoso terror. En tres semanas agota sus provisiones de alcohol, pero, la continua borrachera no hace más que adormecer, con sueño letárgico, su espanto, que ahora crece tanto más terrible y furioso cuanto que no lo puede calmar. La idea fija, exasperada con un mes de embriaguez, y creciente en la absoluta soledad, se hunde en su cerebro como una barrena. Y recorre la morada como fiera enjaulada pegando el oído á la puerta para averiguar si el otro está allí, y le desafía á través de la pared. Cuando, rendido por la fatiga, se duerme, la voz le despierta y le obliga á ponerse en pie. Al fin, una noche, como hacen los cobardes cuando se ven reducidos al último extremo, se precipita á la puerta y la abre de par en par para ver al que le llama y obligarle á que calle. El aire frío que le azota el rostro helándole los huesos le hace cerrar y atrancar la puerta sin notar que Sam se queda fuera. Luego, temblando, echa leña al fuego y se sienta para calentarse; pero de pronto se estremece: alguien gime y araña la pared. Desesperado grita: «Vete» y una queja, prolongada y dolorida, le responde. Entonces el terror le hace perder la poca razón que le queda, y repite «Vete, vete...» dando vueltas y buscando un rincón donde esconderse. El otro, gimiendo siempre, da vueltas en torno de la casa y se frota contra las paredes. Ulrico se abalanza al aparador lleno de vajilla y provisiones, y levantándolo con fuerza sobrehumana lo arrastra hasta la puerta para formar una barricada. Allí amontona cuanto le queda: muebles, colchones, esteras, sillas, y tapa la ventana como se hace cuando se está sitiado por el enemigo. Pero el de fuera exhala lúgubres gemidos, á los que el joven responde con gemidos idénticos. Y pasan días y noches sin que ni uno ni otro dejen de quejarse. Uno dando vueltas alrededor de la casa, arañando los muros como si quisiese derribarlos, y el otro dentro, siguiendo sus movimientos, encorvado, con el oído pegado á la pared y respondiendo á sus llamadas con gritos espantosos. Una noche Ulrico no oye nada y se sienta tan rendido por la fatiga, que no tarda en dormirse como un tronco. Despierta sin acordarse de nada, sin pensamiento alguno, como si durante el sueño le hubiesen vaciado la cabeza... Tiene hambre y se pone á comer. * * * * * El invierno ha terminado. El paso del Jemmi vuelve á ser practicable, y la familia Hauser se pone en marcha para dirigirse al parador. En cuanto llegan arriba de la cuesta las mujeres montan en su mula y hablan de los dos hombres que pronto han de ver. Y les extraña que ninguno de ellos haya bajado unos días antes, tan pronto como los caminos dejaron de ser peligrosos, para darles noticias de su larga invernada. Al fin, distinguen el parador, todavía cubierto de nieve. La puerta y la ventana están cerradas, pero por la chimenea sale humo, cosa que tranquiliza al viejo Hauser Mas, al acercarse, distinguen un esqueleto de animal despedazado por las águilas, un gran esqueleto tendido frente la puerta. Todos lo examinan: «Debe ser Sam» dicen, y llaman. «Eh, Gaspar». Desde el interior responde un grito, un grito agudo que parece exhalado por una bestia. Y el viejo Hauser repite: «Eh, Gaspar», y otro grito semejante al primero, se hace oir. Entonces los tres hombres, el padre y los dos hijos, procuran abrir la puerta. Ésta resiste; cogen en el establo una viga larga, y como ariete la lanzan con toda su fuerza. La madera cruje, cede, las planchas vuelan en mil pedazos, y espantoso ruido sacude la casa. Detrás del aparador hecho añicos distinguen á un hombre de pie, á un hombre con cabellos que le caen por encima de los hombros y una barba que le llega al pecho, que les mira con ojos muy brillantes, y que cubre su cuerpo con jirones... No le reconocen; pero Luisa Hauser exclama: «Es Ulrico, mamá». Y la madre, aunque la sorprenden los blancos cabellos, se convence de que es Ulrico. Éste deja que se acerquen, que le toquen; pero no contesta á ninguna de las preguntas que le hacen. Y le llevan á Loëche donde los médicos declaran que ha perdido la razón. Nadie ha sabido nunca lo que fué de su compañero. Y la pobre Luisa Hauser, este verano ha estado á punto de morir de una enfermedad de tristeza y languidez que se atribuye al frío y á las nieves de la montaña. AMOR TRES PÁGINAS DEL LIBRO DE UN CAZADOR ...Acabo de leer un drama de amor en la sección de noticias de un periódico. Él la ha matado y se ha matado después; luego, la quería. ¿Qué importa Él ó Ella? Su amor es lo único que me interesa; y no me interesa porque me enternezca, me asombre, me conmueva ó me haga soñar, sino porque me recuerda un suceso de mi juventud, un extraño recuerdo de caza en que se me apareció el Amor como á los primeros cristianos se les apareció la cruz en medio del cielo. Yo he nacido con todos los instintos y todos los sentidos del hombre primitivo, templados por razonamientos y emociones de civilizado. La caza me gusta con delirio, y la bestia sangrienta, la sangre en las plumas y la sangre en mis manos, me crispa el corazón hasta el extremo de hacerme desfallecer. Aquel año, á fines de otoño, los fríos hicieron bruscamente su aparición, y uno de mis primos, Karl de Rauville, me invitó á que fuese con él á matar patos. Mi primo, un mocetón de cuarenta años, rubio, muy fuerte y muy barbudo, gentilhombre de campo, un bruto amable, de carácter alegre y dotado de ingenio natural merced al cual la medianía resulta agradable, vivía en una especie de castillo-granja enclavado en extenso valle que un río partía en dos. Espesos bosques poblaban las colinas que se alzaban á derecha é izquierda, viejos bosques señoriales con árboles magníficos y cuya caza menor, sobre todo las aves, era la más extraordinaria de esa parte de Francia. Algunas veces, en ellos se mataban águilas, y las aves de paso, que casi nunca vienen á los lugares poblados, se detenían casi infaliblemente en sus ramas seculares como si conocieran ó reconociesen algún rinconcito del antiguo bosque allí olvidado para que les sirviese de abrigo en su corta y nocturna etapa. En el valle se criaban extensos herbajes, regados por infinidad de arroyuelos y separados por setos; más lejos, el río, canalizado hasta allí, se derramaba formando vasto pantano. Y aquel pantano, la región de caza más hermosa que he visto en mi vida, acaparaba toda la atención de mi primo que lo cuidaba como si fuese un parque. Á través de los inmensos cañaverales que le cubrían y le daban vida, ruido y movimiento, había practicado estrechas avenidas por las que, barcas de fondo plano, conducidas y dirigidas con ayuda de pértigas, pasaban mudas sobre esas aguas muertas, rozando los juncos, haciendo huir los peces á través de las hierbas y zambullirse á las pollas de agua, cuyas negras y puntiagudas cabezas desaparecían bruscamente. El agua me inspira desordenada pasión: la mar, aunque demasiado grande, inquieta é imposible de poseer; los hermosos ríos, aunque pasan, huyen y se van; y, sobre todo, los pantanos, en los que palpita toda la desconocida existencia de los animales acuáticos. El pantano es un mundo entero dentro de la tierra, un mundo distinto, con su vida propia, sus habitantes sedentarios, sus viajeros de paso, sus voces, sus ruidos y, sobretodo, su misterio. No hay nada que á veces turbe, inquiete y asuste más que un pantano. ¿Por qué el miedo se cierne sobre esas tierras bajas cubiertas de agua? ¿Se debe á los vagos rumores de las cañas, á los extraños fuegos fatuos, al silencio profundo que los envuelve en las tranquilas noches, ó á las caprichosas nieblas que por los juncos van como arrastrando trajes de muertas, ó bien al imperceptible chapoteo, ligero, suave, más terrorífico á veces que el cañón de los hombres ó el rayo del cielo, que hace semejar los pantanos á países de ensueño, á temibles países que ocultan enigmas desconocidos y peligrosos? No. Otra cosa se desprende, otro misterio más profundo y más grave flota en las espesas nieblas. ¡El misterio de la creación tal vez! Porque, ¿no fué en el agua estancada y fangosa, en la pesada humedad de las tierras mojadas bajo el calor del sol donde se agitó, vibró y se abrió á la luz el primer germen de vida? * * * * * Llegué á casa de mi primo por la noche, y hacía un frío capaz de helar las piedras. Durante la comida, en el salón en que muebles, paredes y techo estaban cubiertos de pájaros disecados, con las alas extendidas ó posados en ramas sujetas con clavos, gavilanes, garzas, búhos, buitres, halcones, chotacabras, cernícalos y terzuelos, mi primo, semejante él mismo á extraño animal de país frío, vestido con una zamarra de piel de foca, me contaba las disposiciones que había tomado para esa misma noche. Teníamos que salir á las tres y media de la madrugada á fin de llegar una hora más tarde al sitio escogido para el acecho, en donde habían construido una choza con pedazos de hielo, para resguardarnos un poco del viento helado y terrible que precede al día, ese viento que como sierra rasga la carne, la corta como afilada hoja, la pincha con alfileres envenenados, la retuerce como las tenazas, y la quema como el fuego. Mi primo se frotaba las manos y decía: --Nunca he visto una helada como ésta. Á las seis teníamos ya doce grados bajo cero. Inmediatamente después de comer me tendí en la cama y me dormí al calor de la hermosa lumbre que ardía en la chimenea. Á las tres en punto me