The Project Gutenberg EBook of El molino silencioso; Las bodas de Yolanda, by Hermann Sudermann This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: El molino silencioso; Las bodas de Yolanda Author: Hermann Sudermann Release Date: July 25, 2009 [EBook #29511] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EL MOLINO SILENCIOSO *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net
BIBLIOTECA DE «LA NACION»
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BUENOS AIRES
1910
ESTE VOLUMEN CONTIENE |
EL MOLINO SILENCIOSO |
I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII |
LAS BODAS DE YOLANDA |
I, II, III, IV, V, VI, VII |
¿Desde cuándo lleva su nombre el «Molino silencioso»? No lo sé. Desde que lo conozco es un viejo edificio medio derruido, resto lastimoso de una época ya desaparecida.
Descascarados y sin techo, sus muros, que los años desmoronan, se alzan hacia el cielo dejando paso libre a todos los vientos. Dos grandes muelas redondas, que sin duda trabajaron valientemente en otro tiempo, han roto el armazón carcomido que las sostenía, y, arrastradas por su propio peso, se han hundido profundamente en el suelo.
La rueda grande permanece suspendida de través entre los dos soportes podridos. Las paletas han desaparecido; sólo los rayos se alzan todavía en el aire, como brazos que se tienden hacia el cielo para implorar el golpe de gracia.
El musgo y las algas lo han cubierto todo con un manto de verdor a través del cual el berro muestra sus hojas redondas, de palidez enfermiza. Un canal medio arruinado vierte dulcemente el agua, que cae gota a gota con un ruido cuya monotonía adormece, sobre los rayos de la rueda, que salta hecha polvo y que llena el aire de vapor húmedo.
Oculto bajo una capa de leños grises, el arroyo esparce un olor de agua corrompida. Todo lleno de algas y de hierbas, ha sido invadido por los pinos acuáticos y los juncos; en el medio solamente resalta un hilo de agua cenagosa y negra, en el que se columpia perezosamente la lenteja acuática, con sus hojas delicadas de color verde claro.
En otro tiempo, el arroyo del molino corría alegremente, la espuma brillaba blanca como la nieve a lo largo del dique, las ruedas enviaban hasta la aldea el ruido alegre de su tictac; y, en el patio, los carros iban y venían en largas filas, mientras resonaba a lo lejos la voz potente del viejo molinero.
Este se llamaba Felshammer; y bastaba verlo para comprender que merecía ese nombre[*]. Era todo un hombre. Tenía fuerzas de sobra para hacer saltar las rocas. Había que evitar con cuidado burlarse de él o contrariarlo, porque entonces montaba en ira, apretaba los puños, las venas de las sienes se le hinchaban como cuerdas; y, cuando se ponía a jurar, todo el mundo temblaba y hasta los perros huían.
[*] Fels, roca; Hammer, martillo; Felshammer, martillo para romper rocas, maza.—N. del T.
Su esposa era una mujer dulce, tranquila y sumisa. ¿Habría podido ser acaso de otro modo? Una criatura dotada de más vigor, que hubiera querido conservar nada más que un destello de voluntad personal, era algo que Felshammer no habría tolerado junto a él ni por veinticuatro horas. En condiciones tales hacían una vida soportable, casi feliz podría decirse, sólo turbada por aquella cólera fatal, que se encendía y arrojaba llamas por el menor motivo, y que daba a la pacífica mujer muchas horas de pesar.
Pero jamás vertió ella tantas lágrimas como el día que la desgracia se cernió sobre sus hijos. Habían nacido de esa unión tres vástagos, tres varones lindos y robustos. Los tres tenían los ojos azules y los cabellos rubios, y sobre todo «un par de puños que prometían mucho», como decía el padre con orgullo, aunque el más pequeño, que estaba todavía en la cuna, sólo podía aprovechar los suyos chupándolos.
Los dos mayores eran ya unos mocetones soberbios. ¡Qué altivez en la mirada cuando se plantaban, con las piernas abiertas, la cabeza echada para atrás, y las manos en los bolsillos de los calzones! Uno y otro parecían decir: «Soy el hijo de mi padre. ¡Venid, pues, a verlo!»
Todo el santo día estaban peleándose entre ellos, y el padre mismo era quien los excitaba. La madre, llena de inquietud, intervenía para restablecer la paz, pero se burlaban de ella.
La pobre temblaba sin cesar por sus terribles hijos, pues veía con espanto que los dos habían heredado el carácter irascible de su padre. Ya una vez había acudido en momentos en que Fritz, que tenía ocho años, se abalanzaba con un gran cuchillo de cocina en la mano, sobre su hermano, dos años mayor que él. Seis meses después llegó, en efecto, el día en que se justificaron sus tristes presentimientos.
Los dos muchachos se habían peleado en el patio, y Martín, el mayor, furioso al ver que Fritz era más fuerte, le tiró una piedra, hiriéndolo tan desgraciadamente en la parte posterior de la cabeza que lo hizo caer ensangrentado y sin habla.
