Note: | Images of the original pages are available through Internet Archive. See https://archive.org/details/laisabelina00baro |
PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
Los contrastes de la vida.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.
El sabor de la venganza.
ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1921
Establecimiento tipográfico
de Rafael Caro Raggio
PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
LA ISABELINA
RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
MENDIZÁBAL, 34
MADRID
El año 1845—dice Leguía—estaba yo en Burdeos terminando una misión diplomática que me habían encargado los moderados, cuando conocí al padre Venancio Chamizo. Chamizo era un fraile ex claustrado que trabajaba por las mañanas en un escritorio y por la tarde daba lecciones de latín y de retórica a algunos muchachos, hijos de españoles y de franceses legitimistas.
Chamizo era hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años, de mediana estatura, de cuerpo pesado y de mucho abdomen. Tenía la cabeza grande, calva, los ojos grises, la nariz gruesa y el mentón pronunciado. Se traslucía en su tipo al mismo tiempo el labriego, el fraile y el hombre de cultura.
En la conversación con Chamizo se habló de Aviraneta, y el ex claustrado me dijo:
—He tenido relaciones con ese réprobo.
—Creo haberle oído hablar de usted.
—¿Quizá mal?
—No, no; me parece que no.
—¿Es amigo de usted?
—Sí.
—Lo siento por usted. También es amigo mío.
—Yo le conozco mucho, y no sólo no me ha hecho daño, sino que me ha protegido—dijo Leguía.
—Lo creo, lo creo. El señor Aviraneta sabe proteger. Quizá sea usted también de su cuerda.
—Lo soy. Soy liberal, completamente liberal; pero eso es lo de menos. Usted puede hablar de él con completa confianza.
—¿Le interesa a usted el señor Aviraneta?
—Sí. Mucho. ¿Usted ha tenido algunas relaciones con él?
—Sí.
—Me gustaría que me contara usted eso.
—Pues yo le contaré a usted lo que sé de él, con una condición.
—Veámosla.
—Que me convide usted a una cena en una buena fonda de Burdeos.
—Muy bien. Acepto. Usted elegirá en qué sitio.
El padre Venancio vaciló; no sabía si sería mejor ir a la Fonda de la Paz, de la Cour de Chapeau Rouge, o a la de los Americanos, de la calle del Espíritu de las Leyes.
Por fin se decidió por esta última, y dijo que vendría a buscarme al Hotel de Ruan, donde yo paraba.
Marchamos a la Fonda de los Americanos, y encargué la cena en un gabinete reservado.
El padre Chamizo comió y bebió como un templario. Después de tomar café y unas copas de licor, me dijo:
—Ahora, para aligerar la lengua, mi querido señor Leguía, pida usted una botella de vino más. Es una mala costumbre antigua que me queda.
—¿Del convento?
—No, no. Parece mentira que diga usted eso, señor Leguía. ¿Es que usted también es enemigo nuestro? ¿Será usted un volteriano?
—Un tanto.
—¡Qué error, amigo mío! ¡Qué error!
—¿Y qué quiere usted, otra botella de Burdeos, padre Chamizo?
—No; ahora, Jerez...; sí, Jerez...; la beberé por patriotismo. Lejos de la patria, estas cosas se estiman más. La última la bebí en compañía del señor Usoz y Río, el cuáquero. No sé si le conocerá usted.
—Sí. ¿Y él bebía?
—No, él, no. ¿Adónde vamos a ir a parar? ¡Un cuáquero español! ¡Qué absurdo! Me estuvo hablando mal de los frailes y de España. ¡Hablar mal de un país que produce este vino!—exclamó, llenando la copa de Jerez, mirándola al trasluz y vaciándola de un trago.
—Realmente es no tener sentido.
—Ninguno, señor Leguía, ninguno.
—Comience usted, padre Chamizo, su relato; le oigo con atención.
—Mi relato se refiere a los años de 1833 y 1834. No sé si le interesará a usted.
—Me interesa, sí, me interesa.
—Bueno, pues voy allá.
El padre Chamizo sacó un cuaderno del bolsillo, lo leyó aquí y allá, y, dejándolo entreabierto, dijo:
—Bien; comenzaré. Primeramente permítame usted que le diga dos palabras acerca de mi vida. Soy de la provincia de Palencia, de un pueblo próximo al del abate don Sebastián de Miñano y Bedoya, célebre autor de las Cartas del pobrecito holgazán, que tanto ruido hicieron y tanta influencia tuvieron contra nosotros los pobres eclesiásticos.
Mi padre murió joven, dejando a mi madre viuda, con varios hijos, de los cuales era yo el menor. Me creían listillo, yo no tenía afición al trabajo manual, y por amistad de un fraile que solía venir a mi casa, a llevarse el pobrecito lo que podía, me metieron en un convento de Palencia. Estuve algún tiempo de fámulo, sufriendo mil perrerías, la[14]vando ropa sucia, llevando recados y haciendo de pinche en la cocina, hasta que vino de superior un buen hombre que me hizo estudiar, ordenarme y profesar. Tenía yo afición a las letras y creo que alguna disposición. Creía ya resuelta mi vida tranquila, dedicado al griego, al latín y a la historia; me habían enviado a un convento de Lerma, cuando en 1822 aparece por allí una columna del infernal Empecinado, se apodera del convento, y sus soldados me arrastran a mí a ir con ellos. En esa columna iba el malvado Aviraneta, ese aborto del infierno...; no sigo porque es amigo de usted. Me incorporan a las fuerzas liberales, me llevan de la derecha a la izquierda, me hacen perder las tranquilas costumbres del convento, y, en 1823, cuando la entrada del duque de Angulema, me cogen prisionero en Valladolid y me traen a Francia.
—¿Y usted trataría en seguida de volver al convento de Lerma, padre Chamizo?
—No; no traté de volver, señor Leguía, y éste fué mi error. Iba ya por el mal camino. Al quedar libre marché a Bayona, donde me acogí a la protección de Miñano. Llevaba trabajando tres años con él, y, mi querido señor Leguía, nuestra fe comenzó a vacilar. Nos dedicamos a las malas lecturas, leímos las inmundas obras de Voltaire, de Diderot y de otros réprobos; comentamos las innobles chacotas del Diccionario crítico-burlesco, de Gallardo, contra los frailes, en donde se nos llama peste de la República y animales inmundos encenagados en el vicio...
—Y bebimos un poco de más, quizá, padre Chamizo.
—Tiene usted razón; bebimos un poco de más y cometimos otros actos poco morales. Sí, sí..., es cierto. ¡Yo! ¡Sacerdote aunque indigno! Quantum mutatus ab illo! Por entonces don Sebastián Miñano me propuso entrar de preceptor en casa de una señora viuda de Saint-Palais. Yo acepto, y paso durante unos meses una vida cómoda y agradable. Buena comida, buenos vinos... En esto empiezan a decir que si yo me entiendo con la viuda..., la eterna maledicencia... Yo no digo que no me gustara, no; la carne es flaca, y aunque uno haya vestido, bien indignamente por cierto, el glorioso sayal, uno es un hombre... No; puedo afirmar que nadie me vió a mí cortejar a la viuda; pero un primo suyo y pretendiente recogió estas calumnias y me desafió... ¿Yo qué iba a hacer? ¡Yo, un sacerdote! Naturalmente, no fuí al terreno, porque aunque uno es un mísero pecador, ama uno la vida..., y la señora, al saber que no había acudido al desafío, me despreció y me despidió de su casa... ¡Sexo frívolo! Vuelvo de Saint-Palais a Bayona, donde conozco al malvado Aviraneta, y voy con él a Madrid. ¡Cuántos errores comete uno en la vida!
Y aquí nos tiene usted ahora dominando el latín, el griego, el inglés, la literatura, la teología, la historia eclesiástica y los cánones, y ganando treinta duros al mes en un almacén de cuerda del muelle y algunas otras menudencias por dos o tres lecciones que damos. Y España, ¿qué hace entretanto por uno? Nada. ¡Ingrata patria, no poseerás mis huesos! No haga usted caso. Es hablar por hablar. ¿Qué quiere usted, señor Leguía? Soy[16] una víctima del destino... No es que yo sea, ni mucho menos, partidario de la predestinación. Lejos de mí semejantes errores, que defendían algunos discípulos extraviados de San Agustín en el monasterio de Adrumet, en Africa, Lucidus, sacerdote de las Galias, Jansenius y Primacio, el autor de Proedestinatus. No, no. En ésta, como en otras muchas cosas, conocemos el buen camino, aunque no siempre vayamos por él.
—¡Padre Chamizo!
—¿Qué?
—Dejemos a Primacio y vamos, si le parece a usted, con Aviraneta.
—Bueno, vamos con ese réprobo, con ese hijo de Satán. Déjeme usted consultar mis notas.
El padre Chamizo volvió a leer el cuadernito, concentró un momento la atención y dejó de desvariar.
Mientras iba leyendo se le cerraban involuntariamente los ojos, y se veía que estaba deseando echarse a dormir.
—Usted no puede conocer por su edad, señor Leguía—dijo el padre Chamizo—, la transformación verificada en Francia después de los sucesos de 1830. Los realistas españoles, que vivían en las ciudades del Mediodía como el pez en el agua, tuvieron que desaparecer de la superficie y hundirse en los líquidos abismos. A la emigración absolutista sucedió la emigración liberal.
En 1832 estaba yo en Bayona dando lecciones de latín y de español en un colegio, viviendo en una mala casa de huéspedes, cuando caí gravemente enfermo.
Mi protector Miñano se hallaba fuera, mis amigos realistas se habían marchado y mis ahorros eran nulos. Con todo esto no necesito decirle a usted que me encontraba lo más miserablemente que puede encontrarse un hombre, solo, abandonado, enfermo, y sin más asistencia que la de un matrimonio francés, avaro, que me robaba los libros raros que yo tenía para venderlos. En esto, una tarde, ya pensando en la ventura de morir, entra en mi cuarto su amigo de usted, el señor Aviraneta. Yo le conocí en seguida. Era el ayudante del infernal Empecinado, causante de mis desdichas. El no se acordaba de mí. Le habían hablado de un cura español liberal, enfermo, y venía a verme. Su amigo de usted, ese réprobo, me atendió y me cuidó cuando me encontraba yo tan débil y tan miserable, que no hubiera dado un ochavo partido por la mitad por mi vida. Cuando me curé nos reconocimos como habiendo peleado juntos con el Empecinado.
—Yo le creía a usted liberal—me dijo.
—No, no—y añadí—: enemigo de sus ideas siempre. Agradecido a su bondad siempre, también.
Yo, señor de Leguía, soy un hombre que ha practicado el culto de la amistad. Amigo de mis amigos. Esa ha sido mi divisa. No soy un fanático. Usted es turco, protestante, jansenista, revolucionario...; yo abomino de las ideas de usted; pero usted es un amigo mío y yo le favorezco si puedo. No me hable usted de sacrificarme por la República o por la Monarquía; no me diga usted que haga sucumbir a mis amigos por el Estado o[18] por la patria. Esta severidad catoniana no está en mi alma. Dirá usted que es una debilidad. Lo reconozco. Voy a beber un poco más de vino.
Con la enfermedad—siguió diciendo el padre Chamizo—perdí la plaza que tenía en el colegio y me quedé en la calle. No tenía más recurso que Aviraneta y me uní a él. Naturalmente, si me pedía algún servicio, escribir una carta o redactar un escrito, lo hacía. Conocí también a algunos amigos suyos liberales, al auditor don Canuto Aguado, al coronel Campillo, a don Juan Olavarría, y a otros partidarios del tristemente célebre Mina. Yo no descubría entre ellos mis ideas, no me parecía oportuno. Me daba como moderado.
Después de una temporada que estuve sin trabajar encontré una plaza de corrector de pruebas en la imprenta de Lamaignere, y comencé de nuevo a ganarme la vida.
Los días de fiesta, aunque me esforzaba por quedarme en casa, no tenía bastante voluntad, y me iba a buscar a Aviraneta. Ese réprobo amigo de usted, como sabía mi flaco, me llevaba a una fonda de un navarro, un tal Iturri, de la calle de los Vascos, y me convidaba a una cena suculenta. ¡Qué bien se guisaba en aquella casa! ¡Qué merluzas, qué angulas, qué perdices rellenas he comido allí! Ante unas comidas como aquéllas, ¿qué quiere usted, amigo mío?, yo era un hombre al agua.
Hay perfecciones dañosas, perjudiciales. Una persona de olfato muy fino, poco a poco, sin quererlo, se hace antisocial y enemigo de la plebe; un gastrónomo, un hombre de paladar refina[19]do, pierde, a veces, la dignidad y los principios por una buena comida... Pero divago, y no quiero divagar.
En esto se supo en Bayona la noticia de la enfermedad grave de Fernando VII, el otorgamiento de poderes a favor de la reina masona, y el decreto de la amnistía general.
A principios de 1833, todos los liberales se prepararon para entrar en España. Como yo tenía en Bayona mis relaciones entre ellos, vi con tristeza que se marchaban.
A mediados de febrero encontré a Aviraneta en la calle y me preguntó:
—Usted, ¿qué va a hacer?
—Me voy a quedar aquí. Aquí solamente cuento con medios de vida. No tengo dinero para ir a España.
—Por eso no se preocupe usted—me dijo—. Si quiere usted entrar en España, venga usted. Yo tengo algún dinero y voy en compañía de mi primo Joaquín Errazu, que es un millonario mejicano. Este, si usted quiere, le pagará su viaje a Madrid. Para él es una bicoca.
Aviraneta me presentó a Errazu. Errazu me tomó por liberal y dijo que un hombre tan ilustrado y de ideas tan progresivas como yo era necesario en la patria, y que él, por su parte, con verdadero placer sufragaría mis gastos hasta que encontrara una colocación en España.
Pasé por liberal a la fuerza.
Se decidió que yo fuera a Madrid con Errazu y con Aviraneta. Por aquel tiempo había estallado con un ímpetu atroz el cólera morbo asiático y[20] hecho estragos en París, Burdeos y en toda Francia. Si usted ha leído esa novela de Eugenio Sué titulada los Misterios de París, novela absurda, cínica, inmoral y de pésima literatura, habrá usted visto allá una descripción de los horrores del cólera.
Por entonces, en la frontera de España se hallaba establecido el cordón sanitario, y a los viajeros que intentaban entrar en la Península se les obligaba a una cuarentena rigurosa en el lazareto establecido en el puente del Bidasoa.
Salimos de Bayona en compañía de Errazu y de su criado, y, al llegar a San Juan de Luz, Aviraneta dispuso que nos embarcáramos en una escampavía, en el puerto de Socoa, y nos dirigiéramos a San Sebastián. Fuimos en la barca nosotros cuatro y un señor enfermo que viajaba con su mujer y su sobrino. Este señor, don Narciso Ruiz de Herrera, había sido embajador en Roma. Le acompañaba su mujer, doña Celia, que por la edad podía ser su hija, y el sobrino de don Narciso, un capitán de caballería, Francisco Ruiz de Gamboa, a quien luego llamamos siempre Paquito Gamboa.
Llegamos a San Sebastián, ingresamos en el lazareto, fuera de la muralla, en el cual no había nadie, pasamos unos días muy divertidos, y, concluída la cuarentena, entramos en la ciudad.
El señor Errazu fué llamado a Irún por sus parientes, y como Aviraneta tenía prisa para ir a Madrid, tomamos los dos la diligencia.
Aviraneta aseguraba que su propósito en la corte era hacer gestiones para reingresar en el[21] ejército; yo me figuraba si tendría otros planes revolucionarios.
Llegamos a la corte; don Eugenio fué a vivir a casa de su hermana, a la calle del Lobo, y yo, a una de huéspedes de la calle de Cervantes.
Al llegar a Madrid fuí a visitar a don Sebastián Miñano, que me proporcionó varias cartas de recomendación para personas influyentes, y no encontré más que un trabajo mezquino de traducciones de noveluchas francesas del vizconde de Arlincourt y de otros autores por el estilo.
Mientrastanto, Aviraneta subvenía a mis necesidades, y yo, la verdad, me encontraba a mis anchas. Madrid, pueblo que no conocía, era un lugarón destartalado y feo, pero muy pintoresco y divertido. Iba a los cafés, recorría los puestos de libros viejos, hablaba en los corrillos de la Puerta del Sol y de San Felipe, me enteraba de una porción de cosas que ignoraba. Toda aquella gente, la que más bullía tenía su misterio en la política y algo que ocultar. Quién había servido al rey José, quién había estado en América de traidor contra España; otros podían dividir su vida en un período absolutista y otro liberal. Aquello era un Carnaval. En ningún sitio podía aplicarse mejor la frase de Goya, un pintor sordo que conocí aquí en Burdeos, que hizo una estampa de gente con careta, y puso al pie la leyenda: «Nadie se conoce».
Había por entonces una gran inseguridad en el origen de la mayoría de las personas conocidas; daba la impresión de que no se podía rascar mucho en la vida de la gente sin encontrar algo feo.
Todo el mundo era pretendiente a un destino, a un estanco, a una pensión, y por cada destino había cientos que lo solicitaban; se llamaba en broma a algunos aspirantes a pretendientes.
Yo también era aspirante, pues aunque don Eugenio seguía costeándome los gastos, quería independizarme lo más pronto posible.
En esto el padre Chamizo sintió que la nube de sueño que le venía encima era cada vez mayor, y balbuceó:
—Mi querido... señor Leguía... Creo la verdad, que he bebido demasiado...; tome usted el cuadernito éste, donde están mis notas... y haga usted lo que quiera con él... Me lo devuelve... o no me lo devuelve... Ahora me voy a dormir... porque no puedo más.
Leguía llamó al camarero y le mostró a Chamizo, que dormía.
—¿Qué se puede hacer con él?—le preguntó.
—Se le puede subir al hotel y echarle en la cama.
—Eso es. Muy bien.
Entre dos mozos cogieron a Chamizo como si fuera un saco y se lo llevaron. Leguía pagó la cuenta y se marchó a su casa. Las notas del ex fraile le sirvieron de base para escribir este libro.
El año 1833, el cuartel de la Montaña del Príncipe Pío, de Madrid, no estaba edificado aún, y el cerro que ocupa en la actualidad, con sus alrededores, formaba parte del Real Sitio de la Florida.
Esta posesión era muy extensa; se hallaba rodeada de una tapia de doce pies de altura, construída de cal y canto, con machones intercalados de ladrillo, y tenía para su comunicación con la villa cuatro puertas: una, la principal, que daba frente a las Caballerizas; otra, al cuartel de San Gil; la tercera, a la cuesta de San Vicente, y la más lejana, que comunicaba con el descampado de San Antonio de la Florida.
Dentro de los tapiales había varias huertas con sus pozos y sus fuentes, una granja de labor, un picadero y una cuadra para los caballos del infante don Francisco. Había también un edificio bastante grande, que se llamaba la Casa del Jardín. La Casa del Jardín, construída en el siglo xviii, ofre[24]cía el carácter de las posesiones reales rústicas de aquel tiempo. Era de ladrillo amarillento, con los balcones muy espaciados, pintados de verde, y un tejado con lucernas. Rodeaban esta granja arriates abandonados, en los cuales las plantas parásitas habían sustituído a las cultivadas.
Por dentro, la casa tenía grandes salones de paredes pintadas con paisajes y guirnaldas, y los techos, llenos de amorcillos, y una galería de madera con los barrotes carcomidos por el sol y la lluvia.
La Casa del Jardín se hallaba desde hacía mucho tiempo abandonada, y sus grandes salas servían de guardamuebles y de graneros. Unicamente en un pabellón, adosado a una de las esquinas, vivía un domador de caballos con su mujer y dos chicos.
En la primavera de 1833, dos mozos hortelanos entraron una mañana en la Casa del Jardín, desocuparon una sala y un gabinete que daban a la galería, llevando los muebles amontonados allí al desván, y limpiaron los suelos; pocos días después un inquilino fué a vivir a la casa rústica. Era un joven demacrado, con aire de convaleciente de una enfermedad, flaco hasta vérsele los huesos, con las orejas que se le transparentaban a la luz. Este joven pálido tenía los ojos azules, el pelo rubio y el tipo elegante. El joven debía tener influencia sobre el mayordomo de Palacio, pues hizo que le dejaran entrar en las habitaciones cerradas y eligió varios muebles, que mandó llevar a la sala y al gabinete de que se había apoderado.
Eran estos dos salones hermosos; uno de ellos con una gran ventana que daba hacia el Campo[25] del Moro; el otro, con una galería, desde donde se divisaba la Casa de Campo y el Pardo, con el fondo de las montañas azules del Guadarrama.
El joven de aire macilento mejoró pronto en la Casa del Jardín.
Al principio se pasaba allí todo el día contemplando el paisaje: el Manzanares, con su escasa corriente y las ropas blancas puestas a secar, que resplandecían al sol; la vega verde de los Carabancheles y de Getafe, el Palacio Real, que parecía de mármol al anochecer, y las notas de violeta que tomaba el Guadarrama al acercarse el crepúsculo. El enfermo, cuando se puso bueno, comenzó a pasear y a montar a caballo.
Al principio iba únicamente a verle un cura joven y tenían los dos largas conversaciones.
Poco después comenzó a visitar al joven otro señor que aparecía muy de tarde en tarde. Cuando llegaba éste, el joven y el cura esperaban, se encerraban los tres y charlaban largo rato.
Don Francisco Mansilla era un cura vallisoletano emigrado en París desde 1827. Este cura, hombre emprendedor, violento y mujeriego, había dado varios escándalos en Valladolid, falsificando unas firmas, y viéndose en posición difícil se escapó a París.
Mansilla era inteligente y de una actividad inagotable.
Sabía el latín a la perfección y se había especializado en la casuística. El estudio de la moral le había desmoralizado y conducido a mirar los hechos con un criterio semejante al de los jesuítas del siglo xvi y xvii.
Mansilla detuvo sus análisis y sus críticas ante los dogmas de la religión, comprendiendo que si interiormente los deshacía, se encontraría sin ningún punto de apoyo en la vida práctica y en la vida del pensamiento, lo cual para un hombre de voluntad no podía convenir.
Mansilla, al llegar a París, frecuentó los centros[28] absolutistas y entró poco después de capellán en una casa del Faubourg Saint-Germain y alternó con lo más rancio y lo más decorativo de la nobleza francesa. El trato frecuente con la aristocracia realista hizo a Mansilla por dentro liberal exaltado.
El abate Mansilla, que ganaba muy poco sueldo y no tenía apenas medios, se pasaba la vida leyendo en su cuarto. Alguna vez que otra iba a visitar a los conocidos españoles para hablar con ellos y tener noticias de España.
En 1832, un día de Nochebuena, el abate supo que agonizaba un joven español, enfermo y abandonado en un hotel miserable de la calle del Dragón. Este joven era un tal Jorge Tilly, que en medio de una vida borrascosa había caído enfermo de una fiebre tifoidea. Mansilla no era hombre de sentimientos dulces, y, sin embargo, experimentó por el joven casi agonizante un impulso de simpatía, y decidió atenderle hasta su muerte o hasta su curación.
En la casa aristocrática donde estaba habló de su proyecto, que se tomó como una manifestación de la piedad cristiana del abate, y se permitió que se ausentara días y noches para cuidar del joven español. Jorge Tilly salió de la fiebre tifoidea; pero quedó después de la enfermedad sin fuerzas, en los huesos, presa de una laxitud terrible.
Cuando Tilly comenzó a levantarse, el abate y él hablaron largo tiempo, se contaron uno a otro sus respectivas vidas, se confesaron sus faltas, y después de una serie de explicaciones, se juraron simultáneamente un pacto de amistad y de ayuda recíproca. Ambos se hallaban cansados de la vida[29] del extranjero y convencidos de que únicamente en el propio país se puede prosperar.
Decidieron con este pensamiento trasladarse a España. La dificultad era la falta de dinero.
Resolvieron reunir sus medios en una alianza ofensiva y defensiva y estudiaron varios proyectos. El punto de mira fué Madrid. Tilly tenía las notas de dos mujeres que habían servido a la policía y se las prestó a Mansilla.
Mansilla las estudió, las extractó y creyó que eran aprovechables.
Era indispensable ir a Madrid. Vendieron los dos todo lo que tenían y Mansilla se presentó en la corte. El abate trató a los miembros de la sociedad de Los Apostólicos, visitó a Calomarde, intrigó a todas horas, y al poco tiempo conseguía ser nombrado capellán del convento de la Encarnación y bibliotecario en el palacio de la condesa de Benavente de la Puerta de la Vega.
Mansilla visitó a los parientes de Tilly y les aseguró que éste no era un calavera, sino un joven estudioso que en aquel momento estaba enfermo en un zaquizamí.
Mansilla consiguió que la familia de Tilly le diera algún dinero para Jorge, pero ninguno de sus parientes quería tenerlo en su casa.
Mansilla envió el dinero a París, en una letra, y escribió a Tilly lo que pasaba. Como el abate era un hombre de actividad, quiso encontrar para su amigo un rincón bueno en donde pudiera restablecerse.
Mansilla conoció a un guarda de la plaza de Oriente, con quien solía pasear al salir de la iglesia[30] de la Encarnación, y por este guarda, a un domador de caballos de las caballerizas que tenía el infante don Francisco en la Montaña del Príncipe Pío.
Fué a ver este sitio, y como le pareció excelente para Tilly, propuso al domador aceptara como huésped a un sobrino suyo, delicado de salud. El domador de caballos dijo que no podía hacerlo mientras el mayordomo del infante don Francisco no le diera su autorización. Mansilla vió a uno y a otro, movió sus amistades y consiguió el permiso.
Cuando llegó Tilly pudo instalarse en seguida en la Casa del Jardín. La mujer del domador le preparaba la comida, y él mismo, en un hornillo, se hacía el desayuno y la cena.
—Ha hecho usted una admirable adquisición—dijo Tilly—, está uno fuera del pueblo y cerca. Este observatorio es magnífico. Aquí yo me curaré y después entre los dos haremos grandes cosas.
Tilly mejoró en seguida; paseaba, montaba a caballo, tomaba el sol. Casi todos los días iba Mansilla a ver a su amigo y tenían los dos largas conversaciones. Mansilla sabía todo cuanto pasaba; Tilly, como vivía en la soledad, podía hacer la crítica de los sucesos mejor que el cura.
Un poco antes de la muerte del rey, Tilly supo que Aviraneta se encontraba en Madrid, y le escribió una carta. Aviraneta se presentó en la Casa del Jardín, y hablaron. Tilly contó a don Eugenio su vida desde que habían dejado de verse; le habló de su enfermedad y de la protección del cura Mansilla, con quien estaba unido por agradecimiento y por interés.
—¿Qué clase de pájaro es ese Mansilla?—preguntó Aviraneta.
—Es un hombre inteligente, enérgico y liberal; todo lo liberal que puede ser un cura.
—¿Usted puede contar con él?
—Sí, en absoluto. Usted le verá dentro de un rato y charlará usted con él.
Tilly le dió a Aviraneta toda clase de detalles respecto a Mansilla.
Aviraneta explicó después a Tilly la empresa política en que se veía metido.
—Yo tengo organizada la Sociedad Isabelina,[32] que ahora marcha viento en popa—le dijo—. Está formada, principalmente, por militares y por empleados; pero he pensado que al mismo tiempo podríamos organizar una serie de triángulos para ayudarnos.
—Me parece muy bien.
—Usted es un hombre que me conviene, decidido, ambicioso y enérgico. Nos ayudaremos mutuamente y escalaremos las más altas posiciones.
—Nada; cuente usted conmigo.
—¿Este cura Mansilla, querría formar parte de nuestro primer triángulo?
—Ya lo creo.
—Nos vendría muy bien un auxiliar en el Clero. Hay que tener todas las puertas abiertas. Si no se puede la llave, emplearemos la palanqueta.
—Estamos de acuerdo.
—¿Así que usted cree que podemos constituír el triángulo?
—Nada, está constituído.
—Muy bien; entonces lo formaremos usted, él y yo. Usted el número uno, Mansilla el dos, yo el tres.
—Muy bien, acepto. Dentro de poco vendrá Mansilla, a quien tengo citado.
Tilly puso en relación a Aviraneta con el abate Mansilla, y los tres se prometieron ayudarse y favorecerse. Desde aquel día se formó el primer triángulo del Centro. ¿Tenían algún dogma? ¿Tenían alguna doctrina? Al parecer, ni dogma, ni doctrina; su único objeto era ayudarse y prosperar.
El padre Chamizo fué a vivir a un tercer piso de la calle de Cervantes. Encontró un cuarto, gabinete con alcoba, bastante espacioso. Este gabinete había sido amueblado, con pretensiones, sin duda hacía ya mucho tiempo. Tenía un papel verdoso, desgarrado en muchas partes, una consola, un espejo sin brillo, un sofá de caoba y seis sillas. La alcoba estaba oculta con cortinas verdes, con los pliegues desteñidos, y la cama era de madera y parecía un barco. Chamizo, para arreglar el cuarto a su gusto, compró en el Rastro una mesa, una estantería para libros y un sillón cómodo.
La casa aquélla, cuya dueña era una señora pensionista, doña Purificación Sánchez del Real, no era una casa de huéspedes, sino algo muy indefinido y madrileño. Doña Puri alquilaba dos cuartos a caballeros estables y les daba de comer si éstos le anticipaban de antemano el dinero para la com[34]pra. Naturalmente, daba de comer mal, cosa terrible para Chamizo, y, además de esto, servía la comida a los caballeros estables en una encrucijada a la que llamaba el comedor, que era un sitio obscuro, entre pasillos, con una ventana de cristales empañados que daba a la cocina, que a su vez daba al patio. Sólo de noche se veía algo en aquel comedor, que según doña Puri estaba bien por su decoración. Doña Puri llamaba la decoración a unos armarios simulados que tenía el cuarto en las paredes. Doña Puri era una vieja encorvada con una mirada suspicaz y una voz de característica de teatro. Tenía esta señora la nariz corva, la boca sumida y unos lunares como cerdas en el labio. Era muy redicha y muy sentenciosa.
Su hijo Doroteo, muchacho de unos veinte años, parecía por su aspecto una de esas aves estúpidas y perplejas de la orden de las zancudas. A fuerza de creerse sabio lo equivocaba todo y no hacía cosa a derechas.
Muchas veces don Venancio le dió encargos, que el joven Doroteo los equivocó completamente.
—Perdone usted, yo había entendido que usted quería decir...
—Pero, ¿por qué no entiende usted lo que se le dice simplemente?—le preguntaba Chamizo.
Tenía Doroteo una novia en la guardilla de enfrente; la pobre muchacha se pasaba el tiempo en la ventana bordando y Doroteo la escribía versos.
Doña Puri hablaba mucho al padre Chamizo de su hijo.
—Porque como usted, don Venancio, es como si fuera de la familia...—le decía, y le abrumaba con historias sin interés.
El otro huésped de la casa era un tal don Crisanto Pérez de Barradas, un señor de barba negra, alto, con melenas y anteojos ahumados. Don Crisanto tenía una voz hueca y campanuda de pedante. Chamizo, al verle por primera vez, aseguró que debía ser masón, y, efectivamente, resultó que lo era.
Don Venancio, los primeros días de su estancia en Madrid, se dedicó a andar por las calles, a recorrer los cafés y a visitar las librerías de viejo. Casi siempre volvía a casa con unos cuantos volúmenes empolvados, que colocaba con placer en los estantes.
—Mi marido—decía doña Puri—era también aficionadísimo a los libros. No sabe usted qué hombre más culto era.
Don Venancio leía mucho y leía de todo: libros religiosos y profanos, documentos históricos; tenía sus obras predilectas, que releía con frecuencia. Sus autores favoritos entre los profanos eran Horacio y Lucrecio, y entre los místicos, Malon de Chaide y fray Luis de Granada. La Guía de pecadores y el Símbolo de la fe, de fray Luis de Granada, le entusiasmaban por su lenguaje, y el libro de Malon de Chaide, La conversión de la Magdalena, por sus alusiones y sus chistes.
Chamizo era, como católico, poco practicante; se le olvidaba muchas veces la misa del domingo y no daba gran importancia a los rezos.
Para él esto era pura mecánica; probablemente,[36] entre los rezos maquinales de los católicos, los molinos de oración de los tibetanos y de los chinos y las calabazas llenas de oraciones que los calmucos hacen girar con el viento, el ex fraile no encontraba mucha diferencia.
El padre Chamizo recorría Madrid de un extremo a otro, y le gustaba.
Madrid era entonces un pueblo curioso, más interesante que muchas ciudades de importancia y que muchos pueblos exteriormente típicos, por tener un carácter especial, el carácter del pueblo alto, seco, duro. Era difícil que por aquel tiempo hubiera en Europa una capital tan poco mezclada, tan poco cosmopolita como Madrid; no tenía esa vida arcaica de las ciudades viejas, como Venecia o Nuremberg; en España, como Toledo o Salamanca, ciudades todo fachada, ciudades que engañan y parecen existir para entusiasmar al extranjero ávido de lo pintoresco; no tenía grandes aspectos.
Madrid moral estaba en consonancia con el Madrid material: pobre, destartalado, incómodo, con casuchas míseras, con un empedrado malísimo, y, sin embargo, con rincones admirables, no tan suntuosos como los de Roma, pero con una gracia más ligera. Jorge Borrow comprendió en parte el carácter de Madrid como ningún otro escritor nacional y extranjero y notó su absurdo atractivo. Borrow sintió la extrañeza de Madrid mejor que Larra, que hizo la crítica un poco mezquina del señorito que se cree superior porque ha estado en París; sintió Madrid muchísimo mejor que Mesonero Romanos, que pintó el cuadrito de[37] costumbres vulgar y ramplón, imitando a los costumbristas franceses del tipo anodino de Jouy.
Pueblo de poca tradición, no tenía Madrid, como las ciudades antiguas, el barrio típico, monumental, que interesa al arqueólogo; su carácter estaba en la vida de las gentes; no había allí la casa gótica, ni el alero con gárgolas y canecillos, ni la gran fachada del Renacimiento, pero dentro de la pobreza en la construcción, ¡qué tipo más acusado tenía todo, lo inanimado y lo vivo, las casas y las calles, como el alma de los hombres!
Chamizo se divertía en buscar los contrastes, en ver a los elegantes de la calle de la Montera y a los majos de Puerta de Moros, en oír a los políticos de la Puerta del Sol y a los paletos de la plaza de la Cebada, y se entretenía en mirar las tiendas, las pañerías de la calle de Postas, los comercios de cuchillos de las calles próximas a la Plaza Mayor. Quería apresurarse a sorber el espíritu castellano, que era el suyo; identificarse con su pueblo y hartarse de oír su idioma. Aunque comprendía que era absurdo, le gustaban, más que las plazas anchas y suntuosas de las capitales de Francia, aquellas plazoletas de Madrid como la de las Descalzas o la de la Paja, que no le parecían de ciudad, sino de aldea manchega.
El ex claustrado lo pasaba muy bien, muy entretenido en aquel medio ambiente madrileño, nuevo y extraño para él. La vida se le deslizaba de discusión en discusión. Discutía de política con los amigos de Aviraneta, que eran todos liberales; discutía de Filosofía y de Religión, y discutía, quizá con más entusiasmo que de otra cosa, de la gran cuestión literaria de la época, que dividía a la gente en clásicos y románticos. Naturalmente, Chamizo era de los clásicos y oponía a los nombres de lord Byron, de Walter Scott y de Víctor Hugo las figuras ilustres de los poetas de la antigüedad.
Muchas de estas discusiones se desarrollaban en un baratillo de libros, en el que Chamizo se hizo contertulio habitual. Estaba la tiendecita al comienzo de la calle de la Paz, y era su dueño un viejo ayacucho, el señor Martín. El señor Martín era un hombre de unos sesenta años, de cara dura y torva. Había sido sargento en América y estaba[40] enfermo de reumatismo crónico; al andar arrastraba una pierna.
El señor Martín solía estar con su mujer y un chico en el mostrador pegando hojas y pastas con engrudo; los días muy fríos se embozaba en su capa y encendía un brasero con astillas.
El señor Martín, que había empezado su comercio en un portal vendiendo unos cuantos papeles viejos, tenía muchos libros e iba mejorando sus géneros. En su tienda había desde incunables hasta romances de ciego.
Su mujer, la señora Balbina, sabía también bastante del oficio; pero el que se preparaba a abrir las alas y a volar como un águila de la bibliografía era el aprendiz Bartolillo.
Bartolillo tenía una gran afición por los libros, y se enteraba de todo y cogía al vuelo lo que oía.
El señor Martín iba y venía de su puesto a las casas donde vendían libros, siempre cojeando, y traía carros de infolios y de papeles llenos de polvo, que iba depositando en un sótano próximo y luego llevándolos a la tienda y examinándolos.
El señor Martín vendía papel timbrado antiguo, documentos, pergaminos, libros de coro, aleluyas y colecciones de sellos. En esto Bartolo era el especialista.
A la tiendecilla solía ir mucha gente: criadas que compraban la historia del guapo Francisco Esteban, de José María el Tempranillo y de Miguelito Caparrota; estudiantes que vendían los libros de texto; soldados que pedían una novela de amor, y bibliófilos que iban a buscar la edición[41] de Salamanca de la Celestina, o la Lex romana Visigothorum.
También había en la tienda sus tertulias. A primera hora de la tarde solían ir gentes de la vecindad: un zapatero remendón y un viejo memorialista que escribía las cartas a los aguadores y a las criadas, hombre muy seco, que tenía la cazurrería clásica del español, el señor Isidro; luego, al anochecer, comenzaban a llegar literatos, bibliófilos, periodistas, y solía haber largas discusiones.