despertaron, me puse una piel de carnero y encontré á mi primo Karl envuelto en una de oso. Después de habernos tragado dos tazas de café hirviendo seguidas de dos copitas de coñac, nos fuimos con un guarda y nuestros perros, Buzo y Pierrot. En cuanto hubimos andado un poco sentí que se me helaban los huesos. Era una noche de ésas en que la tierra parece muerta de frío, en que el aire helado hace tanto daño que parece que se toca: no se mueve, y muerde, pincha, mata árboles, plantas é insectos, y hasta los mismos pajaritos que desde las ramas caen al suelo, quedan duros, como si el frío les hubiese petrificado. La luna, en cuarto menguante, se inclinaba á un lado, muy pálida, y tan débil que ni siquiera se podía marchar, y permanecía en el espacio rígida también y paralizada por los rigores del cielo. Difundía por el mundo su luz triste y seca, esa claridad moribunda y macilenta que derrama cada mes cuando llega al fin de su carrera. Karl y yo andábamos encorvados, con las manos en los bolsillos y con la escopeta debajo del brazo. Nuestras botas, que estaban envueltas en lana á fin de poder andar por el helado río sin resbalar, no hacían ningún ruido, y yo me fijaba en el humo blanco que producía el aliento de nuestro perros. No tardamos en llegar á orillas del pantano y nos internamos en ese monte bajo, siguiendo una de las avenidas de cañas que lo cruzan. Nuestros codos, al rozar las hojas, tan largas que parecían cintas, dejaban tras nosotros un ligero ruido; y yo sentí como nunca había sentido la poderosa y singular emoción que en mí despiertan los pantanos. Y aquél estaba muerto, muerto de frío, pues andábamos á pie firme por en medio de su pueblo de juncos secos. En la revuelta de una de aquellas avenidas distinguí la choza de hielo que se había construido para que nos abrigásemos, y en ella entré, pues aún teníamos que esperar casi una hora para que los pájaros errantes empezasen á despertar, y me envolví como pude en la manta con objeto de calentarme. Echado boca arriba me puse á contemplar la deformada luna, que parecía doble á través de las paredes vagamente transparentes de aquella guarida polar. Pero el helado frío del pantano, el frío de la choza y el que parecía caer del cielo, me penetraron de tal modo que empecé á toser. Mi primo Karl se alarmó y dijo: --Si matamos poco, tanto peor, pero como no quiero que te enfríes, encenderemos lumbre. Y dió órdenes al guarda para que cortase cañas. En medio de la choza, cuyo techo taladramos para que saliese el humo, encendimos una hoguera, y cuando las llamas empezaron á enroscarse, las paredes de cristal se pusieron á sudar. Karl, que se había quedado fuera, me llamó. --Ven á ver--me dijo. Y cuando hube salido me quedé turulato de asombro. Nuestra cabaña, en forma de cono, semejaba un diamante monstruoso con el corazón de fuego que hubiese surgido de pronto del agua helada del pantano. Y dentro se veían sombras fantásticas, las de nuestros perros que se calentaban. Un grito extraño, un grito errante pasó por encima de nuestras cabezas: el resplandor de nuestra hoguera despertaba á los pájaros salvajes. Nada me conmueve tanto como ese primer clamor de vida, que no se ve y cruza el obscuro cielo, tan de prisa, tan lejano, antes de que aparezca el primer albor de los días de invierno. Se me antoja que, á esa hora glacial del alba, el grito que con el ave se aleja es un suspiro del alma del mundo. Karl dijo: --Apagad el fuego: ya amanece. En efecto, el cielo empezaba á palidecer y las bandadas de patos arrastraban por el firmamento sus rápidas y fugitivas manchas. Vivísimo resplandor rasgó las tinieblas: Karl acababa de tirar y los dos perros corrieron. Á partir de entonces y de minuto en minuto, unas veces él y otras yo, disparábamos con presteza en cuanto por encima de las cañas aparecían las volantes sombras. Y Pierrot y Buzo, cansados y gozosos, nos traían las ensangrentadas aves, cuyos abiertos ojos parecía que nos miraban. Se había levantado el día, un día claro y azul; el sol asomaba por el fondo del valle, y pensábamos marcharnos, cuando dos grandes pájaros, recto el cuello y tendidas las alas, pasaron rápidamente por encima de nuestras cabezas. Tiré, y uno de ellos cayó á mis pies. Era una cerceta, cuyo vientre parecía de plata. Entonces, en lo alto, un pájaro chilló, y chilló como si se quejase, pero con queja corta, repetida y desgarradora; y el pájaro vivo empezó á dar vueltas por encima de nuestras cabezas, en el azul del cielo, mirando á su compañera muerta que yo tenía entre mis manos. Karl, de rodillas, encarada la escopeta y la mirada ardiente, la acechaba esperando que estuviese bastante cerca. --Has matado á la hembra--me dijo--y el macho no se irá. Y efectivamente, no se fué y siguió dando vueltas á nuestro alrededor y quejándose. Jamás gemido alguno de sufrimiento me ha desgarrado el corazón como aquel reclamo desolado, lamentable reproche de aquel pobre animal perdido en el espacio. Á veces, ante la amenaza de la escopeta que le seguía en su vuelo, parecía alejarse dispuesto á continuar solo su camino, pero no se decidía y volvía á buscar á su hembra. --Déjala en el suelo--me dijo Karl--verás cómo se acerca. Y se acercó, despreciando el peligro, enloquecido por su amor de animal por el otro que yo había matado. Karl tiró, y pareció como si hubiesen cortado la cuerda á que el pájaro estaba suspendido. Vi una cosa negra que bajaba, oí en las cañas el ruido de un cuerpo que cae, y Pierrot lo atrapó. Los metí, fríos ya, en el mismo zurrón... y aquel mismo día volví á París. EL HOYO _Muerte ocasionada por golpes y heridas._ Ésta era la base fundamental de la acusación que hacía comparecer ante el jurado al tapicero Leopoldo Renard. En torno suyo se hallaban los principales testigos: la viuda de la víctima, la esposa del muerto Flamèche, y los llamados Luis Ladureau, oficial ebanista, y Juan Durden, plomero. Cerca del acusado y vestida de negro, su mujer, una mujer pequeñita, fea, una mujer que parecía una mona vestida. Y he aquí cómo Leopoldo Renard explicó el drama. --«Santo Dios, fué una desgracia cuya primera víctima he sido yo, y en la que mi voluntad no tomó ninguna parte. Señor presidente, los hechos se comentan por sí mismos. Yo soy un hombre honrado, un trabajador que hace dieciséis años ejerce su oficio en la misma calle, conocido, querido, considerado y respetado por todo el mundo como han dicho mis vecinos y mi portera que no suele mostrarse amable. Me gusta trabajar, soy económico, y me gustan las gentes honradas y los placeres recatados. Y eso me ha perdido, tanto peor para mí; pero como mi voluntad no ha tomado ninguna parte en ello, sigo creyéndome merecedor al respeto, y yo mismo me respeto. «En fin, desde hace cinco años, todos los domingos, mi esposa aquí presente y un servidor, vamos á pasar el día en Poissy. Así tomamos el aire sin contar con que nos gusta muchísimo pescar, ¡oh! nos gusta más pescar con caña que comer. Amelia me infundió esa afición, la muy...; le gusta más que á mí, la muy maldita, pues van ustedes á ver que por ella me ocurre lo que me ocurre. «Yo soy fuerte y tranquilo por temperamento y ni por pienso conozco el mal; pero ella, ¡oh! ella, aunque no lo parece, porque es pequeñita y flaca, es más mala que la quina. Claro está que tiene cualidades, y cualidades que tienen su importancia para un comerciante. Pero su carácter... Pidan informes por el vecindario, ó á la misma portera que tan bien ha hablado de mí hace un momento, y ya verán, ya verán. «Todos los días me hacía mil reproches por mi amabilidad: «No soy yo quien me dejaría tratar así; no soy yo quien se dejaría tratar asá». Y de haberla escuchado, señor presidente, lo menos hubiera andado á cachetes tres veces al mes». La mujer le interrumpió diciendo: «Habla, habla, que al freír será el reir». Él, volviéndose hacia ella, replicó candorosamente: --«Puedo hacerte cargos puesto que no se trata de ti...». Y volviéndose luego hacia el presidente, continuó: «Bueno, adelante. He dicho que todos los sábados nos íbamos á Poissy para ponernos á pescar al romper el alba. Es una costumbre que, como se dice, para nosotros ha llegado á ser una segunda naturaleza. Tres años hará este verano que descubrí un sitio... ¡Vaya un sitio! Á la sombra y con ocho pies de agua, tal vez diez, en fin, un hoyo, uno de esos hoyos que son verdaderos nidos de peces, paraísos para un pescador. Y aquel hoyo, señor presidente, podía considerarlo como mío, pues yo había sido su Cristóbal Colón. En el país todo el mundo lo sabía y todo el mundo lo respetaba. «Es el sitio de Renard» decían, y nadie lo hubiera ocupado, ni el señor Plumeau, tan conocido, dicho sea sin ofenderle, por su costumbre de quitar los sitios á los demás. «De manera que, seguro de mi sitio, allí iba como si me perteneciese en propiedad. En cuanto llegábamos montaba en el _Dalila_ con mi esposa.--El _Dalila_ es un barco que mandé construir en casa de Fournaise, un barco ligero y seguro.