Púdose sin gran trabajo restañar la sangre, y se cicatrizó la herida, pero el niño, nunca más recobró la palabra. Siguió inerte, indiferente para todo, tomando como un animal el alimento que le daban. Se había vuelto idiota.
Este fue un golpe terrible para la familia del molinero. La madre pasó noches enteras llorando; él también, el hombre activo y enérgico, anduvo vagando mucho tiempo, como perdido en un sueño. Pero el que recibió la impresión más profunda fue el autor del accidente. Ese muchacho tan altivo, tan turbulento, era casi otro, porque su arrogancia había desaparecido; se había hecho taciturno, reconcentrado en sí mismo, obedecía al pie de la letra las órdenes de su padre, evitaba toda vez que podía las miradas de sus condiscípulos. El cariño que profesaba a su desgraciado hermano era verdaderamente conmovedor. Estando en la casa, no lo abandonaba ni un instante. Se plegaba con una paciencia angelical a los hábitos del idiota, caído en la condición de bestia; aprendía a comprender los sonidos inarticulados que el enfermo dejaba oír, y lo miraba sonriendo cuando le rompía el juguete más preciado.
El idiota se acostumbró tanto a esa compañía que no quería pasarlo sin ella. Cuando Martín estaba en la escuela, gritaba sin descanso y habría preferido morir de hambre antes de aceptar el alimento de una mano que no fuese la de su compañero.
Durante tres años, el enfermo arrastró una existencia miserable: después cayó en cama y murió.
Su muerte habría debido parecer una liberación a todos los de la casa; sin embargo, hizo derramar lágrimas ardientes. Martín, sobre todo, parecía inconsolable. En los primeros tiempos, iba todos los días al cementerio; y a menudo era preciso alejarlo a la fuerza de la tumba. Pero poco a poco fue calmándose, y esta calma la debió ante todo a la compañía de Juan, su hermano menor, en el cual pareció querer depositar desde aquel día el amor infinito que había profesado a su víctima.
Mientras Fritz había vivido, Martín se había ocupado muy poco de Juan; parecía casi que consideraba entonces un crimen dar a otro la más pequeña parte de su corazón. Pero cuando la muerte arrebató al desgraciado, una necesidad irresistible lo inclinó hacia el más pequeño. Esperaba que su afecto a Juan llenaría quizás el hueco atroz que había dejado en él la muerte del otro; era preciso reparar beneficiando al hermano que quedaba, el mal que había hecho al que ya no existía.
Juan era entonces un lindo muchachito de cinco años, sabía ponerse ya los calzones, e iban a comprarle en la próxima feria el primer par de zapatos. Parecía no haber heredado nada de la rudeza y de la arrogancia paternales; participaba más bien de la dulzura y calma de su madre; se apegaba a ésta en su calidad de benjamín y era el ídolo de ella. Pero la madre no era la única persona que lo adoraba; todo el mundo lo mimaba... era la luz y la alegría de la casa.
Bastaba verle para amarlo. Sus largos cabellos de color rubio claro brillaban como rayos de sol, y en sus ojos límpidos y francos, que se iluminaban con una llama jovial para tomar en seguida una expresión soñadora y tranquila, había un mundo entero de ternura y de bondad.
Se unió desde entonces con verdadera pasión, al hermano que durante tanto tiempo lo había descuidado. Pero la diferencia de edad, pues se llevaban cerca de nueve años, no permitía que se estableciese entre ambos una amistad puramente fraternal. Martín estaba ya a punto de salir de la infancia; su expresión grave y reflexiva y su lenguaje precozmente serio lo acercaban ya al hombre hecho. Además, al año siguiente iba a hacer su entrada en la vida activa. ¿No era natural, pues, que emplease a veces en sus relaciones con su hermano un tono paternal? No se avergonzaba, sin embargo, de tomar parte en sus juegos infantiles; a menudo hacía pacientemente el caballo, y se dejaba conducir a través de los patios y de los campos. Pero siempre había en su conducta más indulgencia sonriente de maestro que alegría sencilla de camarada consciente de su superioridad.
El niño cariñoso y tierno se entregó con toda su alma a su hermano mayor. Le reconocía una autoridad absoluta, quizás en mayor medida que a su padre y a su madre, que no estaban tan cerca de su corazón infantil.
Cuando llegó el momento de ir a la escuela, encontró en Martín un guía cuya paciencia no se desmentía nunca, siempre dispuesto, cuando la tarea era demasiado pesada, a ayudarle con consejos y hasta de más eficaz manera. Entonces la veneración del pequeño a su hermano no conoció límites.
El viejo Felshammer era el único a quien esta amistad profunda no causaba gran alegría. «Eran demasiado empalagosos, se besuqueaban demasiado, habría sido mejor que pelearan como gatos; hubiera estado seguro entonces de que tenían su sangre y su carne.» En cambio, la dulce, la pacífica madre se sentía muy feliz. Todas las mañanas y todas las noches rogaba a Dios que protegiese a sus hijos y que no dejase despertar en Martín el fuego de la cólera. Al parecer, su súplica fue escuchada favorablemente. Martín no tuvo más que un acceso de furor; pero es cierto que salió del fondo mismo de su alma.