Alguna que otra vez entraron Lista, Reinoso, Mesonero Romanos y otros varios escritores. El más asiduo era don Bartolomé José Gallardo. Gallardo hablaba pestes de todo el mundo. Era un hombre iracundo y violento, lleno de saña y de cólera contra los demás literatos. Su acento, extremeño recortado, daba más dureza a sus palabras. Tenía mucho odio a los abates afrancesados, y había escrito por esta época un folleto titulado Cuatro palmetazos bien plantados por el Dómine Lucas a los gaceteros de Bayona, contra Lista y Reinoso, y pensaba escribir otro, Las letras de cambio o los mercachifles literarios, para atacar violentamente a Hermosilla, Miñano, Lista y Burgos.
Gallardo aseguraba que aquella época era la más baja de la historia de la literatura española, y que nadie sabía nada, cosa que se asegura en todas las épocas con el mismo grado de certidumbre. Gallardo era amable con la gente que no podía ser rival suyo. Había visto la sagacidad y la curiosidad de Bartolillo, el chico de la libre[42]ría, y le desafiaba y le mareaba a preguntas y luego le daba explicaciones, que Bartolillo las cogía al vuelo. Un día el padre Chamizo se encontró en la librería del señor Martín con un militar, Mac-Crohon, recién venido del extranjero. Este Mac-Crohon había sido muy amigo del abate Marchena, y quería recuperar algunos libros de historia del abate que no sabía adónde habían ido a parar después de su muerte.
Hablaba don Venancio con Mac-Crohon, cuando se acercó Aviraneta con dos señores: uno era don Bartolomé José Gallardo; el otro, el abogado de Burgos don José de la Fuente Herrero. Venían los tres discutiendo de política; decían que los liberales corrían un gran peligro por lo mucho que trabajaba el partido apostólico dirigido por la Sociedad secreta El Angel Exterminador.
—La masonería escocesa, a la que pertenecemos todos—decía Gallardo—, está desorganizada y sin trabajar, con sus columnas abatidas.
—Esta es la fraseología de los masones—pensó Chamizo, y no hizo mucho caso de ello.
Saludó a Mac-Crohon, que unos días después le regaló un tomo de Lucrecio, que había pertenecido a Marchena, y se dedicó a ver las estampas de Brambilla y Gálvez, del Sitio de Zaragoza, y las litografías que habían hecho hacía unos años de los Sitios Reales y de los cuadros del Museo, bajo la dirección de Madrazo, algunos dibujantes y litógrafos extranjeros como Brambilla, Asselineau y Pic de Leopold.
Cuando Aviraneta y sus amigos concluyeron su conversación salieron de la librería, y Chamizo[43] comenzó a hablar con Gallardo de bibliografía y de historia eclesiástica. Dieron un paseo por la calle de Alcalá, volvieron a la Puerta del Sol y allí se despidieron todos.
Al marchar hacia casa juntos Aviraneta y Chamizo, por la calle del Príncipe, un señor viejo se abalanzó a Aviraneta y le estrechó entre los brazos...
—¡Adiós, don Venancio!—dijo Aviraneta al ex fraile—. Me voy con este señor.
—¿Quién es?—le preguntó Chamizo, por curiosidad.
—Es don Lorenzo Calvo de Rozas, un hombre que se distinguió en el Sitio de Zaragoza y que fué ministro en 1823.
Los días siguientes siguió Chamizo acudiendo a la librería de viejo del señor Martín, donde compraba algunas menudencias. Se hizo muy amigo de la casa.
El hijo del señor Martín era un joven de unos veintitrés años, llamado Román, a quien llamaban el Terrible. Román estaba casado con la hija de un encuadernador. Era hombre vicioso, impulsivo, violento, que no le gustaba trabajar y saqueaba a su padre. Muchas veces Chamizo presenció tremendas disputas entre el padre y el hijo, que acababan con insultos y con amenazas.
Un día acababa Chamizo de levantarse de la cama y estaba leyendo la Historia secreta de Procopio, en una edición antigua, cuando llamaron a su puerta y entró en su cuarto un cura joven. Saludó éste al ex fraile y le dió una tarjeta donde ponía:
Jacinto Jiménez,
S. J.
—Usted dirá que desea—le preguntó Chamizo.
—Vengo a tomar informes de su vida y de su conducta.
—¿De mi vida?
—Sí, señor; de parte de los padres de la Compañía de Jesús.
—Señor mío—replicó don Venancio—, la Comunidad en la que yo profesé ha sido extinguida,[46] y yo me considero con libertad de acción para vivir independientemente y sin tener que dar cuentas a ninguna otra Orden.
—¿Pero usted se considera dentro de la Iglesia?—preguntó el curita.
—Sí.
—Pues entonces debe usted obedecer.
—Según a quién—contestó Chamizo; y a las observaciones del jesuíta replicó con citas de San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo, Orígenes, etc. El padre Jacinto no andaba muy bien en cuestiones de disciplina eclesiástica, y dijo:
—Dejemos, si usted quiere, esas cuestiones teóricas, y vamos a la realidad. Se ha sabido que usted tiene relaciones con masones y revolucionarios. Se le ha visto a usted con frecuencia en una librería de viejo en compañía de don Bartolomé José Gallardo, que es uno de los enemigos más acérrimos de la religión.
—Hablo con él porque es un escritor erudito; pero yo no participo de sus ideas. A esa librería de viejo van también algunos eclesiásticos.
—Bueno. Aquí deseamos saber, padre Chamizo—preguntó el padre Jacinto echándoselas de hombre franco y campechano—, si usted está con nosotros o con ellos.
—Yo no estoy con nadie. Yo no intento mas que encontrar un medio de ganarme la vida honradamente, y nada más.
—Nosotros se lo proporcionaremos.
—¿Ustedes?
—¡Sí! Con una condición.
—¿Y es?
—Que usted nos comunique los trabajos que hagan sus amigos liberales.
—¡Pero si no hacen trabajo alguno!
—Sí, sí; los hacen.
—Bien; aunque los hagan, yo no los conozco, y si los conociera porque me los hubieran comunicado en confianza, yo no iba a dar parte de ello al primer reciénvenido.
—Es que yo no soy el primer reciénvenido—dijo irguiéndose el padre Jacinto—; soy la Iglesia.
Quedó el ex fraile anonadado al oír el tono que empleó el jesuíta al decir esto.
—De todas maneras—concluyó diciendo Chamizo—, yo para espiar no sirvo. Que me den un trabajo cualquiera, y lo haré; pero espiar, no.
—Está usted muy embuído en las ideas del siglo, padre Chamizo—replicó el jesuíta—. Todo lo que se hace para mayor gloria de Dios está bien hecho. Volveré otro día, y creo que le convenceré a usted.
Diciendo esto, el jesuíta sonrió y se retiró del cuarto.
Al día siguiente, por la tarde, don Venancio se encontró a Paquito Gamboa, el militar con quien había estado en el lazareto de San Sebastián, en la calle de Atocha; dieron un paseo, y, a la vuelta, entraron en el Café de Venecia, de la calle del Prado. Se sentaron cerca de la ventana. Era aquel local un sitio obscuro, ahumado, con un olor especial en que se mezclaban el aroma del café tostado, con el humo del tabaco, y un tufo como de polilla que echaban los divanes ajados de terciopelo.
—¿Y la mayoría de esta gente son militares?—preguntó Chamizo.
—No—contestó Gamboa—. Muchos de estos son vagos, que esperan que llegue el buen momento charlando en un rincón, fumando y jugando al billar. Algunos, que se dan por militares indefinidos y de la reserva, son aventureros, perdidos, cuando no estafadores.
Gamboa le habló después a Chamizo de que se[50] conspiraba activamente. Suponía que Aviraneta andaba en el ajo y que debían estar complicados Calvo de Rozas, Romero Alpuente, Flórez Estrada, Gallardo y otros constitucionales.
Gamboa pensaba hablar a Aviraneta y ofrecerse a él. Le invitó a ir a Chamizo a casa de doña Celia, y se fué porque tenía que acudir a la guardia.
Acababa de salir el joven militar, cuando entraron en el café Calvo de Rozas, con un señor grueso, de patillas, y después, formando otro grupo, dos viejos carcamales, en compañía de Aviraneta y de un hombre con aire frailuno.
Se sentaron todos en una mesa: los dos carcamales, Flórez Estrada y Romero Alpuente, se sentaron en el diván, y los demás, en sillas alrededor. La conversación se refirió a motivos generales de política.
Calvo de Rozas, hombre de mal talante, de aspecto ceñudo y sombrío, hablaba con una sequedad antipática. Se decía que en el Sitio de Zaragoza había mandado despóticamente como un bajá. Se le tenía por aragonés, pero había nacido en Vizcaya. En Francia, en tiempo de la Revolución, hubiera figurado entre los jacobinos.
Romero Alpuente, un viejo repulsivo, amarillo, con un aspecto de cadáver y con los ojos vidriosos, hablaba despacio, de una manera petulante, y mezclaba en su conversación frases chocarreras, que él era el primero en reír con un gesto tan frío y tan triste, que daba horror.
Respecto a Flórez Estrada, parecía una sombra, un anciano decrépito, con un pie en la sepultura.
El señor grueso de las patillas era don Juan Ola[51]varría, hombre que se tenía por sesudo y por serio y que vivía en una continua fiebre proyectista. Los canales, los puertos, las fábricas, el convertir los montes en llanuras y las llanuras en montes, era su obsesión.
El otro personaje era el masón Beraza. Beraza tenía un aire frailuno. Iba afeitado, tenía una calva hasta el cogote, la frente abultada y la nariz respingona. Su cuerpo era gordo y fofo, y sus ademanes, un tanto femeninos. Debía de ser un hablador frenético, porque constantemente se le veía perorando con un dedo en el aire y sonriendo con una sonrisa plácida y estólida.
Al cabo de algún tiempo salieron del café, en fila, los contertulios liberales, todos de capa y de sombrero redondo. Estos conspiradores de capa y copa iban muy serios y ceñudos.
Al salir, Aviraneta le vió a Chamizo y se acercó a él.
—¡Hombre! Le voy a presentar a usted a estos señores.
—No, no.
—¿Por qué no?
—Usted anda ahí en su fregado revolucionario, que a mí no me conviene.
—¡Bah! Usted es de los nuestros, padre Chamizo.
—No; no soy de los de ustedes. Yo soy católico, apostólico, romano y monárquico, y ustedes son unos impíos, unos anarquistas, unos conspiradores...
—¡Ca, hombre! No haga usted caso. ¿Quién le ha metido a usted esas bolas?
El ex fraile dijo primero lo que le había contado Gamboa, y después le habló de la visita del jesuíta que había tenido el día anterior.
Aviraneta se quedó serio.
—Y usted, ¿qué va a hacer?—preguntó.
—Yo, nada. Yo no le voy a espiar a usted, que es amigo mío.
—Gracias, don Venancio. Lo que vamos a hacer es una cosa. Yo le daré a usted de cuando en cuando alguna noticia que sepa, y usted se la comunicará al curita ése.
—No me gusta el procedimiento. No sé qué traman ellos y qué traman ustedes.
—¿Nosotros? Muy poca cosa. ¿Sabe usted cuál es nuestro objeto? Pues es hacer una partida del trueno para asustar a los realistas y decidir al Gobierno a que nos acepten a todos en el ejército y en los ministerios.
—Mal camino han elegido ustedes.
—¡Qué quiere usted! Gente joven. Cabezas locas. Y hablando de otra cosa, ¿quiere usted que le diga a don Bartolomé José Gallardo que le envíe algunos libros raros? Se los enviará, porque yo responderé por usted.
—Usted será responsable, señor Aviraneta, si mi alma se pierde—dijo con energía Chamizo.
—Sí, es verdad.
Salieron los dos del café. Llegaron a la calle del Lobo, donde vivía don Eugenio.
—¿Le ha dicho a usted Paquito Gamboa qué día tenemos que ir a cenar a casa de Celia?—preguntó Aviraneta.
—No; ha dicho que nos avisará.
Se despidió Chamizo de don Eugenio, y se fueron cada uno a su casa.
Al día siguiente, en la librería del señor Martín, Gallardo dijo al ex fraile que Aviraneta le había hablado de él, y añadió que le pidiera los libros que quisiera, que él se los daría con mucho gusto.
—Si yo encuentro algo que le convenga a usted...—dijo Chamizo.
—No, no. Eso es demasiado para un fraile—contestó con sorna Gallardo—. A un fraile no se le puede pedir que dé nada; ustedes están hechos para tomar lo que les den. Ya sabe usted lo que decía el padre Barletta, el predicador de Nápoles, en su latín macarrónico: Vos quoeritis á me, fratres carissimi quómodo itur ad paradisum? Hoc dicut vobis campanae monasteri, dando, dando, dando.
—¡Bah, invenciones!
—No, hombre, no. El padre Barletta es el mismo que, contando la entrevista de Cristo con la Samaritana, dijo que ésta conoció en seguida que Cristo era judío porque vió que estaba circuncidado.
A los tres días de esta conversación fué el padre Jacinto a casa del ex claustrado. Don Venancio se mostró con él bastante ambiguo, dándole a entender que haría lo posible para sonsacar a sus amigos los liberales, sin comprometerse formalmente a nada. El jesuíta proporcionó algunos trabajos, traducciones de documentos latinos; pero viendo después que las confidencias de Chamizo no le servían para gran cosa, dejó de visitarle. Solía ir Chamizo con frecuencia a ver a Aviraneta; le redactaba cartas y le traducía otras que le llegaban escritas en francés y en inglés.
Don Eugenio manejaba sumas respetables, tenía medios, aunque no los gastaba en sí mismo. A Chamizo le daba lo que le pedía, dinero que el ex fraile invertía en comprar libros y en comer bien, huyendo como de la peste del comedor de doña Puri para los caballeros estables.
Alguna vez le enviaron cartas a su nombre para entregárselas a Aviraneta, cosa que le hizo poca[56] gracia, porque comprendía que allí se encerraba algo sospechoso.
Aviraneta le aseguró un día que no había nada oculto.
—Bueno; pues para convencerme—le dijo Chamizo—, enséñeme usted una carta de éstas y déjemela leer.
Le enseñó Aviraneta la carta; no se podía leer nada, lo que hizo pensar a Chamizo que estaba escrita con alguna clave.
—Bueno, don Eugenio—dijo el ex fraile—. Haga usted el favor de decir que no me envíen cartas así.
Aviraneta lo prometió, y, efectivamente, no se las volvieron a enviar.
Siempre le quedaba a don Venancio la curiosidad de saber qué hacía Aviraneta, con qué gente trataba y a qué casas iba.
Un día que estaba el ex fraile traduciendo unos trozos de una obra de Jeremías Bentham, en casa de Aviraneta, para Flórez Estrada, vió a don Eugenio sentado a la mesa ante un papel lleno de tachaduras.
—¿Qué diantre hace usted?—le dijo—. ¿No estará usted haciendo versos?
—Haciendo versos estoy.
—¡Usted!
—Sí. Parece que me cree usted absolutamente incapaz de hacer una copla.
—La verdad... Así es. Le tengo a usted por un hombre negado para eso. Pero, ¡quién sabe! Quizá sea usted un lord Byron o un Quintana. ¡Vamos a ver esos versos!
—Ya sé que le parecerán a usted mal—dijo don Eugenio—. Son versos de circunstancias hechos para cantar con la música del Al tun, tun, y para uso exclusivo de la gente del Trueno.
—No conozco ni ese Al tun, tun, ni ese trueno.
—El Al tun, tun es una musiquilla popular que no tiene nada que ver con Mozart, ni con Rossini. Respecto a la partida del Trueno, el otro día le hablaba a usted de ella...
—No recuerdo. He oído hablar del Trueno, de estudiantes nocherniegos y calaveras...; pero no creí que eso tuviera ninguna organización.
—No la tiene, pero a mí se me ha ocurrido darle un aire de organización, y de cuando en cuando uno de estos oficiales ilimitados, con quince o veinte amigos, van de ronda por los Barrios Bajos y se les reúnen algunos menestrales de nuestras ideas, y dan, de Pascuas a Ramos, un estacazo a un carlista enemigo y gritan por las calles: «¡Mueran los carlistas! ¡Viva la Constitución!» Cuando hacen alguna cosa de éstas se dice: «¡Es la partida del Trueno!» Al mismo tiempo, cuando se reúnen en los cafés poetas, periodistas, ex guardias de Corps, liberales y militares indefinidos, y hablan a gritos, y riñen, y salen embozados en sus capas hasta los ojos, se dice: «Es la partida del Trueno». Y esta partida del Trueno hace mucho ruido y no es nada. Se asegura que son jóvenes liberales exaltados de la aristocracia y de la clase media; se ha hablado de que con ellos anda Candelas, el ladrón... Con esto los realistas se asustan y creen que tienen un enemigo mayor.
—Es usted un farsante, amigo Aviraneta.
—No se puede aspirar a ser político sin ser un poco granuja, padre Chamizo. Todo político empieza por ser un pillastre. Yo acepto la pillastrería necesaria, íntegra; tomo un baño de picardía y sigo adelante.
—¡Oh! Usted no necesita eso. Tiene usted bastante bilis y bastante mala intención para desafiar el veneno de los escorpiones y de las víboras.
—¡Cómo se conoce que ha sido usted fraile!—dijo Aviraneta—. Tiene usted la manera de hablar rencorosa de todos ellos.
—¡Gracias! Vamos a ver sus poesías.
—Poesías, no; son versos deplorables, variaciones sobre la consigna de la partida del Trueno.
—No sé cuál es esa consigna.
—La consigna es ésta: Garrotazo y decir que nos pegan.
—¡Muy bien, muy cristiano!
—Ahora verá usted el sublime himno. No me elogie usted demasiado, padre Chamizo; me voy a ruborizar. Allá va:
[59] —¿Esta es la primera copla?
—Sí.
—Muy ática, muy culta.
—Sí; ya me figuraba yo que le conmovería a usted. Ahora va la segunda:
—¿Qué le ha parecido a usted la coplilla, padre?
—Una necedad y una salvajada.
—¿Ve usted? Eso me demuestra que la copla está bien: el que le indigne a usted. No puede usted negar que ese ritornelo:
es muy artístico.
—Sí; es arte para un cuerpo de guardia o para el patio de un presidio. El otro día me aseguraba usted que no era verdad que se cantase en Madrid la copla que ponía el papel carlista:
[60] —Y es cierto que no se ha cantado nunca eso.
—Lo que no es obstáculo para que usted escriba una copla por el estilo.
—No, hombre. Decir: «¡Abajo los frailes!», no es lo mismo que decir: «¡Muera Cristo!». Hay su diferencia. Ustedes son, como ha dicho muy bien Gallardete, animales inmundos encenagados en el vicio. Ustedes no tienen nada que ver con Jesucristo; ¡qué van a tener que ver!
—Bueno, bueno. Está bien. No diga usted más disparates. En fin, ya que usted acepta como programa el del «Al tun tun...», yo aceptaré este otro, de una canción del año 23:
Se habían citado para las dos de la tarde Aviraneta y Tilly delante del cuartel de San Gil, y juntos entraron en la Montaña del Príncipe Pío, y fueron marchando por el campo hasta llegar a la Casa del Jardín. Pasaron a la salita que ocupaba Tilly y se sentaron en unos sillones de mimbre.
—Si no ha tomado usted café le traeré una taza—indicó Tilly.
—Lo he tomado; pero no tengo inconveniente en tomar más—contestó don Eugenio.
Salió Tilly. Aviraneta se puso a contemplar la sala y las pinturas de las paredes. La sala era rectangular, las paredes tenían mediascañas doradas y el suelo era de mármol. El techo estaba lleno de pinturas con guirnaldas, angelitos y frutos, y en medio, una ninfa subía por el aire entre nubes, con un ademán elegante y amanerado. Había pocos muebles para el tamaño del salón: una consola y[62] un sofá, los dos rococos, muy llenos de conchas y agrietados por todas partes; varias sillas doradas y unos sillones.
En las dos paredes largas había pintadas: en una, la vista de Nápoles, con el Vesubio en el fondo; en la otra, la villa de Amalfi, tomada desde el fondo de una gruta. En los testeros se veían: en uno, la ciudad de Capri, con las ruinas del palacio de Tiberio, destacándose sobre grandes montes pedregosos, y en el otro, la abadía de Vallombrosa, con su torre antigua, al pie de unas montañas llenas de pinos. Estas pinturas al temple, rápidas, abocetadas, descascarilladas por el tiempo, tenían su gracia amanerada.
Tilly, al traer una cafetera y una taza, que colocó en un velador, dijo:
—¿Mira usted las pinturas de mi salón?
—Sí.
—No valen gran cosa, según dicen.
—No, como pintura, no; pero como literatura, sí.
—Celebro que me lo diga usted.
—¿Por qué?
—Porque yo me suelo entretener muchísimo mirando estas figuras. ¿Querrá usted creer que a veces me enternezco pensando en esta pastorcita que hay aquí en Capri, y voy a pescar con estos marineros de Nápoles, y paseo con los frailes en la terraza de este convento de Amalfi?
—No me choca; ese sentimentalismo de cabeza es muy propio del hombre terne.
Don Eugenio llenó la taza de café y encendió un cigarro.
—Ahora, maestro y compañero número tres—dijo Tilly—, dejémonos de sentimentalismos y de pinturas, y cuénteme usted los comienzos de su Sociedad, para que pueda estar en todos los detalles.
—¿No le hablé a usted en Ustáriz—preguntó Aviraneta—de un plan que tenía, al llegar a España, de constituír una Sociedad secreta en que se fundieran masones, comuneros y carbonarios para defender la libertad?
—Me habló usted algo, pero muy vagamente—contestó Tilly.
—Este proyecto, que entonces yo llamaba la Sociedad del Triple Sello, se lo expuse a Mina en Bayona, y Mina quedó de acuerdo.
—¿Tenía usted un programa político definido?
—No. Eso lo dejaba para los hombre notables que entraran en la Sociedad—replicó Aviraneta—. Mi proyecto era sencillamente fundar una Sociedad secreta sin simbolismos; nada de mojigangas, ni de columnas, ni de templos, ni de majaderías por el estilo: una organización fuerte, una vigilancia grande entre los afiliados y un programa mínimo.
—Es dar a la Sociedad secreta el carácter del tiempo—murmuró Tilly.
—Eso es—y Aviraneta llenó otra taza de café—. Respecto a mi orientación general era llegar al máximo de liberalismo compatible con el orden, exterminio del carlismo por todos los medios posibles y Constitución del año 12, modificable en parte si se consideraba necesario.
—Bueno. Ahora, maestro, explíqueme las gestiones que fué usted haciendo al llegar a Madrid.
—Al primero que hablé fué a don Bartolomé José Gallardo.
—¿Al escritor?
—Al mismo. Gallardo me dijo que había tenido una idea parecida a la mía; pero que le enfriaba el ver que aun quedaban odios y rivalidades entre los masones y los comuneros de 1821 a 23, y más aún, el recuerdo de esta Sociedad comunera, cuya base él había establecido, y que gracias a los manejos de Regato había servido a los absolutistas. Yo traté de convencerle de que hay que repetir las experiencias, y él me dijo que lo intentara yo.
—Una pregunta: ¿Tenía usted dinero?
—Sí; traje algo de Méjico.
—¿Qué hizo usted después?—preguntó Tilly.
—Me vi con varios masones y comuneros, y unos me recomendaron que consultara con Calvo de Rozas, y otros, con Flórez Estrada. Visité a Calvo de Rozas, y éste me recibió con entusiasmo. Me aseguró que la juventud madrileña era liberal ardiente, que se podía contar con la oficialidad joven del ejército, y que no faltaba mas que organización, y que era necesario comenzar la obra. Bien—le dije yo—, pero no tengo elementos. Yo se los proporcionaré a usted—me contestó él.
—¿Y se los ha proporcionado?
—En parte, sí.
—¿Y constituyeron ustedes la Sociedad en seguida?
—No; yo había pensando en fundar la Junta del Triple Sello con dos delegados de cada sociedad antigua y un presidente, en total siete; pero no teníamos al empezar mas que un ex comunero, Calvo de Rozas; un masón, Beraza, y yo, que ingresé en una Venta Carbonaria en París.
—¿Hay carbonarios aquí?
—Algunos, entre los militares.
—¿Qué hicieron ustedes primeramente?
—Yo le dije a Calvo de Rozas que se encargara él de constituír la Junta y que me dejara a mí organizar la oficialidad y la juventud liberal. Necesitaba dinero, carta blanca para hacer y deshacer a mi antojo y un hombre de confianza a quien se le pudiera encargar una misión difícil. Estas fueron mis condiciones.
—¿Y las aceptó?
—Sí.
—¿De dónde sacaron ustedes el dinero?
—Se hizo un pequeño empréstito dirigido por Calvo y Mateo, antiguo agente de la Compañía de Filipinas y después banquero en París, que prestó sumas crecidas a Mina y a Torrijos.
—¿Y encontró usted en seguida el hombre de confianza?
—Sí.
—¿Quién era?
—Un capitán indefinido, Antonio Nogueras, hombre que conoce la sociedad de Madrid.
—¿Es hombre que vale?
—Es un tanto farragoso, amigo de hacer frases campanudas. A este capitán le encargué que me proporcionase diez comandantes o capitanes de la[66] clase de ilimitados o indefinidos, a quienes se pudiera confiar la organización militar de los liberales de Madrid.
—¿Qué organización ha empleado usted?
—La de los carbonarios. El núcleo primero es de diez hombres, con un jefe, y se llama decuria, y al jefe, decurión; cada diez decurias forman un centuria, con un centurión; cada diez centurias, una legión, con su jefe o pretor.
—Los nombres no me gustan—murmuró Tilly—, tienen un aire arcaico.
—A mí, tampoco; pero hay que dejar un poco de pintoresco para la gente y habría que reemplazarlos por otros, lo que no es fácil.
---¿Ha encontrado usted pronto sus hombres?
—Muy pronto. Hay entusiasmo. En una semana Nogueras me ha traído a casa una porción de oficiales jóvenes, un poco ruidosos y fanfarrones, que se han encargado de la obra. Han reclutado dependientes de comercio, estudiantes, médicos, abogados...
—¿Y es una gente fácilmente dirigible?
—De todo hay. Al lado de estos militares alegres y fanfarrones, de los dependientes de comercio y estudiantes llenos de entusiasmo, hay los abogados, los que se sienten con aptitudes políticas, y esa gente es gente hambrienta y rapaz que busca la carrera, que quiere medrar...
—Tipos como yo—dijo Tilly.
—Pero que no tienen las condiciones de usted.
—¿Y cuánta gente ha reunido usted ya?
—En el tiempo que llevamos se han completado las diez centurias y se ha distribuído a cada[67] hombre su número en la centuria a que pertenece.
—¿Así que tienen ustedes mil hombres, maestro?
—Sí. Yo digo por ahí que somos más.
—¿Y el jefe militar? El pretor, ¿quién va a ser?
—Por ahora yo. Para más tarde tenemos un jefe de prestigio.
—¿Quién?
—Palafox.
—¿Aceptará?
—Sí.
—Pero esos hombres tendrán que estar armados. ¿Y las armas?
—En eso estamos. Por el informe de los jefes de las centurias sabemos que hay muchos voluntarios que están dispuestos a comprar su fusil y sus municiones. Para los indigentes habrá que regalárselos, y se hará una suscripción.
—Muy bien: contribuíremos a ella con la modestia de nuestros recursos—aseguró Tilly.
—No hay necesidad. Ustedes pueden dar algo más que unas pesetas.
—Veamos cuál va a ser nuestra especialidad—indicó Tilly.
—El padre Mansilla que se dedique a buscar relaciones entre palaciegos y el clero realista; que se presente ante ellos como un partidario del absolutismo ilustrado..., un poco de tradición..., un poco de siglo.
—Está bien. Comprendido. Lo hará perfectamente. Va por ese camino.
—Aconséjele usted que se ponga a confesar para que pueda ir enterándose de todo.
—La cosa es delicada, pero lo conseguiremos.
—Respecto a usted, Tilly, si está usted ya en disposición de trabajar...
—Sí, sí.
—Convendría que entrara usted en el partido de los cristinos.
—¿Ha pensado usted el procedimiento?
—Sí; podía usted hacer un folleto pequeño acerca de las reformas de España. Podía usted defender a la Reina Cristina con entusiasmo; una carta por el estilo de la de Luis XVIII, y otras reformas. Unas cuantas citas sabias, Montesquieu, Bentham, etc.
—Nada; lo haré. Mansilla me ayudará. ¿Y después?
—Después imprime usted su folleto sin nombre, sólo con iniciales, y se lo envía usted a una serie de personas del partido cristino.
—Bueno. Se hará todo ello.
—Naturalmente, usted es noble. Usted se firmará de Tilly y tendrá usted un sello con las armas de los Tillys.
—¿Le parece a usted indispensable?
—Sí, me parece conveniente. Además, usted en Madrid será un joven serio y religioso. Irá usted a la iglesia de moda y hará usted que le vean.
—Eso lo encuentro un poco aburrido.
—Serio, aristócrata, liberal, religioso, un poco melancólico, porque ha tenido usted amores desgraciados, antiguo calavera, está usted en condiciones admirables para hacer su camino.
—Me quiere usted convertir en un joven Werther retirado—dijo riendo Tilly.
—No, aparentemente nada más. Haga usted de palomita, y luego, si puede usted, ya sacará usted el pico y las garras de buitre.
—Bueno.
—Mientrastanto, se dedica usted a estudiar un poco de política y hace usted todo lo posible para conocer el máximo de gente.
—Muy bien.
—Cada uno de nosotros puede crear, si encuentra ocasión, un nuevo Triángulo, y tenerlo en secreto.
—Yo, por ahora, será difícil—dijo Tilly.
—¡Ah, claro! Pero cuando salga usted más, será otra cosa. De todas maneras dígaselo usted a Mansilla.
—Se le dirá.
—Bien; me voy. Dentro de un mes vendré de nuevo por aquí.
—¡Un mes! ¿No será mucho tiempo?
—No. Si tienen ustedes necesidad de comunicarme algo importante me avisan a mi casa, calle del Lobo, trece, y yo vendré. A poder ser, escribir poco, únicamente en caso de necesidad. Para ello usaremos una clave.
—Muy bien.
—Después de comer estaré los lunes, miércoles y viernes en el café de Venecia; los martes, jueves y sábados, en el Café Nuevo; los domingos, en la fonda de Genies. Ahora, querido Uno, buenas tardes.
—Espere usted, amigo Tres. Mansilla vendrá a las cinco en punto, es muy puntual.
—¿Quiere usted que le hable yo?
—No; únicamente quiero explicarle su misión en un momento, por si acaso se le ofrece alguna duda, para que consulte con usted.
Efectivamente: a las cinco en punto se presentó Mansilla. Era un hombre bajo, grueso, la cara ancha y la mirada enérgica. Tenía una actitud de mando y unos movimientos bruscos.
Tilly habló con él a solas, y después charlaron los tres de política de actualidad. Aviraneta se despidió, y, acompañado de Tilly, bajó la escalera de la terraza y salió por la puerta de la tapia.
Unos días después, Aviraneta recibió aviso de Tilly diciéndole que el cura y él habían principiado su campaña, y que el Triángulo del Centro comenzaba sus trabajos con buenos auspicios.
Un mes después de esta conversación, Aviraneta, embozado en su capa, entraba por la tapia de la Montaña del Príncipe Pío, por la puerta de enfrente a Caballerizas, y avanzaba hasta la Casa del Jardín.
Don Eugenio atravesó el zaguán, subió la escalera y entró en la sala, en donde se encontraban Mansilla y Tilly.
—Santas y buenas tardes—exclamó Aviraneta al entrar—. ¿Qué tal vamos, señores?
—Muy bien; ¿y usted, don Eugenio?—dijo Tilly.
—Perfectamente. ¿Y el reverendo padre Mansilla, el número Dos de nuestro Triángulo, cómo va?
—El reverendo padre marcha tan bien como el número Dos—murmuró el interesado.
—¿Damos por comenzada la sesión del Triángulo del Centro?—preguntó Aviraneta.
—La damos—contestó Mansilla.
—¿Hay cosas que contar?
—Las hay—repuso Tilly.
—Empiece usted, número Uno.
—Como habrá usted podido observar—indicó Tilly—, el folleto mío se ha publicado y se ha repartido. He recibido varias cartas de contestación, que tiene usted aquí, y he sido invitado a una reunión, que se celebró hace dos días en casa de don Rufino García Carrasco.
—¡Hombre, muy bien! No creí que marchara usted tan de prisa. ¿Qué pasó en la reunión?
—A la reunión acudieron don Juan y don Rufino Carrasco, el duque de San Carlos, el oficial de la Secretaría del Ministerio de Gracia y Justicia, don Juan Donoso Cortés; el conde de Parcent, con el capitán Ríos, y algunos otros aristócratas y palaciegos. Se puso a discusión la fundación del nuevo partido, que tendrá como principios la defensa de los derechos de la Reina Isabel, la regencia de su madre y un vago liberalismo.
—¿Llegan a esto?—preguntó Aviraneta.
—¡Hum! En este último punto hay sus más y sus menos; algunos creen que debe establecerse una Constitución moderna; otros son partidarios de la Carta y de las dos Cámaras, y otros, por último, prefieren el absolutismo ilustrado.
—¿Hay partidarios de Zea Bermúdez?
—Partidarios de Zea, no; más bien de sus doctrinas.
Como la discusión del problema constitucional llevaba camino de eternizarse, el presidente don Rufino Carrasco resolvió dejarla para más adelante, y se pasó a discutir el punto de si los cristinos[73] debían armarse, o no, para defenderse de los carlistas.
—Es cuestión importante. ¿Y qué se ha resuelto?—preguntó Aviraneta.
—Se ha resuelto comenzar en seguida el armamento. Los Carrascos serán los encargados de hacerlo, y con sus influencias en Palacio creen que no les pondrán obstáculos. Probablemente, en seguida va a empezar la compra de armas.
—La cosa es importantísima—murmuró Aviraneta—; nosotros haremos lo mismo. ¿Y usted, amigo Mansilla, ha adquirido nuevos datos?
—Los datos que tengo—contestó el cura—son que se prepara un movimiento absolutista terrible. En Palacio la mayoría son carlistas. La Milicia realista hierve; de los pueblos vienen constantemente emisarios preguntando cuándo se echan al campo; Merino, don Santos Ladrón, el conde de España, Maroto, González Moreno se está preparando.
—Aquí, ¿quién es el jefe? ¿El duque de Infantado?
—Sí; él y su hijo. El hijo es el que se dice que se pondrá a la cabeza de los realistas de Madrid.
—Pero, en fin, padre e hijo son un par de imbéciles—dijo Aviraneta.
—¿Eso qué importa?—contestó Tilly—. Pueden ser la bandera.
—¿Quién va con ellos?—preguntó Aviraneta.
—Va el rector del convento de jesuítas de San Isidro, padre Puyal; el colector Zorrilla, el archivero del duque del Infantado...
—Esta no es gente de armas tomar.
—No, claro es, pero de mucha influencia.
—¿Y de militares, hay muchos?
—No muchos: los jefes de los voluntarios realistas, el coronel Rodea, el teniente Paulez, el capitán Portas, que es el cuñado de Bessieres... Casi todos estos piensan unirse a Merino, si la cosa va mal, porque algunos tienen la esperanza de que si entre cristinos y liberales exaltados echan a Zea Bermúdez de la presidencia, apoderarse ellos del Poder.
—No está mal pensado. Es lógico. Nosotros defenderemos a Zea—murmuró Aviraneta—, y, mientrastanto, nos armaremos. Al menos, siquiera que podamos contar con Madrid. Aconsejaré a la gente que no haga la menor manifestación contra Zea. Que dure lo más posible es lo que nos conviene.
—Y ¿usted qué ha hecho?—preguntó Tilly.
—Nosotros hemos organizado nuestra Junta Isabelina, que ha quedado compuesta por Flórez Estrada, Calvo de Rozas, Romero Alpuente, Beraza, Olavarría y yo. Como jefe militar, con voto en el Directorio, ha quedado Palafox.
—¿Es gente que vale?—preguntó Tilly.
—Nada; viejos cansados, hombres serios y honrados, pero inútiles para una conspiración. Gente que tiene un hermoso epitafio nada más. Yo preferiría pillos, ambiciosos, crapulosos... indocumentados, pero con más ímpetu.
—Pero, en fin, ya que no se encuentran pillos hay que echar mano de gente honrada—dijo Tilly seriamente.
—Sí.
—¡Qué miseria!
—¿Y en la organización de la Junta han pasado ustedes todo ese tiempo?—preguntó Mansilla.
—No sólo en esto—replicó Aviraneta—. Hace unos días me encontré en la calle con un tal Francisco Maestre, ex administrador de Rentas de Avila. A este señor le conozco porque, en 1823, se reunió a la columna del Empecinado con los pocos fondos de las existencias de aquella administración. Maestre me contó sus vicisitudes y los trabajos pasados en diez años de cesantía, atenido a las míseras ganancias que iba obteniendo en el escritorio de un procurador. A pesar de su penuria y de sus dificultades, ha conspirado estos años pasados contra el Gobierno absolutista en compañía de Marcoartú, Miyar, Torrecilla, etc., estando él encargado de la correspondencia en provincias hasta que la conspiración fué descubierta.
—¿Y le ha dado a usted sus notas?—preguntó Tilly.
—Sí; me ha dado las listas de los comprometidos en Cataluña, Valencia, Valladolid y Zamora.
—¿Y cómo no se ha llevado usted al mismo Maestre?
—Porque no quiere. Dice que está cansado, enfermo y con una familia numerosa que mantener.
—¿Y los datos tienen valor?
—Grande.
—¿Así que la Sociedad Isabelina marcha bien?—preguntó Tilly.
—Viento en popa.
—¿Y qué consigna tenemos de aquí en adelante?—preguntó Tilly.