--Digo, pues, que montábamos en el _Dalila_ para cebar. Y dicho sea de paso, no hay quien cebe como yo, y eso lo saben todos los compañeros. Tal vez ustedes me preguntarán con qué cebo, pero yo no contestaré porque es mi secreto y además no tiene nada que ver con el accidente. Más de doscientas personas me lo han preguntado, y para hacerme hablar me han pagado copas, fritadas y hasta comidas, pero como si no... La única persona que lo sabe es mi mujer, que aun cuando es habladora no lo dirá; antes le cortan la lengua. ¿Verdad, Amelia? El presidente le interrumpió para decir: --«Á los hechos y lo más pronto posible». El acusado respondió: «Á ellos voy, á ellos voy. Pues, el sábado 8 de julio, salimos en el tren de las cinco y veinte, y antes de comer, y como todos los sábados, nos fuimos á cebar. El tiempo prometía ser magnífico, y le dije á mi mujer: «Mañana, de rechupete». «Así parece» me contestó; y no hablamos más porque no acostumbramos á hablar nunca. «Luego nos fuimos á comer. Yo estaba contento y tenía sed. Y en eso estriba la causa de todo, señor presidente. Yo le dije á mi mujer: «Amelia, como hace buen tiempo, creo que debería beber una botella de _gorro de dormir_». Es un vinillo blanco que hemos bautizado así, porque si se bebe mucho no deja dormir y reemplaza el gorro. ¿Comprenden ustedes? «Ella me respondió: «Haz lo que quieras; pero te pondrás malo y mañana no habrá quién te levante». Eso era justo, lógico, prudente y perspicaz, lo confieso. Sin embargo no me pude contener y me bebí la botella. De ahí viene todo. «Resultado, que no pude dormir hasta las dos de la mañana, y me quedé como un tronco, como duermo yo, que ni la trompeta del juicio final me despertaría. «Para concluir, mi mujer, después de sacudirme mucho, logró que me vistiese á las seis. Me lavé la cara, y montamos en el _Dalila_. ¡Ya era tarde! Cuando llegué á mi hoyo, encontré á otro, cosa que en tres años, señor presidente, no había sucedido nunca. Me produjo el mismo efecto que si me hubiesen desvalijado á mis ojos, y no hice más que decir: «Cuerno, cuerno, recuerno...». Pero mi mujer empezó á molestarme. «Tómalo ahora, ahí lo tienes tu gorro de dormir. Borracho... ¿Estás contento, animal?». «Yo no contestaba porque tenía razón, y á pesar de todo desembarqué en el mismo sitio para aprovechar las sobras. Además, tal vez aquel hombre no pescaría nada y se marcharía. «Era flacucho, llevaba un traje de dril blanco, y á la cabeza un enorme sombrero de paja. Y también le acompañaba su mujer, una gorda que hacía ganchillo á su lado. «Cuando vió que nos instalábamos cerca de ellos murmuró: --«¿No hay otro sitio en el río?». «Y mi mujer, que estaba rabiosa, contestó: --«Las gentes que saben vivir, se informan de las costumbres de los países antes de ocupar los sitios reservados». «Pero como á mí no me gustan los líos, le dije: --«Calla, Amelia, calla; déjalos, y ya veremos». «Atamos el _Dalila_ bajo los sauces, saltamos á tierra, y Amelia y yo nos pusimos á pescar á pocos pasos de los otros dos. «Y ahora, señor presidente, preciso es que entre en detalles. «Cinco minutos hacía que estábamos allí, cuando el flotador de mi vecino se hundió tres veces y sacó un animal grande como mi pantorrilla... un poco menos tal vez, pero no le faltaba mucho. Me palpitó el corazón y empecé á sudar. Mi mujer me dijo: «Borracho, ¿has visto eso?». «En aquel momento, Bru, el tendero de ultramarinos de Poissy, que pasaba en barca, me gritó. «¡Eh! ¡Renard! ¿Le han quitado el sitio?». Y yo respondí. «Sí, amigo mío; en este mundo hay gentes tan poco delicadas que no respetan nada». «El hombrecito del traje de dril no se daba por entendido, ni su mujer tampoco, una gorda... una vaca suiza...». El presidente le interrumpió por segunda vez para decirle: «Mucho cuidado, que está usted insultando á la viuda del señor Flamèche, aquí presente». Renard se excusó: «¡Oh! perdónenme; la pasión me ha arrebatado. «Pues bien, aún no había pasado un cuarto de hora cuando el hombrecito del traje de dril sacó otro pez, y luego otro y otro. «Yo casi lloraba de rabia y además sentía que mi mujer estaba hirviendo, pues me decía á cada momento: «Mira, mira como te está robando la pesca. Y tú no pescarás nada, ni una rana: sólo al pensarlo se me revuelve la sangre». «Yo me decía para mis adentros: «Esperemos á que den las doce: ese bandido se irá á almorzar y yo entonces recobraré mi sitio». Porque yo, señor presidente, todos los domingos almorzaba á orillas del río. «Pero, como no morena. Las doce dieron, y el hombrecito sacó un pollo asado que llevaba envuelto en un periódico, y mientras comía pescó uno gordo. «Amelia y yo comimos también, pero sin apetito, y la comida nos parecía veneno. «Para hacer la digestión cogí el periódico; todos los domingos leo el _Gil Blas_, á la sombra y junto al agua, pues es el día de Colombina, ya saben ustedes, Colombina, la que escribe artículos en el _Gil Blas_. Yo tenía costumbre de hacer rabiar á mi mujer diciéndola que conocía á esa Colombina, lo cual no es verdad porque no la conozco ni la he visto nunca, lo que no impide que escriba muy bien y que por ser mujer diga cosas muy bien dichas. Simpatizo con ella, y me gusta mucho su género. «En fin, empecé á dar la tabarra á mi esposa, pero como ella se enfureció me callé. «En aquel momento llegaron de la orilla opuesta los testigos que aquí están, Ladureau y Durdent; no nos conocíamos más que de vista. «Á todo esto el hombrecito se había puesto á pescar otra vez, y su mujer le dijo: «El sitio es excelente: aquí vendremos siempre, Desiderio». «Á mí se me heló la espalda, y mi mujer no hacía más que repetir: «Tú no eres un hombre, no lo eres, y tienes sangre de gallina en las venas». «Yo contesté: «Antes que hacer una barbaridad prefiero marcharme». «Y entonces murmuró estas palabras que me produjeron el mismo efecto que si me hubiesen metido un hierro candente en la nariz: «No eres hombre, pues te vas rindiendo la plaza. ¡Quita de ahí, calzones!». «Aunque aquello me llegó al alma no me moví; pero el otro, en el mismo instante, sacó una brema como en la vida había visto otra. «Y mi mujer empezó de nuevo á hablar alto como si pensase. Decía: «Esto es robar, pues nosotros cebamos el sitio: por lo menos tendrían que devolvernos el dinero gastado en cebo». «Entonces, la gorda del hombrecito con traje de dril, replicó: --«¿Se refiere usted á nosotros?». --«Hay ladrones de pescado que se aprovechan del dinero gastado por otros». --«¿Nos llama usted ladrones de pescado?». «Y como las palabras se enredan siempre como las cerezas, también se enredaron entonces. ¡Diablo! ¡Las que soltaron aquel par de mujeres! Gritaban tanto, que los testigos que se encontraban en la orilla opuesta dijeron para bromear: «¡Eh! Un poco de silencio, que no dejarán pescar á los maridos». «El caso es que ni el hombrecito del traje de dril ni yo nos habíamos movido, y estábamos allí mirando al agua como si no oyésemos nada. «Y, ¡bendito sea Dios! oíamos, ya lo creo que oíamos: «Usted es una embustera.--Y usted una arrastrada.--Y usted una cualquier cosa.--Y usted una barrendera.--». Y arriba y abajo, en fin, que un marinero no hubiera dicho más. «De pronto oí ruido detrás de mí y volví la cabeza. La gorda acometía á mi mujer sacudiéndola á sombrillazos. Pan, pan; Amelia recibió dos. Amelia se enrabió, y cuando se enrabia pega. Agarró á la gorda por el moño, y las bofetadas cayeron como llovidas del cielo. Yo las hubiese dejado que se las compusiesen solas; pero el hombrecito del traje de dril se levantó prestamente y quiso lanzarse sobre mi mujer. ¡Ah! Eso no, hasta ahí podían llegar las bromas. Le salí al encuentro y le recibí con el puño. Y sacudí; uno en la nariz, otro en la tripa, y el hombrecito levantó los brazos, los pies, y cayó de espalda en el río, en el hoyo precisamente. «Es seguro que hubiera intentado sacarle, señor presidente, pero para mayor colmo, á mi mujer le tocaban entonces las de perder, y aun cuando hubiera podido socorrerla después de haber evitado que el otro echase un trago, como no podía imaginar que llegase á ahogarse, me dije: «¡Bah! Así se refrescará». «Corrí, pues, para separar á las dos mujeres, y recibí algunos cachetes, no pocos arañazos y más de una dentellada. ¡Diablo, qué par! «En fin, que para separarlas empleé cinco minutos ó más. «Me volví, y nada. El agua estaba tranquila como un lago. Del otro lado gritaban: «Sácalo, sácalo». «Eso se dice fácilmente; pero yo no sé nadar y menos bucear. «Por fin vino el encargado de la presa con dos señores que llevaban bicheros; pero ya había pasado un cuarto de hora bien largo. «Y le encontraron en el fondo del hoyo, á ocho pies de profundidad como yo había dicho; sí señor, el hombrecito del traje de dril estaba allí. «Esto es lo ocurrido, y por la salvación de mi alma juro haber dicho la verdad; soy inocente». Y como los testigos habían declarado en el mismo sentido, el acusado fué absuelto. EL INVÁLIDO Lo que voy á referir me ocurrió en 1882. Acababa de instalarme en un rincón del coche vacío y había cerrado la portezuela con la esperanza de quedarme solo, cuando se abrió bruscamente y oí una voz que decía: --Cuidado, señor, cuidado: estamos en el cruce de líneas y el estribo está muy alto. Otra voz respondió: --No temas, Lorenzo, me sujeto bien. Luego apareció una cabeza cubierta con un sombrero flexible, y dos manos que se agarraban con fuerza á las correas que colgaban á los lados de la portezuela, alzaron un cuerpo grande cuyos pies, al chocar con el estribo, produjeron un ruido de palo al golpear el suelo. Ahora bien, cuando el hombre hubo metido el cuerpo en el coche, vi aparecer, bajo la tela del pantalón, los extremos pintados de negro de dos patas de palo. Tras el viajero apareció otra cabeza que preguntó: --¿El señor está bien? --Sí, muchacho. --Entonces, ahí van los paquetes y las muletas. Y un criado, que por su aspecto parecía un soldado viejo, subió y dejó sobre el asiento varios paquetes perfectamente atados. Luego dijo: --Eso es todo, señor: hay cinco. Los bombones, la muñeca, el tambor, el fusil, y el pastel. --Muy bien, muchacho. El criado colocó los paquetes en la redecilla y bajó diciendo: --Buen viaje, señor. --Gracias, Lorenzo; salud. El hombre cerró la portezuela y yo me fijé en mi vecino. Aunque sus cabellos eran casi blancos, no debía tener más de treinta y cinco años: estaba condecorado, su bigote era grande, y su corpazo acusaba una de esas obesidades de que adolecen los hombres activos y fuertes á quienes una desgracia inmoviliza. Se enjugó la frente, respiró con fuerza, y mirándome á la cara me dijo: --¿Le molesta el humo del tabaco, caballero? --No, señor. Aquellos ojos, aquella voz y aquella cara, yo los había visto antes. Pero ¿dónde y cuándo? Seguro estaba de que había visto á aquel caballero y de que había hablado con él y le había estrechado la mano. Y hacía tiempo, mucho tiempo; el recuerdo se perdía en esas brumas en las que la imaginación busca á tientas las cosas y las persigue, como á fantasmas fugitivos, sin poderlas coger. Él también me miraba con la tenacidad y la fijeza del hombre que recuerda algo vago é indefinido. Nuestros ojos, molestos por el obstinado contacto de las miradas, se apartaron; pero al cabo de algunos segundos, atraídos nuevamente por la voluntad obscura y tenaz de la memoria que trabaja, se encontraron otra vez. Yo, entonces, dije: --Caballero, me parece que en vez de mirarnos de soslayo durante una hora, sería mejor que buscásemos juntos dónde y cómo nos hemos conocido. Mi vecino contestó con mucha amabilidad: --Tiene usted muchísima razón, caballero. Y le dije mi nombre. --Me llamo Enrique Bonclair, magistrado... Vaciló unos segundos, y luego, con esa vaguedad en la mirada y en la voz que siempre acompaña á las grandes tensiones del espíritu, contestó: --¡Ah! Perfectamente. En otro tiempo, antes de la guerra, hace unos doce años, le encontré varias veces en casa de Poincel. --Sí, señor... ¿Es usted el teniente Revalière? --Sí, y fuí el capitán del mismo nombre hasta el día en que perdí los pies... los dos á un tiempo, que me llevó una bala de cañón. Y, entonces que nos conocíamos, nos miramos de nuevo. Yo recordaba perfectísimamente haber visto á aquel buen mozo delgado que dirigía cotillones con ímpetu tan ágil y gracioso que le había merecido el apodo de «la Tromba». Pero, tras su imagen, evocada con toda claridad, flotaba aún algo confuso, una historia que había sabido y olvidado, una de esas historias á las que se presta atención benevolente pero corta, y que sólo dejan en la memoria huellas casi imperceptibles. En todo aquello andaba de por medio el amor. Sentía en mi memoria una particularísima sensación, pero nada más una sensación semejante al humo. Y sin embargo, poco á poco las sombras se aclararon y una figura de muchacha joven se apareció á mis ojos. Luego su nombre estalló en mi cerebro como un petardo: la señorita de Mandal. Y lo recordé todo, todo. Era, con efecto, una historia de amor, pero vulgarísima. Aquella muchacha estaba enamorada del oficial, y cuando les conocí se hablaba de boda como de cosa próxima. Él, por su parte, parecía muy enamorado y muy dichoso. Fijé los ojos en la redecilla donde estaban los paquetes traídos por el criado de mi vecino, paquetes que temblaban á cada sacudida del tren, y volví á oir la voz del sirviente como si acabase de hablar. --Eso es todo, señor: hay cinco. Los bombones, la muñeca, el fusil, el tambor y el pastel. Entonces, en un segundo compuse una novela que, por lo demás, se parecía á cuantas había leído y en las cuales, unas veces el hombre, otras la mujer, se casan con el prometido después de la catástrofe, sea corporal, sea financiera. De manera que, aquel oficial mutilado, había encontrado, terminada la guerra, á su joven prometida; y ésta, en cumplimiento de su compromiso, le había aceptado por esposo. Yo juzgaba aquello muy hermoso, pero sencillo, como se juzgan sencillas todas las abnegaciones que cuentan los libros y las comedias. Siempre parece en esos ejemplos de magnanimidad, cuando se lee ó cuando se escucha, que uno mismo se hubiera sacrificado con satisfacción y entusiasmo, con arranque magnífico. Y al día siguiente, cuando un amigo desgraciado viene á pedirnos prestado algún dinero, lo recibimos de mal humor. Repentinamente, otra suposición menos poética pero más realista, susbtituyó á la primera. Quizá se había casado antes de la guerra, antes del horrible accidente, y ella, desolada y resignada, se había visto precisada á recibir, cuidar, consolar y sostener al marido que, habiéndose ido fuerte y hermoso, volvía con los pies segados, espantosamente mutilado, triste jirón condenado á la inmovilidad y á la desgraciada obesidad. ¿Sería un ser dichoso ó un torturado? Un deseo, ligero en un principio, luego creciente y más tarde irresistible, me acometió: hubiera querido conocer su historia, por lo menos los puntos principales que me permitiesen adivinar lo que él no pudiese ó no que quisiese decirme. Hablaba con él pensando en esto. Habíamos cambiado algunas frases harto vulgares, y yo, con los ojos fijos en la redecilla, pensaba: «Tiene tres hijos: los bombones son para su mujer; la muñeca para la nena, el tambor y el fusil para los niños, y el pastel para él». De pronto, le pregunté: --¿Es usted padre, caballero? --No, señor--me contestó. Quedé confundido como si acabase de cometer una inconveniencia grave, y repuse: --Le ruego que me dispense, pero así lo había creído al oir á su criado qué le hablaba de juguetes. Muchas veces se oye sin escuchar, y á pesar de uno mismo se deducen conclusiones. Él sonrió, y después murmuró: --No, señor, no. Ni siquiera me he casado. Me quedé en los preliminares. Entonces fingí un asombro grande, como si recordase de pronto. --Sí, señor... si mi memoria no me engaña, cuando yo le conocí, tenía usted relaciones con la señorita de Mandal. --Precisamente, caballero, no se equivoca. Entonces tuve la audacia de añadir: --Hasta creo haber oído decir que la señorita de Mandal se había casado con... con... Con mucha tranquilidad pronunció este nombre: --Con el señor de Fleurel. --Eso mismo: recuerdo que oí hablar de esa boda á propósito de su herida. Yo le miraba á la cara y vi que enrojeció. Su rostro lleno, mofletudo, que la afluencia constante de sangre purpuraba, se encendió más aún. Y con viveza, con el repentino ardimiento del hombre que lucha por una causa perdida de antemano perdida en el cerebro y en el corazón, pero que quiere ganar ante la opinión, dijo: --Caballero, hacen mal pronunciando mi nombre junto con el de la señora de Fleurel. Cuando volví, sin pies, de la guerra, nunca hubiera consentido en hacerla mi mujer. ¿Acaso era posible? Cuando una mujer se casa, caballero, no es para hacer ostentación de generosidad; es para vivir todos los días, todas las horas, todos los minutos y todos los segundos al lado de un hombre; y si ese hombre es deforme como yo, la mujer que con él se case se condena á un sufrimiento que debe durar hasta la muerte. Sí, yo comprendo y admiro todos los sacrificios, todas las abnegaciones, cuando tienen un límite; pero no admito que una mujer renuncie á toda una vida que se promete dichosa, á todos los goces y á todos sus sueños para satisfacer la admiración de la galería. Cuando oigo en el pavimiento de mi habitación el ruido de mis patas de palo y el de mis muletas, ruido que hago á cada paso que doy, me desespero hasta el extremo que estrangularía á mi criado. ¿Cree usted que se puede aceptar de una mujer que tolere lo que uno mismo no soporta? Además ¿puede alguien imaginarse que mis muñones sean bonitos?... Y calló. ¿Qué contestarle? Tenía razón. ¿Podía despreciarla á ella, motejarla y quitarla la razón? No, y sin embargo, el desenlace conforme á la regla, á la verdad y á la verosimilitud, no satisfacía mi apetito poético. Aquellos muñones heroicos exigían un sacrificio que faltaba, y experimenté una decepción. Entonces le pregunté: --¿La señora de Fleurel tiene hijos? --Sí, uña niña y dos niños. Para ellos son estos juguetes. Tanto su marido como ella son muy buenos para conmigo. El tren subía la cuesta de Saint Germain. Pasó por los túneles, entró en la estación, y paró. Yo iba á ofrecer mi brazo al inválido para ayudarle á bajar, cuando por la portezuela abierta dos manos se tendieron hacia él. --Hola, mi querido Revalière. --Hola, Fleurel... Detrás del hombre su mujer sonreía, radiante, linda todavía, saludando al oficial mutilado con su enguantada mano. Á su lado, una niñita saltaba de contento, y dos muchachos miraban con ojos ávidos el tambor y el fusil que de la redecilla del coche pasaban á las manos de su padre. Cuando el inválido estuvo en el andén, todos los pequeños le besaron. Y luego se pusieron en marcha, y la niña se apoyó en el barnizado travesaño de una muleta como hubiera podido agarrarse, andando á su lado, á la mano de su mejor amigo. MINUÉ Las grandes desgracias no me entristecen, dijo Juan Bridelle, viejo solterón que tenía fama de escéptico. He visto la guerra muy de cerca y pasaba por encima de los cadáveres sin apiadarme. Las grandes brutalidades de la