Juan tenía entonces nueve años. Un día estaba jugando con un látigo cerca de uno de los carros que estaban en el patio, adonde habían ido a cargar harina. Uno de los caballos se asustó de pronto, y el carretero, un borracho brutal, arrancó el látigo de las manos del niño y con él le cruzó a éste la cabeza y el cuello.
En el mismo instante, Martín, saltando fuera del molino, con las venas de la frente hinchadas y los puños apretados, cogió a su hermano por la garganta y se la apretó con tanta fuerza que la criatura se puso lívida. La madre, acudió entonces lanzando un horrible grito:
—¡Acuérdate de Fritz!—exclamó alzando las manos con un ademán de loca angustia.
Y el enfurecido muchacho, dejando caer sus brazos como si los hubiera atacado la parálisis, se retiró tambaleándose y se tumbó deshecho en lágrimas a la entrada del molino.
Desde ese día la cólera pareció extinguirse completamente en él; una vez lo insultaron en la calle, le pegaron, y sin embargo dejó quieto en el fondo de su bolsillo el cuchillo que los aldeanos de aquel lugar emplean de ordinario con gran facilidad.
Pasaron años... Martín acababa de llegar a la mayor edad cuando murió el molinero. Su mujer no tardó en seguirlo. No tenía consuelo desde la muerte de su esposo y se extinguió apaciblemente, sin una queja. Se hubiera dicho que no podía vivir sin las injurias con que su marido la había colmado diariamente durante veintitrés años.
Desde entonces los dos hermanos se quedaron solos en el molino. Nada extraño era que se uniesen más estrechamente aún, que tratasen de confundir sus existencias.
Sin embargo, se diferenciaban mucho en cuerpo y en alma. Martín era un mozo robusto, de espaldas cuadradas y cuello corto, que se deslizaba taciturno por entre las personas extrañas. Las cejas espesas que le caían sobre los ojos daban a su rostro un aspecto sombrío; las palabras salían penosamente de sus labios, como si el hecho solo de hablar hubiera sido para él una tortura; sin la franqueza y la profundidad de su mirada, sin la sonrisa bonachona que iluminaba a veces como un rayo de sol sus facciones duras y toscamente modeladas, se le habría tomado por un hombre odioso.
Juan era muy diferente. Dirigía con atrevimiento a todo el mundo sus miradas alegres; sobre sus labios se leía, en una risa perpetua, la indiferencia y la malicia. Su figura esbelta tenía todo el encanto de la juventud. No dejaban de notar esto las muchachas que le lanzaban al pasar miradas ardientes; y más de un confuso rubor, más de un apretón de manos expresivo, le decían: «Yo te amaría fácilmente». Juan no se cuidaba de esas cosas. No estaba aún maduro para el amor; prefería al salón de baile el ruido y movimiento del juego de bolos, a la amistad de Rosa o de Margarita la de su hermano, taciturno junto al parapeto de la esclusa.
Ambos, en una hora solemne, en medio de la paz de la noche se habían hecho la promesa de no separarse nunca y de no admitir junto a sí a una tercera persona, que llevaría el amor o el odio entre ellos.
No habían contado con el consejo real de revisión. Llegó el día en que Juan se vio obligado a hacer su servicio militar; tenía que ir muy lejos, a Berlín con los hulanos de la guardia. Ese fue para los dos un rudo golpe. Martín, como de costumbre, ocultó su pesar sin decir nada; Juan de naturaleza más animada manifestó un dolor inconsolable, hasta el punto de tener que sufrir, en el momento de la marcha, mil burlas de sus camaradas.
Pero su dolor no fue de larga duración. Las fatigas de los primeros ejercicios, el movimiento confuso de la capital, tan nuevo para él, no le dejaban lugar para abandonarse a sus ideas; solamente cuando estaba tendido sobre su catre, a la hora tranquila del crepúsculo, la melancolía y los recuerdos lo asaltaban con una violencia extraordinaria. Veía brillar entonces en la obscuridad, como un paraíso perdido, el molino en que había transcurrido su infancia y el tictac de las ruedas resonaba en su oído como un canto divino. Al sonar la diana se deshacía el encanto.
Martín era mucho más desgraciado en el molino, donde se había quedado completamente solo, pues no había que considerar compañeros suyos a los jornaleros y al viejo David, que su padre le había dejado al morir. Jamás había tenido amigos, ni en la aldea, ni en ninguna otra parte; Juan compendiaba para él todas las amistades. Silencioso y concentrado en sí mismo, vagaba al azar; su espíritu se obscureció cada vez más, se sumió en ideas tristes, y la melancolía acabó por rodearlo de tales sombras que el espectáculo de su víctima empezó a asediarlo. Tuvo bastante juicio para comprender que no podía seguir haciendo esa vida. Buscó entonces distracciones a toda costa; los domingos frecuentaba los bailes, iba a las aldeas vecinas, sobre todo para visitar a las gentes del oficio.