—Por ahora esperar; decir a todo el mundo que[76] Zea es indispensable e insustituíble. Nosotros secundaremos lo que hagan los cristinos por debajo de cuerda, y, mientrastanto, nos prepararemos y compraremos armas. Usted, amigo Uno, visite a todo el que pueda.
—¿Y yo?—preguntó Mansilla.
—Usted, amigo Dos, busque el modo de averiguar lo que traman los realistas. Nosotros no estamos preparados; pero ellos, tampoco. Probablemente los carlistas se harán dueños de media España; pero con que nosotros tengamos las capitales, triunfaremos.
Lo mismo pensaban Mansilla y Tilly. Estas consideraciones les arrastraron a discutir principios políticos, en lo cual no estaban muy conformes.
—¿No podríamos hablar un poco del objeto de nuestra Sociedad?—preguntó Mansilla—. ¿Hasta dónde queremos llegar?
A mí me parece inútil la discusión, pero discutiremos lo que a usted le parezca. Yo creo que por mucho esfuerzo que hagamos, en España siempre nos quedaremos cortos—contestó Aviraneta.
—Yo creo lo mismo—dijo Tilly.
—Son ustedes unos malos liberales—repuso Mansilla—. No les gusta razonar.
—Es que yo creo que necesitamos una cierta cantidad de libertad para poder movernos desembarazadamente, y eso, a mi entender, hay que conquistarlo a todo trance—replicó Aviraneta.
—Es indudable—dijo Tilly.
—¿Pero es que ustedes creen que nosotros en España no hemos tenido libertad?—preguntó Man[77]silla—. ¡Qué error! La hemos tenido a nuestro modo. ¿Es que ustedes suponen que fray Luis de Granada y Santa Teresa no escribían con libertad y sin trabas? ¿Ustedes piensan que Mariana, Suárez, Molina Soto, no eran pensadores atrevidos?
—No sé—dijo Aviraneta—. No sé si tiene usted razón, o no. Cada época plantea su problema de una manera especial. Hablar de que el problema que se planteó antes es igual al de hoy, no tiene valor. Nosotros nos referimos a la libertad actual moderna en sus dos aspectos: libertad de pensar y libertad de hacer.
—¡Naturalmente—exclamó Tilly—, lo demás son tiquis miquis teológicos que no nos interesan!
—Veo que ustedes quieren la libertad del pensar, para no pensar—repuso Mansilla con ironía—. Pasemos a otra cuestión, ya que no gustan ustedes de las doctinales. ¿Vamos a trabajar por la libertad de los demás, sin premio?
—¡Hombre, no! Usted encontrará el puesto que merece rápidamente a consecuencia de la política. Con los datos nuestros se apoya usted en los realistas, y con los de los realistas, en nosotros, y como nosotros sabemos que está usted en nuestro bando, ya basta.
—¿Y usted, Aviraneta, va usted a trabajar sin esperanzas de alcanzar algo?—preguntó Mansilla.
—Por lo menos por ahora no tengo un plan de ambición concreta.
—¿Entonces es que quiere usted quedar en la historia? ¿Tiene usted aspiración a la inmortalidad?
—Yo, no; ninguna. ¿Y usted, Tilly?
—Tampoco. Todos mis planes están incluídos en la vida.
—Es más—afirmó Aviraneta—, a mí eso de la inmortalidad me parece una aspiración mezquina.
El cura torció el gesto.
—¿Usted no opina lo mismo?
—Yo, no. A mí me parece un sentimiento natural el de la aspiración hacia la eternidad.
—Es que usted es cura—dijo fríamente Tilly.
—Ustedes mismos, que no creen en la inmortalidad del alma, pretenden la de la historia.
—No, no. Yo, no—repuso Tilly.
—Yo tampoco—replicó Aviraneta—. No me ocupo, no me importa el pensar que dentro de cien años haya un buen señor que descubra mi nombre y se ponga a estudiar mis andanzas. No me preocupa eso absolutamente nada.
—No le creo a usted.
—Como usted quiera. Ahora mismo mi preocupación es lo que tengo que hacer al salir de aquí, lo que haré esta noche, mañana, pasado. El año que viene ya tiene perspectivas muy lejanas, casi no existe para mí.
Después de discutir este punto, que, naturalmente, no se esclareció, Tilly propuso el empleo de un vocabulario especial para el Triángulo, con cincuenta o sesenta palabras convenidas, que les permitiera hablar entre gente sin que nadie se enterara.
Se aceptó la idea, y como Tilly había hecho ya la lista de palabras y sus formas de sustitución, se examinó esta clave, se rechazaron algunas palabras y se aceptaron las demás.
Se decidió que cuando uno quisiera pasar de la conversación corriente a la conversación con clave preguntara:
—¿Y el cónclave, qué tal va?
El otro debía contestar:
—Bien, muy bien. Vamos trampeando.
Hicieron algunas pruebas del nuevo método y quedaron contentos.
Poco después Aviraneta dejaba la Casa del Jardín y salía de la Montaña del Príncipe Pío por la puerta de San Gil, mientras el padre Mansilla salía por la de San Vicente.
Mientrastanto, la conmoción popular iba en aumento, los cristinos y los carlistas se venían a las manos en los Barrios Bajos, y todas las noches había jarana y tiros, y vivas a Carlos V y a la Constitución.
Los cafés estaban convertidos en centros políticos; cada cual tenía su matiz: la Fontana de Oro, Lorencini y la Cruz de Malta eran casi en bloque liberales doceañistas; el de los Dos Amigos, el de la Estrella y el Café Nuevo eran liberales exaltados; el de San Sebastián tenía una tertulia republicana; el de San Vicente, de la calle de Barrionuevo, y el de la Aduana, eran realistas; el de Solís, en la calle de Alcalá, era moderado. Los literatos iban al café del Príncipe y al de Solito; los militares indefinidos, al café de Venecia; los viejos aficionados al ajedrez y al dominó se metían en el de Levante, y los lechuguinos, en el de Santa Catalina. En general, el centro de Madrid era parti[82]dario de un liberalismo manso; los Barrios Bajos eran absolutistas.
Las dos fracciones liberales de cristinos e isabelinos maniobraban a la par. Los isabelinos colaboraban con los cristinos, sin que éstos notasen que otros elementos a su sombra formaban rancho aparte. Cuanto se ejecutaba por los cristinos partía del grupo de los Carrascos, sin que Aviraneta y los suyos tuviesen contacto con aquellos jefes.
Aviraneta desconfiaba de la fracción cristina amiga de Zea Bermúdez; los cristinos sabían que por debajo de ellos se agitaban los exaltados y temían su tendencia demagógica; pero no los consideraban peligrosos, porque los creían sin organización.
Lo mismo unos que otros, y con ellos los carlistas, afirmaban que el ministerio de Zea era insustituíble. Naturalmente, todos necesitaban tiempo para prepararse.
Aviraneta y Tilly, para entenderse y ponerse de acuerdo, buscaron intermediarios. Aviraneta hizo que un antiguo amigo suyo, Fidalgo, empleado en Palacio, fuera uno de éstos. Cuando Tilly tenía que decir algo a Aviraneta se lo comunicaba a Fidalgo, y éste mandaba aviso a don Eugenio, a la sombrerería de Aspiroz, de la calle de la Montera, esquina a la Puerta del Sol.
Respecto al padre Mansilla, no era sospechoso de liberalismo y se le podía escribir sin miedo. Mansilla solía contestar con clave, dirigiendo las cartas algunas veces al padre Chamizo.
A pesar de la forma discreta con que se hizo el armamento de los cristinos y de los isabelinos, el[83] ministro debió darse cuenta de sus manejos y sospechó si por debajo de la gente de los Carrascos habría otros elementos más peligrosos para la paz.
Un día, en un parte del superintendente de policía, se dijo que en la plazuela de San Ildefonso, encima de una botica, se verificaban alistamientos de cristinos, que estaban formando la sexta y séptima compañía del segundo batallón. Se añadía que varios de los alistados, entre ellos un fabricante de naipes de la calle de Toledo, frente a San Isidro, y dos oficiales indefinidos, habían celebrado una conferencia con otros individuos sospechosos en el café de la Estrella.
Con estos indicios, Zea distribuyó su policía por todo Madrid y cogió de madrugada a un paisano armado con fusil, bayoneta, canana y diez cartuchos de bala. Era de la Isabelina, pero se lo calló. Interrogado, dijo que era cristino y que se había alistado en casa de un carpintero de la calle del Postigo de San Martín, esquina a la de la Sartén; añadió que se decía que en la plaza de San Ildefonso distribuían las armas un oficial del regimiento de Farnesio llamado García Ampudia, y un tal Arroyo, y que a otros puntos iba Domingo Gallego, criado de don Rufino García Carrasco, y un capitán de la clase de indefinidos apellidado Tominaiza.
El paisano encontrado con armas fué puesto en libertad.
Así, por debajo de los cristinos, iban laborando los isabelinos.
Llegó el 30 de junio de 1833, fecha fijada para la jura de la princesa. Con este motivo se temió[84] que hubiera alborotos aquel día y los siguientes. Aviraneta y Tilly se comunicaron los acuerdos de sus partidos, y la Junta cristina y la isabelina se mantuvieron en sesión permanente.
Palafox trató de hacer una movilización de los isabelinos por vía de ensayo, y fué enviando centurias con sus comandantes a distintos puntos estratégicos, y allí donde había festejos, para que los realistas no intentaran deslucirlos y hacerlos fracasar.
Al volver los grupos a la Puerta del Sol y al entrar en los cafés, hubo gritos y vivas.
—¡Viva la reina!—gritaban los cristinos y los isabelinos.
—¡Viva!
Y después, cuando no había policía cerca, los isabelinos vociferaban:
—¡Viva la Constitución! ¡Mueran los frailes! ¡¡Mueran los carlistas!!
A medida que pasaba el tiempo, la situación política se iba haciendo más obscura. Los amigos de Aviraneta afirmaban que las revueltas no se harían esperar. Por otra parte, los realistas daban como seguro que el día de San José sería el del trueno gordo para la degollación de liberales, masones y cristinos. En las Vistillas y Puerta de Moros y en el barrio de Lavapiés los paisanos aclamaban a Carlos V.
Todos los días aparecían pasquines, la mayoría mal escritos, que acababan con vivas a Don Carlos o a Isabel, y con un «¡Mueran los masones!», o un «¡Abajo los flaires!»
Los voluntarios realistas estaban ya como licenciados, y no se les permitía salir a la calle de uniforme. Zea Bermúdez, el jefe del Gobierno, quería dominar la situación, y pensó en quitar las armas[86] a los cristinos, de quienes se decía que se preparaban militarmente, y en desarmar a los voluntarios realistas.
El proyecto era excelente, pero de difícil realización. Todos los días había palos en las calles. Los realistas, cuando atacaban a los cristinos, decían que habían gritado: «¡Viva la Constitución!», y los liberales, cuando zurraban a los realistas, que habían prorrumpido en vivas a Carlos V.
Se dijo que iba a haber una gran conmoción popular, y que la señal la daría la ascensión de un globo. Estas señales con globos se relacionaban, no se sabe por qué, con el carbonarismo.
Unos días después de la jura de la princesa, al pasar por la Puerta del Sol el padre Chamizo, se encontró con Aviraneta, que marchaba en compañía de algunos amigos.
Había en la plaza gente mal encarada, armados con garrotes y bastones.
—¡Viva la reina!—gritaban los cristinos.
—¡Viva!—vociferaban todos.
—¡Mueran los carlistas! ¡Mueran los frailes!
—Nos están ustedes dando un trágala—le dijo Chamizo a Aviraneta.
—Esto va de broma.
Lo cierto fué que no pasó nada de particular.
El mes de septiembre se agravó la enfermedad del rey y se temió por instantes por su vida. El 29 del mismo mes declararon los médicos de cámara que su estado era muy grave.
Tenía Aviraneta en Palacio un amigo que le daba noticias del curso de la enfermedad del monarca. Era éste Fidalgo, hermano de dos camaris[87]tas de la reina, llamadas Blanca y Estrella, que tenían relaciones con dos oficiales, el capitán Messina y el teniente Pierrard.
Aviraneta recibió una mañana el aviso de Fidalgo, diciéndole que el rey estaba en la agonía.
—Voy a casa de los amigos a darles la noticia—le dijo a Chamizo, y le preguntó después—: ¿Usted conoce al capitán Nogueras?
—Sí.
—Pues vaya usted a su casa, a la calle de Toledo, esquina a la de las Maldonadas, y dígale lo que ocurre. A él le interesa mucho, por estar esperando el destino...
El padre Venancio fué a la calle de Toledo, y entró en casa de Nogueras. Le recibió su patrona, la señora Nieves, una pobre mujer, que le dijo que el capitán, su pupilo, llevaba una vida muy mala. Estaba enredado con una prendera de la calle de los Estudios, a la que llamaban Concha la Lagarta, una mujer más mala que un dolor, según ella.
Cuando don Venancio dijo a la señora Nieves que despertara al capitán para darle una noticia, ella se opuso; alegó que su pupilo se había acostado por la mañana; pero cuando le aseguró que era noticia importante, de la que dependía su destino, entró en la alcoba a llamar a Nogueras.
Salió Nogueras en mangas de camisa y en chanclas. Era el capitán un hombrecito flaco y cetrino, con la nariz picuda y unos anteojos muy gruesos. Aviraneta lo había definido diciendo: «Nogueras es un cínife, una chinche, un piojo, sabio y burocrático».
El ex claustrado contó al capitán lo que pasaba,[88] y se fué después a casa a trabajar en sus traducciones.
Por la tarde, estaba Chamizo en el balcón tomando el fresco, cuando apareció Aviraneta en la calle.
—Mientras usted está aquí tranquilamente—le dijo—, el pueblo arde de un extremo a otro. Baje usted.
Bajó Chamizo a la calle y preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—El rey ha muerto a las cinco de la tarde. A las cinco y diez minutos tenía yo la noticia en la sombrerería de Aspiroz. Los amigos andan de observación. Por ahora los realistas están achicados y encogidos. ¿Quiere usted que vayamos por ahí a tomar el pulso al pueblo?
—Vamos.
A las seis, la noticia de la muerte del rey era general. La gente andaba por las calles sorprendida y perpleja, reuniéndose en grupos, hablando y haciendo cábalas; todo el mundo creía que iba a ocurrir algo, aunque no se figuraban qué.
Pasaron el ex fraile y el conspirador por Lorenzini y la Fontana, y después por los cafés de la calle de Alcalá, el de la Estrella, el de Los Dos Amigos y el Café Nuevo. En éste se hablaba a gritos contra el rey muerto.
Aviraneta y Chamizo fueron a cenar a una casa de comidas de la calle de las Tres Cruces, la casa de la Bibiana. Estaban allí reunidos Nogueras, del Brío, Gamundi y algunos otros jóvenes de la Isabelina, casi todos militares indefinidos y bullangueros.
Entre ellos se destacaba un hombre de más de cuarenta años, que parecía hecho de alambre, seco como la yesca, negro, amojamado, con los ojos brillantes y los movimientos violentos. Era uno de los pocos carbonarios de la Sociedad Isabelina. A su lado estaba un periodista hambrón, melenudo, barbudo, vestido con una vieja levita de miliciano.
Toda la caterva liberal entró en un cuarto grande que comunicaba con la cocina. Dos quinqués de petróleo iluminaban este comedor, que tenía una mesa larga de pino y un armario con botellas. Gamundi y del Brío se fueron, y volvieron al poco[90] rato con dos muchachas, la Pinta y la Cascarrabias, con las que estaban amancebados y a las que habían llevado a comer.
Eran dos manolas, las dos a cuál más desvergonzadas en el hablar. Vestían mantilla con cenefa de terciopelo, peineta grande, pañuelo de color al pecho, y guardapiés. La Pinta era rubia, y la Cascarrabias, morena, medio gitana.
Del Brío hacía buena pareja con su manola, porque era un jaque andaluz, presumido y fanfarrón; pero Gamundi ya no estaba tan bien en este ambiente.
Gamundi era el hijo de un guerrillero de Mina y había vivido, en su juventud, en Inglaterra. Era de pequeña estatura, rubio y un poco zambo, con un gran bigote dorado y patillas cortas. Aviraneta le llamaba el Zambete.
—¡Hola, Zambete!—le decía.
—¡Hola, Vinagrete!—le contestaba él en broma.
Tenía Gamundi los ojos azules, llorosos, con el blanco con rayas rojas; la nariz, grande, llena de venas moradas, y la cara, inyectada. Era un borracho inveterado, hombre bueno, valiente y atrevido.
Con las mujeres tenía una galantería inofensiva y aparatosa. El culto de Baco le había hecho olvidar otros cultos paganos. La Cascarrabias, su querida, le insultaba constantemente.
—¡Desaborío! ¡Arrastrao! ¡Escarríao!—le decía.
Gamundi oía esto como quien oye llover.
Se habló en la cena de mujeres y de juego y se bromeó con las manolas.
—Como habrá usted notado—le dijo de pron[91]to Gamundi, confidencialmente, al padre Chamizo—, yo soy hombre sin ningún talento.
—No, no.
—Sí, no tengo ningún talento. Corazón, sí; aquí hay un corazón firme, capaz de sacrificarme por un amigo. No me pida usted más. No pretenda usted que haga cuentas o que sepa declinar: Musa musae. Eso, no. Está en contra de mis aptitudes.
Al concluír la cena, Gamundi se levantó, y, tomando una actitud gallarda, dijo, con un arranque sentimental y oratorio, que para él no había mas que dos religiones: la de la patria y la de la mujer.
—Olvidas la botella—le dijo uno.
—No la olvido—gritó Gamundi, agarrando una por el cuello y llenando el vaso—. ¡Escuadrones! ¡Adelante! ¡Viva España! ¿Quién ha dicho retroceder? Que lo fusilen por la espalda. No... No hay cuartel para los realistas. Sangre y exterminio. No debe quedar una botella, no debe quedar un realista.
—Has hablado bien—dijo Nogueras, el piojo sabio—, pero estás borracho.
—Por eso he hablado bien. Bueno, cantemos el Himno de Riego. Me rebosa el liberalismo.
—¡Gamundi, a callar!—gritó Aviraneta.
Aviraneta tenía sobre aquellos militares gran ascendiente. Gamundi hizo un gesto de resignación cómica, apretando con los dedos un labio[92] contra otro, como si quisiera impedir que se le despegaran.
Aviraneta y Nogueras dijeron lo que había que hacer al día siguiente. Chamizo se levantó para marcharse.
Aquellos endiablados calaveras siguieron bebiendo y haciendo ruido. El periodista trajo una guitarra y se puso a cantar. Los demás llevaban el compás dando palmadas y golpeando con el puño en la mesa.
—Arza ahí... ¡Olé!
Del Brío se levantó e invitó a bailar el fandango a la Cascarrabias. Lo hicieron los dos muy bien, y como del Brío era, sin duda, maestro se subió a la mesa y bailó un zapateado al compás de las palmadas y de los golpes con el puño. Mientrastanto, Gamundi dormía un momento con la barba apoyada en una botella y con los ojos abiertos.
Salieron de la casa de la Bibiana a eso de las ocho de la noche y fueron hacia la Puerta del Sol.
—¿Quiere usted venir, don Venancio?—dijo Aviraneta.
—¿Adónde?
—A una reunión liberal que vamos a tener aquí en una casa de la calle del Arenal.
—Yo tengo que ir a trabajar.
—¡Bah!, por un día.
—Iría si yo fuera liberal, pero no lo soy.
—Bueno; como usted quiera.
En esto se les acercó un sujeto de unos cincuenta años, que Aviraneta presentó al ex claustrado. Era don Martín Puigdullés, coronel de[93] carabineros, llegado de la emigración, una mala cabeza, que el Gobierno perseguía para llevarlo a un presidio de Africa.
El señor Puigdullés iba con una mujer de mantón bastante zarrapastrosa.
—¿Qué hay de nuevo, Aviraneta?—preguntó Puigdullés.
—Ya sabe usted: la muerte del rey.
—¿Va usted a la reunión?
—Sí. ¿Cómo sabe usted que hay reunión?
—La idea ha partido de nuestro grupo del café de la Fontana. Estábamos Gallardo, Fuente Herrero y yo con otros patriotas, cuando a Gallardo se le ha ocurrido el proyecto. Se le ha avisado a todo el mundo; se ha enviada recado a los Carrascos, y éstos han contestado que están conformes, y que la reunión se verificará en una casa de la calle del Arenal, cerca del palacio de Oñate.
—¿Usted va ir, Puigdullés?
—No, porque me prenderían en seguida. Hay que sujetar a los cristinos. Tenga usted mucho cuidado con ellos, Aviraneta. ¡Adiós, señores!
—¡Adiós!
Entraron Aviraneta y su acompañante en la sombrerería de Aspiroz. La noche parecía presentarse tranquila. Seguían los grupos estacionados en la Puerta del Sol.
En esto pasó Gallardo con un amigo y se detuvo. Dijo que los absolutistas se hallaban tan inquietos como los liberales con la muerte del rey, y que se veía que nadie tenía nada preparado.
Salieron de la sombrerería en dirección a la calle del Arenal y se cruzaron con Calvo de Ro[94]zas, y luego, con Donoso Cortés y sus amigos, que iban a la reunión.
—¿Decididamente, usted no viene?—dijo Aviraneta al ex fraile.
—Decididamente, no voy.
Mansilla y Tilly estaban citados a las ocho y media de la noche en la Puerta del Sol, delante de la sombrerería de Aspiroz.
Aviraneta se despidió de Chamizo y se unió con sus compañeros del Triángulo, y los tres juntos tomaron la dirección de la calle del Arenal.
Entraron en la casa inmediata a la del conde de Oñate; subieron una escalera no muy ancha hasta el piso principal, y pasaron a una sala donde había reunidas de cuarenta a cincuenta personas en varios grupos. Era un salón grande y vacío con balcones, y unos ventanales cuadrados encima de ellos.
Iba entrando poco a poco más gente. Llegaron a congregarse hasta unos cien individuos de todas castas y pelajes; los había elegantísimos, currutacos con aire de figurín, y tipos mal vestidos, abandonados y sucios.
Tilly y Mansilla conocieron a Donoso Cortés, a los dos Carrascos, a Cambronero, al médico To[96]rrecilla, a Valero y Arteta, a Martínez Montaos. Por su parte, Aviraneta encontró allí a media Isabelina; estaban Gallardo, Calvo de Rozas, Fuente Herrero, Calvo Mateo, Beraza, y una porción de militares de graduación, oficiales de la Guardia Real y jóvenes lechuguinos de bigote y perilla.
Aviraneta se acercó disimuladamente a Tilly.
—Amigo Uno. ¿El cónclave, qué tal va?
—Bien, muy bien. Vamos trampeando.
—Y los cucos (cristinos), ¿por qué no empiezan?
—Parece que hay cierta decepción entre ellos.
—Pues, ¿por qué?
—Hay aquí más jóvenes ilusos (isabelinos) que cucos (cristinos).
—¿Y eso les asusta?
—Dicen que está aquí Romero Alpuente, hombre peligroso, y que lo va a echar todo a perder.
—¡Romero Alpuente! Si es un mastuerzo.
—Pues los nuestros lo tienen por un hombre terrible.
—En cambio, entre los jóvenes ilusos (isabelinos) se dice que esta reunión se hace por iniciativa del Pastor (Zea Bermúdez).
—No lo creo.
—Eso aseguraba Calvo de Rozas.
—Me parece una fantasía, amigo Tres.
Pues los nuestros están alarmados. Me han dicho que Flórez Estrada, Palafox y Olavarría van a pasar la noche en claro, y que el peligro para los ilusos (liberales) es inminente.
—¡Bah!
—Sin embargo. Conviene decir que estamos en peligro.
—Eso es otra cosa. Se dirá—murmuró Tilly.
—Sabe usted que me están invitando para que hable en nombre de los jóvenes ilusos (isabelinos).
—¿Y usted, qué va a hacer?
—No sé. A usted, ¿qué le parece?
—¡Hombre!, eso tiene que depender de la fuerza de que disponga. ¿Tiene usted fuerza y gente alrededor y puede hablar de una manera clara y terminante? Hable usted. ¿No tiene usted confianza? No diga usted nada.
A las diez, los cristinos iniciadores de la reunión, después de muchos cabildeos, dieron como comenzado el acto. Se trajo un velador con dos candelabros al medio de la sala, y se sentaron, presidiendo la mesa Cambronero y Donoso Cortés, los dos muy guapos, muy currutacos y peripuestos, y don Rufino García Carrasco, que era un tipo más vulgar, grueso, pesado, de barba negra, uno de esos extremeños, como dice Quevedo, cerrados de barba y de mollera.
La gente del público, los que pudieron cogieron sillas para sentarse, y quedaron de pie unas treinta o cuarenta personas.
Entonces el abogado Cambronero tomó la palabra y explicó el objeto de aquella reunión. Vino a decir de una manera florida que era necesario apoyar al Gobierno, a la Reina gobernadora y a la inocente Isabel, y que todos los reunidos allá debían colaborar a tan santo fin. Hablaron después dos abogados diciendo, poco más o menos, lo mismo; habló Gallardo, con su acento extremeño y su intención mordaz; luego, los Carrascos,[98] y, por último, Donoso Cortés, de una manera pomposa.
Aviraneta estaba muy inquieto.
—¿Qué le pasa a usted?—le dijo Mansilla.
—Esto es estúpido—exclamó—. Están divagando de una manera ridícula sin aclarar la cuestión principal.
—Hable usted—le dijo Calvo de Rozas.
—Creo que no debe usted hablar—le advirtió Mansilla—; está usted exaltado y se va a comprometer.
Otros individuos de la gente de mal pelaje invitaron a Aviraneta a que hablase. El se levantó y gritó:
—¡Pido la palabra!
—Tiene la palabra el señor... el señor Aviraneta—dijo Carrasco.
Hubo un movimiento de extrañeza en el público. ¿Quién es? ¿Qué apellido ha dicho?—se preguntaron unos a otros.
Aviraneta avanzó hasta el centro del salón con un rictus amargo en la boca, y comenzó a hablar de una manera seca, áspera y cortante.
Aquella voz agria, aquella mirada siniestra, aquel tipo de pajarraco produjeron cierta expectación.
Era un Robespierre, pero un Robespierre ya viejo, sin éxito, sin dogmatismo, sin la fofa utopía de Rousseau en la cabeza. Era un Robespierre sin sostén social, sin partidarios, amargado, ácido, después de haber recorrido el mundo y haber conocido la miseria y la inquietud en todas sus formas. Era un Robespierre de España, de un país[99] pobre, áspero, desabrido, frío y sin efusión social. El furor lógico del sombrío Maximiliano lo reemplazaba Aviraneta con la rabia, con el despecho, con la cólera y, sobre todo, con el desprecio por los hombres.
«—La situación ha cambiado en veinticuatro horas, desde la muerte del rey—dijo Aviraneta con voz sorda—. Liberales y realistas hemos venido defendiendo durante largo tiempo al presidente Zea Bermúdez. La razón era clara; ni ellos ni nosotros estábamos preparados para la lucha, y la vida del rey suponía para todos principalmente una tregua. Ha muerto Fernando VII; la tregua ya no existe, y mañana los carlistas se lanzarán al campo. Para nosotros la presidencia de Zea Bermúdez no tiene objeto hoy, no nos defiende de los avances del carlismo, que se organiza precipitadamente; no sirve de garantía para nuestras aspiraciones liberales. Todo lo que sean dilaciones, todo lo que no sea idear un plan y realizarlo, no sólo es perder tiempo, es retroceder. En este instante nuestros enemigos no cuentan con fuerzas preparadas, pero contarán mañana con ellas y serán grandes, terribles, las suficientes para tener en jaque al Gobierno. Creo, señores, que hoy lo prudente y lo práctico es asaltar el Poder, dominar la situación incierta en que nos encontramos, proclamar una Constitución liberal y apoderarse de las trincheras, para defenderse del carlismo, que es un enemigo formidable. Este es mi plan: cambio de gobierno inmediato y dictadura liberal. Enfrente de nosotros hoy no hay nadie. Si nos decidimos y vamos todos, la empresa me[100] parece fácil. Si se acepta este plan, expondré mi proyecto en detalles, que se podrán discutir; si no se acepta, como considero que la inacción en estos momentos es una torpeza y un crimen de lesa patria, si no se acepta, me retiraré. He dicho».
Al terminar Aviraneta su discurso hubo algunos aplausos y algunos silbidos.
—¿Quién es este hombre?—se preguntaban unos a otros—. ¿Qué modo de hablar es ese? ¿Cómo se atreve? ¡Es un anarquista! ¡Es un carbonario!
Para tranquilizar el cotarro se levantó don Rufino Carrasco, y dijo atropelladamente y sin arte:
«—Señores: No me parecen estos momentos los más propios ni los más favorables para tratar de una cuestión tan peligrosa como la que ha suscitado el orador que me ha precedido en el uso de la palabra. Imponer a una reina viuda resoluciones violentas cuando aun no se ha enfriado el cadáver de su regio consorte, es cruel e inhumano, y más cuando se trata de una reina todo bondad como la excelsa Cristina, que, postrada como se halla en el lecho del dolor, desde él ha manifestado al marqués de Miraflores que su mayor anhelo es procurar la felicidad de España. La tregua se impone, señores, ante el cadáver del rey».
Aviraneta se levantó como movido por un resorte, y avanzando en el salón dijo con voz agria y cortante:
«—Si el rey que acaba de morir no hubiera sido uno de los personajes más abominables de la historia contemporánea, si hubiera tenido algo[101] siquiera de hombre, todos los españoles estaríamos ahora en un momento de dolor; pero el rey que ha muerto era sencillamente un miserable, un hombre cruel y sanguinario que llenó de horcas España, donde mandó colgar a los que le defendieron con su sangre. No hablemos de tregua producida por el dolor. Sería una farsa. Interiormente todos estamos satisfechos pensando que el enemigo común ha muerto y que su cadáver hiede. No hablemos de sentimiento; lo más que se nos puede pedir es olvido, y que nos perdonen las sombras augustas de Lacy, de Riego, del Empecinado y de otros mártires. No hablemos de ayer, pensemos en mañana».
La contestación de Aviraneta produjo una terrible marejada de gritos, protestas y aplausos en la sala.
En vista de ello, Cambronero volvió a levantarse y echó un discurso habilísimo para poner a todos de acuerdo.
El participaba de los mismos sentimientos que su querido, que su particular amigo el señor Aviraneta, a quien tenía por un patriota ferviente y un liberal de corazón; pero creía que no todas las ocasiones eran propicias para un movimiento radical; él admiraba la adhesión del señor García Carrasco por la excelsa Cristina...
Así, con una serie de equilibrios y de sin embargo..., si bien es cierto..., continuó su discurso Cambronero. No se habló más de la cuestión. Se acordó escribir y publicar una hoja apócrifa, simulando ser una Gaceta de una junta carlista, en la que se daba como efectuado el levantamiento[102] del partido, enumerando hechos falsos en apoyo de la invención.
Gallardo, Oliver y otros dos la redactaron, la consultaron y se aprobó. Se terminó la sesión a las doce y media y todo el mundo fué saliendo del salón de una manera tumultuosa, discutiendo y gritando.
Al salir a la calle formaron un grupo Calvo de Rozas, Aviraneta, Tilly, Mansilla, el capitán Del Brío, Gamboa, Gamundi, que había dormido sus libaciones de casa de la Bibiana, y otros oficiales vestidos de paisano.
—Aviraneta—dijo Gamboa—, ¿quiere usted venir al café de Levante, de la Puerta del Sol? Unos cuantos amigos tenemos que hablarle.
—Vamos todos.
—Pero no así; en grupo llamaremos la atención.
Calvo de Rozas se despidió de Aviraneta diciéndole:
—No se comprometa usted a nada.
—No tenga usted cuidado.
Tilly, Aviraneta y Gamundi entraron en el café de Levante, ya vacío y sin público; llegaron Gamboa, Del Brío y otros jóvenes oficiales vestidos de paisano. Hubo apretones de manos y signos masónicos de reconocimiento. Se sentaron todos y Gamboa dijo a uno de estos oficiales:
—Habla tú.
El indicado era un muchacho apellidado Urbina, hijo del marqués de Aravaca, teniente de Artillería.
—Señor Aviraneta—dijo Urbina—. Nos ha parecido muy bien el discurso de usted en la reunión y estamos identificados con sus ideas. Contamos con muchos oficiales de los mismos sentimientos que nosotros; tenemos de nuestra parte a los sargentos y soldados del regimiento de la Guardia Real. Denos usted su plan revolucionario y lo realizamos mañana mismo. Prendemos a Zea Bermúdez y a todo el Ministerio; si es indispensable los fusilamos y damos un cambio completo a España.
—¿Qué garantías necesitarían ustedes?—preguntó Aviraneta.
—Por de pronto la lista completa del nuevo Gobierno que asuma la responsabilidad del movimiento.
—Eso tengo que consultarlo.
—Consúltelo usted con sus amigos cuanto antes.
—Lo haré así.
—Cuándo nos dará usted la contestación—preguntó Urbina.
—Mañana al mediodía.
—¿En dónde?
—En el café de Venecia.
—Está bien.
Se habló poco, porque iban a cerrar el café. Salieron todos a la acera de la Puerta del Sol, donde siguieron charlando. Dos o tres se despi[105]dieron y se fueron. El grupo seguía en la acera cuando Gamundi y otro joven volvieron corriendo hacia el café.
—¿Qué pasa?—les preguntó Aviraneta.
—Que hemos encontrado a Nebot, el agente de policía de la Isabelina, a la entrada de la calle del Arenal. Nos ha dicho que hace una hora ha pasado Zea Bermúdez a Palacio en coche y que debe volver dentro de poco. ¿No le parece a usted una magnífica ocasión para echarle el guante?
—Sí. Magnífica.
Se le dijo a Urbina y a los demás lo que pasaba, y les pareció la ocasión de perlas.
—¡Hala!—exclamó Aviraneta—. ¿Cuántos somos, nueve? Vamos cuatro por aquella acera y cuatro por ésta; nos pondremos enfrente de la casa donde hemos estado. Uno que vaya ahora mismo y que se ponga delante de la plaza de Celenque. Vaya usted, Gamundi. En el momento que pase el coche grita usted: ¡Sereno!
—Muy bien.
Y Gamundi desapareció embozado en la capa.
—Los que tengan bastón que se planten en medio y peguen a los caballos hasta parar el coche—exclamó Aviraneta—. ¿Hay algo que decir?
—Nada.
—Entonces, en marcha.
Fueron los dos grupos hacia la calle del Arenal.
Al llegar a la esquina oyeron el ruido de un coche que venía de prisa por la calle Mayor. Aviraneta y Tilly volvieron hacia él corriendo. El cochero, al ver que se acercaban dos hom[106]bres, azotó los caballos y el coche pasó como una exhalación.
—Ha cambiado de camino.
Zea Bermúdez se les escapaba.
Se avisó a los dos grupos y la gente se marchó cada cual a su casa.
Estaba lloviznando; Aviraneta y Tilly fueron por la calle de Esparteros a cobijarse a los portales de Provincia, y de aquí, a los arcos de la Plaza Mayor.
Aviraneta hablaba a gusto con Tilly.
Se entendían los dos perfectamente. Dieron una vuelta por la plaza, que estaba a obscuras. En un extremo de la plaza, en la esquina de la calle de Ciudad Rodrigo, había una buñolería abierta.
—¿Quiere usted que entremos aquí?—preguntó Aviraneta.
Entraron. Era el local un sitio negro, lleno de una muchedumbre mal encarada y andrajosa. En un rincón había una cocina ahumada con un zócalo de azulejos blancos, y dentro de la chimenea, dos grandes calderos, donde el buñolero, un hombre rubio, gordo, con una elástica que debía ser blanca, pero que era negra, aparecía sudoroso entre resplandores de llamas friendo churros y buñuelos. Un olor acre de aceite frito irritaba la garganta.
Aviraneta y Tilly se sentaron a una mesa y pidieron chocolate con buñuelos.
—¿Qué le ha parecido a usted todo esto?—preguntó Aviraneta.
—Todavía no tengo opinión. Lo mismo puede ser el exabrupto de usted un acierto que un desacierto. Si usted consigue que su gente acepte la colaboración de estos jóvenes oficiales...
—No lo conseguiré.
—Entonces se ha comprometido usted inútilmente.
—Es lo que yo supongo también. ¿Y qué efecto ha hecho mi discurso?
—Un efecto tremendo de sorpresa. Todo el mundo preguntaba: «¿Quién es ese hombre?» Y algunos palaciegos dijeron que debía usted ser un carbonario y que a gente así no se debía permitir la entrada en sitios donde se reúnen personas discretas.
—¿Así que he pasado por un insensato?
—Por un completo insensato.
—¿Y para usted?
—Hombre, yo ya sabe usted que creo que la fortuna es donna y que hay que violentarla. Muchas veces un loco o un iluso van mucho más lejos que el primero de los maquiavélicos.
Era esta cuestión suscitada por Tilly, la única que en aquel momento podía distraer a Aviraneta de sus preocupaciones, y se enzarzaron los dos en una larga discusión.
Tilly había llegado a pensar que el maquiavelismo era ilusorio.
—El maquiavelismo falla, porque tampoco es[109] lo práctico—dijo—. Es lo práctico en teoría, y nada más.
—No, no, amigo Uno.
—Maquiavelo engaña, parece un genio de la práctica y es más bien un teórico de la práctica. Yo creo que el arte de conspirar, el arte de crear pueblos y de sublevarlos no tiene reglas, como no las tiene el arte de esculpir, ni el de escribir, ni el de pintar.
—Sin embargo...