Naturaleza ó de los hombres pueden provocar de nuestra parte gritos de horror ó de indignación; pero no nos pellizcan el alma ni nos hacen sentir ese estremecimiento que nos procura la vista de ciertas insignificancias lastimosas. Ciertamente, el dolor más acerbo que se puede experimentar es, para una madre, la pérdida de un hijo, y para un hombre, la pérdida de una madre. Eso es violento, terrible, eso trastorna y destroza; pero de esas catástrofes se cura como se cura de las heridas graves. Ahora bien, ciertos encuentros, ciertas cosas apenas entrevistas, casi adivinadas, ciertos pesares secretos, ciertas perfidias del destino que agitan todo un mundo doloroso de pensamientos y que de pronto abren ante nosotros la puerta misteriosa de los sufrimientos morales complicados, incurables, tanto más profundos cuanto que parecen benignos, tanto más agudos cuanto que son insignificantes, nos dejan en el alma como un rastro de tristeza, un amargor, una sensación de sequedad que nos cuesta mucho desterrar. Por mi parte, tengo siempre ante mis ojos dos ó tres cosas que seguramente otros no hubieran observado y que en mí penetraron como punzadas penetrantes, agudas é incurables. Ustedes tal vez no comprenderán la emoción que en mí ha quedado de esas rápidas impresiones. No referiré más que una, historia vieja, pero que en mí vive como si hubiese ocurrido ayer, y bien puede ser que únicamente mi imaginación sea la única causante de mi enternecimiento. Tengo cincuenta años; en aquel entonces era joven y estudiaba Derecho. Era algo triste, algo soñador, estaba impregnado de cierta filosofía melancólica, y no me gustaban ni los cafés ruidosos, ni los compañeros alegres, ni las mujeres estúpidas. Me levantaba temprano, y una de las voluptuosidades que más gratas me eran, consistía en pasear solo, á las ocho de la mañana, por el jardín del Luxemburgo. Ustedes no lo han conocido como entonces estaba. Parecía un jardín olvidado, del otro siglo, un jardín bonito como la dulce sonrisa de una anciana. Tupidas vallas separaban los senderos estrechos y regulares, senderos tranquilos entre dos muros de follaje cuidadosamente cortado. Las tijeras del jardinero igualaban constantemente las hojas y las ramas, y de trecho en trecho se encontraban macizos de flores y arbolillos alineados como colegiales de paseo, grupos de rosales magníficos ó regimientos de árboles frutales. Un rincón encantador del bosquete estaba habitado por las abejas, y sus casas de paja, convenientemente espaciadas, abrían al sol sus puertas grandes como dedales. Y á lo largo de esos senderos se encontraba á las doradas moscas zumbadoras, dueñas verdaderas de aquel lugar pacífico, verdaderas moradoras de aquellas avenidas que semejaban corredores. Iba casi todas las mañanas, me sentaba en un banco, y leía. Á veces colocaba el libro sobre mis rodillas para soñar, para oir como París vivía á mi alrededor y gozar del reposo infinito que disfrutaba en aquellas alamedas á lo antiguo. Pero, pronto advertí que no era solo en frecuentar aquellos lugares en cuanto sus puertas se abrían, y sucedía á veces que, al rodear un macizo, me encontraba frente á frente con un anciano. Llevaba zapatos con hebilla de plata, casaca de color de tabaco de España, unos encajes á guisa de corbata, y un sombrero gris inverosímil, un sombrero de anchas alas y largo pelo que hacía pensar en el diluvio. Era delgado, muy delgado, anguloso, arrugado, y siempre sonreía. Sus ojos, vivos, palpitaban, se agitaban bajo un continuo movimiento de los párpados, y constantemente llevaba en la mano un magnífico bastón con puño de oro que para él debía ser espléndido recuerdo. Aquel buen hombre, en un principio me asombró; luego me interesó sobremanera. Y le acechaba á través de los muros de hojas, y le seguía desde lejos deteniéndome á la revuelta de los bosquetes para que no me viese. Y he aquí que una mañana, creyéndose perfectamente solo, empezó á moverse de modo singular: primero unos pasitos, luego una reverencia, más tarde movía una pierna, giraba galantemente sobre sus talones, y daba saltitos graciosísimos, sonriendo como si estuviese en público, arqueando los brazos, doblando su cuerpo de fantoche, haciendo, dirigidos al vacío, saludos enternecedores y ridículos. ¡Bailaba! El asombro me petrificó, y me pregunté cuál de los dos estaba loco: él ó yo. Pero de pronto se detuvo, avanzó como avanzan los actores en el escenario, se inclinó profundamente con sonrisas graciosas, y con su temblorosa mano envió besos á las hileras de cortados árboles. Y continuó muy gravemente su paseo. * * * * * Á partir de aquel día no le perdí de vista, y todas las mañanas se entregaba á su inverosímil ejercicio. Me entraron deseos locos de hablarle. Me arriesgué, y después de saludarle le dije: --Magnífico día, caballero, ¿verdad? --Espléndido, sí señor, un día de otros tiempos--contestó inclinándose. Ocho días después conocía su historia. En tiempo del rey Luis XV había sido maestro de baile en la Ópera, y su hermoso bastón era un regalo del conde de Clermont. Y, cuando se le hablaba de baile, no callaba nunca. Ahora bien, un día me hizo sus confidencias. --Me casé con la Castris, caballero. Si usted quiere se la presentaré, pero ella no viene hasta más tarde. Este jardín que usted ve, es el único goce de nuestra vida: es lo único que nos queda de aquellos tiempos. Si no lo tuviésemos, creo que no podríamos vivir. ¿Verdad que es vetusto y distinguido? Aquí creo respirar el mismo aire que respiraba en mi juventud. Mi mujer y yo pasamos aquí todas las tardes; pero yo vengo también por la mañana pues me levanto temprano. En cuanto hube almorzado volví al Luxemburgo y no tardé en distinguir á mi amigo que daba el brazo ceremoniosamente á una vieja pequeñita, vestida de negro, á la que fuí presentado. Era la Castris, la gran bailarina amada por príncipes, amada por reyes, amada por todo aquel siglo galante, y que parecía haber dejado en el mundo un perfume de amor. Nos sentamos en un banco. Estábamos en mayo, y por las limpias alamedas revoloteaba el perfume de las flores: y el sol, filtrándose por entre las hojas, sembraba en el suelo grandes gotas de luz. El negro traje de la Castris parecía enteramente mojado de claridad. El jardín estaba vacío, y á lo lejos se oía rodar á los coches de punto. --¿Quiere usted explicarme--dije al viejo bailarín--lo que era el minué? Se estremeció. --El minué, caballero es el rey de los bailes y el baile de los reyes; ¿me comprende usted? Por esto, desde que no hay reyes, no hay minué. Y empezó, con estilo pomposo, un elogio ditirámbico, del que no comprendí nada absolutamente. Quise que me explicase los pasos, los movimientos y las actitudes, y nervioso y desolado por su impotencia, se desesperaba. Y repentinamente, volviéndose hacia su anciana compañera, siempre silenciosa y grave, le dijo: --Elisa ¿quieres?--serás muy amable,--¿quieres que enseñemos á este caballero lo que era? Ella dirigió, una mirada inquieta á su alrededor, se levantó sin decir palabra y fué á colocarse delante de él. Y entonces presencié una cosa inolvidable. Iban y venían con melindres infantiles; sonreían, se balanceaban, sé inclinaban, daban saltitos cual viejas muñecas que antiguo mecanismo hubiese hecho bailar, mecanismo algo estropeado que construyera en otros tiempos un obrero hábil á la manera de su época. Y yo les contemplaba con el corazón turbado por sensaciones extraordinarias, llena el alma de indecible melancolía. Me parecía estar viendo una aparición lamentable y cómica, la sombra pasada de moda de un siglo, y tenía ganas de reir y necesidad de llorar. Terminadas las figuras de la danza, se detuvieron, y por espacio de un minuto siguieron de pie, uno frente á otro, haciendo muecas sorprendentes, y después, sollozando, se besaron. * * * * * Tres días después me fuí á provincias y no los volví á ver más. Cuando regresé á París, dos años más tarde, el viejo jardín había desaparecido. ¿Qué ha sido de ellos sin aquel jardín querido de otros tiempos, con sus jardinillos laberínticos, con su suave olor de tiempo viejo y sus graciosas alamedas? ¿Habrán muerto? ¿Vagarán por las modernas calles como desterrados sin esperanza? ¿Bailarán, espectros grotescos, un minué fantástico, entre los cipreses de un cementerio, á lo largo de los senderos bordeados de tumbas, á la luz de la luna? Su recuerdo me atormenta, me obsesiona, me tortura, está conmigo como una herida. ¿Por qué? No lo sé. Y ustedes, sin duda, encontrarán esto ridículo... EL LOBO He aquí lo que el anciano marqués de Arville nos contó en casa del barón de Ravels al terminar la comida de San Humberto. Se había corrido un ciervo, y el marqués era el único de los invitados que no había tomado parte en la persecución, pues él no cazaba nunca. Durante la gran comida no se había hablado de otra cosa que de matanzas de animales. Las mismas mujeres escuchaban con interés los relatos sanguinarios y con frecuencia inverosímiles, y los oradores imitaban los ataques y los combates de hombres contra fieras, levantaban los brazos y referían con voz trueno. El señor de Arville hablaba bien, con cierta poesía algo rimbombante pero llena de efecto. Muy á menudo había tenido que repetir esta historia, pues la contaba corrientemente, sin vacilar en las palabras hábilmente escogidas para dar más fuerza á las imágenes. --Señores, yo no he