Resultó de esto que un buen día, al comienzo de su segundo año de servicio, Juan recibió de su hermano una carta concebida en estos términos:
«Mi querido hermano: Es preciso que te escriba aunque te incomodes conmigo. Me es imposible soportar por más tiempo la soledad, y he resuelto casarme. Mi prometida se llama Gertrudis Berling; es hija del propietario de un molino de viento de Lehnort, a dos leguas de nuestra casa. Es muy joven todavía y yo la quiero mucho. La boda se efectuará dentro de seis semanas. Si puedes, pide permiso para venir. Querido hermano, te suplico que no me guardes rencor. Sabes perfectamente que el molino será siempre tu hogar, haya o no en él, una mujer. La herencia de nuestro padre nos pertenece en común. Gertrudis te envía sus saludos. Una vez os encontrasteis los dos en la fiesta de los cazadores. Tú le gustaste mucho entonces, pero no te fijaste en ella absolutamente; y me ruega te diga que eso la contrarió bastante. Adiós. Tu fiel hermano.»
Juan era un niño mimado; para él, puesto que se casaba, Martín hacía traición al amor fraternal. A Juan le parecía que su hermano lo engañaba y cometía un atentado contra sus derechos inalienables. En el mismo lugar donde él había reinado hasta entonces como señor iba a instalarse una extraña, y su situación, en su propia casa, iba a depender de la generosidad y de la condescendencia de aquella mujer.
Las muestras de cariño que por adelantado le daba tan familiarmente la hija del molinero no lograron calmarlo ni hacerle olvidar su despecho. Cuando llegó el día de la boda no pidió permiso, y se contentó con enviar un saludo por medio de su antiguo condiscípulo Franz Maas, que justamente terminaba entonces su servicio.
Seis meses más tarde, él también lo había terminado.
Bueno... ¿qué hizo Juan? Lleno de terquedad, no volvió a su pueblo; se fue primero a probar fortuna en tierras extrañas, viajando a diestro y siniestro por montes y por valles. Y después, al cabo de tres semanas, reconociendo que, a pesar de la presencia de la hija del molinero de Lehnort, la vida era mil veces más bella en el molino de Felshammer que en cualquier otra parte, emprendió alegremente el camino a su pueblo.
En un espléndido día de mayo, Juan hace su entrada en la aldea de Marienfeld.
El honrado Franz Maas, que durante el otoño último se ha establecido como panadero, está plantado delante de su tienda, con las piernas abiertas, mirando con complacencia como se balancean dulcemente las rosquillas de hojalata, arriba de su puerta, a impulsos de la brisa del mediodía. De pronto, ve un hulano que avanza cantando por el camino; lleva la gorra de cuartel echada atrás y sus espuelas resuenan. El panadero siente palpitar su corazón de reservista bajo su delantal blanco; se quita la pipa de la boca y, haciendo una bocina con la mano, exclama:
—¡Juan! ¡Es Juan, no hay duda!...
—¡Eh! ¡Camarada!
Y caen uno en brazos de otro.
—¿De dónde vienes en esta época del año? ¿Has desertado?
—¡Vaya!... ¡Qué ocurrencia!
Después empiezan las preguntas y las confidencias. El capitán, el cabo, el cantinero, la muchacha rubia de la panadería, a la derecha del cuartel, a quien llamaban «Magdalena panecillo»; no se olvida a nadie.
—¿Y tú? ¿Te han reconocido en la aldea?—pregunta Franz, cuya insaciable curiosidad se dirige entonces al suelo natal.
—¡Nadie!—dice Juan echándose a reír y retorciendo el bigote, cuyas puntas insolentes amenazan al cielo.
—¿Y en casa?
Juan toma entonces una expresión seria y tiende la mano a su camarada.
—¡Ah sí!... todavía tienes que ir allá. Eso debe hacerte tictac ahí dentro.
Y le da un golpecito en el pecho para cerciorarse. Una risa fugitiva pasa por los labios de Juan, que reprime en seguida un suspiro, como esforzándose por dominar una emoción.
Franz le pone la mano en el hombro:
—Vas a encontrar una linda cuñada...—dice haciendo un chasquido a la lengua y guiñando el ojo.
Juan, al oír estas palabras, siente despertar en él el despecho y la cólera. Se encoge de hombros con expresión desdeñosa, tiende otra vez la mano a su amigo y se aleja haciendo sonar las espuelas.
Tres minutos más de camino y llega al extremo de la aldea. Allá abajo está la iglesia, un poco desmoronada la pobre vieja. Pero las campanas hacen oír todavía la querida música que acarició sus tímpanos el día de la confirmación, como una promesa de ventura... A la izquierda, la posada... ¡mil truenos!... tiene una puerta cochera nueva tallada de piedra y en la ventana se ven enormes botellas llenas de líquidos de color rojo brillante y verde de arsénico. ¡Ha prosperado el posadero de «La Corona»!
Ese camino baja hacia el río... Y allá, en el fondo, aparece el molino, el objeto de sus sueños. ¡Cómo brilla el viejo techo de paja por arriba de los grupos de árboles! ¡cómo hacen resaltar los cerezos en flor su blancura de nieve en el jardín! ¡Cuán alegremente le grita el tictac de las ruedas! «¡Bien venido seas, bien venido seas!» ¡Qué dulce canción murmura la vieja y querida presa, cubierta de musgos verdes!