—No lo creo. Sobre el impulso, sobre la intuición, no se pueden dar reglas como sobre la manera de hacer relojes. En política se necesita el genio, la ocasión, el momento, y una porción de condiciones más que no están en la mano del hombre.
Aviraneta no estaba conforme y presentaba argumentos.
Esta mecánica de la política les apasionaba a los dos, y discutieron a César, a Catilina, a Carlos V, a Catalina de Médicis, a Robespierre, a Napoleón y a Talleyrand.
Estaban enfrascados en su conversación cuando se les acercó un desharrapado completamente borracho.
—¡Salud, señores!—les dijo con una voz aguardentosa—. Veo que son ustedes gente de labia que no se avergüenzan de reunirse con los pobres.
—Ni con los ricos tampoco—le contestó burlonamente Aviraneta.
—Así me gusta a mí la gente. ¡Terne!—exclamó el borracho—. Porque aquí lo que hace falta, sabe usted, es que mismamente haiga hombres...[110] eso... y no andarse con andróminas ni con tiquis miquis... ¿Es verdad o no es verdad, tú, Manco?
—¡Sí, es verdad! Como la Biblia—exclamó un ciudadano tan astroso como el primero, a quien le faltaba una mano.
—Vamos, que aquí hace falta resolución... para que usted me comprenda..., y yo lo digo esto aquí, en este cafetín, o buñolería, o cáfila, o como se le quiera llamar..., y lo diré en las Cortes..., y en Francia también si se tercia..., y a este respectiva me tendrán siempre a su lado los buenos... que si no no le encontrarán al hijo de la señora Petra en su tienda de la calle del Bastero..., pero si hay resolución...
—Que no la habrá...—dijo el Manco con sorna.
—Tú cállate, Manco, que estoy hablando yo, y porque me hayas convidao a un soldao de Pavía en la taberna de aquí al lao no tienes derecho a interrumpirme... porque yo digo y sostengo que si hay resolución... pues lo hay tóo... Constitución... y Cámaras... y ¡viva la angélica! Porque, ¿qué se necesita en España?
—Muchas cosas creo que se necesitan—dijo Tilly indiferente.
El hijo de la señora Petra movió la cabeza con violencia de un lado a otro, como si hubiera oído la mayor estupidez del mundo.
—No, señor..., no, señor—dijo—. Veo que usted no comprende mismamente el sentido, o la alegoría, que voy exponiendo...; aquí lo que se necesita ¿me entiende usted?, es que haiga resolución... que haiga resolución.
—Bien, hombre, bien. Ya se lo hemos oído a[111] usted muchas veces—dijo Tilly—. Resolución, ¿para qué?
—Toma, ¡para qué! Resolución para tóo.
Tilly volvió al borracho la espalda y el hombre se fué vacilando a sentarse a su banco.
—¡Qué extraña pedantería la de esta gente!—exclamó Tilly.
—Sí, quieren ser sabios; pero hay que reconocer que el consejo del hijo de la señora Petra de la calle del Bastero parece una indicación del Destino—exclamó Aviraneta—. ¡Resolución! ¡Resolución! No estaría mal que la hubiera.
Tilly sacó el reloj. Eran las cuatro de la mañana.
—Voy a ver a mi gente—dijo Aviraneta—. ¿Usted qué va a hacer?
—Yo me voy a dormir. Si su gente aprueba el movimiento, avíseme usted.
—Si se acepta le avisaré a usted; pero no tengo esperanza.
Aviraneta y Tilly se estrecharon la mano, y el uno marchó hacia la Montaña del Príncipe Pío y el otro hacia casa de Calvo de Rozas.
Aviraneta, al salir de la buñolería, fué a casa de Calvo de Rozas y le explicó lo que le habían propuesto Urbina y los oficiales jóvenes. No dijo nada de la intentona de la noche.
—Eso es muy grave—exclamó Calvo de Rozas alarmado—. Eso es muy serio. Hay que celebrar junta en seguida.
Calvo de Rozas y Aviraneta examinaron y discutieron la proposición. Aviraneta quería convencer a su compañero. Calvo estaba indeciso. Aviraneta expuso varios proyectos para apoderarse de Madrid; se consultó el plano de la villa, la lista de los legionarios afiliados a la Isabelina, el anuario militar, para ver qué jefes podrían ser amigos y cuáles enemigos declarados.
Podían contar con mil quinientos hombres armados, a más de los militares que siguiesen a Urbina y a los otros oficiales.
Aviraneta trabajaba en tener de su parte a Calvo de Rozas, porque con Romero Alpuente, Flóre[114]z Estrada y Olavarría no contaba gran cosa; tampoco esperaba nada de Palafox.
Calvo de Rozas no se convenció, y no quiso salir de su estribillo de que había que reunir la Junta.
—Vamos a perder mucho tiempo—dijo Aviraneta.
—No; Romero Alpuente, Flórez Estrada y Olavarría hoy duermen aquí en mi casa. A las ocho se les llamará.
—Bueno. Entonces voy a dormir un rato en este sofá—dijo Aviraneta.
—Sí; duerma usted si puede.
Aviraneta dejó el sombrero de copa en el suelo, se quitó las botas, se envolvió en la capa, y a los cinco minutos estaba profundamente dormido. El león o el gato que había en él escondió las garras, y la vulpeja soñó nuevas aventuras.
Calvo de Rozas se pasó las horas de la madrugada paseando delante de Aviraneta y contemplándole asombrado.
—¡Qué hombre!—murmuraba—. ¡Qué tranquilidad!
A las ocho se llamó a Romero Alpuente, a Flórez Estrada y a Olavarría. Romero y Flórez se presentaron de bata con sus gorros blancos de dormir, los dos tosiendo, con la nariz húmeda.
Se le despertó a Aviraneta, que se encontró con los dos viejos y se echó a reír.
—Creí que estaba soñando—dijo, y añadió para adentro—: con gente así no se puede hacer nada.
Se habló de la reunión de la noche anterior, y se puso a discusión el ofrecimiento de los militares.
—Yo creo que la cosa es muy factible—dijo Aviraneta—y que tiene todas las garantías de éxito que puede ofrecer un plan de esta clase. La Guardia Real quiere tomar la iniciativa. Nosotros, con nuestros mil quinientos hombres de las centurias dominamos Madrid. Entre los cristinos hay gente que nos secunda.
Expuesto el proyecto por Aviraneta, Olavarría lo apoyó. El había presenciado la revolución de Bruselas en 1830, y, según dijo, allí se contaba con menos elementos que en Madrid en aquel momento. Calvo de Rozas afirmó que consideraba viable el plan; Flórez Estrada y Romero Alpuente se alarmaron.
—La cosa es gravísima—decía éste con su aire de buitre viejo, paseándose por el cuarto con su bata y su gorro de dormir—; gravísima.
—¡Eso no se puede intentar sin consultar con Palafox!—exclamó varias veces Flórez Estrada.
Después de una larga discusión, se acordó que Calvo de Rozas y Flórez Estrada fueran a consultar con Palafox.
Almorzaron todos allí en la casa, y, después de almorzar, Calvo y Flórez Estrada tomaron una berlina, puesta a disposición de los conspiradores por un rico bilbaíno muy liberal que se llamaba también Olavarría y que era pariente lejano del que figuraba en la Isabelina.
—Yo estaré aquí hasta la una—dijo Aviraneta a los comisionados—. A la una iré al café de Venecia para no hacer esperar a Urbina y a sus amigos. Allí me envían ustedes la contestación, si no la pueden traer antes aquí.
—Bueno. Está bien.
Se metieron en el coche Calvo de Rozas y Flórez Estrada, y a la media hora volvieron con Palafox y con Beraza, el masón.
Palafox, que era hombre sin ningún talento, a quien gustaba darse aires de gran político, echó un pequeño discurso.
«—Señores—dijo—: Mis dignos colegas los señores Calvo de Rozas y Flórez Estrada me han comunicado la proposición que hicieron ayer algunos militares a un miembro de nuestra Sociedad. Entiendo, señores, que el dar oídos a esa proposición constituye una gran imprudencia y una gran torpeza. Primeramente, al alterar el orden, se creería que trabajábamos por los carlistas y nuestras cabezas rodarían en el patíbulo; después produciríamos una reacción en el Gobierno, precisamente en este momento en que se intenta hacer avanzar las instituciones políticas españolas. En resumen, señores, yo no me presto de ninguna manera y por ningún concepto a tomar parte en esta sedición, y si se acuerda en el Directorio el hacerla, el intentarla, que no se cuente conmigo para nada».
Flórez Estrada y Romero Alpuente se adhirieron en seguida al parecer del duque de Zaragoza, y los demás se callaron sin hacer observaciones.
El duque, triunfante, se volvió de nuevo a su casa.
Olavarría y Aviraneta fueron juntos a la Puerta del Sol.
—¿Qué le han parecido a usted las razones de Palafox?—preguntó Olavarría.
—Fatales—contestó Aviraneta—. Es un tonto[117] complicado con un palaciego. Pensar de antemano en las consecuencias de un movimiento, como si ya hubiera fracasado, es una majadería.
—Con esta gente no vamos a ningún lado.
—Revoluciones con generales de salón y con señores con gorro de dormir, imposible—contestó Aviraneta—. Bueno, me voy a ver a esos militares.
—¡Adiós, Aviraneta!
—¡Adiós!
Aviraneta entró en el café de Venecia, que se encontraba lleno de gente y de humo; había dos mesas ocupadas por militares jóvenes, y en un rincón estaba Tilly. La cuestión de Aviraneta no era la única que se debatía, pues había otra que apasionaba más a un grupo de oficiales jóvenes, y era un desafío concertado entre Gamundi y el teniente Pierrard con un sargento y un alférez de los voluntarios realistas.
El desafío se iba a verificar al mediodía en los altos del Observatorio, en el antiguo Cerrillo de San Blas.
En otras mesas se jugaba al dominó con un gran estrépito, y de la sala de billar llegaba el ruido del choque de las bolas.
Aviraneta se sentó en el grupo en que se encontraban Urbina y sus amigos, y contó rápidamente lo que había ocurrido en casa de Calvo de Rozas y lo que había dicho Palafox.
—Es un disparate—saltó Urbina—. Pierden la mejor ocasión.
—Es verdad—replicó el teniente Pierrard, que se levantó con sus padrinos para ir a batirse—.[118] Ahora era el momento de dar el golpe revolucionario y de restablecer la libertad para siempre.
—Yo lo creo también así—aseguró Aviraneta—. Pero no tengo medios.
—Sea usted el jefe—exclamó Urbina—. Le seguiremos.
—Hasta la muerte—gritó Gamundi.
Otros militares se agruparon alrededor de la mesa para ofrecerse.
—Muchas gracias, señores—replicó Aviraneta—, pero yo no tengo prestigio para eso. Nuestras fuerzas organizadas están a las órdenes del general Palafox. ¿Me seguirían a mí, si yo intentara suplantar al general? Es muy dudoso.
—De todas maneras, usted cuenta con nosotros. Hable usted, vea usted. Si hay alguna posibilidad, haremos lo que sea de nuestra parte.
—Sí: cuente usted con nosotros, con todos.
Los militares estrecharon la mano de Aviraneta y se fueron. Don Eugenio se sentó en la misma mesa de Tilly y le explicó lo que había ocurrido.
—¡Qué ocasión más admirable se pierde!—exclamó Tilly—. No se debía dejar escapar.
—¡Qué quiere usted! La negativa de Palafox nos imposibilita para todo.
—¿Por qué no habla usted a los comandantes de las centurias?
—¡Si no sé dónde están! ¿No ve usted que hemos dado la dirección militar a Palafox? Hoy Palafox ha pensado en una movilización cuyo plan sólo él lo tiene.
—¡Qué lástima!—volvió a murmurar Tilly.
—Amigo, ¿qué quiere usted? Este culto por el[119] prestigio, por la tradición, nos mata. Yo he organizado las fuerzas de la Isabelina y cuando he terminado la organización he tenido que entregar esta fuerza en manos de Palafox, que no hará mas que tonterías o algo práctico para su interés personal. Vamos a almorzar. Le convido a usted a la fonda de Genies... Luego haremos todas las gestiones que se puedan.
Almorzaron Tilly y Aviraneta y tomaron un coche. Fueron a ver a Nogueras, pero no estaba. No encontraron a ninguno de los comandantes de las centurias. Unicamente vieron a unos cuantos isabelinos en el Café Nuevo.
—¿Dónde está la gente nuestra?—les preguntó Aviraneta.
—Unos están en los cafés. A otros los ha mandado el general Palafox a los claustros de la Soledad, del Buen Suceso, de la Victoria y a la Aduana. Están a la expectativa por si estalla un movimiento realista para que se preparen inmediatamente. Los demás se encuentran en las casas con las armas en la mano dispuestos a echarse a la calle.
—¿En qué caso?
—En el caso de que los carlistas se pronuncien por Don Carlos.
—¿Ve usted?—dijo Aviraneta a Tilly—. No hay manera de disponer de la gente. ¡Si yo llego a ser el dueño de las centurias en el día de hoy!
—¿Y sus carbonarios?—preguntó Tilly.
—¡Son tan pocos! Y estarán probablemente en la calle. Vamos a casa de un amigo, chispero del barrio de Maravillas. Quizá haya alguno allí.
Fueron al taller del Majo. Estaban de tertulia Cobianchi, el joyero; Antonio Farigola, un antiguo oficial; Ramón Adán, y Román, el Terrible, el hijo del señor Martín el librero. Todos estos eran republicanos exaltados y consideraban como jefe al abogado González Brabo, a quien tenían por un Dantón. Uno de ellos había propuesto el deshacerse de Zea Bermúdez y de los absolutistas enviándoles cartas explosivas, como la que se le envió años antes al general Eguía y le dejó manco.
Aviraneta explicó la situación y los carbonarios parecieron no darle gran importancia. Ya una revolución liberal no les interesaba; querían la República, por lo menos.
—¿Ve usted?—dijo Aviraneta a Tilly al salir del taller del Majo—. Con estos no se puede hacer nada.
Volvieron a la Puerta del Sol, se acercaron a la sombrerería de Aspiroz y se encontraron a Olavarría y al masón Beraza, el del aire frailuno.
—De la torpeza de hoy nos hemos de arrepentir—exclamó Olavarría—. La gente está decidida. Ese Palafox es un imbécil.
Pasaron varios grupos por la calle. Aviraneta no conocía a ninguno de los que iban en ellos.
—¿Quiénes son?—preguntó al sombrerero.
—Son los cristinos, que deben tener una organización militar, porque de cuando en cuando aparecen coroneles y militares de uniforme que hablan con ellos. Estos cristinos—añadió—están muy levantiscos y dicen que si Zea no ata a los carlistas corto, derribarán a Zea.
Parecía que Madrid entero se decidía por la[121] Reina Cristina. Aviraneta y Tilly se metieron entre la gente y oyeron sus conversaciones.
—¡Qué tontería han hecho sus amigos!—exclamó Tilly—. Con esta agitación de la masa, un regimiento y los mil quinientos isabelinos, la cosa estaba hecha.
Aviraneta hizo un ademán resignado. En esto, en la Puerta del Sol, se encontraron a Gamundi.
—¿Qué han hecho ustedes?—le preguntó Aviraneta.
—Gran día—dijo el militar—. Pierrard y yo hemos dado dos hermosas estocadas en el Cerrillo de San Blas. Gran día. Primero, duelo; ahora, gresca, y a la noche, orgía. Esa es la vida. Ahora viene nuestra gente hacia aquí después de dejar las armas en casa.
Efectivamente, comenzaron a llegar por la calle de Alcalá, la de la Montera, la de Carretas y la Carrera de San Jerónimo, grupos de jóvenes, la mayoría bien vestidos, muchos, de levita y sombrero de copa.
«¡Viva la Reina!» «¡Viva Isabel II!», se oía a cada paso, y alguno que otro grito de: «¡Abajo el Ministerio!» Entre la gente se señalaba con el dedo a Espronceda, a Larra, a Patricio de la Escosura y algunos otros escritores que se lucían en medio de la multitud.
Tilly y Aviraneta iban a despedirse, cuando un chico se les acercó corriendo. Era el de la librería de la calle de la Paz.
—¡Don Eugenio!
—¡Hola, Bartolillo!—exclamó Aviraneta—. ¿Qué ocurre?
—De parte del capitán Nogueras que se escape usted y no vaya usted a su casa.
—¿Pues?
—Porque la policía le anda buscando.
—Bueno. Toma este sombrero de copa—dijo Aviraneta, quitándoselo de la cabeza y dándoselo al chico—. Guárdalo en la tienda.
Al mismo tiempo sacó una gorrita pequeña y se la encasquetó.
—¿Quiere usted venir a mi rincón?—preguntó Tilly.
—No, no; gracias. Tengo otro sitio más próximo. ¡Vaya, adiós, amigo Uno! Dentro de poco pasaré por allí.
—¡Adiós, compañero Tres!
Y los amigos se separaron.
Una semana después de la muerte del rey, Chamizo se encontró a Paquito Gamboa, que le convidó a cenar a casa de su tío.
Le citó en el café del Príncipe, a las ocho de la noche. Estaba esperando el ex fraile, cuando se presentaron Gamboa y Aviraneta.
—¿Qué hace usted?—le preguntó Chamizo a don Eugenio, porque hacía días que no le veía.
—Ya no vivo con mi hermana.
—¿No? ¿Por qué?
—He tenido que largarme de allá, porque la policía de Zea Bermúdez ha empezado a molestarme.
—¿Y dónde vive usted ahora?
—Estoy con una familia amiga. Ya le diré el sistema que tengo para comunicarme con la gente, porque apenas salgo a la calle.
Estuvieron un rato en el café, y fueron después a una casa grande de la calle de Trujillos, en el barrio de las Descalzas, donde vivía doña Celia.
Don Narciso y Celia se habían instalado en Madrid con verdadero lujo. De su estancia en el extranjero habían traído hábitos de confort, apenas conocidos en la corte mas que por gente muy rica.
En la casa había varios salones alfombrados, con tapices, con muebles muy suntuosos y con algunas obras de arte.
Pasaron Chamizo, Aviraneta y Gamboa a un saloncito, donde estaba Celia con sus invitados, y tras de un rato de charla entraron en el comedor.
Eran quince o veinte los reunidos.
El anfitrión, don Narciso Ruiz de Herrera; su mujer, doña Celia; Paquito Gamboa, la marquesa de Albalate, Aviraneta, Fidalgo, con su hermana Estrella; el coronel Rivero, Nogueras, un napolitano llamado Ronchi, director de Loterías; el secretario del embajador de Inglaterra, lord Williers; Tilly, el cura Mansilla, el padre Chamizo, el capitán Messina, el capitán Del Brío y el teniente Gamundi.
El comedor presentaba un hermoso aspecto. Se hallaba iluminado con una gran araña de cristal y por dos candelabros, llenos de bujías, colocados sobre la mesa. Celia estaba elegantísima, con un traje verde pálido, que hacía destacarse su cabeza fina, adornada con una cabellera de un rubio obscuro; la marquesa de Albalate iba de blanco, y Estrella Fidalgo, que era una mujercita redondita y muy viva, en jeune fille en rose. Los hombres vestían de frac, excepto los militares, que iban de uniforme, y Mansilla, que llevaba sotana.
El anfitrión, pálido, demacrado, con el pelo entrecano, los ojos negros, vivos, el bigote lleno de[125] cosmético, parecía una rata. Gamboa miraba disimuladamente a Celia, y ésta hablaba con el coronel Rivero y con Tilly; el capitán Messina piropeó a Estrella; Aviraneta y Ronchi obsequiaron a la marquesa de Albalate; el padre Chamizo charló con Gamundi, y Mansilla, con el secretario de lord Williers y con dos militares.
Todos eran del bando cristino. La cena fué espléndida y muy bien servida. Felicitaron a la dueña de la casa y se habló por los codos. De sobremesa, don Narciso contó una historia melodramática de los carbonarios de Roma, en la que había intervenido, con muchos detalles; Aviraneta estuvo amenísimo y chispeante; Messina explicó su evasión de la Ciudadela de Barcelona, y el napolitano Ronchi habló de su vida y de sus aventuras en Argel y Marruecos, en su lengua chapurrada, con mucha gracia.
Ronchi era un hombre grueso, moreno, con la cara redonda y unos pelos negros de punta sobre la frente. Tenía algo de polichinela, y una gesticulación tan cómica, que hacía reír aunque hablara en serio.
El caballero Ronchi dijo que no creía en la Medicina, a la que consideraba como un empirismo sin base; pero en cambio consideraba la craneoscopia del doctor Gall como una ciencia.
—El viejo refrán de «Dime con quién andas y te diré quién eres», yo lo sustituyo de esta manera craneoscópica: «Enséñame tu cabeza y te diré quién eres.»
El padre Chamizo y el cura Mansilla negaron la certeza de esta máxima, y Ronchi gritó:
—Pruebas, pruebas. ¿Quién de ustedes quiere que le examine la cabeza? A las damas no les hago el ofrecimiento. Sería un poco duro para mi encontrarles la prominencia del amor físico o de la infidelidad, y denunciarlo ante el público.
—Vamos a ver—dijo Gamboa—. Ahí va mi cabeza.
Ronchi palpó la cabeza del oficial y dijo:
—Prominencia del cerebelo, grande...; hay sentido del amor y de la reproducción; el órgano del afecto y de la amistad, bien desarrollado; el del valor y el orgullo, también... Esta no es una cabeza filosófica..., pero hay sentido artístico.
—Está bien—dijeron todos.
Gamboa se rió, porque Ronchi le conocía y obraba sobre seguro.
—A ver Aviraneta. Aviraneta debe tener una cabeza curiosa para un frenólogo—indicó Gamboa.
—¡Aviraneta! ¡Aviraneta!—dijeron todos.
—Vaya, señores, no hay que impacientarse—repuso don Eugenio, y se acercó a Ronchi.
Ronchi le saludó y le cogió la cabeza entre las dos manos.
—Señores—dijo el napolitano—. Esta es una cabeza.
Todo el mundo se echó a reír.
—No hay que reírse—replicó él con un ademán de charlatán que habla en la plaza pública—. Yo ruego al respetable público que la examine con detención. ¿Qué vemos en este cráneo, señores? Primero, mirad este abombamiento de las sienes. ¿Qué significa este signo? Este signo signi[127]fica, señores, el valor, el valor personal, que está acusadísimo en este cráneo. Ahora, reparad en esta prominencia que hay encima de la oreja. Este signo es el signo de la crueldad y de la inclinación sanguinaria. Este caballero que posee este cráneo es un hombre cruel y sanguinario. Ahora ved el abultamiento que hay delante del oído: es la señal de la astucia y de la malicia; observad lo alta que es la cabeza: indicio de firmeza de carácter, y lo señalada que está la línea del orgullo. En lo demás, vulgar, completamente vulgar; el sentido del amor, de la amistad y del afecto, sin relieve; el sentido poético y religioso, nulo. Esta no es una cabeza filosófica, no es una cabeza artística, este es un condottiere... En fin, caballero—concluyó diciendo el napolitano inclinándose de una manera ceremoniosa y bufonesca ante Aviraneta—, craneoscópicamente es usted un hombre peligroso.
Aviraneta correspondió a la reverencia y dijo:
—Eso dice también Zea Bermúdez, pero yo no lo creo.
Se miraron unos a otros riendo de la alusión política de Aviraneta, que se sabía que estaba perseguido.
Se abandonó la craneoscopia, que a algunos no hacía gracia, sin duda porque la encontraban derivaciones antirreligiosas, y se habló de cuestiones del momento.
—¿Saben ustedes el epitafio que se ha hecho a Fernando VII?—preguntó el cura Mansilla.
—No.
—Pues oíganlo ustedes. Es breve y compendioso:
Este epitafio, recitado por un eclesiástico, se aplaudió estrepitosamente y escandalizó a Chamizo. Días antes, una cosa así hubiera hecho temblar a todo el mundo.
Acababan de recitar estos versos, cuando entraron en el comedor de casa de doña Celia dos oficiales jóvenes, Ramón Narváez, vestido de paisano, y Fernandito Muñoz, con uniforme de guardia de Corps.
La señora de la casa estuvo muy amable con los dos, sobre todo con el segundo. Pasaron todos a un saloncito a fumar y a charlar, y a la una de la noche se fueron los invitados a la calle.
Hacía una noche soberbia y fueron juntos hablando Aviraneta, Gamboa, Tilly, el capitán Del Brío y Chamizo.
—¿Saben ustedes lo de Fernandito Muñoz?—preguntó Gamboa.
—No. ¿Qué pasa?
—Que la reina está loca por él.
Del Brío soltó una blasfemia.
—¡Qué zuerte!—exclamó con su acento andaluz—. Eze llega a general.
—Si no llega a rey—repuso Tilly.
—Y aquí, en confianza. ¿Qué clase de mujer es María Cristina? ¿Ustedes la conocen de cerca?—preguntó Aviraneta.
—Yo he hablado una vez con ella—dijo Tilly.
—¿Y qué le ha parecido a usted?
—Pues es una mujer guapetona; pero no tiene ninguna majestad. Habla de una manera afectada, pensando mucho lo que dice, y parece que está representando un papel.
—A mí me ha parecido una mujer basta, ordinaria—aseguró Gamboa con cierta saña—, una tía de estas a las que les gustan los hombres guapos.
—Una mujer caliente de corazón—agregó Tilly.
—Sí, es el tipo de la italiana gorda, fondona, un poco abandonada, que se pasaría la mayor parte de la vida en la mesa y en la cama.
—¿Pero al menos es inteligente?—preguntó Aviraneta.
—Poca cosa.
—¿Y liberal?
—Nada, absolutamente nada. Es liberal por fuerza.
—Pues sí que es un encanto nuestra excelsa Cristina—dijo Aviraneta.
—A nosotros los liberales nos conviene pintarla como una mujer ideal—dijo Tilly—; si no lo es, peor para ella.
—¿Y su hermana Luisa Carlota?
—Yo creo que es por el estilo—contestó Tilly—, quizá más enérgica, más ambiciosa.
—¿Y el infante don Francisco?
—Eze ez un calsonasos—dijo Del Brío.
—No lo creo yo así—replicó Gamboa—; a mí me parece que no es tan tonto como dicen, y creo, además, que es un liberal de verdad.
Se pasó revista a los comensales de la cena.
—¿Zerá sierto que el coronel Rivero tiene un proseso por azezinato?—preguntó Del Brío.
—No estoy enterado—contestó Gamboa—. Ya sé que ha tenido una causa, pero creí que era algo militar.
—¿No conocen ustedes la historia?—preguntó Aviraneta—. ¿No? Pues la cosa pasó en Cádiz, en mil ochocientos treinta y uno. Rivero estaba allí de comandante y tenía todo el regimiento comprometido para sublevarse con Torrijos. Los conspiradores se reunían en la logia. El día señalado, al anochecer, va Rivero a la logia y se encuentra con varios oficiales comprometidos, que le dicen que se ha presentado allí el brigadier don Antonio del Hierro y Oliver, con su ayudante, y que va a volver por la noche. Rivero y sus amigos parlamentan y preparan una emboscada, y a la mañana siguiente aparece en la calle el brigadier muerto de cuatro tiros, y a pocos pasos de él, un zapatero de la vecindad también muerto. La justicia toma el asunto con frialdad y la mujer de Hierro, que era una mujer de pelo en pecho, jura denunciar a los conspiradores enemigos de su marido, arma un zafarrancho en el cuartel, hace que prendan a cinco o seis, y, mientrastanto, un sargento comprometido se escapa con la doncella del brigadier, con la caja del regimiento y con una maleta de documentos comprometedores.
—¿Y no lo pescaron?—preguntó uno.
—¡Ca! Ahora está en París hecho un personaje, de empresario de teatros, camino de tener millones.
—¡Qué zuerte!—volvió a decir Del Brío.
—¿Y de Narváez?¿Qué se sabe?—preguntó Aviraneta—. Estaba pendiente de purificación.
—Lo han nombrado capitán del regimiento de la Princesa, del cuarto de línea—dijo Gamboa.
—Es un hombre de porvenir—exclamó Aviraneta—, tiene mucha fibra y es un liberal entusiasta.
—No quiero nada con él—repuso Del Brío.
—¿Pues?
—Ez un bárbaro zin formaz de ninguna claze. Eztaba yo de guarnisión en Granada y zolíamos ir a jugar a un casino muchos oficialez y algunoz paizanos, entre elloz uno de los jefes de los realiztaz. Una noche llevaba yo la banca y eztaba Narváez a mi lado. Yo perdía ciento veinte duroz, y Narváez, aproximadamente, otroz tantos. En ezto entra el jefe de los realiztaz de la siudad, se acerca, zaca una bolsa verde llena y la pone en la meza. Narváez coge la bolsa verde, la tira al aire y dice: «Donde eztoy yo no apuntan los realistas». Zalimoz de ella a palos. Ya ven ustedes. ¡Qué tendrá que ver el juego con la política! Eze Narváez ez un salvaje.
Pasando revista a los demás comensales se habló del napolitano Ronchi.
Tilly conocía su historia.
—La vida de ese tipo es una novela—dijo—. Es un lazzaroni de Nápoles, hijo de un prendero, creo que judío. Salió de su tierra y fué a Argel de[132] quincallero. Aquí se transformó en charlatán y llegó a ser el médico de Cámara y del harén de Su Majestad Argelina. El bey parece que una vez le quiso empalar porque rompió un diente a su sultana favorita. De Argel marchó a Tánger, siempre de médico, y vino a Madrid, hace ocho o nueve años, donde puso una tienda de cambio. Quién le metió en Palacio no se sabe; el caso es que Ronchi acompañó a la princesa de Nápoles, novia del infante don Sebastián, a Madrid, y desde esta época tiene una influencia cada vez mayor con la Reina Cristina. Dicen que ha conseguido suplantar en su confianza al barón Antonini, encargado de Negocios del Reino de Nápoles. Ronchi protege a una modista, Teresita Valcárcel, fina como los corales, que entra todos los días en Palacio. Entre ellos y Muñoz están mandando en la Reina Cristina en el momento actual.
Aviraneta, a quien interesaba, sin duda, muchísimo todo esto, hizo más preguntas a Tilly. Gamboa escuchaba la relación con marcado disgusto.
Llegaron a la Puerta del Sol. Para Chamizo era tarde, y se fué a casa pensando en la sociedad abigarrada y extraña que aparecía en Madrid.
Solía pasar Chamizo largas temporadas sin ver a Aviraneta. No andaba con él, porque no quería comprometerse. Don Eugenio le enviaba alguna que otra vez un libro, una botella de vino, o algo de comer, con una carta burlona. También intentó darle dos o tres bromas pesadas.
Una tarde, después de comer, estaba el ex fraile leyendo en su cuarto, cuando entró la patrona, doña Puri, y le dijo:
—Don Venancio.
—¿Qué pasa?
—Que aquí está el señor Bordoncillo, con su secretario.
—No le conozco a ese señor; dígale usted que no estoy.
—Dice que trae una carta de un amigo de usted y que le tiene que hablar de cosas importantes.
—Bueno; pues que pase.
El señor Bordoncillo era un hombre bajito, de unos cincuenta años, melenudo, de bigote y perilla grises, con los ojos un poco bizcos y muy brillantes, el cráneo estrecho y piriforme, la boca sin dientes. Vestía perfectamente andrajoso, unos pantalones llenos de flecos, un chaleco lleno de grasa y un gabán negro lleno de caspa; usaba cuello de camisa grande y mugriento, corbata roja, unas botas destrozadas y un sombrero de copa como un tubo. El secretario era por el estilo de él, pero aún más raído y un tanto jorobado.
El señor Bordoncillo entró en el cuarto de Chamizo, seguido de su secretario. Se sentó en el único sillón con la mayor familiaridad, y se desembozó la bufanda, dejando en el ambiente un olor fuerte a tabaco.
—Lea usted—dijo al ex fraile, y le alargó una carta.
Era ésta de Aviraneta, y decía así:
«Mi querido amigo don Venancio: El dador de la adjunta es el señor Bordoncillo, profesor de obstetricia y de ciencias ocultas. El señor Bordoncillo es hombre eximio, de gran profundidad de ideas, y con el cual yo, por mi incultura, no puedo alternar debidamente. Usted, con sus conocimientos filosóficos e históricos, sabrá comprender a este hombre ilustre, hoy perseguido por enemigos poderosos, y elevarse a la altura de sus lucubraciones. Muy suyo,
Aviraneta.»
[135] Al principio no comprendió el ex fraile que la cosa era broma; pero al poco tiempo de hablar con el señor Bordoncillo vió que se trataba de un iluso, de un chiflado.
—¿Ha leído usted la carta?—le preguntó el hombre mirándole atentamente.
—Sí.
—¿Y qué me contesta usted?
—Nada. ¿Qué quiere usted que le conteste? ¿Por qué dice el señor Aviraneta que es usted profesor de obstetricia?
—Porque lo soy.
—¡Ah! Usted se dedica a asistir a partos.
—Sí, señor; tengo esa noble profesión, que algunos intentan ridiculizar llamándonos comadrones, parteros y otras palabras igualmente absurdas. Mi secretario González es herbolario.
—¿Y trabaja usted?
—Poco, muy poco; pero dejemos esa cuestión. No es como profesor de obstetricia que vengo a visitarle a usted, ni a ofrecerle mis servicios.
—¡Oh! Lo supongo, lo supongo—dijo Chamizo.
El señor Bordoncillo le advirtió que sabía que el ex fraile había abandonado los antros de la superstición, por lo cual le felicitaba; después se acercó a él y le dijo con gran misterio:
—Soy un perseguido. Vea usted cómo me tienen—y abrió el chaleco y le mostró que no llevaba camisa.
—¿Qué le pasa a usted?
—Es muy largo de contar; otro día en que esté en mejor situación de ánimo se lo contaré. Hay poderes, señor mío, que quieren arrebatarme la[136] libertad, arrebatarme el albedrío para hacerme contra mi voluntad consejero de la Corona. Que lo diga mi secretario.
—Es cierto, es cierto—murmuró el secretario.
—¡Pero hombre, eso no es tan malo!—le dijo Chamizo.
—No me entiende usted—dijo Bordoncillo—. ¿Y mi obra? ¿Cómo yo acabo mi obra, si me secuestran, si me monopolizan?
—¿Y qué obra quiere usted hacer? ¿Algún trabajo de obstetricia?
—Un tratado de obstetricia del mundo.
—¿Y cree usted que no tendría usted algún poco de tiempo...?
—Necesito toda la vida, caballero, y aun no basta. Quieren distraerme. Quieren impedirme trabajar. Vivo mal, señor mío. Vivo mal. Estoy a la merced de un Tubal Caín.
—¿Quién es Tubal Caín?—preguntó Chamizo asombrado.
—Es un herrero de la Ronda de Atocha, que es masón y que me desprecia. ¡A mí! ¡Un Tubal Caín! ¡Qué vergüenza para el mundo! Su mujer, a la que yo llamo la ciudadana Minerva, me hace el puchero, un puchero miserable; lo que usted oye; y su criado, a quien yo llamo Ierófilo, me saca la lengua cuando me ve... Así vivo yo. ¡Qué ironía! Me están asesinando. González, mi secretario, lo sabe.
El secretario movió la cabeza gravemente, y cerró los ojos en señal de asentimiento.
—Me han hecho quemar más de diez libras de papel—siguió diciendo el comadrón teósofo.
—¡Diez libras de papel!
—Sí; diez libras de papel escrito por mí. ¡Por mí! Una gnosis, una mística y mi gran obra sobre los Adelfos y los Filadelfos.
—¿Y por qué ha quemado usted eso?
—Para no producir más víctimas. Ya ha habido bastantes. Más de una docena de hombres han muerto por esa cuestión.
El señor González volvió a cerrar los ojos gravemente y a hacer un signo de afirmación.
—¿Tan importante es?—preguntó Chamizo.
—¡Importante! Es la síntesis de toda la filosofía espiritualista. Los descubrimientos de los templarios, de los alumbrados, de los filaletas, de los masones, de los martinistas, de los teofilántropos, de los Rosa-Cruz, de los caballeros Kadosch, todas estas ramas de las ciencias ocultas se condensan en mi sistema filosófico-religioso-social-antropológico-obstétrico. ¿Y qué necesito para desarrollarlo? Papel y un poco de comida y una persona segura que rechace los ofrecimientos de los monarcas que quieran captarme. Nada más. Usted puede ser esta persona. Usted puede asociarse a mi gloria. El señor Aviraneta me ha dicho que usted me cedería su casa. Este cuarto está bien. González podría vivir ahí. Parece que tiene usted algunos libros. ¡Uf!—dijo con desdén—. ¡Literatura latina! ¡Paganismo, paganismo!
Chamizo le dijo que el señor Aviraneta se había equivocado al referirse a él, que no era capaz de rechazar los ofrecimientos del monarca porque estaba comprometido con la reina.
—No me diga usted más, todo lo comprendo[138]—dijo el señor Bordoncillo con una risa sardónica—. Está usted también vendido al Becerro de Oro. No me diga usted más, todo lo comprendo; pero para que vea usted quién soy, vea usted y tiemble.
Y el señor Bordoncillo sacó un cartel de cartón de debajo del abrigo, con unas letras que decían
V G M C K,
y se lo colgó en el cuello. Luego sacó una cinta de tres colores, azul, amarillo y verde, y se la puso en el pecho.
—Ya me comprende usted—dijo tocando la cinta con el índice, adornado por una uña con ribete perfectamente negro—; azul el cielo, amarillo el sol, verde la tierra—luego el comadrón teósofo se llevó la mano a la garganta e hizo—: ¡Aj..., aj...!—como si se le hubiera metido una espina y no pudiera sacarla.
—Sí, sí; supongo que le comprendo a usted, pero yo nada puedo hacer por usted—repitió Chamizo.
—¿Nada?
—Nada.