cazado nunca, ni mi padre tampoco, ni tampoco mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que cazó más que todos ustedes. Murió en 1764, y ahora diré cómo. Se llamaba Juan, estaba casado, era padre del niño que fué mi tatarabuelo, y vivía con su hermano menor, Francisco de Arville, en nuestro castillo de Lorena, en pleno bosque. Por amor á la caza, Francisco de Arville se había quedado soltero. Los dos cazaban de un cabo del año al otro, sin descanso y sin cansarse. No gustaban de otra cosa, no comprendían otra cosa, y sólo hablaban de caza y vivían para la caza. Esta pasión terrible, inexorable, había sentado sus reales en sus corazones. En ella ardían, les había invadido por completo y en ellos no cabía otra cosa. Habían prohibido terminantemente que cuando cazaban se les molestase fuese por lo que fuese. Mi tatarabuelo nació mientras su padre perseguía á una zorra, y Juan de Arville no interrumpió su carrera; pero juró: «¡Ira de Dios! Ese granuja hubiera podido esperar hasta que la caza terminase...». Su hermano Francisco era todavía más apasionado que él. En cuanto se levantaba iba á ver á los perros, luego á los caballos, y hasta el momento de salir á montería, tiraba á los pájaros en los alrededores del castillo. En el lugar les llamaban señor marqués, y señor de Arville, pues los nobles de entonces no hacían como la nobleza de poco más ó menos que hoy quiere establecer jerarquía descendente en los títulos, pues el hijo de un marqués no era conde, ni el hijo de un conde era barón, como tampoco es coronel de nacimiento el hijo de un general. Pero, las mezquinas vanidades de hoy en día encuentran provecho arreglándose de ese modo. Pero volvamos á mis antepasados. Según parece, eran desmesuradamente grandes, huesudos, velludos, violentos y vigorosos. El más joven, aún más alto que el mayor, tenía la voz tan fuerte que, si se cree en una leyenda que le llenaba de orgullo, cuando gritaba se agitaban todas las hojas del bosque. Y cuando los dos montaban á caballo para ir á cazar, ver á aquellos gigantes, debía ser un espectáculo soberbio. Ahora bien, á mediados del invierno del año de 1764, los fríos fueron excesivos y los lobos estaban furiosos. Atacaban á los campesinos que se retrasaban, vagaban por los alrededores de las casas, aullaban desde que se ponía el sol hasta que amanecía, y despoblaban los establos. No tardó en hablarse de un lobo colosal, de pelo gris casi blanco, que se había comido dos niños, devorado el brazo de una mujer, extrangulado á todos los mastines de la comarca, y que saltaba los vallados para olfatear las puertas. Todos los vecinos afirmaban haber sentido sus resoplidos que hacían oscilar las llamas de los hogares, y pronto el pánico se extendió por toda la provincia. En cuanto anochecía nadie se atrevía á salir, y las tinieblas parecían atormentadas por la imagen de ese animal... Los hermanos Arville resolvieron encontrarlo y matarlo, y organizaron grandes partidas de caza á las que invitaron á todos los gentileshombres de la comarca. Todo fué en vano. Se batían los bosques, se registraban las breñas, pero nunca daban con él. Mataban lobos, muchos lobos, pero no aquél. Y todas las noches que seguían á las batidas, el animal, como si quisiese vengarse, atacaba al ganado siempre lejos del lugar en que se le había buscado. Una noche entró en el establo de cerdos del castillo de Arville y se comió los dos mejor criados. Los hermanos montaron en cólera considerando este ataque como una bravata monstruosa, una injuria directa, un reto. Cogieron los perros más acostumbrados á perseguir bestias peligrosas y salieron al campo con el corazón rebosando furor. Desde que amaneció hasta que el sol desapareció tras los árboles desnudos, batieron bosques y malezas sin encontrar nada. Furiosos y desolados volvían al paso de sus caballos por un camino bordeado de malezas, y se asombraban viendo su ciencia burlada por aquel lobo y sintiendo una especie de misterioso temor. El mayor decía: --Este animal no es como los demás. Se diría que piensa como un hombre. El menor contestaba: --Tal vez tendremos que hacer bendecir las balas por nuestro primo el obispo ó rogar á cualquier sacerdote que pronuncie las palabras necesarias. Callaron luego, y á poco Juan repuso: --Mira que rojo está el sol. El lobo hará algo malo esta noche. Apenas había concluído de hablar, cuando su caballo se encabritó y el de Francisco empezó á cocear. Espeso matorral cubierto de hojas muertas se abrió ante ellos, y una bestia colosal, completamente gris, surgió y echó á correr á través del bosque. Los dos lanzaron una especie de rugido de alegría, é inclinándose sobre los pesados caballos, los echaron hacia adelante con todas las fuerzas de su cuerpo, y corrían tan desesperadamente, excitándoles, enloqueciéndoles con la voz, el gesto y las espuelas, que los fuertes jinetes parecían llevar sus pesados corceles entre las piernas y sostenerlos en el aire. Corrían rozando el vientre con el suelo; cortando arbustos, subiendo cuestas, saltando barrancos y tocando la trompa á plenos pulmones para llamar á sus gentes y á sus perros. Y he aquí que, de pronto, en aquella carrera desenfrenada y loca, el mayor dió con la frente en una rama enorme que le partió el cráneo, y cayó muerto al suelo mientras su caballo se desbocaba y desaparecía entre las sombras que envolvían los bosques. El menor Arville paró en seco, echó pie á tierra, cogió en brazos á su hermano y vió que por la herida salían los sesos mezclados con sangre. Entonces se sentó junto al cuerpo, apoyó en sus rodillas aquella cabeza desfigurada y sangrienta, y contemplando el rostro inmóvil de su hermano esperó. Poco á poco extraño miedo, miedo como nunca había sentido, se apoderó de él. Era miedo á las sombras, miedo á la soledad, miedo al bosque desierto y miedo también al lobo fantástico que para vengarse de ellos acababa de matar á su hermano. Las tinieblas eran más densas por momentos y el agudo frío hacía rugir los árboles. Francisco se levantó temblando, incapaz de permanecer allí más tiempo y sintiéndose próximo á desfallecer. No se oía nada; ni los ladridos de los perros, ni el sonido de las trompas, todo permanecía mudo en el invisible horizonte, y lo sombrío de la noche helada tenía algo horrible y extraño. Con sus manos de coloso cogió el cuerpo de su hermano Juan, lo levantó y lo atravesó en la silla para llevarlo al castillo; luego echó á andar despacio, turbados sus pensamientos como si estuviese ebrio, perseguido por visiones horribles y extraordinarias. Y bruscamente, en el sendero que la noche invadía, una forma grande pasó. Era la bestia. Una sacudida de espanto hizo temblar al cazador: algo frío como una gota de agua le corrió por la espalda, y como monje perseguido por el diablo, hizo la señal de la cruz, medio loco por la brusca reaparición de la fiera. Pero sus ojos se fijaron en el cuerpo inerte tendido ante él, y repentinamente pasó del temor á la cólera y se estremeció con rabia desordenada. Hundió las espuelas en los ijares de su caballo y se lanzó en persecución del lobo. Le seguía por los tallares, por los barrancos, por los oquedales, cruzando bosques que no conocía pero con los ojos siempre fijos en la mancha blancuzca que huia á través de las tinieblas que envolvían la tierra. También su caballo parecía sentirse animado por fuerza y ardimiento desconocidos. Galopaba con el cuello estirado, en derechura; y la cabeza y los pies del muerto, atravesado en la silla como estaba, chocaban con los árboles y con las rocas. Los espinos le arrancaban los cabellos, los troncos quedaban salpicados de sangre, y sus espuelas arrancaban las cortezas... Bestia perseguida y jinete salieron del bosque y entraron en un valle: la luna apareció entonces iluminando una extensión pedregosa, cerrada por rocas enormes y sin salida posible. El lobo, no pudiendo seguir adelante, se volvió. Un alarido de gozo, que los ecos repitieron como el fragor de un trueno, salió de labios de Francisco, y éste saltó del caballo cuchillo en mano. La fiera le aguardaba con el pelo erizado y arqueado el lomo: sus ojos brillaban como dos estrellas; pero antes de librar le batalla, el fuerte cazador cogió á su hermano, le sentó en una roca, y sosteniendo con piedras su cabeza, que ya no era más que una mancha de sangre, le gritó al oído como si hubiese hablado á un sordo: «Mira, Juan, mira esto». Luego se arrojó sobre el monstruo. Se sentía con fuerzas bastantes para derribar una montaña, para machacar piedras con sus manos. La bestia quiso morder, procurando cogerle por el vientre, pero él la tenía por el cuello, sin utilizar siquiera su arma, y la estrangulaba suavemente, escuchando como el aliento se detenía en su garganta y como se paralizaban los latidos de su corazón. Y reía y gozaba lo indecible estrechando más y más su formidable apretón, y en un delirio de alegría gritaba: «Mira, Juan, mira». La resistencia cesó, y el cuerpo del lobo quedó lacio. Estaba muerto. Entonces Francisco lo levantó en alto y lo arrojó á los pies de su hermano repitiendo con voz llena de lágrimas: «Toma, Juan, toma, ahí lo tienes». Después, colocando en la silla á los dos cadáveres, se puso nuevamente en marcha. Y entró en el castillo riendo y llorando como Gargantúa cuando nació Pantagruel, dando gritos de triunfo y trepidando de alegría al referir la muerte del