Echa más atrás aún su gorra de hulano y toma una actitud resuelta, pues quiere dominar su emoción a todo trance.
Los campos que se extienden a derecha e izquierda del camino pertenecen todos al molino. A la derecha hay centeno de invierno, como de costumbre; pero a la izquierda, donde se plantaban en otro tiempo las patatas, hay entonces una huerta en la que se alinean gravemente, en filas regulares, los espárragos y los tallos de remolacha.
A unos cinco pasos próximamente del seto aparece una figura femenina, de talle esbelto y formas juveniles, que, encorvada hacia la tierra, trabaja con ardor.
¿Quién será? ¿Pertenecerá al molino? Una nueva criada quizás. Pero no; tiene una figura demasiado elegante; sus zapatos son demasiado delicados, su delantal demasiado lujoso, y el pañuelo blanco que le cubre de un modo tan pintoresco es de tela demasiado fina para una criada. ¡Si no ocultase tanto el rostro!
¡Ah! levanta los ojos... ¡Mil truenos! ¡qué encantadora muchacha!... ¡Qué vivo color el de sus redondas mejillas! ¡qué brillo el de sus ojos negros! ¡cómo piden besos sus labios finamente dibujados!
Al verlo a su vez, ella deja caer la azada; después lo mira fijamente.
—Buenos días—dice el joven llevando la mano a su gorra con ademán un poco cohibido.—¿Sabe usted si el molinero está en casa?
—Sí, está en casa;—dice ella sin dejar de mirarlo.
«¿Qué diablos querrá contigo?» piensa el soldado tratando de vencer su timidez. Después de su estancia en Berlín, Juan tiene algunos motivos para considerarse un poco conquistador, y es para él una cuestión de honor aproximarse al seto y trabar conversación con la joven.
—¿Se trabaja?—pregunta, por decir algo.
Y, para disimular su turbación, se lleva la mano al bigote.
—Sí, se trabaja—repite ella maquinalmente, mirándolo siempre.
Después, de pronto tendiendo hacia él la mano y apartando los cinco dedos como si quisiera señalarlo con todos a la vez, dice en medio de una explosión de risa:
—Pero ¿no es usted Juan?
El balbucea:
—Sí... soy yo... ¿Y usted?
—Yo soy su mujer.
—¿Qué? ¿usted?... ¿la mujer de Martín?
Ella hace con la cabeza un signo afirmativo, adoptando una expresión de dignidad, mientras sus ojos se llenan de malicia.
—¡Pero si parece usted una muchacha soltera!
—No hace tanto tiempo que no lo soy—dice ella riendo.
Los dos, uno a cada lado del seto, se contemplan con curiosidad. Pero la joven reflexionando, se limpia ceremoniosamente en el delantal las sucias manos de tierra y las tiende a través del cercado.
—¡Bien venido sea usted, cuñado!
El coge las manos que le ofrecen, pero guarda silencio.
—¿Está usted acaso incomodado conmigo?—pregunta ella lanzándole una mirada maliciosa.
Juan se siente completamente desarmado frente a la joven y lo único que puede hacer es sonreír con expresión cohibida, diciendo:
—¿Yo... incomodado? ¿Por qué?
—¡Me parecía!
Y alzando el dedo con ademán de amenaza, la joven agrega:
—¡Oh! ¡Tendría que ver!...
Después, con la barbilla hundida en el cuello, deja oír una leve risa.
—Es usted muy graciosa—dice el militar un poco más sereno.
—¿Yo graciosa?... ¡de ningún modo! Continúe usted su camino; entretanto yo voy a atravesar rápidamente el huerto para avisar a Martín.
Iba a marcharse; de improviso se detiene pero se pone el índice sobre la nariz y dice:
—Espere; voy a pasar al otro lado para ir con usted.
Antes que el joven tenga tiempo de tenderle la mano para ayudarla, ella pasa, rápida como un lagarto, por entre las piedras del cerco.
—Ya estoy aquí—dice arreglando con la mano los pliegues de su falda.
Colócase en el cuello el pañuelo que tenía anudado en la cabeza, y sus cabellos rizados y en desorden, que caen sobre la frente y la nuca, se ponen a flotar al viento, felices por haber recobrado la libertad.
La mirada de Juan se detiene admirada sobre la belleza fresca y virginal de aquella joven, que tiene las maneras de una niña sencilla y traviesa. Ella sorprende esa mirada, y ruborizándose un poco echa para atrás los indomables bucles.
Caminan un instante en silencio, uno al lado del otro. La joven baja los ojos y sonríe, como si de pronto se hubiera apoderado de ella la timidez.
Franquean los dos la gran puerta cochera sin haber reanudado la conversación.