—¡Oh Jacobo Boeme! ¡Oh Cagliostro! ¡Oh Swedenborg! ¡Oh Martínez Pascualis! ¡Oh Saint-Martin, el filósofo desconocido! ¡Ved cómo tratan al filósofo mayor de todos los tiempos! González, usted será testigo de esta ofensa.
—¡Hombre! Yo no creo que le he ofendido a usted en nada—exclamó Chamizo.
—No me ha ofendido este falso hermano.[139] ¿Cómo me va a ofender él a mí? ¡El a mí! Imposible. ¡A mí, iniciado en los misterios de Eleusis, en los misterios de Isis! No, González, no me puede ofender un Chamizo. No, González. Un Chamizo no me puede ofender. Yo soy caballero de la Orden de la Apocalipsis, gran maestre de la del Diamante, venerable de los Invisibles, caballero del León y de la Serpiente. Yo pertenezco al rito de los Perfectos iniciados de Egipto, a la Sociedad Alpha y Omega, a la Orden de la Medusa y de Melusina, a los caballeros de la Pura Verdad y de la Manzana Verde. Yo soy del rito sofisiano, del Escorpión Azul, del Cocodrilo Rosa, de la Serpiente Blanca; soy de los adoradores de Mitra, de los caballeros de Astarté, de los Magos de la torre astronómica de Babilonia, de los elegidos de Hiram y de la desembocadura del Nilo. ¿Y me pregunta si me ha ofendido, González? No. González, no. La gente vulgar no me puede ofender.
—Está bien. Me está usted molestando con sus tonterías. ¡Váyase usted!
—¿Me echa?
—Sí: váyase usted.
—Yo soy un sublime perfecto—exclamó el comadrón, irguiéndose sobre las puntas de los pies.
—A mí me parece usted un perfecto majadero. ¡A la calle!
—¿A la calle? ¡Me dice a mí a la calle, González!
—Sí; le digo a usted, a la calle.
—Me vengaré, González. Me vengaré—gritó el señor Bordoncillo—. Blandiré la gleba y la palanca. Yo tomaré el compás y administraré justicia.[140] ¡Tiemble usted, señor Chamizo! ¡Tiemble usted! Tengo en mis manos las fuerzas ocultas de la Naturaleza...
Mientras el señor Bordoncillo seguía diciendo fantasías, Chamizo les fué llevando a él y a su secretario por el corredor de la casa de doña Puri hasta la puerta de la escalera; abrió y les echó fuera.
Cuando Chamizo le vió por primera vez a Aviraneta, le dijo que no le mandara gente como el comadrón-teósofo, porque alborotaba toda la casa y le desacreditaba.
—¡Pero, hombre, un personaje tan pintoresco! Yo creí que le divertiría a usted.
Aviraneta se rió mucho cuando le contó lo ocurrido y prometió no enviarle ningún otro personaje por el estilo.
El verano de 1833 fué de grandes agitaciones y jaleos populares. Aviraneta, según dijo, estuvo perseguido por la policía; don Bartolomé José Gallardo y sus amigos anduvieron también escondidos; se gritó muchas veces «¡Abajo el Ministerio!»; se repartieron palos entre carlistas y cristinos y comenzaron las noticias de las sublevaciones a favor de Don Carlos, dirigidas por el Cura Merino, el Locho, don Santos Ladrón y otros mil. Toda España ardía de un costado a otro.
En otoño del mismo año los madrileños presenciaron el desarme de los voluntarios realistas en la plaza de la Leña, en donde se lucieron el coronel Bassa y el capitán Narváez. El que, según la voz popular, tomó parte en el desarme de los voluntarios fué Luis Candelas, el ladrón, poco antes escapado de la cárcel de Segovia. Candelas iba sustituyendo a José María, el Tempranillo, en la curiosidad y en la admiración de la gente del pue[142]blo desde que el bandido andaluz se había acogido a indulto.
Aviraneta conocía a Candelas y un día se lo mostró a Chamizo en la calle.
Don Eugenio debió de hacer por entonces alguna maniobra con la policía de Zea, porque comenzó de nuevo a mostrarse en público. Había vuelto a su casa de la calle del Lobo y nadie se metía con él. Chamizo seguía con sus traducciones y otros trabajos.
A mediados de noviembre la marejada política aumentó; todos los días había tiros, palos, gritos de «¡Viva la Constitución!» «¡Muera Zea!» «¡Mueran los frailes!»
Los carlistas decían que el triunfo lo consideraban como seguro, que todos los aristócratas, los empleados de Palacio y los alabarderos eran suyos; que Luis Felipe iba a reconocer a Don Carlos; en fin, cantaban victoria. Los liberales aseguraban que de un día a otro se proclamaría la Constitución de 1812; que lord Villiers, el nuevo embajador de Inglaterra, partidario acérrimo de los liberales, sostenía al Gobierno, y que, en breve, podrían entrar en España Mina, Méndez Vigo, don Francisco Valdés, Mendizábal...
Había detalles cómicos. En las tabernas de los Barrios Bajos se hablaba de que el fantasma de Fernando VII aparecía en El Escorial en paños menores, y todo el mundo tomaba la noticia a chacota y servía la farsa para denigrar al difunto rey.
El Café Nuevo, de la calle de Alcalá, era un hervidero; solía estar aquello al rojo blanco.
Un día de a mediados de noviembre, Gallardo convidó a Chamizo a comer a la fonda de Perona, en agradecimiento de haberle encontrado el ex fraile un volumen raro que hacía tiempo andaba buscando el bibliófilo. Al entrar en la fonda se encontraron allí a Paquito Gamboa, al capitán Nogueras y a Aviraneta, que comían en compañía de un joven desconocido.
—¡Hola, Viborilla; no, Aviranetilla!—le dijo Gallardo.
—¡Hola, Gallardete!—le contestó Aviraneta—, ¿qué tal va esa bilis de bibliófilo?
—Bien. Y ese veneno de intrigante, ¿cómo marcha?
—Así, así.
Aviraneta y Gallardo se dedicaban con frecuencia a insultarse y a morderse. Gallardo recurría en sus sátiras a la erudición; pero era un recurso que no siempre daba resultado, porque con frecuencia sus alusiones no se entendían.
Después de comer se acercaron Gallardo y Chamizo a la mesa de Aviraneta y tomaron café juntos. Gallardo habló prodigando los fuegos artificiales de su conversación.
El joven desconocido que estaba con ellos era un hombre de unos veinticinco años, chato, de barba negra y con un aire extraño y decidido.
Desde que se acercaron Gallardo y Chamizo el joven no habló, y poco después se levantó y se marchó, dando la mano a los militares y a Aviraneta y haciendo a Gallardo y a Chamizo una ligera inclinación de cabeza.
—¿Quién es?—preguntó Gallardo.
—Es un fraile.
—¡Bah!
—Como lo oye usted. Es un fraile liberal que ha venido a vernos de parte de nuestros amigos isabelinos de Barcelona.
—Y, ¿cómo se fía usted de los frailes?—preguntó el bibliófilo.
—Amigo don Bartolo. Esto me demuestra que no ha sido usted mas que un conspirador de camama—dijo Aviraneta.
—¡Aviranetilla! ¡Aviranetilla! ¡Qué malo es este condenado! ¿Por qué dice usted eso?
—Porque si hubiera usted conspirado de verdad, sabría usted que no hay elementos mejores para la conspiración que los frailes. En la guerra de la Independencia casi todos los movimientos los prepararon los frailes; antes de la revolución de Cabezas de San Juan, uno de los agentes liberales más activos fué un fraile carmelita, el padre Mata, que había estado en Londres con Mina y recorrió todas las ciudades de España donde había logias montado en un caballo normando; la restauración de mil ochocientos veintitrés la hicieron los frailes; en Méjico he conspirado con su ayuda y aquí sigo viendo que todavía es la gente de más arrestos.
—Bien, yo no me fiaría de ellos. Este mismo tiene un aire solapado y una mirada falsa.
—El fraile, como todo, tiene su especialidad—replicó Aviraneta con sorna—; yo no le confiaría a éste una mujer guapa, ni una viuda, no; pero para una conspiración esta gente es irremplazable.
—Sí, sí; fíese usted.
El bibliófilo hablaba así, principalmente, por despecho, por ver que el fraile no había prestado oídos a su charla.
En esto entraron en la fonda unos cuantos jóvenes escritores que iban capitaneados por Espronceda y por Larra. Llegaron hablando alto. Un periodista calvo, barbudo, que malgastaba su ingenio acre en charlar en los cafés, saludó a Aviraneta y a Gallardo.
—¿Hay cuchipanda romántica?—le dijo con sorna Gallardo.
—Sí; pensamos comer, en vez de cabeza de cerdo, cabeza de clásico.
Salieron de la fonda y Paquito Gamboa acompañó a Chamizo hasta su casa.
Al llegar al portal le dijo:
—¿Le puedo considerar a usted como aliado, amigo don Venancio?
—¿Aliado? Según para qué.
—Para una empresa política.
—Hombre, ya sabe usted que yo no soy político.
—No importa. Yo le explicaré a usted el asunto. Si acepta, entra en la combinación, y si no, me da usted palabra de guardar el secreto por lo menos durante un mes.
—Está dada, y si quiere usted, durante un año. Subamos a mi cuarto y hablaremos con libertad.
Subieron a la habitación del ex claustrado, que estaba llena de libros viejos, de estampas y de papeles.
—Cómo se nota aquí al sabio don Venancio—dijo Gamboa.
—¡Bah! Ríase usted. El sabio no necesita de tanto papel. Esto es un vicio.
Chamizo desocupó el sillón, lleno de libros, para que se sentara Gamboa, y él se sentó en la cama.
—¿Usted no ha oído hablar de una intriga palaciega, de la cual es el centro el infante don Francisco?—preguntó Gamboa.
—No.
—Pues varios caballeros y damas de Palacio han tenido la idea de asociar a la infanta Luisa Carlota y a su marido don Francisco a la regencia de España.
—¿Y para qué? ¿Con qué objeto?—preguntó Chamizo.
—El motivo principal es que la reina está enamorada de Muñoz.
—Eso se dice.
—Se dice y es verdad. Para este caso se ha pensado en una regencia triple. La cosa no tiene nada de absurda.
—No, no.
—La infanta Luisa Carlota y su marido, que saben por Celia y por mí la influencia que va teniendo Aviraneta entre la juventud, van a llamarlo un día de estos para hablar con él.
—¿Pero Aviraneta tiene verdadera influencia?—preguntó Chamizo.
—Sí; sí la tiene. Ahora está proyectando una sociedad de partidarios de Isabel II, no sé en qué forma. Yo quisiera que usted intentase convencer[149] a don Eugenio de que la solución de la triple regencia, la reina con los dos infantes, no es tan ilógica como a primera vista parece.
—Bueno, probaré.
—Lo tendremos en cuenta. Vaya usted mañana a comer con nosotros a casa de Celia. Puede usted ir allí cuando quiera. Es necesario que nos unamos las personas discretas. Yo hablaré al infante don Francisco a ver si puede darle a usted un empleo.
Dejándole halagado por esta dulce esperanza, se marchó Gamboa. Al día siguiente, Chamizo fué a comer a casa de Celia, y ella le conquistó y le hizo prometer que seguiría sus consejos, con lo cual no le iría mal.
Unos días después de la muerte del rey, el padre Mansilla apareció en la Casa del Jardín a visitar a su amigo Tilly.
—Se ha presentado en mi casa un médico, el doctor Torrecilla, con una pretensión bastante rara—le dijo.
—¿Cuál es?
—Este señor es conocido de doña Celia y quiere saber dónde vive Aviraneta, para hablar con él.
—¿Y cómo se ha dirigido a usted?
—Por doña Celia. Este Torrecilla me ha dicho que hay una persona importante, que ha venido del extranjero, que quiere conferenciar con Aviraneta. ¿Usted sabe dónde vive don Eugenio?
—No; pero lo averiguaré en seguida.
—¿Usted se encarga entonces de la gestión?
—Sí; yo me encargaré, sin ningún inconveniente.
Tilly fué a buscar al capitán Nogueras y averiguó que Aviraneta estaba viviendo en una casa de huéspedes de la calle de Segovia. Inmediatamente fué a ver al doctor Torrecilla a su casa.
—Me han avisado que usted quiere ver a Aviraneta—le dijo—. Como Aviraneta está hoy perseguido, si usted quiere decirme de qué se trata...
—Se va a perder tiempo—interrumpió el doctor Torrecilla—. Soy amigo de Eugenio, estoy al tanto de sus trabajos y tengo un encargo urgente para él.
—¿No quiere usted que le diga concretamente de qué se trata?
—Sí; vale más que se lo diga usted, porque si no vamos a tardar mucho tiempo en idas y venidas. Se trata de que el conde de Toreno está en Madrid. Yo le he visitado porque está enfermo de tercianas. El conde quiere ver a Aviraneta y hablar con él.
—Bueno, yo se lo diré. ¿Adónde le tengo que traer la contestación; aquí, a su casa?
—Mire usted, yo, por mi profesión, no tengo tiempo disponible. El conde está en una humilde casa de huéspedes del callejón del Gato, número 6, piso segundo; sé hace llamar por su nombre y su primer apellido, José Queipo. Si Aviraneta quiere ir a verle, que vaya; si pone algún inconveniente, usted se presenta al conde y le dice: «Vengo de parte del doctor Torrecilla con este recado de Aviraneta». ¿Estamos?
—Muy bien.
Fué Tilly a la calle de Segovia y se lo encontró a Aviraneta en un quinto piso haciendo listas de afiliados a la Isabelina, de Madrid y de provincias. Le contó lo que había pasado y cómo Toreno quería tener una entrevista con él.
—¿Usted va a ser el encargado de la negociación, querido Uno?
—Sí.
—Pues dígale usted al conde que yo, particularmente, no puedo pactar con él, porque estoy ligado con otras seis personas que forman el Directorio Isabelino. Pregúntele a Toreno si me autoriza para que cite su nombre a nuestra Junta, y mándeme usted en seguida la contestación. En caso afirmativo, vaya usted a la librería de viejo de la calle de la Paz, y al chiquillo de la librería le dice usted: «Vete a casa de don Eugenio y dile que sí». En caso negativo, nada.
—Está bien, amigo Tres.
Fué Tilly al callejón del Gato y entró en un portal obscuro y húmedo. Subió por una escalera sombría y llamó en el piso segundo. Preguntó por el señor Queipo y le pasaron a un gabinete pequeño, que tenía en el fondo una alcoba con puertas con cortinillas. Tilly pensó que desde allí le estaban observando. Efectivamente, se abrieron aquellas puertas y aparecieron el conde de Toreno, el doctor Torrecilla y un amigo de los dos, don Mariano Valero Arteta.
El conde era un hombre más bien feo que guapo, abotagado, rojizo. Tenía una mirada brillante y audaz; vestía con mucho atildamiento, como un completo dandy, y hablaba un castellano en el que se traslucía el asturiano y al acostumbrado a vivir en Francia.
—Este señor—dijo el doctor Torrecilla al conde—es el que ha quedado encargado de avistarse con Aviraneta.
—¿Qué le ha dicho a usted?—preguntó el conde con viveza.
—Me ha indicado—dijo Tilly—que él no puede hacer nada solo y que quiere saber si usted le da autorización para comunicar sus ofrecimientos al Directorio Isabelino.
—Bien; no tengo inconveniente en que exponga mis ofrecimientos a los demás miembros de su Sociedad, pero sin compromiso para ellos de ninguna clase; hubiera deseado tener una conferencia con alguno de los jefes isabelinos.
—Se lo diré a Aviraneta—indicó Tilly.
—Mi objeto en esta conferencia se reducía a ofrecer mis servicios a la asociación, al paso que podría ilustrarles con los antecedentes que he adquirido en París relativos a la marcha absolutista que piensa seguir el Ministerio Zea.
Don Mariano Valero instó a Tilly para que dijese a Aviraneta que el conde de Toreno estaba animado de los mejores sentimientos y resuelto a arrostrar toda clase de peligros, a fin de lograr que se dotase al país de una Constitución lo más liberal posible.
Al marcharse Tilly, el conde de Toreno preguntó con gran interés a Valero por él.
—¿Quién es este joven?—le dijo.
—No le conozco apenas—contestó Valero.
—¡Qué tipo más distinguido! Este hombre hará carrera.
Tilly salió del callejón del Gato, fué a la calle de la Paz, a la librería de viejo del señor Martín, y le dijo a Bartolillo:
—Vete a casa de don Eugenio y dile que sí.
Unos días después Aviraneta contó a Tilly el resultado de la negociación, que fué negativo.
Aviraneta congregó a sus consejeros, y, al parecer, todos estuvieron contentos en rechazar a Toreno.
Olavarría aseguró que el conde venía de París arruinado por negocios bursátiles y que no traía otro plan que el de buscar un asidero cualquiera.
—Si fuera hombre de fiar—parece que dijo—, él con los elementos con que contamos haría la revolución; pero corremos el peligro de servirle de escabel para alcanzar el ministerio, y que cuando no nos necesite nos pegue un puntapié. Toreno es hombre astuto y nos dominará.
Romero Alpuente afirmó que si se aceptaban los ofrecimientos del conde, él se retiraría de la Junta. Según él, Toreno venía a España, como enviado de Luis Felipe, a embrollar la política española, pues el monarca francés había perdido con Fernando VII el mejor aliado con que contaba, y temía que se realizase en España una revolución radical que hiciese renacer el fuego de las cenizas del republicanismo francés, que acababa por entonces de sofocar en su país.
Flórez Estrada se expresó de idéntica manera. Aviraneta fué el único que dijo que creía que no era prudente rechazar los ofrecimientos de un hombre de tanta importancia. Aviraneta escribió a Torrecilla dándole la negativa. Toreno no la echó en saco roto, y guardó gran rencor a Aviraneta.
El mismo día Toreno salía desterrado para Asturias por orden de Zea Bermúdez.
El padre Mansilla subía en sus relaciones e iba escalando la alta sociedad. El confesonario le servía de mucho. No descuidaba tampoco la oratoria. Había adoptado en sus sermones una manera insinuante, casuística, que le daba gran éxito.
Casi todos los días Mansilla tenía largas conferencias con Tilly, y presentaba a su amigo en las casas más importantes, sobre todo en aquellas que tomaban un matiz liberal.
Una mañana les mandó aviso Aviraneta de que por la tarde iría a visitarles a la Casa del Jardín.
Mansilla y Tilly le recibieron amablemente, y constituyeron en broma el primer Triángulo del Centro.
—¿Qué hay, Tres?—dijo Tilly.
—Vengo a ver si me sacan ustedes de una duda, ustedes que frecuentan la alta sociedad.
—Vamos a ver...
—Creo que les dije hace tiempo que un tal[158] Maestre nos trajo para la Isabelina unas listas de los comprometidos en un movimiento liberal anterior.
—Sí.
—Pues bien; por estas listas venimos a ponernos en relación en Cataluña con un fraile, el padre Puch o Puig, a quien le conocen por el nombre del Dominico de Vich. El tal dominico, según parece, goza de gran prestigio, y ha organizado un Directorio Isabelino rapidísimamente en Barcelona. Tiene ya cinco o seis mil hombres afiliados.
—¿Tantos?
—Sí; eso dice. El Directorio barcelonés se muestra lleno de impaciencia, y quiere que se apresure el levantamiento liberal. Ha escrito ya varias comunicaciones, y ayer se recibió una carta cifrada del Directorio, en la que se nos dice que tardamos mucho en Madrid en organizar nuestros trabajos, y que ellos se han puesto al habla con un miembro de la familia real, con un Borbón que se compromete a marchar al frente de los revolucionarios y acabar con los manejos carlistas. Añade el escrito que en el primer correo sale un comisionado del Directorio de Barcelona a ponerse al habla con nosotros. Yo me he quedado asombrado pensando qué persona real puede ser... He leído la carta a los demás y se han quedado en ayunas, como yo.
—¿Nadie ha sospechado nada?—preguntó Tilly sonriendo.
—Nadie. ¿Es que usted sabe algo?
—Sí; creo que Dos también lo sabe. ¿Verdad?
---Sí, también—dijo Mansilla.
—¿Y quién es ese personaje que va a aliarse con los revolucionarios?
—El infante don Francisco.
—¿Está usted seguro?
—Segurísimo.
—¿Pero no es un hombre negado?
—¿Hombre, eso qué importa? Carlos III fué un buen rey, y era un tonto.
-¿Y qué pretende don Francisco?
—Ser el regente. Muchos cristinos lo saben ya, comenzando por Zea Bermúdez, que sospecha la intención.
—Me deja usted asombrado. ¡Qué malos informes tenemos! Es la desdicha de España, de que no se puede hacer nada mas que con carcamales. Si yo hubiera podido hacer solo la Isabelina hubiese hecho otra cosa con gente joven...
—Hemos hecho el Triángulo del Centro—dijo Tilly—, y esto marchará.
—El número Uno y Dos van a dejar pronto atrás al número Tres—replicó Aviraneta.
—Pero no le abandonaremos—replicó Mansilla.
—¿Y a ustedes qué les parece que debía hacer la Isabelina con relación al infante don Francisco?
—Yo, como usted, me pondría de acuerdo con el infante—dijo Tilly.
—Creo lo mismo—agregó Mansilla.
—No va a ser posible—replicó Aviraneta—. Mis gentes no aceptan. Les parecerá un contubernio, y desde el momento que encuentren una palabreja de estas no saldrán de ahí. No discurren. Romero Alpuente dirá unas cuantas frases a estilo de Robespierre, y se acabó...
—Yo intentaría convencerles. Si no se puede, entablaría relaciones subterráneas.
—Lo averiguarán.
—No; usted es bastante inteligente para dorarles la píldora.
—¡Hum! ¡Qué sé yo!
—Ya sabe usted lo que decía madame Pompadour.
—No sé lo que decía.
—Que todo el secreto de la política consiste en mentir a tiempo.
—Es que el ambiente es tan pequeño...
—Pues yo me inclino hacia ese lado—dijo Tilly—. El conde de Parcent, que hace de cabeza de ese partido, trata de atraerme a su bando, y yo me dejo conquistar. Creo que no vulnero con eso mi pacto con el Triángulo del Centro.
—De ningún modo—repuso Aviraneta—; está usted en su derecho. ¿Y usted, Mansilla?
—Mi política es ser amigo personal de esos señores y no ser partidario de ninguno.
—Muy bien—murmuró Aviraneta—. ¿Si se enteran ustedes de algo me lo dirán en seguida?
—Sí. No tenga usted cuidado.
—Yo les comunicaré lo que acuerden los míos.
Dos días después volvió Aviraneta a la Casa del Jardín y se encontró solo con Tilly.
—¿Sabe usted algo?—preguntó Aviraneta.
—Que son ellos. Parcent tiene relaciones con los isabelinos de Barcelona. Su secretario, un capitán, De los Ríos, anda reclutando gente.
—¿Qué pretenden?
—La pretensión es muy sencilla, y hasta lógi[161]ca. Quieren constituír una Regencia Triple con María Cristina, la infanta Luisa Carlota y don Francisco.
—Pero, ¿con qué objeto? ¿Por qué motivo?
—Hombre, motivos hay muchos; pero el principal es que la Reina Cristina está enamorada hasta las cachas de Muñoz. Ya no es una reina ni una señora distinguida, es una mujer desatada, una hembra en celo.
—Yo creí que era un devaneo propio de esta familia de Borbón, que es un tanto rijosa.
—¡Ca! Es una cosa seria... Es el amor de una mujer de treinta años, napolitana y ardiente, que ha estado casada con un hombre viejo, impotente y gotoso.
—Como subraya usted, amigo Uno.
—Si la cosa va como parece, todo hace creer que el descrédito de María Cristina va a ser enorme. ¡El hijo del estanquero de Tarancón y de la tía Eusebia en la alcoba de la reina! La cosa es fuerte. Para impedir el descrédito se ha pensado en esta solución de la Regencia Triple, y si Cristina se enmuñozase de tal manera que perdiera todo el prestigio personal, entonces se intentaría sustituírla completamente en la Regencia por la infanta Luisa Carlota.
—Todo esto que me dice usted es nuevo para mí—dijo Aviraneta—. ¿Usted cree de verdad en los amores de Cristina?
—Sí, sí; es un hecho. Pregúnteselo usted a Fidalgo. Todas las camaristas lo saben. El otro día le vieron a Muñoz con un brillante gordo en la pechera; era de los que usaba Fernando VII.
—¿Y esto empezó antes o después de la muerte del marido?
—Yo creo que antes. Ahí han andado en el lío la modista Teresita Valcárcel, la querida de Ronchi, y otra muchacha camarista, Mari-Juana, que está enredada con Colasito Franco, que es un guardia de Corps, amigo de Muñoz. La reina ha andado rondándole a Muñoz.
—Hemos vuelto a los tiempos de María Luisa.
—Sí; nos gobernarán, como entonces, una reina italiana y un guardia de Corps. Veremos a ver qué sale de eso.
—Usted, Tilly, no suelte el hilo de la intriga. Estamos en un momento muy interesante.
—No tenga usted cuidado.
Seis o siete días después estaba el padre Chamizo en casa de doña Celia, cuando se presentó un palaciego amigo de don Narciso Ruiz de Herrera, un tal García Alonso, y dijo:
—Ahora acabo de dejar a Eugenio Aviraneta, después de llevarle a Palacio a presencia de los infantes.
—¿Qué ha pasado?
—Pues siguiendo las instrucciones de Sus Altezas me avisté con el capitán Nogueras y le dije que necesitaba verme con Aviraneta. Puso el capitán algunos obstáculos, pero, por último, me dijo que le encontraría en su misma casa, a las tres de la tarde. Volví a esta hora, le expliqué de qué se trataba; me pidió un plazo de veinticuatro horas para consultarlo con sus amigos, y hoy he estado de nuevo en casa de Nogueras y en una berlina particular he llevado a don Eugenio a Palacio.
—¿Y qué ha ocurrido allí?
—Nada de extraordinario. Aviraneta y yo hemos sido introducidos en el saloncito pequeño dorado. Doña Carlota y don Francisco estaban arrimados a la chimenea, en donde ardía una hermosa llama. Después de la correspondiente presentación y frases de rúbrica, el infante, con su aire sencillo y franco, le preguntó:
—¿Conque tú eres Aviraneta?
---Para servir a Su Alteza.
---Tienes una fama de conspirador terrible.
—Son habladurías de por ahí.
—Ya sé que trabajas mucho en favor de mi sobrina Isabel.
—Hago lo que puedo, como súbdito que soy de Su Majestad.
—¿Tienes muchos compañeros que te ayuden?
—Bastantes.
—Son gentes decididas, según me han dicho.
—Sí. Es gente de corazón.
Aquí se mezcló la infanta con su aire enérgico y decidido.
—¿Cuántos sois en Madrid? ¿Más de mil?
—Más de mil... Pronto llegaremos a cinco mil.
—¿Trabajáis también en Barcelona?
—En Barcelona y en otras ciudades de España.
—¿Por qué trabajáis y para quién?
—Trabajamos para asegurar la libertad en España y a favor de la Reina Isabel.
—¿Y de nadie más?
—De nadie más. De la Reina abajo, por nadie.
—Me habían informado mal. ¿Estáis satisfechos de Zea Bermúdez?
—No, señora; lo tenemos por un absolutista.
—Sabrás—dijo la infanta—que en Cataluña se está formando un partido numeroso contra Zea para derribarlo del Poder y establecer una Regencia que gobierne la monarquía durante la menor edad de mi sobrina Isabel. ¿Tus amigos de Barcelona piensan secundar este plan?
—Señora: mis amigos de Barcelona se han organizado y preparado para desbaratar las intrigas carlistas. No creo que entre ellos haya nadie que intente trabajar en favor de una Regencia.
—Pues, no lo dudes—replicó la infanta con viveza—; tus amigos serán acaso los primeros en proclamarla.
Después hablaron en voz baja y no llegó hasta mí su conversación. Luego oí de nuevo que decía la infanta:
—Nosotros desearíamos que pasases a Barcelona y con tu influencia activaras los planes y deseos de aquellas gentes, y que la cosa se hiciese sin mucho ruido ni efusión de sangre.
—Doy a Vuestra Alteza las gracias—contestó Aviraneta—por la confianza que tiene en mí; pero debo manifestarle que estoy unido con otras personas y que tengo que consultar con ellas.
—Nos despedimos de los infantes—concluyó diciendo García Alonso—, bajamos a la plaza de Oriente, tomamos la berlina y le dejé a Aviraneta en la Puerta del Sol.
—¿Y eso ha sido todo?
—Eso ha sido todo.
Esta relación dió a Chamizo, a doña Celia y a Gamboa una porción de datos desconocidos. Aviraneta había formado una Sociedad con más de[166] cinco mil asociados en Madrid y con ramificaciones en provincias. Había varios directores y él.
Se hicieron comentarios acerca de la actitud de Aviraneta, temiendo que éste y sus amigos intentasen acercarse a María Cristina para instruírla del insidioso plan de Regencia preconizado por los infantes, plan que a la Reina, probablemente, no podría hacer mucha gracia.
A los tres o cuatro días, Paquito Gamboa dijo a Chamizo que ya se había aclarado el misterio de la Sociedad de Aviraneta. Se llamaba la Confederación de los Isabelinos o Isabelina, y tenía un Directorio formado por Calvo de Rozas, Palafox, Flórez Estrada, Romero Alpuente, Beraza, Juan Olavarría y Aviraneta. Cada uno era jefe de una sección especial. La organización militar no se conocía bien. Se sabía que la fuerza estaba dirigida por el general Palafox y tenía sus legiones y sus centurias. A juzgar por la forma de estar constituída, la Isabelina era una Sociedad carbonaria.
—La cosa es más seria de lo que parece—dijo Gamboa—. El Gobierno sabe la existencia de la Sociedad y la teme. Dos individuos de la Isabelina han ido esta mañana a visitar al ministro don Javier de Burgos, a pactar con él, pero no se han podido poner de acuerdo.
Unos días después, el mismo Gamboa dijo al ex claustrado que le habían dicho que la Isabelina tenía un Comité de acción misterioso que se llamaba la Junta del Triple Sello, formado por un masón, un comunero y un carbonario. Esta Junta era la encargada de las obras secretas, de los asesinatos y de las ejecuciones.
Unas semanas después estaba Aviraneta en su piso alto de la calle de Segovia, en compañía del capitán Nogueras, cuando se presentó un caballero de unos treinta años, muy bien portado.
Llamó y preguntó a la patrona:
—¿Don Eugenio de Aviraneta?
—No sé si estará. ¿A quién tengo que anunciarle?
—Diga usted al señor Aviraneta que hay aquí una persona que quiere hablarle de parte de un dominico de Vich.
—¿De un fraile?
—Sí.
—Don Eugenio no es muy amigo de frailes—murmuró la patrona para sus adentros—, ni yo tampoco.
Dió el recado a Aviraneta y éste exclamó:
—Que pase en seguida ese caballero.
Recorrió un largo pasillo el enviado de Barcelona y entró en un cuarto en donde estaban Avi[168]raneta y Nogueras. Era un cuarto grande, blanqueado, con una estufa de hierro al rojo. Tenía las puertas y las contraventanas de cuarterones, y un balcón tan alto sobre la calle de Segovia, que el asomarse a él daba el vértigo.
El reciénvenido saludó a Aviraneta y a Nogueras con una inclinación de cabeza.
—Vengo de Barcelona—dijo—con una contraseña del Dominico de Vich.
—Siéntese usted—le indicó Aviraneta.
El hombre vió la puerta que había quedado abierta, la cerró él mismo y se sentó en seguida.
—¿Supongo que estamos en una casa de confianza?—preguntó.
—De entera confianza. Este caballero es el capitán Nogueras, amigo mío y afiliado a la Isabelina.
—Yo me llamo Salvador, y traigo esta contraseña del padre Puig, que debe corresponder con la otra mitad que ha debido remitirle y que componen las dos una tarjeta.
Nogueras fué al fichero y sacó de allí un trozo de cartulina cortado de una manera caprichosa, que se confrontó con el que traía Salvador. Venían bien.
Era el enviado de Barcelona un hombre pálido, de bigote negro, fino, vestido de obscuro, con unas maneras frías, humildes e insinuantes, y un aire reservado y misterioso. Se le hubiera tomado a primera vista por un enfermo; pero observándolo mejor se veía que no lo estaba. Tenía una palidez de hombre que no ve el sol; era un tipo de obscuridad, de covachuela, de iglesia o de convento. Su[169] sonrisa le desenmascaraba; era una sonrisa cínica, de un hombre débil, servil y bajo.
—Puede usted hablar, señor Salvador—indicó Aviraneta al enviado.
—El Dominico de Vich—dijo éste—, es hombre que, como ustedes, ha organizado los elementos avanzados de Cataluña. El Dominico se puso en relación con nosotros, los Europeos Reformados, que constituímos una Venta carbonaria en Barcelona, e hizo que nos asociáramos con él.
—¿Tiene mucho prestigio, al parecer?
—Sí, mucho; tiene el prestigio del hábito y el de haber sido un guerrillero de la guerra de la Independencia.
—¿Ha sido guerrillero?
—Sí.
—¿Y son ustedes muchos afiliados en la Isabelina de Barcelona?
—Muchos. De gente influyente, casi todos los liberales, empezando por el general Llauder. Tenemos tres o cuatro mil hombres en la capital preparados, armados, y otros tantos o más en la provincia.
—Han ido ustedes pronto.
—E iremos lejos, porque nosotros los carbonarios no tenemos el propósito de contentarnos con esta idea ñoña del Gobierno de Isabel II. Iremos a la República.
—Si les sigue alguien. Es querer marchar muy de prisa—replicó Aviraneta.
—Allí se hacen las cosas más de prisa que aquí. Ahora ocurre que el Directorio que preside el Dominico, y que se ha puesto en relación con[170] ustedes, ha tenido ofertas de otro grupo liberal de Madrid.
—¿De otro grupo liberal de Madrid? No es posible—exclamó Aviraneta.
—No hay otro grupo Isabelino mas que el nuestro—afirmó Nogueras.
—Hay otro—replicó Salvador—, y está dirigido por el conde de Parcent.
—¡Bah! Eso no es nada—repuso Aviraneta.
—No, no, no tan de prisa, caballero. Ese grupo cuenta ya con mucha fuerza; tiene en sus filas una porción de militares jóvenes de la Guardia Real y Guardias de Corps, tiene muchos palaciegos y aristócratas, y está, además, patrocinado por la infanta Luisa Carlota y por el infante don Francisco.
—¿Y qué objeto tiene ese grupo? ¿Qué se propone?—dijo Aviraneta fingiendo ignorarlo.
—Este grupo aspira a derribar del Poder a Zea Bermúdez y a instaurar una Regencia Triple formada por María Cristina, la infanta Luisa Carlota y el infante don Francisco de Paula. El Dominico de Vich ha oído las proposiciones de este nuevo grupo, y por ahora no ha decidido nada. El Dominico quiere tener una entrevista con usted para que le oriente en la política de Madrid, y, sobre todo, quiere ponerse de acuerdo con ustedes en esta cuestión grave de la Regencia.
—Yo, la verdad—dijo Aviraneta—, no veo la utilidad de modificar la Regencia. Esta nueva idea me parece perturbadora.
—A mí me parece lo mismo—aseguró Nogueras.
—Pero, aun así, la consultaremos con el Directorio—añadió Aviraneta.
—Es posible que la idea no sea oportuna—replicó Salvador—; como teníamos la duda, por eso me han enviado a mí aquí. El Dominico lo que quiere saber es si el ofrecimiento de esta gente palaciega que sigue al infante don Francisco y al conde de Parcent es aprovechable, o no.
—Es muy lógica la actitud de ustedes—exclamó Aviraneta—. Yo no la reprocho. Espero que nos pondremos en todo de acuerdo.
—Yo lo dudo—repuso Salvador.
—¿Por qué?—preguntó Aviraneta.
—Aquí la cuestión principal—dijo Salvador—es que ustedes parece que están dispuestos a esperar, y en Barcelona no se puede esperar. Los patriotas de allí acosan al Directorio y están dispuestos a elegir nuevos jefes y a abandonar a los antiguos si éstos no dan la voz de marcha y derriban al momento a Zea Bermúdez.
—Eso también quisiéramos hacerlo nosotros lo más rápidamente posible—replicó Aviraneta—. La cuestión es poder.
—Naturalmente—dijo Nogueras.
—Bien; pero allí hay una inquietud cada vez mayor. El Dominico quiere calmar a la gente dándole la esperanza de que, aguardando lo necesario, el movimiento será secundado en las demás capitales; pero la gente se cansa de esta espera.
—Esa es una cuestión irresoluble—murmuró Aviraneta—, en estos asuntos, el impaciente no tiene más remedio que dejarlo.
—Yo creo, señor Aviraneta—dijo Salvador—,[172] que lo mejor sería que usted mismo fuera a Barcelona para ver si puede tranquilizar aquella agitación y aconsejar calma a los impacientes explicándoles lo que pasa aquí.
—Yo consultaré con el Directorio y veré qué resuelven.
—También quisiéramos que se viera usted con el general Llauder, en Barcelona, y, a cambio de la protección de aquí de Madrid, le arrancara la promesa de tener dominados a los carlistas. Llauder, como sabe usted, es voluble; allí le llaman el Meteoro.
—Consultaré eso también con el Directorio.
Hablaron después de cosas indiferentes, y Salvador se marchó de casa.
—¿Qué le ha parecido a usted este ciudadano?—preguntó Nogueras.
—No me gusta este tipo. Esa palidez, esos labios delgados.
—¡Eso qué importa!
—A mí me parece un hombre vil, serpentino, que sería peligroso si fuera inteligente y valiente; pero creo que no es ni una cosa ni otra.