animal, y gimiendo y arrancándose la barba al relatar la de su hermano. Y con frecuencia, más tarde, cuando hablaba de ese día, murmuraba con los ojos llenos de lágrimas: «Si por lo menos Juan me hubiese visto estrangular al otro, estoy seguro de que hubiera muerto contento». Y la viuda de mi antepasado inspiró á su hijo huérfano el horror á la caza que trasmitiéndose de padres á hijos, ha llegado hasta á mí. El marqués de Arville calló, y alguien dijo: --Esa historia es una leyenda ¿verdad? El narrador agregó: --Juro que desde el principio hasta el fin es verdadera. Y entonces, una mujer, con vocecita dulce y suave, dijo: --Lo mismo da; pero sentir semejantes pasiones es muy hermoso. EL PROTECTOR ¡Jamás se hubiera atrevido á soñar tan alta fortuna! Hijo de un alguacil de provincia, Juan Marín había venido al barrio latino á estudiar Derecho como tantos otros. En las diferentes cervecerías que sucesivamente había frecuentado, se había hecho amigo de varios estudiantes que hablaban de política bebiendo cerveza, y cayó en éxtasis de admiración ante uno de ellos, siguiéndole de café en café y hasta pagando las bebidas cuando tenía dinero. Luego se hizo abogado y defendió pleitos y causas que perdió siempre. Ahora bien, una mañana, leyó que uno de sus antiguos amigos del barrio acababa de ser elegido diputado. Volvió á ser su perro fiel, el amigo que hace las cosas engorrosas, los recados, que se envía á buscar cuando se le necesita y al que no se le guarda ninguna consideración. Pero, ocurrió que por una de esas aventuras parlamentarias, el diputado se convirtió en Ministro, y seis meses después Juan Marín era nombrado consejero de Estado. La primera crisis de orgullo estuvo á punto de hacerle perder la cabeza: iba por las calles por el placer de exhibirse, como si sólo viéndole se hubiese podido adivinar su posición, y siempre encontraba medio para decir á los comerciantes, en cuyas tiendas entraba, á los vendedores de periódicos y aun á los cocheros de punto, y á propósito de las cosas más insignificantes «Yo, que soy consejero de Estado». Luego experimentó, naturalmente, como consecuencia de su dignidad y por necesidad profesional, por deber de hombre generoso y de influencia, imperiosa necesidad de proteger. Por cualquier motivo y con inagotable generosidad, ofrecía su apoyo á todo el mundo. Cuando, al pasear por los bulevares, se encontraba con alguna cara conocida, se acercaba satisfecho, le estrechaba las manos, preguntaba por la salud, y sin esperar siquiera que le contestasen, añadía: --Ya sabe usted que yo soy consejero de Estado y que me tiene enteramente á su disposición. Si puedo serle útil en algo, use de mi con toda libertad. Cuando se ocupa una posición como la mía se tiene el brazo largo. Y entonces entraba en el café con el amigo que había encontrado para pedir tinta, pluma y una hoja de papel,--«una sola, mozo; es para dar una carta de recomendación». Y cartas de recomendación escribía diez, veinte, cincuenta todos los días. Las escribía en el café Americano, en casa de Bignon, Tortoni, en la Maison Dorée, en el café Riche, en Helder, en el café Inglés, en el Napolitano, en todas partes. Escribía á todos los funcionarios de la República, desde los jueces de paz hasta á los Ministros, y era dichoso, completamente dichoso. Una mañana, al salir de su casa para dirigirse al Consejo de Estado, empezó á llover, y á punto estuvo de tomar un coche, pero no lo tomó y se fué á pie por las calles. El chubasco arreció inundando aceras y arroyo, y el señor Marín se vió precisado á meterse en un portal. Allí estaba ya un sacerdote, un sacerdote anciano con todo el pelo blanco. Antes de ser consejero de Estado, el señor Marín detestaba al clero, pero después del nombramiento empezó á tratarlo con consideración, muy especialmente desde que un cardenal le había consultado muy cortésmente con respecto á un asunto difícil. La lluvia era torrencial y obligó á los hombres á que se refugiasen en el cuarto del portero para evitar las salpicaduras, y el señor Marín, que, como siempre, sentía la comezón de hablar para decir lo que era, empezó la conversación: --Muy mal tiempo, padre cura, muy mal tiempo. El anciano sacerdote se inclinó: --Sí, señor, muy desagradable, sobre todo cuando se viene á París por unos días. --¡Ah! ¿Es usted provinciano? --Sí, señor; estoy aquí de paso. --Con efecto, es muy desagradable eso de tener lluvia cuando se viene á la capital por unos días. Nosotros, los funcionarios, los que pasamos aquí todo el año, no nos preocupamos. El sacerdote no contestó. Miró á la calle, y viendo que llovía menos, tomó su partido, y levantándose la sotana como las mujeres se levantan las faldas para cruzar las calles, se dispuso á salir. El señor Marín exclamó: --Señor cura, se va usted á poner como una sopa. Espere un poco todavía que eso pasará. El buen hombre se detuvo indeciso, y luego dijo: --Es que tengo mucha prisa: tengo una cita urgente. El señor Marín parecía desolado. --Va usted á ponerse hecho una sopa. ¿Puedo preguntarle á qué barrio se dirige? El cura vaciló un instante y contestó: --Voy por el lado del Palais Royal. --En este caso, señor cura, voy á ofrecerle, si me lo permite, la mitad de mi paraguas. Yo voy al consejo de Estado porque soy consejero de Estado. El sacerdote levantó la cabeza, se fijó en su vecino y contestó: --Muchísimas gracias, caballero, acepto muy reconocido. Entonces el señor Marín le cogió por un brazo y se lo llevó. Le dirigía, le vigilaba y le aconsejaba. --Cuidado, señor cura, con este arroyo. Sobre todo no se fíe de las calles de mucho movimiento, le salpicarán á usted desde la cabeza hasta los pies. Tenga cuidado con los paraguas de las gentes que pasan: para los ojos, nada más peligroso que las puntas de las varillas. Las mujeres, especialmente, son insoportables: no se fijan en nada y le plantan á uno en medio de la cara las puntas de sus sombrillas ó de sus paraguas. Y no se molestan por nadie: parece que el mundo es suyo. Reinan en la acera y en la calzada. Á mí me parece que la educación de la mujer está muy descuidada. Y el señor Marín se puso á reir. El cura no contestaba. Andaba un poco encorvado, y escogía los sitios para poner el pie á fin de no ensuciarse ni el calzado ni la sotana. El señor Marín repuso: --Sin duda usted habrá venido á París para distraerse. --No, me trae un asunto. --¡Ah! ¿Y es un asunto de importancia? ¿Me atreveré á preguntarle de qué se trata? Si puedo serle útil, me pongo incondicionalmente á su disposición. El cura parecía inquieto, preocupado, y murmuró: --¡Oh! Es un asuntito personal; un ligero desacuerdo con mi obispo... Eso no le interesa... Es un... un asunto... de orden interior... de... materia eclesiástica. --Pues precisamente el Consejo de Estado resuelve estas cuestiones, y en este caso, use de mí. --Sí, señor; yo voy al Consejo de Estado. Usted es muy bueno. Yo voy á ver á los señores Lerepère, Savon, y tal vez al señor Petitpas. El señor Marín se paró en seco. --Pero, señor cura, si son amigos míos, colegas excelentes, bellísimas personas. Voy á recomendarle á los tres, y bien calurosamente. Cuente conmigo. El cura saludó, se deshizo en excusas y balbució mil acciones de gracias. El señor Marín estaba encantado. --¡Ah! Usted si que puede decir que tiene una suerte loca. Va usted á ver cómo, gracias á mí, su asunto se resolverá á pedir de boca. Y llegaron al Consejo de Estado. El señor Marín hizo subir al sacerdote á su gabinete, le ofreció una silla, lo instaló ante la lumbre, y sentándose él á la mesa de trabajo, se puso á escribir: «Mi querido colega: permítame que le recomiende muy calurosamente á un venerable eclesiástico, uno de los más dignos y merecedores de consideración, el Reverendo padre...» Y preguntó: --¿Su nombre? --El padre Ceinture. El señor Marín se puso de nuevo á escribir. «El reverendo padre Ceinture que necesita de sus buenos oficios para un asuntito del que le hablará. «Me felicito de esta circunstancia, mi querido colega, que me permite...» Y seguían las fórmulas de rigor. Cuando hubo escrito las tres cartas, se las entregó á su protegido que se fué después de haber hecho mil protestas de agradecimiento. El señor Marín, concluido su trabajo, volvió á su casa, pasó el día tranquilamente, durmió en paz, despertó encantado, y pidió los periódicos. El primero que abrió era un diario radical. Y leyó: «Nuestro clero y nuestros funcionarios. «Nunca acabaremos de denunciar las maldades del clero. Cierto sacerdote llamado Ceinture, convencido de haber conspirado contra el actual gobierno, acusado de actos indignos que ni siquiera mencionaremos, que además se cree es un ex-jesuíta metamorfoseado en sencillo sacerdote, destituido por un obispo por motivos que según se dice son escandalosos, y llamado á París para dar explicaciones con respecto á su conducta, ha encontrado un ardiente defensor en el llamado Marín, consejero de Estado, que no teme dar á ese malhechor cartas de recomendación muy calurosas para todos los funcionarios republicanos colegas suyos. «Señalamos la incalificable conducta de ese consejero de Estado, llamando la atención al ministro...». El señor Marín saltó de la cama, se vistió á escape, corrió, á casa de su colega Petitpas, quien le dijo: --Al recomendarme á ese viejo conspirador, estaría usted loco... Y el señor Marín, trastornado, balbució: --No, pero vea