Juan mira a su alrededor y suelta un grito de admiración. No quiere creer en sus sentidos. Todo ha cambiado, todo está embellecido. El patio, que la lluvia en otro tiempo convertía en un horrible pantano y que durante el verano era un hoyo lleno de polvo, luce entonces un verde césped y parece una pradera cubierta de flores. Las puertas del granero y de las cuadras brillan con un hermoso color obscuro y tienen números pintados de blanco. En medio del patio se alza sobre la hierba un palomar artísticamente construido, que recuerda los chalets de la Suiza. Delante de la vivienda sube un emparrado nuevo, cubierto de pámpanos, que se entrelazan alrededor de las ventanas, brillando al sol, y que prometen un abundante follaje.
El molino aparece a sus ojos deslumbrados como un asilo donde reina la paz y la inocencia.
Impresionado cruza las manos y pregunta:
—¿Quién ha hecho esto?
Ella pasea su mirada por el contorno y guarda silencio.
—¿Usted?—pregunta el militar sorprendido.
—He contribuido un poco—responde la joven modestamente.
—¿Pero es usted la que ha tomado la iniciativa?
Ella sonríe. Esta sonrisa le da más años, esparce sobre su rostro de niña la gracia de la mujer.
—Benditas sean sus manos—dice el joven en voz baja y tímida, y con más gravedad que de costumbre.
No puede menos de acordarse de su madre muerta, que continuamente estaba quejándose del polvo insoportable y de que no hubiera en todo el patio el más pequeño sitio para descansar.
—¡Qué lástima que no pueda ver esto!—dice a media voz, siguiendo su pensamiento.
—¿La madre?—pregunta ella.
El, sorprendido, la mira. No ha dicho: «su madre»; esto le sorprende al principio y luego le causa una sensación de bienestar, como no la ha experimentado nunca en su vida. Se siente penetrado de un dulce calor que le invade el corazón y no quiere disiparse. Hay, pues, en el mundo, fuera de la familia, una mujer joven y bella que habla de la madre de él como de la suya propia, como si ella fuese una hermana, aquella hermana tan deseada en los años infantiles, cuando sus ojos se fijaban con admiración secreta en las muchachas de la aldea.
La joven repite dulcemente la pregunta.
—Sí... la madre—responde él dirigiéndole una mirada de reconocimiento.
Durante un segundo la joven sostiene esa mirada; después baja los párpados y dice, un poco turbada:
—¿Dónde estará Martín?
—En el molino, seguramente.
—¡Ah! sí en el molino;—confirma ella en seguida.
Y añade alejándose prestamente:
—Voy a buscarlo.
Maquinalmente casi, el militar sigue con los ojos la figura de la muchacha que atraviesa el patio con paso leve. Todo en ella flota y se agita: sus faldas, las cintas de su delantal, el pañuelo que rodea su cuello, la masa en desorden de sus rebeldes bucles.
Permanece así un instante, inmóvil, como fascinado, siguiéndola con los ojos; después menea la cabeza y se dirige hacia el emparrado. La primera cosa que le llama la atención es una mesita sobre la cual se ve una canastilla de paja para la labor. De esa canastilla sale un bordado comenzado, una larga tira blanca donde están trazadas hojas y flores como las que las mujeres emplean para adornar la ropa blanca. Sin saber lo que hace, coge la tira y sigue el trabajo complicado de los puntos, hasta el momento en que resuena en sus oídos la voz jovial de su cuñada. Bruscamente, como un niño cogido en falta, deja caer el bordado; la joven aparece en la esquina de la casa conduciendo alegremente a un hombre de aspecto rollizo, cubierto de harina, que trata de librarse con ademán torpe de las manitas que lo sujetan, y esparce a su alrededor densas nubes de polvo blanco. Ese hombre es... no cabe duda es...
—¡Martín! ¡querido Martín!
Y Juan se precipita para caer en sus brazos.
Los torpes miembros del otro se detienen en su movimiento, se arquean las espesas cejas y una sonrisa tranquila y bondadosa aparece en sus labios; nuestro hombre siente que recorre su cuerpo un estremecimiento, y da un paso atrás, tambaleándose, para lanzarse luego al encuentro del niño querido a quien, al fin, vuelve a ver.
Sin decir una palabra, los dos hermanos se abrazan tiernamente. Después, al cabo de un momento, Martín toma entre sus manos la cabeza del hijo pródigo; y, frunciendo las cejas con aire sombrío, mordiéndose el labio inferior, por largo tiempo clava en silencio sus miradas en los ojos brillantes y alegres del hermano.
Luego se sienta en el banco del emparrado; y, apoyando los codos sobre las rodillas, se pone a contemplar el suelo.
—¿Qué piensas Martín?—pregunta Juan con voz cariñosa colocando una mano en el hombro de su hermano.
—¡Eh! ¿por qué no he de pensar?—replica el molinero con el sordo gruñido que le es peculiar y que acompaña siempre a sus lacónicos discursos. ¡Eh pilluelo!—continúa—y la bonachona sonrisa que lo caracteriza en las horas de buen humor se extiende sobre sus facciones toscamente trazadas, y las ilumina.—¿Te has incomodado, eh?