A Aviraneta le quedó la impresión de que Salvador era un hombre enigmático, lleno de duplicidad y de misterio.
Aviraneta no había estado en Barcelona, no conocía a los políticos catalanes, no podía contrastar la manera de ser y la actitud del enviado con otras conocidas.
La proposición de Salvador y el asunto de la Regencia Triple alborotó al Directorio Isabelino. Nadie quería la colaboración de la infanta Luisa[173] Carlota, ni la de su marido. A ella se la tenía por una italiana ambiciosa e intrigante; a él, por un tonto. Respecto a la cuestión de enviar un delegado a Barcelona, se aceptó la proposición y se dispuso que fuera Aviraneta.
Al día siguiente iba don Venancio camino del Rastro cuando se encontró con Aviraneta.
—¡Hola, padre! ¿Qué hay?—le preguntó.
—Ahora no se le ve a usted—le dijo Chamizo—. ¡Claro, como frecuenta usted los palacios!...
—¿Cómo lo sabe usted?
—Amigo, aquí todo se sabe. Se sabe adónde ha ido usted, con quién ha hablado usted...
Aviraneta quiso enterarse de dónde le había llegado la noticia al ex claustrado, y pronto supuso que de casa de Celia.
Después contó a su modo la entrevista que había tenido con los infantes, y dijo que éstos y los amigos de la Isabelina querían que fuera a todo trance a Barcelona, viaje que no le hacía mayormente mucha gracia.
—¿Por qué no encarga usted la comisión a otro?—le preguntó Chamizo.
—Es imposible; no tengo más remedio que decir como Maquiavelo cuando su República quiso enviarle de comisionado a Roma: «Si yo voy, ¿quién se queda? Si yo me quedo, ¿quién va?»
—Es usted un vanidoso, señor don Eugenio.
—Tiene uno motivos para ello.
—Sí; ya sé que anda usted maquinando; pero el mejor día esto se le pone muy mal. Se está usted metiendo en muchos fregados. Además, usted con su soberbia es capaz de cualquier cosa cuando le excitan por vanidad, por fanfarronería.
—¿Quiere usted venir conmigo, don Venancio?
—¿Adónde?
—A Barcelona.
—¿A qué voy a ir a Barcelona?
—Puede usted encontrar allí libros viejos.
—No, no quiero ir, y eso que hay una persona que se alegraría mucho que fuera con usted.
—¿Quién?
—Doña Celia, la señora casada con el tío de Gamboa.
—Es algo más que la mujer del tío de Paquito.
—Lengua viperina.
—¿Y por qué se alegraría esta señora que viniera usted conmigo?
—¿No ve usted que es amiga de los infantes? Pues quiere que yo le haga a usted observaciones, que le persuada... Yo le he dicho: «Aviraneta es impersuadible, tiene demasiada vanidad para eso».
—Así que usted también está intrigando... ¡Ay!, ¡ay!
—Yo, no. Yo todo lo que hago está a la luz del sol.
—Sí; pero ya tiene usted su partido, el partido celista o celiático. Celia le dará buenas comidas...
—Excelentes.
—¡Oh santo varón idealista que se vende por un buen asado o por una salsa en su punto!...
—Yo no me vendo. Eso se queda para ustedes los políticos. Yo soy amigo de mis amigos...
—Ya lo sé. Es una broma. Quiero que pueda usted tener una ocasión de triunfo con Celia. Venga usted conmigo a Barcelona. Yo le convido. Cuando le diga a ella que ha venido conmigo para vigilar mis pasos, le da a usted el festín de Baltasar.
—¿Habla usted en serio?
—Sí, señor.
—¿El viaje no me costaría nada?
—Nada.
—Bueno; si yo voy, iré sin solidaridad alguna. Si a usted le llevan a la cárcel y le quieren agarrotar por masón o por conspirador, yo diré que no tengo nada que ver.
—¡Ah!, claro. No somos amigos; a lo más, conocidos.
—Así, acepto.
—De acuerdo. Con que si quiere prepararse, ande usted. Es posible que en Barcelona encuentre usted ediciones raras para dar dentera a don Bartolo Gallardete.
—Bueno. ¿Y cuál es su objeto al llevarme a mí?
—Ninguno utilitario. Tener un compañero de[178] viaje en la diligencia y en Barcelona para charlar con él. Usted es un hombre ameno.
—Bien; pero yo no estoy más de una semana en Barcelona.
—No llegaremos a tanto.
Dijo Aviraneta que se marchaba al café del Príncipe, donde estaba citado con un palaciego para volver a Palacio a verse de nuevo con don Francisco de Paula.
—Ya se nota que está usted orgulloso—le dijo Chamizo—; así son los revolucionarios de vanos y de majaderos.
—Pues figúrese usted cómo estaría si fuera fraile—contestó Aviraneta.
Se dirigieron ambos al café del Príncipe y se sentaron delante del cristal.
Al poco tiempo apareció el señor García Alonso. Tomaron café y el palaciego y Aviraneta se levantaron.
—Espéreme usted aquí una hora, don Venancio—dijo don Eugenio.
Salieron los dos a la calle y entraron en una elegante berlina.
Chamizo le esperó leyendo un ejemplar en griego de El sueño de Luciano. A la hora u hora y cuarto apareció Aviraneta. Salieron Chamizo y él del café y fueron marchando por la calle del Príncipe, la Puerta del Sol y la calle Mayor.
Aviraneta tenía que dejar un recado en una casa grande próxima a la Almudena.
Pasaron el postigo, viejo y roto, que era lo único que quedaba de la primitiva Puerta de la Vega del Madrid antiguo, y se sentaron en unas piedras.[179] Estuvieron contemplando los cerros de la Casa de Campo, las casuchas próximas al Manzanares, las ropas puestas a secar y la gran vega, que comenzaba a ponerse verde. El cielo brillaba muy azul, con algunas nubes blancas.
—¿Qué ha habido con los infantes?—preguntó el ex fraile.
—Hemos tenido una conferencia. Hay un detalle que me ha escamado. Al entrar en la habitación de los infantes, en la antecámara había dos señores que parecían aguardar audiencia; uno viejo, muy elegante; el otro, más joven; pero me han dado la impresión de que me observaban mucho. Al terminar mi visita y al salir a la antecámara, los dos caballeros ya no estaban, cosa que me chocó, pues si esperaban audiencia no es lógico que se marcharan tan pronto.
—Sí, es raro. Quizá iban a ver alguna camarista.
—También es posible; pero allí no hubieran hecho antesala.
—¿Y qué ha habido con los infantes?
—Los infantes me han recibido como la primera vez, de pie, delante de la chimenea. La cosa ha pasado así. Don Francisco, con su aire de bobalicón me ha dicho:
—«¡Hola, Aviraneta! ¿Supongo que tendrás todo dispuesto para el viaje a Barcelona?»
—Alteza, todavía, no. Espero sus órdenes.
—Pues es necesario que te apresures, porque urge tu presencia allí.
—Mis preparativos están hechos en veinticuatro horas. Lo único que tardará un poco es el pasaporte.
La infanta me preguntó entonces con una entonación dura y con acento extranjero:
—¿Conoces al conde de Pagcent?
—No tengo el honor de conocerle mas que de nombre.
—Quisiega que tuviegas con él una entgevista. Podgía dagte instgucciones.
—Mis amigos quizá no vieran con buenos ojos que yo me entienda directamente con él. En los partidos políticos hay celos y es necesario andar con mucho cuidado para no excitar la envidia.
—Tienes gazón, tienes gazón. Los datos del conde te los comunicagemos nosotgos. Veo que eges pgudente. Cgeo que llevagás a buen gesultado nuestga empgesa.
—Si no hay fuerza mayor, espero, señora, realizar mis propósitos.
El infante me preguntó si conocía al coronel Obregón.
—Sí; tengo un amigo militar que se llama así y vive en la misma calle donde vive mi hermana, enfrente de su casa.
—¿En qué calle vive tu hermana?
—En la calle del Lobo.
—Pues es ese. Ese Obregón es mi secretario y mi apoderado. Mañana, por la mañana, irá a verte, le entregas esta tarjeta y él te dará el dinero que necesites para el viaje. Yo le hablaré esta noche, cuando venga a tomar la orden. En seguida que llegues a Barcelona, escríbeme. Saludé a los infantes y salí.
—¿Así que mañana va usted a recibir el dinero[181] para el viaje?—preguntó el ex claustrado a Aviraneta.
—Sí.
—¿Y en seguida se va usted?
—Nos vamos, amigo Chamizo. Nos vamos.
—Bueno; entonces haré mis preparativos.
Chamizo estuvo un momento en silencio. Luego dijo:
—Ahora, ¿quiere usted explicarme, amigo Aviraneta, qué es lo que quiere cada una de las personas que entran en este lío; por lo menos, qué pretenden los infantes, qué desea Celia y qué desea usted?
—Amigo Chamizo, es usted muy poco político... ¿Usted cree que las gentes tienen un plan tan claro? No. Los infantes andan a ver si pescan la Regencia, y si pudieran, el Trono... Celia quisiera ser dama de la reina y elevar a Gamboa, como María Cristina eleva a Muñoz. Yo quisiera hacer la Revolución y ser presidente del Consejo de Ministros.
—¡Bah! No tiene usted talla para eso. No tiene usted cultura.
Se rió don Eugenio y siguió fantaseando. Volvieron al centro y se detuvieron delante de la sombrerería de Aspiroz.
—Bueno—dijo Aviraneta a Chamizo—, encárguese usted de los pasaportes, billetes, equipajes, etcétera. Mañana, a las doce del día, iré a su casa.
—Está bien; ahora mismo voy.
Mientrastanto, Aviraneta marchó a verse con Tilly y le contó la conferencia que había tenido con el infante don Francisco.
—Detalle más o menos, estaba enterado de lo ocurrido—dijo Tilly.
—¿De verdad?
—Sí. Lo malo es que me parece que Zea está también enterado.
—¿Usted cree?
—Creo que sí. Por si acaso no lleve usted ningún papel comprometedor en su viaje a Barcelona.
—No pienso llevar nada.
—¿Y a qué va usted allí? ¿A trabajar en favor, o en contra?
—Yo, en contra. Los de la Isabelina no aceptan por nada del mundo la solución de la Regencia Triple.
—Bueno. Estaremos, aparentemente, en campos enemigos; yo trabajaré a favor.
—Por eso no reñiremos.
Se despidieron y Aviraneta volvió a casa.
Como su memoria no era completamente segura hizo una combinación mnemotécnica con los nombres de las personas que tenía que ver y sus señas, y se inventó un sistema de rayas y de puntos que encargó a su patrona le bordara en un pañuelo con hilo rojo, como una greca de adorno.
En tanto, Chamizo terminó los preparativos de viaje, y al anochecer marchó a casa de Celia a con[185]tarle lo que ocurría y cómo iba a ir a Barcelona. Ella felicitó por su supuesta habilidad a don Venancio e insistió para que influyera en Aviraneta y le quitara de la cabeza toda idea de abandonar a los infantes. Celia pintó al ex claustrado un porvenir muy risueño.
Al día siguiente, por la mañana, antes de la hora convenida, se presentó Aviraneta en casa de Chamizo.
Venía de hablar con el coronel Obregón, el agente del infante don Francisco, y con un tal Ríos que le acompañaba, capitán de Urbanos, que era preceptor de los hijos del conde de Parcent.
Este Ríos afirmó delante de don Eugenio que la Reina María Cristina era en el fondo carlista, que creía que su cuñado Carlos era el que tenía la razón y el derecho en la cuestión dinástica, y que estaba dispuesta a entenderse con él. De aquí que la infanta Luisa Carlota y el infante don Francisco quisieran compartir con ella la Regencia para impedirla que hiciera traición a los liberales.
Aviraneta contó esta versión a Chamizo.
—¿Qué le parece a usted?
—¡Qué sé yo lo que habrá de cierto en eso!
Aviraneta traía cinco mil pesetas: cuatro mil que le había dado el coronel Obregón de parte de los infantes, y mil Calvo de Rozas.
Guardaron tres mil pesetas en un rincón del armario de libros de don Venancio y fueron a almorzar a la fonda de Genies, en compañía del capitán Nogueras y de Salvador.
Salvador le explicó a don Eugenio lo que debía hacer en Barcelona y a qué personas debía ver.
Al mediodía marcharon a la casa de postas de la calle de Carretas y esperaron la diligencia.
Estaban allí Olavarría y Calvo de Rozas. Aviraneta habló con ellos. Luego se reunió con Chamizo.
—¿Sabe usted?—le dijo—. Esa invención de la Regencia trina dicen que ha nacido en París, entre los íntimos de Luis Felipe.
—¿Así que usted va a trabajar en contra de ella?—le preguntó el ex fraile.
—¡Ah! Claro. Los amigos me han dicho que debo ir a Barcelona cuanto antes, no a secundar el movimiento, sino a impedirlo.
—¡Y ayer que nosotros hicimos el cuento de la lechera doña Celia y yo!
—¡Bah! Si una cosa no sale bien, otra saldrá.
Se preparó la diligencia y don Eugenio y Chamizo montaron en ella. Entraron después en el coche un canónigo, una señora gorda con una niña muy delgada, un matrimonio que iba a Zaragoza, un lechuguino de levitín y unos tratantes en granos. Aviraneta se envolvió en la capa y cerró los ojos. Chamizo sacó un libro y se puso a leer. Era el día 10 de enero de 1834.
Al caer la tarde llegaron a Guadalajara, se detuvo la diligencia en el parador de las Animas, fuera del pueblo; bajó Chamizo, y al hacer lo mismo don Eugenio, un señor de sombrero de copa y gabán esclavina, alto y de bigote negro, levantando el bastón, gritó:
—Señor Aviraneta. De orden de la reina queda usted preso.
Era el comisario de policía don Nicolás de Luna.
Al lado de éste había dos agentes y cuatro soldados de caballería.
Chamizo tembló pensando si a la detención de Aviraneta seguiría la suya; pero no se ocuparon de él para nada. Mandaron subir a Aviraneta a la habitación del cuarto principal de la posada, una sala con una alcoba; allí le registraron la maleta y los bolsillos, le quitaron los papeles, contaron el dinero que llevaba y se lo devolvió el jefe de policía.
Este propuso a don Eugenio que se echase en[188] la cama un par de horas, si quería descansar, tiempo que tardarían en salir para otro punto.
Aviraneta entró en la alcoba y se tendió en la cama, mientras el comisario de policía sacó un tintero de cuerno y se puso a escribir un oficio sobre un velador de la sala. Dobló los papeles de don Eugenio, lacró el oficio, y llamando a uno de los agentes se lo entregó dándole instrucciones verbales. El agente avisó a los dos ordenanzas de caballería y les dijo:
—Para el superintendente de policía de Madrid.
Chamizo, tranquilizado, viendo que no se ocupaban de él pensó si podría hacer algún servicio a Aviraneta sin comprometerse, y pasó a la sala dispuesto a decir al comisario que quería despedirse del preso.
Cuando entró vió que don Eugenio y el comisario se cambiaban señas y se daban la mano. El ex claustrado pensó que serían signos masónicos.
—¡Hola, padre Chamizo!—dijo al verle don Eugenio—. ¿Qué piensa usted hacer? ¿Va usted a seguir a Barcelona o va a volverse a Madrid?
—Volveré a Madrid.
—¿A no ser que quiera usted venir conmigo?
—¿Preso voluntariamente? No, no; no tengo nada que ver con sus enredos.
El comisario se echó a reír.
—Puede usted venir si quiere acompañando a don Eugenio—dijo—y marcharse cuando le plazca. Por ahora no hay nada serio en contra del señor Aviraneta.
—Nada, don Venancio—dijo don Eugenio—, seguirá usted mi suerte de testigo presencial.
Se encargó que buscara un coche a uno de los agentes, y poco después se detenía una tartana delante del parador.
Entraron en el coche el comisario, Aviraneta y Chamizo; metieron sus maletas y fueron escoltados durante una hora por tres individuos armados.
El comisario don Nicolás de Luna había hecho, como sospechó Chamizo, signos masónicos de reconocimiento a Aviraneta, y al momento se entendieron los dos.
Luna dijo que era un teniente coronel indefinido, sin paga, que había aceptado el cargo de policía para alimentar una familia numerosa. Se notaba que el ser policía le parecía una cosa fea. El comisario tenía diez y seis hijos, y como su mujer no podía criarlos a todos, este hombre terrible, que prendía a conspiradores y a ladrones, se levantaba a media noche para dar un biberón a un chiquillo o una taza de leche a otro.
—¿Y cómo me ha conocido usted tan pronto?—le preguntó Aviraneta, a quien los detalles familiares no interesaban gran cosa—. No he hecho mas que bajar delante del parador de Guadalajara y se ha venido usted a mí.
—Es que le conocía a usted de antes—contestó Luna.
—¿A mí?
—Sí.
—¿En dónde me ha visto usted? Yo apenas salgo de casa.
—En la antecámara del infante don Francisco, en compañía del señor García Alonso.
—Ahora caigo. Usted es uno de los dos señores que estaban en la antecámara.
—El mismo.
—Y el otro, ¿quién era? ¿El señor viejo, atildado, de pelo blanco?
—El otro era el ministro don Javier de Burgos.
—¿Y qué hacían ustedes allí?
—Pues habíamos ido, sencillamente, a conocerle a usted.
—No comprendo con qué objeto.
—Con el objeto de prenderle ahora—dijo Chamizo.
Luna se echó a reír.
—Tiene razón este señor—repuso.
—No veo la utilidad de prenderme a mí—replicó Aviraneta.
—La cosa, amigo Aviraneta, está muy turbia—dijo Luna—. Ustedes parece que tienen una asociación, que supongo que tendrá relaciones con la masonería. ¿No es cierto?
—Sí, es cierto; pero será una asociación legal, y dentro de poco se publicarán los Estatutos.
—Bien; esa asociación ha mandado dos delegados a celebrar una entrevista con don Javier de Burgos.
—Creo que se engaña usted, Luna.
—No me engaño, porque yo mismo les he visto a esos señores.
—¿Quiénes eran?
—Don Lorenzo Calvo de Rozas y Romero Alpuente.
—Debe ser verdad, pero le juro que no lo sa[191]bía. ¿Y qué objeto tenían estos señores al visitar a Burgos?
—Pues el objeto era pactar con Burgos para derribar a Zea Bermúdez. No se han puesto de acuerdo; le han amenazado a Burgos, y éste ha comunicado las noticias a Zea, y los dos ministros han establecido, por el momento, una alianza y me han llamado a mí. En esto han sabido que un delegado de la asociación liberal iba a visitar a los infantes...
—¿Y por dónde lo han sabido?
—No sé; pero ya comprenderá usted que en Palacio las paredes oyen. Al saber esta noticia, hemos ido a la antecámara del infante y le hemos conocido a usted, y por eso le he prendido en seguida.
Aviraneta calló, entregado, sin duda, a sus reflexiones; calló el comisario y calló también Chamizo. Marcharon así, en medio de la noche, hasta llegar a Perales de Tajuña.
Aquí se apearon en un mesón, y el comisario mandó disponer un buen almuerzo, comieron, charlaron y, poco después, montaron de nuevo en el carricoche.
—¿Adónde me lleva usted?—preguntó Aviraneta.
—Por ahora, a Aranjuez. Allí me darán nuevas órdenes.
Llegaron a Aranjuez, al mediodía, y el comisario Luna condujo al preso y a don Venancio a una fonda.
El ex fraile opinó que se comía muy bien allí. En la mesa estuvieron los tres discutiendo de[192] política, y fueron a pasear hasta el lago de Ontígola.
A la vuelta, entraron en un café, jugaron Aviraneta y el comisario al billar, y después de un rato de charla se acostaron. Al día siguiente, por la mañana, un soldado de caballería trajo un pliego para el comisario. Luna lo abrió y lo leyó, y se lo dió a Aviraneta para que lo leyera.
El superintendente decía que, examinados los papeles del preso, no se encontraba indicio alguno de culpabilidad; pero que, a pesar de esto, no era prudente que dejaran a Aviraneta libre, por lo cual se ordenaba al comisario que lo trasladara a las inmediaciones de Madrid, a uno de los mesones del Puente de Toledo, tratándole en el tránsito con la debida consideración y respeto.
—¿Qué le parece a usted el oficio éste?—preguntó Aviraneta a Luna.
—Que le dejarán a usted en libertad.
—Es posible; pero habrá que decir, como decían estos señores frailes, que lo contrario es también probable.
—¿Nos sale usted ahora con el probabilismo?—exclamó don Venancio—. Ya me parecía que le encontraba a usted algo jesuítico. Yo no soy probabilista; yo creo que le llevarán a alguna plaza fortificada, que es donde usted debe estar para curarse de su manía de meterse donde no le llaman.
El comisario se rió, y Aviraneta dijo que siempre la mala intención había sido peculiar de la gente de iglesia. Don Nicolás de Luna alquiló una calesa, subieron los tres y marcharon camino de Madrid.
El calesero se llamaba de apodo el Lince, aunque no tenía nada en su físico ni en su moral que justificara el apodo. El animal que tiraba de la calesa era una yegua. El Lince a cada paso la decía:
—¡Bandolera! ¡Bandolera! ¡Maldita sea tu estampa! ¡Que te metes en los baches! ¡Ay! Si me bajo... si me bajo... ¡Bandolera!
Cuando la yegua marchaba bien, el Lince se ponía a cantar una canción que entonces estaba muy en boga, y que comenzaba así:
Y aburría hasta la yegua con el estribillo de
Salieron de Aranjuez después de comer. Pronto notaron los viajeros que la calesa avanzaba poco y que, a pesar de los latigazos y los gritos y los «¡Ay! tirana, tirana, tirana», del Lince, la Bandolera marchaba muy mal. Estaba ya cansada, y había en el camino mucho barro.
Tomó la calesa la dirección de Valdemoro y llegaron los viajeros a este pueblo con grandes fatigas, porque el camino se hallaba hecho un lodazal. Entre Pinto y Valdemoro pasaron grandes apuros y tuvieron que saltar muchas veces al suelo para desatrancar las ruedas. En Pinto cenaron y se dirigieron a Villaverde. Cruzaron la aldea y siguieron hacia Madrid.
Ya parecía que terminaban el viaje con bien cuando el carricoche se paró.
—¿Qué pasa?—dijo Luna.
—Na, que se nos han roto las correas—dijo el Lince.
—¿Hay que componerlas?
—¡Esto no lo compone ni Dios! ¡Maldita sea mi estampa! ¡Parece que no ha llovido nunca! Voy a meter la yegua y el birlocho en este cobertizo.
—¿Y nosotros, qué hacemos?
—Tengo un paraguas grande. Se lo prestaré. Pueden ustedes ir a Madrid.
—¿A cuánta distancia estaremos?
—A media legua o a tres cuartos de legua del Puente de Toledo.
Abrió el paraguas Luna, que era de esos rojos y grandes, y Aviraneta a un lado y el ex claustrado al otro, fueron marchando por la carretera.
Al llegar frente a un corral con una casucha blanca, se detuvieron.
Se oía el rasguear de una guitarra. Luna y sus acompañantes escucharon.
Una voz cantó:
—¿Qué es esto?—dijo Chamizo.
—Es gitano—contestó Luna.
—¿Qué quiere decir erai?
—Yo creo que quiere decir algo así como caballero.
El cantor entonó otra copla:
—La horca está puesta y en ella el verdugo para matar una codorniz que han hecho prisionera—tradujo Luna.
Aviraneta había llamado.
Tardaron mucho en abrir.
—¿Quién es?—preguntó una voz.
—Unos viajeros.
Salió un muchacho con un candil.
—Aquí no hay posá—dijo—. Un poco más lejos está el mesón del Cuco.
—La casa esta debe ser una guarida de ladrones y de gitanos—dijo Luna—. He de venir a registrarla.
Siguieron marchando, metiéndose en el barro, a veces sin poder sacar los pies, hasta que llegaron al mesón del Cuco. Empujaron el postigo, cruzaron el portal y el patio y entraron en una cocina de planta baja llena de arrieros, caleseros, aguadores y de otra gente desharrapada y de malas trazas.
La mesonera acudió solícita al ver al inspector Luna y mandó a la moza que les llevara al primer piso.
Se quitaron los pantalones y las botas, cenaron en un cuarto del piso principal, y como Chamizo no se hallaba vigilado, bajó a la cocina del mesón, grande y negra, en la que había quince o veinte arrieros esperando el yantar. Estuvo don Venancio contemplando la escena pintoresca: la posadera, que guisaba en el fogón; las maritornes, que iban y venían con mucho garbo, agitando los refajos de campana; los arrieros de Andalucía, con sus calañeses; los de Toledo, con sus sombreros anchos, y alguno que otro truhán desharrapado, con sombrero de copa. Cogió el ex fraile un rincón a la lumbre y se calentó los pies. Sacó una edición antigua de La vida del buscón, que le había prestado Gallardo para el viaje, y se puso a leerla. Estaba en aquellas atroces y bárbaras esce[198]nas que describe Quevedo en casa del verdugo, cuando le dieron en la manga.
—Mucho se divierte usted con la lectura, cabayero—le dijo un joven, que estaba a su lado.
—Sí; es cierto.
Era el joven un muchacho de unos veinte años, vestido de manolo, chaquetilla torera, faja roja y pañuelo en la cabeza. Chamizo creyó conocerle.
—¡Chist!—dijo el joven.
—¿Qué pasa?—preguntó el ex claustrado.
—¿Viene usted con don Eugenio?
—Sí.
—¿Vigilándole?
—No, no.
—¿Va usted preso?
—No.
—¿Es usted amigo suyo?
—Sí.
—¿Por qué le han trincao? ¿Ha berreao alguno?
Comprendió Chamizo que quería decir si alguno le había denunciado, y dijo que no sabía, y contó rápidamente lo ocurrido. Pensaba que no debía hacerlo, pero el joven aquel tenía un aire de mando que imponía.
Después de escuchar la relación, el joven dijo:
—Ahora va usted a subir a hablar con don Eugenio, ¿estamos?
—Bueno. No hay inconveniente.
—Y le va usted a decir que aquí está Luis y su amigo con sus chavales. ¿Se ha enterao usted?
—Sí.
—Y na más. El dará la consigna.
Subió Chamizo al cuarto de Aviraneta. No estaba Luna, y le dió a don Eugenio el encargo del joven.
—Dígale usted que no hay nada que hacer—contestó Aviraneta.
Bajó y se lo dijo al muchacho.
—Más vale así—contestó él—, porque don Nicolás de Luna es un buen hombre.
—¿Y qué pensaba usted hacer?—preguntó el ex fraile.
—Le hubiéramos atao al comisario y hubiéramos dejao libre a don Eugenio. Nosotros las gastamos así.
—¿Ustedes? ¿Quiénes son ustedes?
—Yo soy Candelas, y ese que está ahí delante es Balseiro. No le quiero molestar a usted más, cabayero. Me najo. ¡Muchachos, en marcha. Y sonsoniche, amigo.
Y el ladrón le hizo una mueca amistosa y un guiño expresivo.
Estaba Chamizo todavía absorto, cuando Candelas y Balseiro desaparecieron. Subió al cuarto que le habían destinado, y al ir a dar las buenas noches a Aviraneta y al comisario, entró un guardia con un pliego para Luna. Lo abrió éste y lo leyó. Se le decía que al día siguiente, al amanecer, se le condujera a Aviraneta por las rondas a la Puerta de Hierro, que allí esperase la salida de la diligencia para Valladolid, que pasaría a las ocho de la mañana. En la diligencia habría un asiento de interior costeado por el Gobierno.
Se le metería a Aviraneta en el coche, entregándole un pasaporte para Santiago de Compos[200]tela, y se encargaría al mayoral que no permitiese la salida del desterrado hasta llegar a Valladolid.
—Está usted como en libertad—dijo Luna—; nadie le impide a usted volver de Valladolid a Madrid.
Durmió cada cual en su cuarto y por la mañana dejaron el mesón del Cuco. En una calesa fueron por el paseo de los Melancólicos y la Florida hasta la Puerta de Hierro. Llegaron a las siete, una hora antes de la diligencia, y tuvieron que esperar el paso del coche.
Entraron en un ventorrillo, el ventorro del Sordo dijo el comisario Luna que se llamaba. Este ventorrillo tenía un tinglado con buñolería, que en aquel momento estaba rebosando gente: hueveros, lecheros, vendedores de caza y verduleros que tomaban el desayuno con buñuelos o churros y se preparaban a entrar en Madrid.
Se sentaron en el ventorro al lado de una ventana; pidió Luna chocolate, y trajeron tazas limpias con bizcochos y buñuelos, y vasos de agua con azucarillo.
Desayunaron los tres con apetito. La hija del dueño del ventorro era una moza muy guapa, pero muy bravía, y Aviraneta y Luna la dirigieron algunos requiebros, a los que ella contestó con mucho desgarro.
—¿No podríamos saber cómo se llama usted, niña?—la dijo Aviraneta.
—¿Para qué?—contestó ella.
—Para guardar su nombre en el corazón.
—¡Bah! No vale la pena.
—Para usted no valdrá la pena; para mí, sí.
—¿No es usted el que se tiene que marchar en la diligencia?
—Sí; porque me obligan; pero a la vuelta...
—A la vuelta lo venden tinto—dijo la muchacha volviendo la espalda.
A las ocho llegó la diligencia. Luna la mandó parar, habló con el mayoral e hizo que el desterrado subiese al coche.
—Bueno. ¡Adiós, señor Luna! ¡Adiós, don Venancio!—dijo alegremente Aviraneta.
Partió el coche, y el comisario y Chamizo volvieron a Madrid en su calesa. El comisario preguntó al ex claustrado de qué le conocía a Aviraneta, y éste se lo dijo. El, a su vez, le interrogó al policía acerca de la Sociedad de los Isabelinos. ¿Creía que era realmente una Sociedad fuerte? ¿Había, en realidad, muchos afiliados?
Luna contestó con vaguedades y circunloquios. Creía que la Isabelina era una Sociedad política, de la que saldrían probablemente ministros y diputados.
Cuando Chamizo le habló de la Junta del Triple Sello, se rió. Dijo que la masonería estaba sin fuerzas; que la Sociedad de los comuneros se hallaba extinguida, y que, sumados todos los carbonarios que había en Madrid, no llegarían a tres.
—Encuentro que tienen ustedes bastante suavidad con los conspiradores—le dijo después Chamizo.
—¿Qué quiere usted?—repuso Luna con cierta sorna—. Los conspiradores son un elemento de[202] éxito para los políticos. Así, de cuando en cuando, pueden nuestros ministros salvar a la Humanidad.
Llegaron a Madrid y Chamizo se despidió del comisario Luna.
Tres días estuvo Chamizo sin salir, ocupado en sus trabajos. Al cuarto día fué a casa del capitán Nogueras, a la calle de Toledo. Preguntó por el capitán, y su patrona le dijo que acababa de salir con un pardillo llegado del pueblo, y que creía que le encontraría en la tienda de Concha la Lagarta, la prendera de la calle de los Estudios, enredada con Nogueras. Fué Chamizo en busca de la prendería; la reconoció porque tenía como muestra una alambrera de brasero cubierta con una faldita, que parecía un miriñaque de pequeño tamaño. Entró en la tienda, y la criada de la Concha, la señora Ramona, le dijo que allí no estaba el capitán. Iba a marcharse, cuando Nogueras salió de la trastienda y exclamó:
—¡Hola, don Venancio! Pase usted; aquí hay un aldeano que dice que le conoce.
—¿A mí? ¡Qué cosa más rara!
Entró en la trastienda y se encontró con la Lagarta y con un campesino. Vestía éste de chaque[204]ta de paño pardo, calzones cortos de tela azul, chaleco de florones y un sombrero de catite.
La trastienda estaba en la penumbra.
—¿No me conoce su paternidad?—dijo Aviraneta.
—¿Es usted?
—Sí.
—¿De dónde viene usted? ¿De Valladolid?
—Sí, señor. ¿Ha comido usted?
—No.
—Bueno; pues vamos a comer. Luego hemos de pensar en buscar una casa tranquila donde yo pueda esconderme.
Se puso la mesa en la trastienda y se esperó a que trajeran la comida, que encargaron al café de San Vicente, de la calle de Barrionuevo.
La tienda de la Lagarta era buena y estaba muy repleta de cosas de valor. Había muebles antiguos, armas de todas clases, espadas, trabucos, estampas de colores, grandes manojos de llaves, montones de baúles, jarras de cobre, libros de coro, ropas, bordados, cacharros de Talavera y chinos de porcelana, de los que mueven la cabeza. Había también varios relojes Imperio con damas, marineros y perros de latón dorado, dentro de fanales. Lo mejor de toda la tienda, según la Lagarta, y lo que le parecía más desagradable a Chamizo, fué una cabeza de Cristo, con pelo de verdad, que estaba guardada en una caja de cristal y colocada sobre un armario. Parecía una cabeza de muerto.
Concha la Lagarta era una mujer bajita, morena, con el pelo negro y la cara adornada con rizos, sortijillas y lunares. Hubiera tenido gracia, a no[205] ser por su aire agresivo y displicente, que a Chamizo le disgustó en extremo, y por su manera de hablar dura y desgarrada.
La Lagarta tenía una criada y un empleado que iba a comprar en las casas y que vestía como un señor, un hombre de unos cincuenta años, flaco, seco, de bigote gris, a quien trataba muy ásperamente.
Mandó la Lagarta a su empleado que estuviera en la tienda mientras ella comía, y el señor se sentó en una silla y se embozó en la capa, porque hacía frío.
Trajeron la comida y se sentaron la Lagarta y los tres hombres. La señora Ramona servía la mesa. Se discutió de política. Concha era liberal exaltada, partidaria de la degollina de los frailes y de los carlistas. La señora Ramona, su criada, le atajaba diciendo:
—Calla, calla, que no sabes lo que te dices. Cuanto menos jaleos, mejor; lo que es necesario es que todo el mundo viva en paz.
Después de comer se habló del sitio donde podría esconderse Aviraneta, y la señora Ramona dijo que conocía una casa de la calle de Embajadores donde vivía un militar que había estado en América, al que llamaban el Aguilucho.
—El Ayacucho—dijo Nogueras.
—Eso es.
—¿Y va usted a ir así con ese traje de aldeano de teatro, tan nuevo?—preguntó Chamizo—. Le van a conocer que está usted disfrazado.
—Tiene usted razón—murmuró Aviraneta—, y en ningún lado mejor que aquí para disfrazarse.
—¿Quiere usted un traje de cura, don Eugenio?—preguntó la Lagarta.
—Venga.
La Lagarta tomó una horquilla y descolgó de una percha unos hábitos. Aviraneta, con cierta protesta de Chamizo, se vistió de sotana, se echó encima el manteo, se colocó la teja, y estaba tan en carácter, que el mismo Chamizo reconoció que no podía estar mejor.
Se mandó traer un calesín de la plaza de la Cebada, y Chamizo le acompañó a Aviraneta a su nuevo domicilio.
A los cuatro o cinco días le encontró éste a Nogueras.
—¿Qué hay de don Eugenio?—le preguntó—. ¿Sigue en su rincón?
—¡Ca, hombre! Le han pasado grandes peripecias.
—¿Pues? ¿Qué le ha pasado?
—Al día siguiente de llegar a la calle de Embajadores se encuentra con la policía en la casa. Iban a prender a un ayacucho que parece que es un truhán. Se meten de noche en el cuarto de don Eugenio mientras está en la cama, y le dicen:
—No tenga usted miedo, caballero. Contra usted no va nada. Vamos a prender al pillastre que vive aquí al lado.
Aviraneta oye la voz del comisario Luna, que grita:
—Que nadie salga de casa.
Aviraneta piensa con rabia que Luna se va a reír de él y se le ocurre un disparate mayúsculo. Se viste con sus hábitos, coge su maleta, abre la[207] ventana, y por una viga a la altura de un cuarto piso cruza un patio; se encuentra al final un balcón abierto, lo salta y se ve en una casa desconocida y cerrada. Don Eugenio debió pasar unas horas muy malas. Por la mañana intenta salir y se tropieza con una señora que le dice: «No es aquí, padre. Es arriba». Sin duda, en el piso de arriba había un enfermo grave. Aviraneta baja corriendo las escaleras y se presenta en mi casa.
—Y ahora, ¿dónde está?—preguntó Chamizo.
—Le hemos encontrado una casa magnífica de un paisano mío, Ambrosio de Hazas, en la calle de Cedaceros, tres y cinco. Hazas está en su pueblo, y en su habitación vive ahora doña Lorenza Caveda, que es el ama de llaves, y la hermana de éste. No diga usted a nadie dónde se esconde.
—No tenga usted cuidado.
Dejando la cuestión Aviraneta, Nogueras habló de política con su aire de insecto sabio:
—La cosa está muy obscura y de mal aspecto—dijo—; debe haber diferencias entre la infanta Carlota y la Reina Cristina; las dos han querido disponer de Zea y de Javier de Burgos, y andan a la greña; estas divisiones se han exagerado con las cartas publicadas por los generales Quesada y Llauder, y tiene que venir una crisis.
Unos días más tarde del fracasado viaje de Aviraneta y del padre Chamizo se presentaba Mansilla en casa de Tilly y le decía:
—Vístete al momento, joven número Uno.
—¿Qué pasa?
—Tenemos reunión en casa de los Carrascos.
—¿Pues qué ocurre de nuevo?
—La Reina Cristina parece que está dispuesta a prescindir de Zea Bermúdez y a retirarle su confianza. Se va a discutir en casa de los Carrascos quién va a ser el sustituto de Zea, discusión de pura fórmula, porque todos estamos en el secreto de que será Martínez de la Rosa.
—¿Tú estás en buenas relaciones con él?
—En magníficas. Don Francisco es muy amigo mío. Yo le digo que no debe dejar de ser poeta,[210] que ante todo él es poeta, y esto le halaga mucho. En la primera vacante me hace obispo.