usted... me engañó. Parece tan bueno... se ha burlado de mí, se ha burlado de mí indignamente. Se lo suplico, hágale condenar y muy severamente. Voy á escribir, dígame á quién tengo que escribir para que le condenen. Voy á encontrar al procurador general y al arzobispo de París, sí, al arzobispo... Y sentándose á la mesa de Petitpas escribió: «Monseñor: tengo el honor de poner en conocimiento de Vuestra Eminencia que acabo de ser víctima de las intrigas y mentiras de un sacerdote llamado Ceinture que ha sorprendido mi buena fe. «Engañado por las protestas de este eclesiástico he podido...». Y luego, cuando hubo firmado y cerrado la carta, se volvió y dijo: --Ya lo ve usted, amigo mío: que eso le sirva de enseñanza, y no recomiende nunca á nadie. UNA VENDETTA La viuda de Paolo Saverini vivía sola con su hijo en una casita pobre de las fortificaciones de Bonifacio. La ciudad, construida en la falda de una montaña y á trechos casi suspendida sobre la mar, mira, por encima del estrecho erizado de escollos, á la costa más baja de Cerdeña. Á sus pies, y por el lado opuesto, casi la rodea completamente un corte del acantilado que semeja gigantesco corredor y le sirve de puerto llevando hasta las primeras casas, después de largo circuito entre dos abruptas murallas, las barcas pescadoras italianas ó sardas, y, cada quince días, al viejo vaporcito que hace el servicio de Ajaccio. En la blanca montaña, el montón de casitas forma una mancha más blanca todavía. Parecen nidos de pájaros salvajes colgados sobre la roca que domina el paso dificilísimo por donde tan pocos buques se aventuran. El viento azota sin descanso la desnuda costa, y se mete en el estrecho cuyos lados roe. Las cintas de pálida espuma que aparecen en las negras puntas de innumerables rocas constantemente azotadas por las olas, semejan jirones de telas que flotan y palpitan en la superficie del agua. La casa de la viuda Saverini, enclavada en el mismo borde del acantilado, abre sus tres ventanas á este horizonte desolado y salvaje. Y allí vivía sola con su hijo Antonio y su perra «Semillante», animal grande, delgado, de pelo largo y rudo, de la raza de los mastines y que servía al joven para cazar. Una noche, después de una disputa, Antonio Saverini fué muerto traidoramente de una puñalada que le dió Nicolás Ravolati, el cual, la misma noche, se fué á Cerdeña. Cuando la madre recibió el cuerpo de su hijo, que unos paseantes le llevaron, no lloró; pero permaneció largo rato inmóvil contemplándole, y extendiendo luego su rugosa mano sobre el cadáver, le juró la vendetta. Ni siquiera quiso que la hiciesen compañía, y se encerró junto al cuerpo con la perra, que aullaba. Y el animal aquel aullaba continuamente, de pie, al lado de la cama, la cabeza vuelta hacia su amo y la cola metida entre las patas. No se movía, como no se movía tampoco la madre, que, inclinada sobre el cuerpo de su hijo, lloraba silenciosamente. El joven, tendido boca arriba, con la chaqueta de paño agujereada y desgarrada en el pecho, parecía dormir; pero tenía sangre en todas partes: en el chaleco, en el pantalón, en la cara y en las manos. Y gotas de sangre coaguladas se veían en su barba y en sus cabellos. Su anciana madre empezó á hablarle, y al ruido de su voz la perra calló. --Hijo mío, mi pobre hijo mío, tu madre te vengará. Duerme, duerme, que serás vengado. Es tu madre quien te lo promete, ¿me oyes? Y tu madre cumple siempre sus promesas, ya lo sabes. Y lentamente se inclinó sobre él, pegando sus labios fríos sobre los labios muertos. Semillante empezó nuevamente á gemir, y sus gemidos eran monótonos, desgarradores, horribles. Y allí estuvieron las dos, la mujer y la bestia, hasta que amaneció. Antonio Saverini fué enterrado al día siguiente, y pronto nadie habló más de él en Bonifacio. No había dejado hermanos ni parientes próximos, y no había ningún hombre para que persiguiese la vendetta. Únicamente pensaba en ella la madre, la vieja. Desde por la mañana hasta por la noche veía un punto blanco al otro lado de la costa. Era una aldea sarda, Longosardo, donde se refugian los bandidos corsos cuando se les persigue muy de cerca. Casi ellos solos pueblan la aldea, y frente á las costas de su patria esperan el momento propicio para volver. Y en esa aldea, ella lo sabía, se había refugiado Nicolás Ravolati. Completamente sola pasaba los días sentada á su ventana, mirando á lo lejos y pensando en su venganza. ¿Cómo se las compondría sin tener á nadie, enferma y tan cerca de la muerte? Pero había prometido, había jurado sobre el cadáver, y ni podía olvidar ni podía esperar. ¿Qué haría? Pasaba las noches sin dormir y no lograba momento de reposo ni de tranquilidad: buscaba con obstinación. La perra dormitaba á sus pies, y á veces levantaba la cabeza y aullaba. Desde que su amo había muerto, aullaba así con frecuencia, como si le llamase, como si su alma de bestia hubiese guardado también ese recuerdo que nunca se borra. Ahora bien, una noche, como Semillante se pusiese á gemir, á la madre se le ocurrió una idea salvaje, vindicativa y feroz. Estuvo meditando hasta por la mañana, y al amanecer se levantó y se fué á la iglesia. Rezó, prosternada en el suelo, abatida ante Dios, suplicándole que la ayudase, la sostuviese y diese á su cansado cuerpo las fuerzas que necesitaba para vengar á su hijo. Luego volvió á su casa. En el patio tenía un barril viejo y roto que servía para recoger el agua que caía por los canalones: lo tumbó, lo vació, lo sujetó al suelo con piedras, y encadenando á Semillante á aquella perrera entró en su casa. Recorría sin descanso la habitación, con los ojos siempre fijos en la costa de Cerdeña. Allí, allí estaba el asesino. La perra ladró día y noche. Por la mañana, la vieja le llevó un cubo de agua, nada más; ni sopa ni pan. Pasó el día; Semillante dormía extenuada. Á la mañana siguiente tenía los ojos brillantes, el pelo erizado, y tiraba furiosamente de la cadena. La vieja tampoco la dió de comer. La bestia, furiosa ladraba con voz ronca. Y pasó la noche... Al día siguiente la vieja Saverini fué á casa del vecino y le pidió dos haces de paja. Cogió la ropa vieja que en otros tiempos había llevado su marido y la rellenó para simular un cuerpo humano. Hundió un palo en el suelo frente á la perrera de Semillante, y allí ató el maniquí que parecía sostenerse en pie: luego fabricó la cabeza con un paquete de trapos sucios. La perra miraba sorprendida á aquel hombre de paja, y aunque medio muerta de hambre, callaba. Entró en la casa, encendió lumbre en el patio, cerca del tonel de la perra, y se puso á asar una morcilla. Semillante, enloquecida, saltaba, espumajeaba, con los ojos fijos en la morcilla cuyo humo le entraba en el vientre. Luego, con la morcilla, la vieja hizo una corbata para el hombre de paja: la ató muy bien alrededor de su cuello, como si quisiera metérsela dentro, y cuando hubo terminado soltó á la perra. De un salto formidable la bestia alcanzó el cuello del maniquí y empezó á desgarrar. Bajaba con un pedazo de su presa en la boca, se lanzaba de nuevo, hundía los colmillos en las cuerdas, arrancaba algunas partículas de alimento, bajaba, y volvía á saltar encarnizándose. Arrancó la cara al maniquí, á dentelladas, y le dejó el cuello hecho jirones. La vieja, inmóvil y muda, contemplaba con satisfacción visible. Luego encadenó otra vez á la perra, la tuvo ayunando dos días, y el extraño ejercicio volvió á empezar. Por espacio de tres meses la estuvo acostumbrando á esta especie de lucha para conquistar la comida á dentelladas. Y ya no tenía á la perra atada, y sólo con un gesto hacía que se lanzara sobre el maniquí. La había enseñado á devorar y desgarrar sin poner morcilla en la garganta. Pero en seguida, y como recompensa, le daba la morcilla asada por ella. En cuanto distinguía al hombre, Semillante se estremecía, clavaba los ojos en su ama, y cuando ésta levantaba el dedo y le decía «Va», se lanzaba como una loba. * * * * * Cuando juzgó que ya era tiempo, un domingo por la mañana la vieja Saverini confesó y comulgó con extático fervor: luego se vistió un traje de hombre, traje que le daba aspecto de pobre harapiento, y se arregló con un pescador sardo para que la llevase con su perra al otro lado del estrecho. En un saco de tela llevaba un gran pedazo de morcilla, y Semillante hacía dos días que ayunaba. La vieja, para excitarla, la hacía olfatear á cada momento el oloroso manjar. Entraron en Longosardo. La corsa andaba cojeando. Entró en casa de un panadero y preguntó las señas de Nicolás Ravolati. Éste ejercía su antiguo oficio y trabajaba en el fondo de su tienda. Estaba solo. La vieja abrió la puerta y le llamó: --¡Eh! Nicolás. Éste se volvió, y entonces, soltando la perra, gritó: --Va, va, devora, devora. El animal, enloquecido, le saltó á la garganta. El hombre extendió los brazos, y rodó por el suelo. Durante algunos segundos se revolcó por el pavimento agitando los pies: luego quedó inmóvil mientras Semillante le arrancaba á jirones la carne del cuello. Dos vecinos, que estaban sentados á sus puertas, recordaron haber visto salir á un pobre viejo con un perro negro que comía, sin dejar de andar, algo que su dueño le daba. La vieja volvió á su casa la misma noche. Y durmió bien. FIN IMPRESO POR PHILIPPE RENOUARD 19, rue des Saints-Pères PARÍS *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 74908 ***