Entonces se levanta, y, cogiendo a su mujer de la mano, agrega:
—Míralo, Gertrudis, se ha incomodado... ¡Ven acá, pilluelo!... Es ella... mírala bien... ¿Es con ella con quien has pretendido incomodarte?
Se deja caer sobre el banco tan pesadamente, que una nueva nube de polvo blanco se alza a su alrededor; levanta los ojos hacia Juan, se sonríe, y acaba por decir a Gertrudis:
—Ve a buscar un cepillo.
Gertrudis lanza una risotada y se va cantando. Cuando vuelve, blandiendo en el aire el objeto pedido, el molinero le dice en tono de mando:
—¡Cepíllalo!
—Cuando los molineros y los deshollinadores quieren ser buenos, sucede siempre una desgracia;—dice Juan bromeando con expresión cohibida.
Y pretende sacar a la joven el cepillo de las manos.
—Por favor, déjeme usted—dice ella defendiéndose y ocultando vivamente el cepillo debajo del delantal.
Martín golpea en el banco con el puño.
—¿Déjeme usted?... ¡Cómo! ¿No os tuteáis todavía?
Juan guarda silencio, y Gertrudis le pasa fuertemente el cepillo por la espalda.
—Apuesto cualquier cosa a que todavía no os habéis besado.
Gertrudis deja caer de pronto el cepillo. Juan dice: «¡hum!» y se entrega afanosamente a la tarea de hacer girar a lo largo del cepillo de hierro que hay delante de la puerta una de las rosetas de sus espuelas.
—¡Es preciso! ¡Vamos!
Juan da media vuelta rápidamente y se pone a retorcerse el mostacho; espera salir de tan comprometida situación adoptando aires de conquistador, pero ni siquiera tiene valor para inclinarse hacia la joven. Se deja estar tieso como una estaca y espera que ella le presente la boca y adelante los labios; entonces, por un instante, posa en ellos los suyos temblorosos y siente un leve estremecimiento en todo el cuerpo.
Los dos se quedan uno al lado del otro, sonriendo tímidamente, con las mejillas encendidas.
Martín se golpea las rodillas con los puños y dice que acaba de asistir a una escena cómica capaz de hacer morir de risa. Después se levanta bruscamente, y se va a disfrutar de su dicha en la soledad.
Por la tarde, los dos hermanos se dirigen juntos al molino. Gertrudis los sigue con los ojos, desde la ventana; Juan se vuelve, ella sonríe y oculta su cabeza detrás de la cortina.
Juan se detiene en el umbral; se apoya contra una de las hojas de la puerta y lanza una mirada de profunda emoción a la penumbra de la vieja y querida sala, mientras el ruido de las ruedas llega ensordecedor a su oído, y nubes grises de harina y vapor de agua, llevadas por la corriente de aire, le azotan el rostro.
Delante de él se alinean en su puesto las diferentes ruedas del molino. A la izquierda, cerca del muro, el viejo tamiz para la harina; después el triturador y la muela donde se mezcla el salvado a la harina; después la muela mondadora, que separa la cebada de su cáscara, y finalmente un cilindro de sistema completamente nuevo, que durante su ausencia se ha agregado a los otros. Hay también un tornillo sin fin y un tubo ascensor, como lo requiere la moda.
Martín, con las dos manos en los bolsillos del pantalón, tranquilo, satisfecho, mueve su corta pipa en la boca. Después, coge a Juan por la mano para explicarle los mecanismos nuevos; le muestra la harina fina, molida por el tornillo sin fin, pasando por el tubo ascensor, donde pequeños depósitos que suben a lo largo de una correa circular la elevan a través de dos pisos, casi hasta el techo, para volcarla luego en los tubos de seda cilíndricos, porque es preciso que pase en polvo fino a través de esa estrecha trama antes que pueda servir.
Respirando apenas, Juan escucha; caza al vuelo las frases raras, que su hermano sólo pronuncia en fragmentos, y se admira mucho al ver hasta qué punto se embrutece uno en el regimiento, pues todo eso es griego para él.
Los negocios florecen. Todas las ruedas trabajan, y los mozos del molino tienen bastante que hacer allá arriba, en la galería, echando el grano en los vertederos, y abajo, vigilando la caída de la harina y del salvado.
—Ahora tengo tres—dice Martín, señalando a los compañeros, blancos como la nieve, que tan pronto suben como bajan por la escalera.
—¿Y tienes todavía a David?—pregunta Juan.
—Naturalmente—responde Martín haciendo una mueca.
Se diría que la sola idea de que David pudiese faltar del molino lo ha llenado de terror. Juan se echa a reír:
—¿Dónde está, pues, ese pícaro viejo?
—¡David! ¡David!
Y la voz potente de Martín resuena a través de la sala, dominando el ruido de las ruedas.
Entonces, del rincón obscuro de las máquinas, cuya masa gigantesca surge del suelo detrás del armazón de las ruedas, se adelanta pausadamente una larga figura vacilante, cubierta de harina de pies a cabeza; aparece un rostro pálido, en el cual sólo se lee esa especie de estupidez que producen los años; una nariz ligeramente colorada que baja hasta la barbilla, unos ojos enfurruñados que se ocultan bajo gruesas cejas, y una boca que parece agitada por un movimiento eterno de masticación.