—¿Y de los amigos, no le has hablado?
—Sí, hombre, le he hablado de ti; te conoce. «Es un chico con aire muy fino; lo haremos diplomático», dice.
—¡Muchas gracias!
—¡Si le he hablado hasta del mismo Aviraneta! Del número Uno, Dos y Tres del primer Triángulo del Centro.
—¿Y qué ha dicho?
—Que no tiene escrúpulo ninguno en verse con él. Que en España es indispensable echar mano del hombre de talento en donde se le encuentre.
—Muy bien. Vamos a ver si nuestro Triángulo asciende en categoría.
Marcharon el cura Mansilla y Tilly a casa de los hermanos Carrascos, que se hallaba llena de personajes amigos de la Reina Cristina y de alguno que otro isabelino de los menos intransigentes.
Había en el salón hasta veinte o treinta personas.
Donoso Cortés dijo, en un discurso elocuente, que la reina, convencida de la impopularidad de Zea Bermúdez, había pensado en sustituírle en la Presidencia del Consejo de Ministros por algún otro político más simpático a los elementos liberales.
Añadió que él, los hermanos Carrascos y algunos otros, consultados por Su Majestad, habían dicho que el más indicado les parecía don Francisco Martínez de la Rosa.
Los cristinos, al oír este nombre, aplaudieron[211] con entusiasmo, y uno de los isabelinos que se encontraban allí, el conde de las Navas, dijo que era indispensable que Martínez de la Rosa ofreciese restablecer la Constitución de 1812 y convocar las Cortes.
La proposición produjo cierta perplejidad; entonces pidió la palabra Mansilla, y de una manera muy diplomática, y haciendo alarde de liberalismo, dijo que, como toda obra del tiempo, la Constitución de Cádiz tenía sus errores de perspectiva, y que no le parecía prudente el exigir que se proclamase íntegra la Constitución de 1812, pues podía modificarse y hacerse con ella un Código más oportuno, progresivo y liberal.
La mayoría de los cristinos fué de la misma opinión, y se llamó entonces a don Francisco Martínez de la Rosa, que estaba en otro cuarto y que, al entrar en la sala, fué aclamado. Martínez de la Rosa prometió que cumpliría los deseos de los patriotas.
Al momento, Donoso Cortés y uno de los Carrascos marcharon en coche a Palacio, y trajeron a la reunión la palabra de la reina de que aceptaba la destitución de Zea, y el nombramiento de Martínez de la Rosa.
Mansilla y Tilly le felicitaron, y el poeta granadino les dió a entender que no les olvidaría.
La entrada de Martínez de la Rosa en el Poder produjo, al principio, gran satisfacción entre los liberales, que creyeron que había llegado definitivamente su hora.
Pronto se vió que no había tal cosa; la política, naturalmente, no cambió, y los procedimientos de[212] los ministros fueron los de siempre; una nube de policías comenzó a espiar, no precisamente a los carlistas, sino a los liberales.
Los de la Isabelina se decidieron a ayudar a que se consolidasen las antiguas sociedades secretas. El hermano Beraza tomó la paleta simbólica y se dispuso a levantar las columnas del templo masónico; se nombró gran maestre de la Orden a Pérez de Tudela, y jefes del Gran Oriente a Calatrava, San Miguel y otros varios. Calvo de Rozas tomó la dirección de los comuneros, y Aviraneta con González Bravo intentó nutrir las ventas carbonarias de los Europeos Reformados.
Martínez de la Rosa derivó sin proponérselo hacia la reacción como los anteriores gobernantes, no porque él quisiera ser reaccionario, sino porque todo Poder lo es.
Se decía que su política se discutía y se decretaba en un gran consistorio de abates afrancesados, como Miñano, Lista, Hermosilla y Reinoso; que después de resueltas las cuestiones pasaban los Pirineos, llegaban a París y allí recibían la suprema sanción de Guizot, el rey de los doctrinarios.
De este consistorio de abates nació, según unos, la idea de confeccionar una especie de carta como la de Luis XVIII en Francia, que fuera una Constitución en pequeño.
A los dos o tres meses de entrar en el Poder Martínez de la Rosa, los liberales eran tan enemigos de él como de Zea Bermúdez.
Días después de su llegada, el padre Chamizo fué a casa de Celia; le contó su viaje y la detención de Aviraneta, aunque no le dijo que don Eugenio había vuelto y que estaba escondido en una casa de la calle de Cedaceros.
Como a Aviraneta no le convenía que nadie le visitase, pues por las visitas podían dar con su escondrijo, Chamizo no fué a verle a su nueva casa.
Poco tiempo después tomó las tres mil pesetas que había dejado Aviraneta en la biblioteca del ex claustrado y se las entregó a su hermana. Don Eugenio le escribió una carta dándole las gracias, acusando recibo de la cantidad, y le envió una caja de turrón.
Un día de mucho frío, a fines del mes de enero, Chamizo se encontró a Nogueras en la Puerta del Sol y le detuvo.
—¿Tiene usted prisa?—le preguntó el capitán.
—No.
—¿Quiere usted venir conmigo al Café Nuevo?
—Vamos.
Fueron allá, se metieron en un rincón y le dijo Nogueras:
—¿Sabe usted que acaban de detener a Salvador, el enviado de Barcelona?
—¿En dónde?
—En el patio de Correos.
—¿Y por qué? ¿Se sabe?
—No. Estaba con él en el patio de Correos, y mientras yo miraba las listas y él recogía una porción de cartas, un comisario de policía con dos agentes le ha prendido. Ha llamado a la guardia, que ha venido con cuatro soldados, y se lo han llevado. He ido yo tras ellos. Han cruzado la Puerta del Sol y han entrado en una casa de la calle de Preciados, cerca del callejón de Rompelanzas. En esta casa, que es de huéspedes, vive Salvador. He pasado por delante de la puerta, donde había un agente. Este agente era de los nuestros, un tal Nebot, afiliado a la Isabelina. «Capitán, no se detenga usted—me ha dicho—. Vaya usted al Café Nuevo y espere usted allí. Cuando acabe el servicio iré a contarle lo que ha ocurrido». Y estoy esperando a que venga.
Aguardaron en el café un par de horas el ex claustrado y el capitán, hasta que entró el agente. Nogueras se levantó y el policía se acercó a él.
—¿Qué ha pasado?
—Pues nada—dijo Nebot, el agente—; llegamos a la calle de Preciados custodiando a Salvador; la tropa se quedó en la calle y subimos al piso principal el comisario don Nicolás de Luna,[215] Salvador, cuatro celadores y yo. Don Nicolás arrestó al ama de la casa y a la criada. Dió orden también de que si alguien llamaba a la campanilla se le detuviese. Nuestro jefe pidió a Salvador la llave de un baúl grande que tenía en su alcoba, sacó de dentro una infinidad de papeles, hizo un inventario y firmó él, Salvador y nosotros dos. Se registró después el cuarto, los libros y la ropa, y como no se encontró nada, se puso en libertad al ama y a la criada, tomando a las dos sus nombres. Luego el comisario mandó bajar a Salvador a la calle, y escoltado por nosotros, los cuatro celadores y la tropa, lo llevamos a la Cárcel de Corte. Don Nicolás dió la orden al alcaide para que pusiera al preso incomunicado, y concluída la faena he venido aquí.
—¿Qué tal se ha portado Salvador?—preguntó Nogueras—. ¿Estaba sereno?
—No; nada de eso. Estaba muy pálido, y en la Cárcel de Corte, cuando le dijeron que le llevaban al calabozo, se puso tan amarillo que creímos que le daba algo.
Nogueras felicitó al agente por su gestión y cuando se marchó le dijo a Chamizo, con su aire grave y de suficiencia:
—Voy a visitar a los primates del partido a ver si hacemos algo por ese pobre Salvador. Le han debido coger algunos documentos comprometedores. Es un revolucionario terrible.
Nogueras tomó su capa y su chambergo y se marchó del café.
—Al día siguiente el ex claustrado estuvo en casa de Celia, donde se habló de Salvador. Se[216] decía allí que éste era un republicano, un carbonario, un bebedor de sangre, que había venido con una misión secreta de Barcelona para los clubs de Madrid, y que lo iba a pasar muy mal.
Chamizo se acordó de la Junta del Triple Sello, de que algunos hablaban con gran misterio.
Por curiosidad y por saber qué ocurría, fué Chamizo a casa de Nogueras y a la tienda de la Lagarta; pero no lo encontró. Una semana más tarde vió al capitán, que estaba en el Café Nuevo, y se acercó a él.
—¿Qué hay de Salvador?—le dijo.
—¡Calle usted, hombre! ¡Calle usted!—exclamó Nogueras—. ¡Qué chasco!
—Pues, ¿qué pasa?
—¿No sabe usted?
—Nada.
—Pues que ha resultado que era un espía, un agente de Zea Bermúdez. Ya está en libertad.
—¡Es extraordinario! ¿Y cómo se ha averiguado eso?
—Verá usted. Cuando yo di la noticia de que habían preso a Salvador, se reunió el Directorio de la Isabelina y se habló de la manera de protegerle, y se decidió que sería conveniente ir a ver al superintendente de policía don Fermín Gil de Linares. Romero Alpuente, que le conoce, fué a visitar a Linares y le habló del asunto. Linares se presentó en la Cárcel de Corte, hizo que llamaran a Salvador y le tomó declaración. Salvador declaró que era un agente de Zea Bermúdez, que estaba en la corte para desbaratar un plan revolucionario que se fraguaba al mismo tiempo en Madrid[217] y en Barcelona por los isabelinos, en el que estaban complicados la infanta Luisa Carlota y su marido, el conde de Parcent, el general Llauder, el general Palafox, Calvo de Rozas, Aviraneta y todos nosotros. Linares se quedó asombrado. Consultó en seguida con el ministro, y Martínez de la Rosa dió orden de que dejaran a Salvador en libertad. Figúrese usted el asombro de Romero Alpuente cuando fué como hombre bueno y se encontró acusado. El buen señor vino más amarillo y más feo que nunca a relatar lo ocurrido.
—¡Qué enredos!—exclamó Chamizo.
—Sí; está todo tan revuelto que ya no se va uno a poder fiar ni de su sombra.
—El mejor día va a resultar que todos ustedes son agentes de Don Carlos.
—No; eso no—dijo Nogueras, que no comprendía las bromas.
—Bien, pero algo parecido.
—Mire usted el papel que han publicado los nuestros.
Y Nogueras le dió al ex claustrado una hoja escrita.
En este papel se contaba la historia de Salvador; una historia de espionaje y traiciones. Se decía que en 1823, siendo oficial del regimiento de Lusitania, se pasó a los facciosos con parte de su compañía; que poco después estuvo de emisario del Gobierno realista con el objeto de espiar a los patriotas en Gibraltar y a los presos en los pontones de Lisboa, Barcelona y Marsella.
Se aseguraba también que había sido amigo de Regato; agente de Calomarde para sus juegos de[218] Bolsa e intrigas políticas, y uno de los espías de González Moreno cuando el fusilamiento de Torrijos. Ultimamente había entrado al servicio de Zea como confidente para conocer los proyectos de los liberales y denunciarlos. Se afirmaba también que tenía una Sociedad secreta en Barcelona, donde maniobraba él con sus agentes provocadores.
Tras de esta hoja de servicios se ponían en el papel las señas personales de Salvador y la casa donde vivía en Madrid.
La lectura de la hoja en el Café Nuevo indujo a algunos exaltados a castigar al espía dándole una paliza, y a otros chuscos se les ocurrió alquilar una murga e ir a cantar el oficio de difuntos delante de los balcones de casa de Salvador.
La policía se enteró del proyecto y mandó a la calle de Preciados un piquete de caballería que dispersó a la multitud, que ya empezaba a reunirse en la esquina del callejón de Rompelanzas.
Un mes más tarde, Chamizo vió a Salvador, que salía de la iglesia de Montserrat de la calle Ancha con una mujer del brazo, los dos con un aire muy místico.
Chamizo le conoció e hizo como que no le veía. Por las pesquisas de Nogueras y sus amigos se averiguó que vivía en la calle de Silva, entrando por la plaza de Santo Domingo, a mano derecha, cerca del callejón del Perro, en el número 12, casa que era del Sello Real de la Corte, donde había vivido mucho tiempo Regato. De Madrid, Salvador salió para Cádiz, y de Cádiz se le envió a Filipinas con alguna misión del Gobierno.
La primavera de 1834 fué para Chamizo poco agradable. Como la Sociedad Isabelina, dirigida por Aviraneta y demás compadres, era ya tan conocida, el ex fraile no se atrevía a visitar a Nogueras y a los otros amigos.
Comenzó a dar lecciones de latín y de francés; pero no sacaba bastante para vivir. Gallardo le proporcionó alguno que otro trabajillo más; con todo su presupuesto se desnivelaba. Doña Puri, la patrona, le decía que no se apurara.
A casa de Celia comenzó a dejar de ir. Había en la familia un grave disgusto, que suponía el ex claustrado provenía de las relaciones de Celia y Gamboa.
Preguntó por éste varias veces, y por las contestaciones ambiguas que recibió comprendió que en él radicaba la causa del malestar.
El último día que Chamizo comió a gusto en Madrid fué el día de Carnaval. Chamizo se encontró a Gamboa, a Nogueras y a Gamundi en compañía de un paisano. A éste le presentaron como[220] un ayudante del general Mina, llamado Francisco Civat.
Civat era catalán, carbonario y antiguo guardia de Corps. Era un hombretón, con el pecho saliente, un poco tosco, con una franqueza exagerada para ser sincera. Tenía la nariz gruesa, la cara juanetuda, los ojos claros y el pelo rojizo. Se manifestaba gastador, rumboso, hombre expeditivo, que no admitía dificultades ni dilaciones en sus proyectos. Civat era jugador y tenía fiebre de dinero y de placeres.
Iba todo este grupo a comer a la fonda de Genies y le invitaron a Chamizo a acompañarle. Los oficiales jóvenes marchaban al día siguiente a Navarra a batirse con los carlistas. Gamboa aseguró que no tardaría en reunírseles. El ex claustrado les envidió, porque estaban contentos de su suerte y se auguraban grandes venturas.
En la comida, Nogueras y Gamboa tuvieron la mala ocurrencia de discutir de política. La entrada de Martínez de la Rosa en el Poder no había satisfecho a los isabelinos. Antes de que el Ministerio del poeta granadino hiciera algo, ya estaban todos diciendo que era un pastelero y les daría un mico.
Nogueras exageró su malevolencia contra el nuevo presidente, llamándole con su pedantería habitual el coplero, el poetastro, Rosita la pastelera...
Gamboa, que se hallaba irritado y nervioso, aseguró que los isabelinos no debían echar a nadie en cara su inacción, porque ellos eran los más inútiles y los más incapaces de todo.
—No puedes decir eso—exclamó Nogueras—.[221] Estamos todavía organizando la gente, tenemos ya cinco legiones en Madrid y ramificaciones por toda España.
—A mí no me vengas con historias—replicó Gamboa—. Tus isabelinos no son mas que unos ambiciosos como todos los demás que ansían ser ministros. En el momento en que creíamos que venía el absolutismo por el estilo del de Calomarde, les ofrecemos sublevarnos, echarnos a la calle, y nos dicen: «No, no; es necesario contemporizar, esperar...»
—¿Cuándo ha sido eso?—preguntó Nogueras.
—¿Cuándo? Cuando la reunión de los liberales en la calle del Arenal. Urbina y yo hablamos a Aviraneta en el café de Levante, y él estaba dispuesto. Esperamos, porque así dijeron los santones, y ahora resulta que no debemos esperar ni contemporizar... Todo porque no le quieren hacer ministro a ese bárbaro de Calvo de Rozas, ni a ese momia ridícula de Romero Alpuente...
—Estás exaltado—dijo Nogueras.
—No, no estoy exaltado; estoy cansado de intrigas y de tonterías. Así que cuando me digan a la guerra, voy a ir más contento que unas pascuas.
El ex guardia de Corps Civat, con acento catalán, dijo que no se podían hacer las cosas tan pronto como se querían; que había que tener paciencia y perseverar en todo.
Concluyeron de comer; los dos oficiales jóvenes se fueron por un lado; Nogueras y Civat, por otro, y Chamizo le acompañó a Gamboa un rato.
—Este Nogueras es un pobre iluso—dijo Gamboa.
—El piojo sabio, como le llama Aviraneta.
—Sí; ahora ya cree que ese Civat lo va a resolver todo. Para él Civat es un Robespierre. Lo mismo le pasó con Salvador.
—¿Ya no vive usted con su tío?—le preguntó Chamizo.
—No; ya no vivo con él. A última hora le ha dado por ser celoso. Chifladuras de viejo.
—¿Dónde vive usted?
—En casa de una señora muy simpática, que es algo parienta de mi tío. Esta señora tiene una sobrina joven y tenemos nuestros conciertos; solemos tocar: ella, la guitarra, y yo, la flauta. Vaya usted algún día. Vivo en la calle de San Justo, encima de una cerería que hay frente a la iglesia.
Chamizo fué a la tienda una vez y volvió con frecuencia.
La cerería estaba en una casita pequeña de un piso, con un alero saliente, dos balcones con los cristales pequeños y emplomados, y un escaparate lleno de cirios, velas de colores, rojas y amarillas; otras, adornadas con papel rizado, cerillas y pastillas de chocolate.
La dueña de la cerería era una mujer flaca, acartonada; su sobrina Pilar era una muchacha simpática.
Chamizo, el primer día que fué a la cerería, oyó a Pilar y a Gamboa, y comprendió que el militar estaba muy entusiasmado con la muchacha, y que ésta coqueteaba con él.
Chamizo fué invitado a tomar chocolate, y volvió principalmente por matar el hambre.
En la primavera de 1834 apareció en Madrid Margarita Tilly con su marido Sampau a pasar una temporada. Tenía tres niños pequeños.
Margarita convidó a comer en casa de los padres de su marido a su hermano Jorge, a Fidalgo, a Blanca, la camarista de Palacio, y a Aviraneta.
De sobremesa se habló mucho de Celia, que hacía días estaba algo enferma y retraída.
—Yo creo que está, más que nada, descontenta—dijo Tilly.
—¿Y por qué?—preguntó su hermana Margarita—. ¿No vive bien? ¿No tiene un pequeño círculo de adoradores?
—Sí; pero tiene ese egocentrismo de todas las mujeres, que les hace querer que el mundo entero gire alrededor de ellas.
—Ya está mi hermano definiendo—exclamó Margarita con ironía.
—Es la verdad. Todas vosotras exigís ser el centro del mundo, al menos de vuestro mundo, y no queréis que nadie se distraiga en los alrededores.
—¡Bah! ¿Y ustedes?—preguntó Blanca Fidalgo.
—No tanto. Al menos nosotros aceptamos que el punto central de la vida sea una idea: la Política, la Literatura, la Ciencia... Ustedes, no; ustedes tienen el amor del pequeño círculo, y Celia más que nadie. Nuestra amiga desearía que no pudiéramos ser felices sus íntimos mas que por su intermedio, y ella nos distribuiría la felicidad. Ella quisiera ser el nudo de su tertulia, el cerebro o la médula espinal.
—Yo no comprendo por qué Celia está tan descontenta—dijo Margarita—. Vive bien, el marido la mima, tiene una sociedad agradable....
—Todo eso no es obstáculo para que se aburra—interrumpió Tilly.
—No ha debido tener nunca entusiasmo por su marido—dijo Aviraneta.
—Nunca. Ahora que don Narciso está enfermo es cuando se ocupa con interés de él—dijo Fidalgo—. Antes era cosa conocida. Le tenía usted a Celia con su marido, y bostezaba, se ponía triste; venía Gamboa o uno de ustedes, y Celia renacía, estaba viva, ingeniosa, perspicaz; pero se marchaban todos, y entonces Celia decaía y comenzaba a bostezar y se le ponía como un velo en los ojos.
—Es una romántica—dijo Fidalgo.
—Hoy así se llaman estas mujeres—saltó Aviraneta—. Mañana se encontrará que los temperamentos de esta clase tienen el cerebro con más[225] fósforo o los nervios con más electricidad que la normal.
—¡Qué materialista es don Eugenio!—exclamó Margarita—. Yo no creo que Celia es una mujer arrebatada.
—¡Ca!—dijo Blanca Fidalgo—. Celia es una mujer fría, sin arrebatos, con una coquetería puramente de cabeza; quiere tener a Gamboa a su lado sin soltar prenda, y esto es muy difícil.
—Segunda edición de madame Recamier—dijo Tilly.
—Yo creo que Celia está esperando a que se muera su marido para casarse con el sobrino—dijo Blanca, con la mala voluntad natural de una mujer para otra—. Es muy lagarta.
—¿Y él cómo es?—preguntó Margarita.
—¿Gamboa? Es un guapo muchacho—dijo Blanca.
—Es un hombre impulsivo... poco inteligente—añadió Tilly.
—Hombre lleno de ideas exageradas sobre la honra—agregó Aviraneta—, enemigo de todo lo extranjero, enemigo de lo irregular, serio, formal, en fin, un tipo vulgar como todo el mundo.
—¿Y le quiere a Celia?
—Sí, le quiere a su manera, a la manera corriente—dijo Blanca Fidalgo, riendo.
—El cree que el amor es el amor—afirmó Tilly—, y no quiere aceptar los tiquis miquis sentimentales de madama Celia.
—¿Es que usted los aceptaría?
—¡Qué sé yo! Según.
—Es que algunos dicen que ya los va usted[226] aceptando—repuso con malicia la camarista—, y que usted y el secretario de lord Villiers son rivales.
—Pues se engañan los que eso dicen—contestó Tilly—. Entre Celia y yo no hay mas que una buena amistad; yo le comprendo a ella y ella me comprende a mí. Aquí don Eugenio es también amigo suyo.
—Entre nosotros hay siempre cierta reserva—repuso Aviraneta—. Entre usted y ella, no.
—Pues nos miramos más como dos hermanos que como un hombre y una mujer que pueden ser por cualquier contingencia amantes—repuso Tilly.
—Ahora sí, porque está usted muy flaco—dijo Aviraneta, sarcásticamente—; más adelante ya veremos.
—Ya está con su materialismo terrible don Eugenio—exclamó Margarita.
—Yo creo que no hay que hacer mucho caso de Jorge—replicó Blanca—. Es un jesuíta, hipocritón, quiere despistarnos.
—¡Ca! Si mi hermano está ahora enamorado—dijo Margarita—de una chica modosita, un poco pava...
—¡Ah! Claro. Es el tipo que les gusta a los calaveras arrepentidos—saltó Blanca.
Tilly se encogió de hombros.
—¿Y usted conoce a Celia desde hace tiempo?—preguntó Aviraneta a la hermana de Tilly.
—Desde la infancia. Celia es hija de un diplomático del tiempo de José Bonaparte y Fernando VII. Su padre era un realista. Celia se educó[227] conmigo en París, en un colegio. Era entonces una chica muy religiosa: había tratado vendeanos y chuanes. Cuando yo la conocí tenía el culto de Juana de Arco y María Antonieta. El pensar en el niño del Temple le hacía llorar a lágrima viva. Morir por el Papa y por el Rey era su sueño dorado. Luchar contra los impíos hubiera sido su gloria. De niña, Celia, muy bonita, muy mimada, muy animosa, tomó parte en conciliábulos realistas. Las monjas exaltaron en nosotras el misticismo y el sentimiento monárquico. Cuando la intervención del duque de Angulema, Celia bordó una bandera para los Dragones de la Fe, con unas flores de lis. Celia era muy inteligente y ganaba los premios en todas las clases. A los diez y seis años, cuando yo tenía ocho, su padre la sacó del colegio. Tiempo después la volví a ver; había tenido unos amores desgraciados con un joven e iba a casarse con el que es ahora su marido. Entonces había cambiado de ideas: era poetisa, escribía versos y aprendía a tocar el arpa. Ahora la veo en compañía de usted, metida a liberal y no sé si a carbonaria.
—Es una mujer interesante y de talento. No cabe duda—dijo Aviraneta.
—Este mundo frío y algo monótono en que vivimos todos, ella lo desprecia profundamente—agregó Margarita.
—Por eso me es a mí simpática—dijo Tilly—. Ese desprecio por la vulgaridad corriente está muy bien.
—No comprende mi pobre Celia—siguió diciendo Margarita—que esas cosas que ella desde[228]ña son las más esenciales, y para la mayoría de las mujeres el hacer todos los días lo mismo tiene grandes encantos. Ella aspira a las cosas extraordinarias y le gustaría vivir en heroína; yo creo que sería capaz de subir al patíbulo con valor.
—¡Y yo que suponía que la candidata a heroína era usted!—exclamó Aviraneta.
—¡Y lo dice como quien hace un reproche!—saltó Margarita riendo.
—Y tiene razón—dijo Tilly.
—Sí; yo parecía de soltera un poco loca—añadió Margarita—; pero mi afición ha sido la casa. La vida, un poco rara, que había hecho me había dado unos gustos aparatosos; pero mis inclinaciones eran otras.
Se discutió largamente en la comida el carácter y el temperamento de Celia y el de Gamboa. Los hombres encontraban más inteligente y más espiritual a Celia que a Gamboa; pero les parecía lógica la actitud de Gamboa; en cambio, Blanca Fidalgo encontraba más bueno a Gamboa que a Celia y suponía que Celia hacía bien al tener siempre a distancia a Gamboa.
Paquito Gamboa era un buen muchacho, sin malicia, huérfano de madre y de unas excelentes condiciones. De familia de posición y con influencias, hubiera prosperado en seguida; pero la casualidad le llevó, en 1823, cuando era teniente y tenía veintiún años, al cuerpo que mandaba el coronel De Pablo, en Alicante, y después de la capitulación de esta ciudad fué llevado a Francia. De hallarse en España le hubiera sido fácil conseguir la purificación por una junta militar; pero como su padre era realista fanático y hombre autoritario y déspota, le creyó liberal, y en vez de favorecerle le dijo que no interpondría su influencia mientras no abjurara de sus ideas. Gamboa se prometió no pedir protección a su padre ni a su familia. De Francia pasó a Inglaterra, porque sin motivo alguno sentía más simpatía por los ingleses que por los franceses. Tenía algún dinero de su madre, encontró un destino en Londres y se dedicó a vivir y a vestir con elegancia.
A los cinco o seis años de vida londinense y de estar hecho un sportman, se encontró con su tío don Narciso Ruiz de Heredia, diplomático, que iba de secretario a la Embajada de Londres.
Don Narciso hacía pocos años que acababa de casarse con Celia, y era un hombre de cierta edad, muy amable y servicial. Al llegar a Londres temió que se le presentara su sobrino, a quien pensaba encontrárselo derrotado, sucio y exaltado; pero al verle pulcro, atildado, indiferente en cuestiones políticas y hecho un dandy, le recibió con gran afecto.
Celia acogió al sobrino de su marido con una afabilidad y una coquetería disimulada, que hicieron de Gamboa un esclavo suyo.
Celia cautivó a la colonia española de Londres, donde tuvo grandes admiradores. Teresa Mancha, amante y después mujer de Espronceda, rivalizaba con ella en la colonia española; pero la mayoría de la gente reconocía que Celia estaba a mayor altura. Celia era muy inteligente. Sentía entusiasmo por todas las cosas nobles, estaba siempre dispuesta a hacer algo grande. Con su mirada brillante, su actitud decidida, cautivaba a todos. De Londres, don Narciso Ruiz de Heredia fué enviado de embajador al Vaticano, y Celia hizo que Paquito fuera purificado, ascendiera a capitán y entrara como agregado en el personal de la Embajada.
En Roma hicieron Celia y Gamboa una vida espléndida de paseos, de fiestas. Era el caballero servente de la embajadora, honorario, porque no pasaba de ahí.
Celia era una mujer de mediana estatura y de[231] una esbeltez de muchacha soltera. Tenía los ojos claros, de un tono de seda, unos ojos muy humanos, y el pelo, castaño; no había en ella ninguna solemnidad en sus actitudes; siempre se manifestaba natural y espontánea.
Celia conquistaba a la gente; tenía una voz que no era de timbre claro, pero que cautivaba por su acento de simpatía. Los que la conocían la reprochaban su versatilidad. Olvidaba a sus cautivos con una rapidez notable. Se cansaba de sus amistades. Gamboa estaba acostumbrado a verla amable y afectuosa con una persona y a los dos o tres días oírla decir de la misma:
—¡Qué tipo más fastidioso, más pesado!
No recordaba que muchas veces era ella la que había rogado al importuno que fuera a su casa.
Al llegar a España, Paquito Gamboa estaba para ascender a comandante. En Madrid fué ascendido y destinado al Ministerio de Estado.
Paquito Gamboa, mientras vivió en el extranjero, no sintió con tanta fuerza como en España la situación falsa en que se encontraba con respecto a Celia; aquí, un tanto humillado, quiso aclarar la situación. Celia intentó tratarle como a un chico, darle largas, enternecerle; Gamboa se convenció; pero cuando cayó en la cuenta de que ella jugaba con él, su amor propio ofendido se exacerbó, le entró una profunda cólera y decidió romper de cualquier manera con Celia.
Un día don Narciso Ruiz de Heredia recibió una carta anónima. En ella le decían que su mujer era la amante de su sobrino Paquito Gamboa y que la correspondencia de éste la guardaba Celia en un vargueño de la sala. Don Narciso registró el vargueño y no encontró nada, pero este resultado no le tranquilizó; por el contrario, pensando y pensando en lo mismo llegó a creer que lo que le denunciaban era verdad.
Don Narciso estaba enfermo y no tenía energías para provocar una explicación categórica con su mujer; lo que hizo fué vigilarla y prepararle celadas para ver si la descubría.
Poco después comenzó a tranquilizarse, y comprendió que si había simpatía entre los dos, no habían llegado al capítulo de las realidades. Entonces emprendió la tarea de alejar a su sobrino de su lado.
No quería reñir con Celia, pues si lo hacía no iba a tener quien le cuidase; constantemente la[234] pedía que no se apartase de su lado y que le leyera algo.
Celia atendía a su marido; pero como no tenía una naturaleza fuerte, pronto comenzó ella a languidecer y a ponerse enferma.
Había días en que estaba desencajada, nerviosa, impertinente; en que se le ponía la cara roja por las malas digestiones y padecía grandes jaquecas.
En vista del estado lánguido de Celia, don Narciso dijo que se podía hacer venir una sobrina lejana suya, de Burgos, para que les cuidara a los dos. Celia aceptó la entrada en su casa de una mujer joven, no sin cierta preocupación.
Pilar Heredia, la sobrina de su marido, se presentó unos días después en casa. Era una muchacha servicial, simpática, sin ninguna pretensión de superioridad, incansable en su cargo de enfermera.
Los caracteres de Celia y Pilar contrastaban fuertemente.
Celia era distinguida, aristocrática, amable con todo el mundo, pero con un fondo de desdén. Pilar, popular, franca, nada aristocrática. No podía llamársele bonita, pero sí fresca y sana; tenía la cara un poco basta, vulgar; los ojos, negros.
Esta muchacha contaba con otros parientes en Madrid, dueños de una cerería de la calle del Sacramento, enfrente de la iglesia de San Justo.
Desde el momento de llegar a Madrid, Pilar se dispuso a luchar contra Celia y decidió arrebatarle a Gamboa. Celia, confiada en su superioridad, no notó al principio la maniobra. Su marido se iba agravando y esto le ocasionaba muchos cuidados.
Celia estaba cada vez más abatida, más llena de preocupaciones.
Gamboa había llegado a sentir por ella despego y cansancio.
Un día, al entrar en el comedor, Celia vió a Gamboa que estaba besando a Pilar. Celia los miró casi sin darse cuenta y no les dijo nada. Pilar y Gamboa contemplaron a Celia como a una intrusa, sin sentirse cohibidos ni avergonzados. Ella llegó en su descaro hasta reírse.
Celia tuvo una explicación con Pilar y le advirtió que tenía que volverse a Burgos.
Pilar accedió, al parecer; pero en vez de marcharse a su pueblo se quedó en la cerería de sus tíos de la calle del Sacramento.
Una semana después Gamboa le indicó a Celia que la policía le andaba buscando y que iba a esconderse en casa del capitán Nogueras.
—Bien; vete—exclamó Celia—. Me quedaré sola.
Don Narciso seguía cada vez más grave. Celia le cuidaba únicamente. Los amigos iban a verla. Un día que fué Margarita Tilly, le dijo Celia:
—¡Tengo un miedo!
—¿Miedo de qué?
—Miedo de todo. No duermo, no tengo ganas de comer.
Don Narciso empeoró y murió. El mismo día Celia recibió una carta de Gamboa diciéndole que todavía no podía salir de su escondrijo. Una semana después Celia supo por Blanca Fidalgo que Gamboa se había casado con Pilar en la iglesia de San Justo.
—¡Es imposible!—exclamó ella.
La cosa no era sólo posible, sino que era cierta. Celia pareció no sentirlo tanto como ella misma lo hubiera pensado. Quince días después de la muerte de su marido, Celia marchó a Cádiz, y de Cádiz, a Nápoles. A los dos meses, desde aquí le escribió una carta a Gamboa recordándole la vida pasada, diciéndole que fuera a reunirse con ella. La carta la recibió Pilar; su marido había ido a la guerra y acababa de morir en la acción de Muez. Pilar le escribió a Celia dándole muchos detalles de la muerte de Gamboa, y al año se volvió a casar. Celia volvió poco después a Madrid y se entregó de lleno a la iglesia.
Algunas mañanas de primavera y de verano, el padre Chamizo solía ir al Retiro a pasear, y se sentaba en un banco a leer un libro, generalmente en griego.
Un día, al entrar por el parterre, se encontró a Aviraneta hablando con una mujer, por su aspecto ya vieja. Aviraneta estaba elegante: vestía levita obscura, chaleco de terciopelo y corbata negra.
El padre Chamizo hizo como que no le veía, y siguió marchando por una avenida; pero poco después se lo encontró de nuevo y se tuvo que parar.
—Amigo don Eugenio—le dijo Chamizo—, parece que nos dedicamos al amor.
—Hombre, no. Esta señora es una antigua patrona mía; además, yo estoy un poco viejo para eso—replicó Aviraneta.
—Todavía, no. Todavía puede usted casarse.
—¡Bah! Con esta vida que uno hace, ¿qué mujer va a querer cargar con uno?
—Sí, eso es verdad; tendría usted que dejar sus costumbres de conspirador.
—¿Usted cree que un conspirador tiene costumbres?
—No sé; no tengo experiencia en eso. ¿Y qué tal va la Isabelina?—preguntó Chamizo.
—Ahora estamos entregados a un tal Civat, amigo de Palafox—dijo Aviraneta con sorna—. Lo que dice este señor parece la Biblia al general y a sus amigos. Andan todos faroleando por esas calles y hablando más de lo que debían.
Aviraneta afirmó que la política de los liberales llevaba mal camino.
—Tenemos una organización grande—dijo—; pero no contamos con hombres de acción: mucho charlatán y nada más. No existe el sentido del heroísmo y del sacrificio. Esta gente es incapaz de poner su nombre y su vida en una empresa. No hay un revolucionario de verdad. Yo me ofrecí a serlo; tarea difícil: exigía primero un voto de confianza y poderes omnímodos, responsabilidad única en el éxito o en el fracaso. Pronto vi que con estos señores no se va a ninguna parte. ¿Se trata de una medida de prudencia? Todo el mundo dice: «¿Para qué estas precauciones?» ¿Se intenta una medida de energía?: «Eso es una locura». Hay la suspicacia de la tontería. No vamos a hacer nada; lo siento, lo veo. Los militares quieren la guerra civil para ascender y algunos para enriquecerse; los oradores buscan una tribuna donde lucirse, y el pueblo, al que hemos estado excitando y pin[239]chando, hará el mejor día una barbaridad, que será una estupidez, pero que será algo.
—¡Vaya una confianza que tiene usted en el pueblo!
—El pueblo necesita cabeza y no tenemos una cabeza, no hay un hombre. Todos estos señores de la Isabelina no valen nada.
—Excepción de usted, don Eugenio.
—Es la única excepción; por eso me temen, por eso no quieren dejarme dirigir de verdad los asuntos. Dicen que soy un loco, un Don Quijote.
—Pero además de los isabelinos hay otros liberales—dijo Chamizo—. Mendizábal...
—¡Bah! Mendizábal es un hombre inteligente, según parece, muy entendido en cuestiones de hacienda, pero nada más.
—¿Y Alcalá Galiano?
—Es un pedante y un reaccionario en el fondo.
—¿Y Argüelles?
—Es un figurón respetable.
—¿Y don Fermín Caballero?
—Muy buen escritor, según dicen, muy cuco, que se ha hecho propietario gracias a Calomarde, hombre capaz de hacer un artículo muy castizo y muy punzante, pero para sacar el pecho fuera no sirve.
—¿Y Toreno?
—Reaccionario también y palabrero.
—¿Y entre los militares?
—Entre los militares hay jóvenes valientes, pero tornadizos; no se puede contar con ellos. Mina está muy viejo y enfermo; Palarea no sirve; Valdés, tampoco.
—¿Así que les falta a ustedes el hombre?
—Nos falta el hombre.
—Pues me alegro.
—No, pues no se debe usted alegrar, amigo Chamizo. Una revolución dirigida podría quizá no ser muy sanguinaria. Una tendencia revolucionaria sin dirección ni organización será mucho peor. Como le digo a usted, el mejor día el pueblo hará una barbaridad grande.
—Ustedes tendrán la culpa.
—Tanto como ustedes y como todos. No vamos a vivir constantemente como menores de edad, cosidos a las faldas de la Iglesia.
—Por lo menos sería mas cómodo, don Eugenio.
—Sí, más cómodo; pero sería la vileza y el desbarajuste. Porque ustedes también han perdido sus condiciones de mando, convénzanse. Ustedes ya no sirven... Otra cosa: ¿Usted no podría guardarme unos papeles, don Venancio?
—Si usted quiere, sí; pero no creo que mi casa sea un sitio seguro; porque la policía, empezando por el comisario Luna, sabe que somos amigos.
—Es verdad. Tiene usted razón.
Siguieron paseando un rato, hasta que Aviraneta vió a lo lejos que se acercaba Tilly.
—Ahí viene Tilly, a quien he citado.
—¡Ah!, sí; Tilly. Le conozco.
—Tengo que darle un encargo.
Se despidió Chamizo de Aviraneta, y éste se reunió con Tilly.
—¿Qué pasa, don Eugenio?—preguntó Tilly.
—Pasa que el día veinticuatro de este mes vamos a tener jolgorio, iniciado por los isabelinos.
—Eso se dice.
—Todo el mundo lo sabe. Hay un ministerio en proyecto. ¡Hum! Yo me temo que el Gobierno esté enterado y que me van a prender.
—¿Y qué ha pensado usted?
—Como yo no puedo moverme de la casa en donde estoy sin que me acusen de traidor, he pensado poner a buen recaudo algunos papeles. Yo quisiera que usted los guardara, y, si me prenden, yo le indicaré lo que tiene usted que hacer con ellos.
—Muy bien.
—¿No tiene usted inconveniente?
—Ninguno.
—Entonces esta señora, que vive en la calle de Segovia, le entregará mis papeles cuando vaya usted por ellos. He hecho que vengan ustedes aquí los dos para que se conozcan respectivamente. ¿Ya recordará usted la cara de este señor, doña Nacimiento?
—Sí, sí; la cara de este joven no es de las que se olvidan.
Tilly se inclinó sonriente.
—¿Cuándo va usted a ir a casa de doña Nacimiento?—preguntó Aviraneta.
—Cuando usted quiera. Si quiere usted, mañana mismo.
—Bueno; me parece bien.
Se marchó la antigua patrona de Aviraneta, y quedaron solos éste y Tilly.
—¿Qué hace Mansilla?—preguntó Aviraneta.
—Parece que le dan un alto cargo en el Tribu[242]nal de la Rota, y cuando haya vacante le hacen obispo.
—¡Diablo! El número Dos marcha viento en popa. ¿Y usted?
—A mí me quieren enviar de secretario a la Embajada de Viena; pero yo prefiero quedarme aquí y ver de ser diputado. ¿Usted qué hace?
—Yo, en casa. El Gobierno ha lanzado a la calle una nube de polizontes que espían por todas partes, y hay que ocultarse.
—Creo que hace usted bien.
—Se dice que sus amigos de usted, los cristinos, se ponen contra Martínez de la Rosa.
—Sí—contestó riendo Tilly—. Rosita, la pastelera, parece que ha jugado una mala pasada al partido. Se dice que a Donoso Cortés y a los Carrascos les ha cerrado la puerta de la cámara de la reina.
—¡Cómo estarán!
—Bufando. Dispuestos a echarse a la calle. Parece que vamos a tener jaleo.
—Sí, yo también lo sospecho; por eso quiero que me guarde usted esos documentos. Me temo que estos días me prendan. Si me prendieran, yo le avisaré para que publique usted en Francia, si no es posible en España, algunos de ellos. No los pierda usted. Póngalos en sitio seguro; en ello está mi defensa.
—No tenga usted cuidado.
—¿Dónde los va usted a guardar?
—Lo estudiaré. En esa Casa del Jardín no me parece conveniente. Ya debe haber alguien que sepa nuestra amistad.
—Sí. Es muy probable.
—En casa de mi hermana, tampoco. Yo estudiaré el sitio y se lo indicaré a usted.
—¡Adiós, número Uno!
—¡Adiós, número Tres!
Al día siguiente, Tilly recogía de la casa de la calle de Segovia los papeles de don Eugenio.
A principios de julio comenzó a extenderse el cólera en Madrid. Supuso Chamizo que en un pueblo poco limpio produciría la enfermedad un gran estrago, y, efectivamente, lo produjo.
Se decidió el ex fraile a no salir de casa mas que lo necesario para no presenciar horribles escenas. Como iban faltándole los medios de vida escribió a Bayona y a Burdeos para ver si podía volver, y le contestaron dándole esperanzas.
En Madrid la epidemia había desarrollado un individualismo terrible; el que podía se escapaba; el que no, se metía en un rincón.
Los ricos abandonaban la ciudad poco a poco. Unicamente los políticos parecían no ocuparse de la epidemia y seguían intrigando como si tal cosa.
Chamizo solía ir con frecuencia a la biblioteca de San Isidro a copiar documentos. Era amigo del rector del Colegio de Jesuítas, el padre Puyal.
Un día de julio, el 17, en que hacía un calor horrible, Chamizo salió de casa y fué a media tar[246]de en dirección de San Isidro, con la idea de pasar unas horas en la biblioteca del colegio.
Se cruzó varias veces con curas llevando el viático, que iban a las casas de los moribundos, y con carromatos cargados de cadáveres, pues no había bastantes coches fúnebres en la ciudad; tantas eran las defunciones. En la Puerta del Sol vió Chamizo gente de mal aspecto formando grupos que hablaban y vociferaban. Se acercó a los corrillos y oyó que decían que había habido muchos muertos por el cólera aquella mañana. Otros hablaban de la insurrección carlista, que se corría por España como un reguero de pólvora. Supuso el ex fraile que estas noticias serían la causa de la agitación de la multitud y avanzó a la Plaza Mayor. Desde aquí, calle de Toledo abajo, había un batallón de milicianos.
—¿Qué pasa?—preguntó el ex fraile a un sargento de urbanos.
—Que la gente ha hecho una degollina de frailes en San Isidro—contestó el sargento con petulancia, atusándose el bigote—. Se lo merecen.
—¿Y por qué?
—Porque están impulsando al carlismo. Los carlistas, que estaban escondidos en los conventos, han salido, disfrazados de frailes, a reunirse con Merino.
—¡Si no fuera mas que eso!—dijo otro miliciano.
—¿Pues? ¿Hay algo más?
—Que están echando cosas malas en el agua.
—¡Bah!
—Se les ha visto envenenando las fuentes con unos polvos.
Chamizo quedó horrorizado con la noticia.
—¡Qué absurdos se pueden creer—pensó—cuando se tiene la idea de la propia inferioridad, como la tiene el pueblo! ¿Para qué va nadie a envenenar las fuentes? ¿Qué objeto se puede tener para matar a los demás? ¡Qué locura! ¡Qué absurdo!
Empujado por los curiosos avanzó Chamizo por la calle de Toledo abajo. Subieron en dirección contraria un grupo de hombres, mujeres y chiquillos desharrapados, manchados de sangre, caras hurañas, gente frenética, gritando, con espuma en la boca. Entre ellos iban busconas pintarrajeadas y dueñas de las mancebías con sacos llenos de botín. Algunos hombres iban armados con fusiles, con la bayoneta calada; otros, con navajas, palos y martillos, y a manera de trofeo arrastraban ornamentos de iglesia. Al frente marchaba un hombre joven, fuerte, rojo, con la melena encrespada, sudoroso, manchado de sangre, con una pistola en la mano. Tenía algo de lobo.
Uno de los del tropel era Román, el Terrible, el hijo del señor Martín el librero, y llevaba con aire de fiera una bayoneta atada a un palo.
En la esquina de la calle de Toledo y la de los Estudios había un montón de ropas, muebles, libros, cuadros, tirados desde el Colegio de San Isidro, todo ennegrecido por el fuego. Los milicianos hacían la guardia como si su única misión fuera vigilar estos objetos, y mientrastanto se seguía asesinando y se arrojaban desde las ventanas una porción de cosas a la calle y se les pegaba fuego, con gran algazara y aplausos.
Al poco rato apareció el joven fuerte, rojo, a gritar, a dar órdenes.
—¿Quién es?—preguntó Chamizo.
No le conocía nadie.
A la puerta de la prendería de la calle de los Estudios estaba Concha la Lagarta en medio de un grupo de gente.
—Han hecho bien—gritaba con voz aguda—; que los maten a todos. ¡Canallas! ¡Envenenadores! No se debía dejar uno vivo. Por ellos pasa lo que está pasando; por ellos está toda España llena de carlistas. Hasta que no se quemen todos los conventos y no se desuelle a todos los frailes no habrá aquí paz.
Chamizo la oía absorto. La criada de la Lagarta, la señora Ramona, se acercó al ex fraile.
—¿Ve usted esa fiera? Está como loca. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas tenemos que ver!
La señora Ramona le dijo a Chamizo que en los claustros de San Isidro había frailes muertos, asesinados, en las más extrañas posturas.
La gente no manifestaba la menor compasión. Días antes se confesarían con ellos como buenos católicos; días después se arrodillarían ante una procesión. En aquel momento los mataban sin piedad. Setenta y tantos habían degollado. Así es el pueblo, cruel y tornadizo como un niño.
Al anochecer vió Chamizo que entraba un carro en el portal del colegio; según dijeron las gentes lo iban a llenar de cadáveres de frailes.
Al aparecer la carreta de nuevo y ponerse en marcha, la multitud se puso a aullar y a bailar alrededor, gritando con furia: «¡Mueran los frailes!»
Allí también andaba el hombre rojo de la melena encrespada, con su pistola en la mano y su aire de matón fiero.
Chamizo vió o creyó ver una mano de un muerto que salía del carro.
El ex claustrado estaba completamente trastornado. Subió la calle de Toledo y tomó por la Concepción Jerónima. Unos chicos habían hecho un monigote de paja, y, después de envolverle con un hábito de fraile, lo arrastraban por el suelo cantando el Himno de Riego. Unas busconas, con antorchas encendidas, les precedían.
Como la marea que entra en la ría fangosa y empuja a la superficie todos los detritos podridos, los perros y los gatos muertos con el vientre inflado, así estas aguas, desbordadas del odio popular, habían sacado a flote lo más pobre, lo más mísero y lo más encanallado de la urbe.
—¿De dónde procedía tanto furor?—se preguntaba Chamizo—. ¿No era esta gente en su mayoría creyente? ¿Tenían alguna idea? Ninguna. Su plan era matar, destruír, quemar, por rabia, por desesperación. En estos momentos de tumulto, de confusión, de histeria sanguinaria, ¿quién es de los que van entre la masa que tiene conciencia?
Le hubiera gustado al ex claustrado hablar con alguno. Entró en el café de la Fontana de Oro. Allí los oradores peroraban; a cada paso llegaban chiquillos andrajosos, señoritos pálidos, elegantes, manchados de sangre, y se les aplaudía y se les estrechaba la mano dándoles la enhorabuena.
La noche fué horrorosa de calor, de inquietud. Se oyeron campanas, tiros, gritos y quejas en la[250] vecindad... Chamizo no pudo conciliar el sueño. Aquellos fantasmas hórridos vistos en el día bailaban una terrible zarabanda ante sus ojos, y el hombre con su melena roja encrespada, su aire de mastín y su pistola en la mano, se le presentaba a cada paso y hasta le parecía que le estaba oyendo hablar.
Al día siguiente se hallaba don Venancio tan rendido, que decidió quedarse en la cama.
Una semana después, estaba por la mañana dormitando cuando oyó que entraba alguien en su cuarto.
—¿Quién es?—preguntó.
—Soy yo.
Era el jesuíta, el padre Jacinto, que al principio de su estancia en Madrid iba a visitarle con frecuencia. Venía vestido de paisano.
Sin más preámbulos comenzó a perorar y a decirle que la horrible matanza de los días anteriores se había verificado por su culpa.
—¿Cómo por mi culpa?—dijo Chamizo—. ¡Usted está loco!
—Sí; por su culpa. Porque usted conocía a los criminales que han dirigido este complot horroro[252]so y estaba usted obligado a vigilarles. Sobre su cabeza caerán estos crímenes abominables.
El jesuíta hablaba descompuesto. La serenidad de Chamizo le tranquilizó. Le dijo éste que no creía que fuera verdad que sus amigos antiguos hubieran ordenado la matanza, y expuso sus razones. Aunque así fuera, él no podía conocer los designios de los liberales, porque hacía mucho tiempo que no se trataba con ellos.
El padre Jacinto afirmó que sí, que eran los isabelinos y los carbonarios los inductores de la matanza, y que él tenía la prueba, por la confesión de un nacional. Se sabía, además, que algunas personas se habían dirigido al Ministerio de la Gobernación y avisado al capitán Narváez, que estaba de guardia, lo que pasaba en los conventos, y Narváez había dicho:
—Mientras no me manden, no voy.
—Es que los están matando—le replicaron.
—Pues que los maten; por mí pueden no dejar uno.
Otros militares isabelinos habían tenido, según el jesuíta, una idéntica actitud.
—Pero si quiere usted convencerse venga usted conmigo a casa de ese nacional que yo conozco—concluyó diciendo el padre Jacinto.
—Muy bien. Voy con usted.
Se vistió Chamizo y marcharon juntos.
En el camino, el jesuíta le contó varias cosas. Según él, la matanza de frailes la había decidido la Junta del Triple Sello, asociación satánica formada por masones, isabelinos y carbonarios, pero dirigida principalmente por éstos. Para dar la señal de la[253] matanza elevaron un meteoro, un globo de luz que brilló misteriosamente en el aire durante algún tiempo la noche anterior al día de los saqueos y muertes.
Esta historia del meteoro le parecía a Chamizo una fantasía ridícula y absurda, pero no dijo nada.
Cruzaron el jesuíta y el ex claustrado la Puerta del Sol, y de aquí, por la calle Mayor y la de Toledo, fueron a los Barrios Bajos. El padre Jacinto quería ir a la calle del Carnero; pero no recordaba bien el camino. Entraron en la de la Ruda, materialmente llena de una multitud andrajosa que se detenía en los puestos de verdura y de pescado. De aquí pasaron a la calle de las Velas y se detuvieron en una tienda donde vendían galápagos. Preguntó el jesuíta por la calle del Carnero, y le indicaron que bajara por otra estrecha, llamada de la Chopa. Se metieron en ésta y se encontraron con unas viejas prostitutas, gordas y con los pellejos colgando, pintadas, y con la colilla en la boca, que salieron de los portales y les quisieron arrastrar a sus madrigueras. Una de las viejas tenía una pierna de palo y fumaban un puro. El jesuíta y don Venancio se desasieron de tan horribles furias, y salieron a la calle del Carnero. Todo[256] aquel barrio era infame, miserable; tenía un aire de aduar africano, sucio, quemado por el sol. El empedrado, de pedruscos de punta, estaba lleno de agujeros y de baches, y éstos, llenos de basura. Deambulaban por allí mendigos, lisiados, chiquillos héticos y lacrosos y mujeres harapientas con los ojos inflamados. Había en la calle dos o tres casas de dormir, y en un balcón de un piso bajo, una cabeza de mujer, de cartón, con los ojos brillantes y los pelos alborotados, que era la muestra de una peinadora.
La casa que buscaba el padre Jacinto era una casucha miserable, leprosa, con las paredes desconchadas y adornada con colgaduras de toda clase de harapos.
—Hay que preguntar aquí enfrente—dijo el jesuíta señalando una cacharrería.
Era la tienda un rincón con un escaparate de cristales, compuestos por mil parches de papeles mugrientos. Todo el género del comercio se reducía a unas cazuelas, unos botijos, unas nueces, unas frutas, unos caramelos de color y unas cometas de papel.
—¿Estará la señora Sinforosa?—preguntó el padre Jacinto.
—¿La echadora de cartas? Sí. Hace un momento que ha entrado.
—Bueno, vamos.
Entraron en un corredor muy largo y muy mal oliente, por el que corría una alcantarilla abierta; al final del corredor había un patio lleno de cosas sucias, y en este patio, una escalera que conducía a una galería medio derruída, con cinco o seis[257] puertas negras de mugre y llenas de letreros. La última puerta, pintada primitivamente de rojo, era la de la señora Sinforosa.
Subieron a la galería; el curita llamó y apareció la vieja. Era una mujer horrible, con la tez amarillenta y verrugosa, los ojos claros, el labio inferior colgante, y la nariz como un pico, roja, como si la hubieran quitado la piel. Tenía la tía Sinfo el cuello muy corto, la cabeza muy metida entre los hombros, una peluca de dos colores y una mirada brillante, llena de sagacidad y de malicia, que lanzaba de abajo arriba. Aquella mirada aguda, cínica, de sus ojos claros, parecía que iba derecha a descubrir la cantidad de esencia de cerdo que cada persona guarda en el alma.
La tía Sinfo tenía una sonrisa tan falsa y tan obsequiosa, que daba miedo.
El jesuíta explicó a la vieja que quería ver a su hijo Gasparito, el Nacional.
—¡Gasparito!—dijo la tía Sinfo—. Está malo.
—No será obstáculo para hablar un momento con él.
—Ya veré—dijo la tía Sinfo—. Entraré a verle, a preguntarle si quiere hablar con ustedes. Espérenme ustedes aquí.
Entró ella y volvió al poco rato con un aire hipócrita y resignado.
—¿Qué dice?—preguntó el jesuíta.
—Dice que está muy débil. Ahora, claro, no trabaja, porque el taller donde trabajaba está cerrado por el cólera, y estamos muertos de hambre. ¡Si ustedes pudieran darnos para comprar medicinas y un poco de carne!
El jesuíta, a regañadientes, sacó un duro, y Chamizo, una peseta.
—¿Y no le podremos ver?
—Sí; si le da un acidente y se pone a hablar, entran ustedes conmigo; pero no le digan ustedes nada. Ha dicho el médico que no se le hable.
Esperaron un momento el padre Jacinto y el ex fraile, y en uno de éstos la tía Sinfo les dijo:
—Vengan ustedes. Está hablando.
Pasaron a un tabuco, en donde había un hombre joven tendido en una cama. Tenía los ojos en blanco y deliraba por lo bajo. Chamizo le oyó decir:
—¡Una!... ¡dos!... ¡tres!... ¡Adelante, nacionales!... ¡Adelante!... A la taberna de Balseiro... Aquí están Candelas... Paco el Sastre... la tía Matafrailes... Hay que matar a todos los frailes... Yo, no... Yo, no... ¿Quién lo manda?... La Junta del Triple Sello... Ahí está el escrito... Yo, no... Yo, no... ¡Vamos! ¡Vamos!... Ha aparecido el meteoro... El meteoro... ¡Cómo brilla!... Los están matando... ¡Qué horror! ¡Qué horror!... Les están cortando la cabeza... Ja..., ja..., ja...
Después de esta carcajada violenta, Gasparito dejó de agitarse en la cama y quedó, al parecer, en reposo. Luego comenzó de nuevo a delirar.
Al principio, Chamizo no se fijó mas que en el hombre enfermo; pero cuando dejó éste de delirar echó una mirada al tabuco donde se encontraba. Era, en grotesco, un rincón de brujería medieval. En aquel momento el escenario no estaba preparado. Los clientes de la tía Sinfo llegaban, sin duda, más tarde. De una ventana pequeña,[259] con los cristales emplomados y compuestos con trozos de periódico, entraba una claridad turbia. El cuarto tenía colgaduras negras. En un rincón se veía una mesita con un tapete, también negro, y encima, una calavera, un libro y unas cartas; en la ventana, una jaula de caña con una gallina negra, y al lado, en una cazuela, un sapo grande con los ojos brillantes. Del techo colgaba un pequeño caimán disecado, sin duda comprado en el Rastro, y en un aparador aparecía una botella de aguardiente. Chamizo se dió cuenta de todo.
Dentro del abandono se notaba bienestar. Las mantas de la cama eran buenas.
—Estas brujerías deben dar dinero—se dijo.
—¿Quieren ustedes que les eche las cartas?—preguntó la tía Sinfo.
El jesuíta dió un respingo.
—No, no; muchas gracias.
Se despidieron de la tía Sinfo y salieron a la galería.
—¿No dudará usted?—dijo el jesuíta a Chamizo—. Este muchacho, en el estado que se encuentra, no habla con malicia.
—Sí, es cierto.
Bajaron las escaleras y salieron a la calle del Carnero. Chamizo iba muy mal impresionado.
—¿Qué va usted a hacer?—dijo el padre Jacinto.
—Ya veré.
En esto, una suela de zapato empapada en barro pasó como una exhalación por encima de la cabeza de los dos eclesiásticos y dió en una pared, llenándoles de barro. Se volvieron y oyeron risas, y vieron varios chicos y mujeres cogiendo piedras.
—Son frailes disfrazados. ¡Fuera! ¡Fuera!—les gritaron.
Chamizo y el jesuíta echaron a correr, cada uno por su lado...
Chamizo pasó varios días pensando en qué habría de verdad en la confesión de Gasparito, y como le preocupaba el asunto y le impedía tener la imaginación libre para pensar en otras cosas, decidió aclarar el misterio.
Fué a ver al policía don Nicolás de Luna y le explicó la duda en que se encontraba.
—Es falso, completamente falso—dijo el comisario—. No ha habido tal Junta del Triple Sello. Leyendas que han echado a volar los realistas. Lo que ha sucedido, sencillamente, es que la mayoría de los que han ido a saquear los conventos y a matar frailes han sido cristinos e isabelinos que estaban armados.
—¿Pero usted no cree que haya habido órdenes expresas de los isabelinos o de algunos otros?
—¡Ca, hombre! ¿No ve usted que este movimiento no les conviene; por el contrario, les perjudica? Si hay instigadores ocultos, que no creo, más bien serán realistas que liberales.
—¿Realistas?
—Sí, que estén agazapados y que quieran desacreditar el liberalismo madrileño.
—¿Y de eso del meteoro? ¿Qué habrá de cierto?
—¿Qué meteoro?
—Eso que dicen que ha habido; un globo o una cometa con una luz que ha dado la señal para la matanza de frailes.
—Todo eso no es mas que fantasía...; es tan[261] verdad como que el alma de Fernando VII aparece en El Escorial; como que los jesuítas están envenenando las fuentes, y como que ha aparecido una virgen en un tejado de Lavapiés, fantasía popular.
—¿Así que usted no cree que los carbonarios hayan intervenido?
—¡Si son cuatro gatos que no los conoce nadie! Usted vería el día de la matanza que el pueblo entero era el que estaba en la calle.
—Sí, es verdad.
Le dió Chamizo las gracias al comisario, y al despedirse de él, Luna le dijo:
—Me parece que le vamos a echar el guante a don Eugenio un día de estos.
—Pues, ¿por qué?
—Tienen un movimiento preparado para el día veinticuatro. Corre por ahí su proyecto de Constitución, que lo han hecho entre Flórez Estrada y Olavarría, y la lista de los que serán ministros, todo el mundo lo sabe. Por eso le digo a usted que no creo que sean ellos los instigadores de la matanza de frailes. Esto les ha debido venir muy mal.
Las palabras del comisario Luna hicieron vacilar a Chamizo. Salió del despacho del policía y se volvió a casa. Se encontraba en un mar de dudas. Iba examinando la cuestión en todos sus aspectos y no lograba salir de sus confusiones.
—Me voy a lanzar a ver si averiguo algo—se dijo.
Por la noche, envuelto en una capa vieja, se marchó decididamente a la taberna del hermano de Balseiro, el ladrón, de la calle Imperial, punto de cita, en donde, según la voz pública, se habían reunido muchos de los autores de las matanzas antes del asalto a los conventos.
Chamizo se acercó con miedo.
A la luz de un quinqué mortecino se veía, por entre cortinas rojas, la taberna, con un papel desgarrado, los anaqueles llenos de botellas, y un escaparate con fuentes con patatas y judías en salsa de pimentón.
Chamizo entró, pidió que le dieran de cenar, y entabló conversación con unos granujas, a quienes convidó a unas copas. Estos le confesaron sin rebozo que habían tomado parte en la matanza de frailes. Eran el Rapaz y el Anublado. Chamizo les preguntó por Aviraneta. No le conocían, no habían oído hablar nunca de él.
—Pues es un isabelino.
—Quizá le conozca el Santo Negro—dijo el Anublado—. Si quiere usted venir conmigo...
—¿Adónde?
—A la calle de la Ruda. Allí suele estar en una taberna.
—¿Y este Santo Negro tomó parte en lo de los frailes?
—Fué uno de los jefes.
Se decidió Chamizo y fué con el Anublado a la calle de la Ruda. Estaba la calle a obscuras, el suelo, cubierto de restos de fruta y de verdura, como un zoco marroquí. Se detuvieron delante de una casa alta, negra y sucia, entraron en un portal y avanzaron por un pasillo lleno de cestas, de montones de frutas podridas y cajas. Se respiraba dentro un aire pestilente, agrio, de materia orgánica fermentada. De aquí pasaron a la taberna; había allí una mezcla de olor de aceite, de humo, de sebo y de tabaco, horrible. El público de la taberna estaba formado por traperos, con un saco al hombro; viejas encorvadas, barbudas, con cara de hombre; viejas flacas, torcidas, con aire de sabandijas y melenas blancas amarillentas, cubiertas de harapos; otras, con la cara cuadrada, ancha, roja, congestionada por el alcohol; chiquillas páli[265]das y marchitas, con el pelo muy negro, y algunas con una cabellera rubia, y hombres de aire brutal.
Toda aquella gente, Chamizo la había visto el día de la matanza de frailes desparramándose por la ciudad.
En medio de aquel ambiente viciado, esta multitud de miserables estaba casi silenciosa; algunos hablaban en voz baja, otros jugaban, y otros dormían con la cabeza entre las manos, echados sobre la mesa.
El Anublado se acercó a un rincón en donde jugaban a la brisca cuatro hombres. Uno de ellos era el Santo Negro, un hombre bajito y rechoncho, cetrino, con unos ojillos brillantes y hundidos como los de un jabalí, unas barbas largas, negras y espesas, y una gran cadena de plata en el chaleco. Sus compañeros eran un tipo embrutecido de borracho: Matías el Sanguijuelero; un viejo pálido y flaco, el Raspa, y un jovencito afeminado, el Mandita.
El señor Matías tenía un ojo abultado y lánguido, con el párpado caído, el labio colgante, un aire de borracho socarrón y malicioso, y una manera de hablar ronca y achulapada.
El Anublado llamó al Santo Negro y le preguntó si conocía a Aviraneta.
—¡Biranete!—dijo el Santo Negro—. Yo no sé quién es.
—El otro día—murmuró Chamizo—, cuando la matanza de frailes, ¿no recibieron ustedes algunas órdenes de Aviraneta?
—¡De Biranete! Ninguna. Lo hicimos todo por nuestra propia cuenta.
Al Santo Negro le interesaba más la brisca que la conversación con el ex claustrado, y no le hizo caso. Salió Chamizo de aquel tugurio sin haber resuelto el problema. Pensando en la cuestión, que tanto le obsesionaba, se le ocurrió la idea de si el tal Gasparito sería un iluso, y que debía ir a verle.
No se atrevía a presentarse solo, y un domingo, con el chico de la librería del señor Martín, fué al Rastro a revolver libros viejos, y de allí marcharon a la calle del Carnero y se metieron en casa de Gasparito. Subieron a la galería, y vió Chamizo el cuarto de la tía Sinfo cerrado.
—¿Y Gasparito, el que estaba enfermo?—preguntó a un vecino.
—No sé dónde anda. Estará en la taberna.
—¿Ya se ha curado?
—¿Curado? No ha estado nunca malo. Sólo alguna que otra cogorza, que pesca de cuando en cuando.
—Pues yo vine aquí un día que estaba con un accidente.
—¡Acidente! ¡Ca! Los finge. Es un guaja. Como ha sido corista y va mucho al teatro, sabe hacer todas esas comedias.
—¿Así que era una comedia su delirio?
—¡Natural! Es un tío sabiendo, el Gasparito.
Aquello tranquilizó a Chamizo, y quedó inclinado a creer que la orden de la Junta del Triple Sello era una invención del hijo de la tía Sinfo, la echadora de cartas.
Contento volvió a casa con Bartolillo, el chico de la librería, echándoselas de protector suyo, aunque en aquel día él había sido el protegido.
El 24 de julio se abrían los Estamentos. La gente política se hallaba muy preocupada.
Este mismo día supo Chamizo que horas antes de la apertura de las Cámaras prendieron a Aviraneta en su casa de la calle de Cedaceros. Le había denunciado Civat, el ex guardia de Corps, el revolucionario terrible, que, como Salvador, resultó un agente de los realistas venido de Barcelona.
La prisión, por lo que dijo Gamundi, unos días después, la efectuó el comisario don Nicolás de Luna. Civat llevó su cinismo hasta acompañar al comisario con ocho soldados hasta la puerta de la casa de la calle de Cedaceros y quedarse en la esquina de la calle de Alcalá a ver pasar a Aviraneta camino de la cárcel, en medio de soldados, armados con bayonetas.
Pocas horas más tarde prendieron, como isabelinos, a los generales Palafox y Van-Halen, y a Calvo de Rozas, Olavarría, Romero Alpuente, Vi[268]llalta, Espronceda, Orense, Nogueras, Beraza, etcétera.
Todas estas prisiones se hicieron por denuncias del ex guardia de Corps Civat. Se dijo entre los liberales que este Civat era un espía de los jesuítas metido en una sociedad carbonaria de Barcelona, y que desde hacía tiempo estaba trabajando por los realistas. Alguien apuntó si sería uno de los instigadores de la matanza de frailes. Otros dijeron que era un agente del que se valía Martínez de la Rosa, como Zea Bermúdez se había valido de Salvador.
Difícil era saber lo que habría de cierto en todo aquello. Como los calamares, los políticos y los conspiradores enturbiaron el agua para salvarse. El caso fué que a Civat, en premio a su delación, le nombraron vista de aduanas de Barcelona, y que luego se refugió entre los carlistas.
Prendidos los principales miembros de la Isabelina en Madrid y en provincias, se hicieron mil cábalas acerca de ellos. Espronceda y Villalta cantaron la palinodia en seguida de una manera un tanto vergonzosa.
Los ministros y sus agentes aseguraron que el objeto de la Sociedad Isabelina era destronar a la reina y establecer la República. En tan terrible complot estaban, según el Gobierno, mezclados los revolucionarios de París y se trataba de hacer una matanza de realistas.
Según otros, más amigos de la Isabelina, la Sociedad pretendía, el día de la apertura del Estamento de procuradores, hacer que éste se erigiera en Cortes Constituyentes. Varios procuradores,[269] afiliados a la asociación, estaban comprometidos a exigir que el Estamento se declarase en Asamblea Nacional. Las tribunas se hallarían ocupadas por los conspiradores, que pedirían a voz en grito la restauración de la Constitución de Cádiz.
En tanto, los jefes de las centurias se apoderarían de los campanarios, tocarían a rebato, ocuparían el Principal, la Aduana, la Plaza Mayor y los conventos saqueados en los días anteriores, y harían barricadas en las calles.
No se dejó de hablar por algunos de que los isabelinos intentaban elevar un meteoro que sirviera de señal. La fábula del meteoro iba popularizándose.
Desde el momento que se prendió a los conspiradores, todo el mundo empezó a hablar de ellos. Unos aseguraban que eran republicanos; otros, masones; otros, carbonarios. Se comenzó a tener un miedo por los isabelinos mayor que por el cólera.
«Con añadir que en la casa tiene pacto con isabelinos... hace usted prender a un enemigo», decía Larra en uno de sus artículos políticos.
En un Palo de Ciego, publicado una semana después de la prisión de Aviraneta, en una conversación entre un lechuguino y un capitán se decía esto:
En casa de Chamizo estuvo la policía a preguntar por él, y doña Puri tuvo la buena ocurrencia de decir que el ex claustrado hacía tiempo estaba en un convento.
Tuvo que comer Chamizo un puchero mísero en aquel obscuro comedor de doña Puri para los caballeros estables; tuvo que visitar tabernuchas y el bodegón del Infierno, y otros puntos de cita de aguadores y mozos de cuerda. Perseguido y sin recursos como se encontraba, pasó muy malos días. No tenía ni ropa para presentarse, pues la que llevaba estaba llena de rozaduras.
Un día se decidió a pedir protección a Celia. Cogió un gabán viejo, negro, y pintó con tinta todas sus grietas; hizo lo mismo con las botas, y fué a ver a la viuda de don Narciso. Ella le atendió, le dió dinero, le consiguió un pasaporte, y Chamizo entró en Bayona después de su accidentado período de vida en Madrid.
De aquella época le quedaron dos preocupaciones: una, la de no haber podido recoger sus libros de casa de doña Puri; la otra, la de no haber podido aclarar la realidad de la Junta del Triple Sello.
Una semana después de ser prendido, Aviraneta se paseaba en su cuarto de la Cárcel de Corte, de un lado a otro, como un lobo enjaulado. No tenía noticias de Tilly, no sabía lo que había hecho éste con sus papeles. A veces temía que su amigo le hubiera hecho traición; pero luego pensaba: ¿para qué? ¿Con qué objeto? Aviraneta no quería llamar a nadie, ni comprometer a nadie. Se consideraba bastante fuerte para ir remediando su desgracia en la soledad basta digerirla.
Aviraneta era un preso obediente, disciplinado.
La causa suya la había empezado a incoar el teniente corregidor don Pedro Balsera, con gran actividad.
El juez era un tal Regio, y el fiscal, don Laureano Jado, un antiguo afrancesado y absolutista, que le puso la proa a Aviraneta desde el principio. El[272] escribano de la causa, don Juan José García, se le había mostrado a don Eugenio como enemigo acérrimo.
Por último, el alcaide de la Cárcel de Corte era, además de un perfecto bribón, un fanático de Don Carlos, y había sido puesto por Martínez de la Rosa con la consigna de vigilar a todas horas a Aviraneta para que no hiciera una de las suyas.
El ministro había pensado que nadie mejor para guardar a un conspirador liberal que un acérrimo realista.
Don Eugenio, en sus declaraciones, iba armando tal maraña, que el juez y el fiscal sentían que, a medida que avanzaba el proceso, pisaban un terreno más falso.
Don Eugenio había declarado que era cierto que él había conspirado contra el Estatuto; pero que no tenía cómplices; que el infante don Francisco y la infanta Luisa Carlota le habían instigado a que trabajase por la Regencia Trina; pero que esta solución no estaba en sus convicciones.
Respecto a Palafox, dijo que no le conocía, y afirmó que tampoco conocía al conde de Parcent, aunque alguien pudiera suponer que sí, porque había estado viviendo escondido en la casa de la calle de Cedaceros, que era propiedad del conde.
Cada nueva declaración era una maraña más. Don Eugenio iba dando detalles y detalles, mezclando un sinfín de personajes en la intriga, dejándolo todo en la penumbra. La aparición de un figurón respetable, mezclado en el relato del preso, le hacía dar al juez un respingo.
Aviraneta vivía en la cárcel en un cuarto obscu[273]ro y desagradable, y para pasear iba a la sala de políticos, en donde todos o casi todos en esta época eran carlistas, trabucaires catalanes y valencianos, curas, frailes y abogados y guerrilleros de la Mancha.
Había también ladrones complicados en la matanza y en el robo de los conventos.
A estas miserias se añadía el azote del cólera, que se cebaba en la Cárcel de Corte. El único entretenimiento que tenía don Eugenio era oír a Romero Alpuente, que, a fuerza de miedo al cólera y al Gobierno, llegaba a ser pintoresco y divertido.
Un día le dijeron a Aviraneta que el padre Mansilla quería hablar con él. Lleno de emoción fué al locutorio.
Estaba el alcaide delante, y a pesar del respeto que podía inspirarle un cura, y un cura que había venido en coche particular como Mansilla, le dijo a éste que no le permitiría tener una conversación a solas con Aviraneta.
—¿Aunque tuviera que confesarle?—preguntó el cura con orgullo.
—Tengo la orden del señor presidente del Consejo de Ministros de no dejar hablar al preso con nadie sin estar yo delante.
—Está bien—dijo Mansilla—; hablaré con él en presencia de usted.
Llegó el conspirador a la reja del locutorio.
—¿Qué tal, padre Mansilla? ¿Qué tal?—preguntó.
—Bien, ¿y usted, señor Aviraneta?
—Muy bien.
—Le doy a usted las más expresivas gracias por haber venido a visitar a un pobre preso en estos tiempos calamitosos.
—Para la desgracia son los amigos. Y ya sabe usted, Aviraneta, lo que yo le estimo.
Aviraneta, cambiando de voz, preguntó:
—¿Y el cónclave, qué tal va?
—Bien, muy bien—contestó Mansilla—. Vamos trampeando.
—¿Y el número Uno, por dónde anda?
—El número Uno ha muerto del cólera—dijo el cura con voz triste.
—¡Eh! ¿Es posible?
—Sí; de una manera casi fulminante.
—¿Y usted habló con él?
—No; perdió en seguida el conocimiento.
Mansilla le dió detalles acerca de la muerte de Tilly. El alcaide oía distraído este relato, porque constituía la conversación de todos los días. Aviraneta estaba torturado, en prensa, intentando recordar cómo se decía en la clave inventada por Tilly y la palabra documento. Como no la encontraba, se decidió y le dijo al cura en francés:
—¿No se ha encontrado en su casa una maleta con papeles?
—No se ha encontrado nada. ¿Tenía algunos papeles?
—Sí; unos que yo le di para que guardara.
El alcaide se acercó:
—¿Qué hablan ustedes?
—Nada; me preguntaba por un francés conocido de los dos.
Siguieron una conversación vulgar de frases[275] hechas, y, pasado un rato, el padre Mansilla se despidió de Aviraneta y se marchó a la calle.
El preso volvió cabizbajo a su calabozo.
—Estoy perdido, sin defensa—murmuró—, me van a aplastar.
Itzea, febrero, 1919.
FIN
Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.
La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.