—¿Qué me quiere mi amo?—pregunta el viejo colocándose delante de los dos hermanos, sin soltar la pipa de barro que pende y se balancea entre sus labios.
—¡Ahí lo tienes!—dice Martín golpeando en el hombro al viejo, mientras asoma a su rostro una sonrisa de tierno respeto.
—¿No me reconoces, David?—pregunta Juan tendiéndole amigablemente la mano.
El viejo lanza por entre sus dientes un salivazo negruzco, medita un instante y murmura:
—¿Por qué no lo he de reconocer?
—¿Y qué tal te encuentras?
El viejo vuelve a meditar, se rasca la cabeza y dice:
—¿Cómo me he de encontrar?
Y comienza a atar y a desatar entre sus dedos nudosos el hilo de un saco de harina; después, cuando está bien convencido de que no lo necesitan, vuelve a hundirse en su rincón obscuro.
El rostro de Martín está radiante.
—Tiene un gran corazón. ¡Veintiocho años a nuestro servicio, y siempre laborioso, siempre fiel a sus deberes!
—¿Qué hace ahora?
Martín no sabe qué contestar.
—Difícil es decirlo... Ocupa un puesto de confianza. ¡Ah! tiene un gran corazón... un gran corazón...
—¿Ese gran corazón roba todavía un poco de harina de los sacos?—pregunta Juan riéndose.
Martín se encoge de hombros con disgusto y murmura algo como: «Veintiocho años de servicios» y «hay que cerrar los ojos.»
—Parece que todavía me guarda algún rencor porque me permití descubrir el escondrijo donde amontonaba, como la marmota, lo que iba robando.
—Estás prevenido contra él—gruñe Martín;—lo mismo que Gertrudis... Sois injustos, cruelmente injustos con él.
Juan mueve alegremente la cabeza; y, señalando con el dedo una puerta que conduce a una habitación de madera, recién construida, pregunta.
—¿Qué es eso?
Martín, un poco cortado, menea dulcemente la cabeza.
—Mi despacho—balbucea al fin.
Y como Juan da un paso para abrir la puerta, lo detiene por el faldón de la chaqueta.
—Te ruego—refunfuña—que no franquees ese umbral; ni hoy, ni nunca... tengo mis razones.
Juan lo mira disgustado y está a punto de preguntarle: «¿Desde cuándo tienes secretos para mí?» Pero la súplica que lee en los ojos de su hermano le cierra la boca, y los dos salen juntos del molino cogidos del brazo.
Ha llegado la noche... La rueda grande se ha detenido, condenando a la inmovilidad a todo el engranaje de las pequeñas. El silencio reina en el molino; sólo a lo lejos, en la esclusa abierta, las aguas en movimiento cantan su monótona melodía.
Delante de la casa, el arroyuelo está tranquilo como si no tuviese más que hacer que columpiar los nenúfares, y el sol poniente se refleja en sus aguas profundas. Como una cinta de oro serpentea a través de los arbustos, donde un ejército de ruiseñores, ignorando su mérito, afinan sus gargantas para entrar en lucha con las ranas instaladas abajo.
Los tres seres hermanos destinados a vivir juntos desde entonces en aquella soledad florida, donde todo inspira canciones, están reunidos en círculo íntimo. Sentados en el emparrado, alrededor de la mesa cubierta por un mantel blanco, no han hecho gran honor a la cena esa tarde, y sus miradas fijas en el suelo expresan un profundo sentimiento de bienestar. Martín, con la cara apoyada en las dos manos, saca de su pipa densas nubes de humo, lanzando de vez en cuando un sonido que participa de la risa y del gruñido.
Juan está completamente hundido en el tupido follaje, y deja que los pámpanos, que tiemblan y se agitan al soplo de su aliento le acaricien el rostro.
Gertrudis lanza de tiempo en tiempo una mirada furtiva a los dos hermanos; se la podría tomar por una criatura indisciplinada que quiere hacer alguna travesura, pero cerciorándose antes de que nadie la vigila. Evidentemente, el silencio no es de su gusto; pero está demasiado bien educada para romperlo. Sin embargo, se divierte sola en hacer a escondidas bolitas de pan para lanzarlas en medio de una banda de gorriones glotones que picotean alrededor del emparrado. Hay uno, sobre todo, un sucio granujilla, que con su destreza y rapidez vence a todos los demás. Desde el momento que llega rodando una pelotilla, abre las dos alas y se pone a gritar como un poseído después, disputando a derecha e izquierda con los otros, procura hacer salir a aletazos la bolita del campo de batalla para tomar posesión de ella, con toda comodidad, mientras sus camaradas cambian todavía entre ellos furiosos picotazos.
Esta maniobra se repite cuatro o cinco veces y le da siempre la victoria; pero al fin otro, que no carece de valor, descubre su táctica y la aplica mejor todavía.
Ante ese espectáculo, Gertrudis siente grandes ganas de reír; quiere reprimirlas a la fuerza, se mete el pañuelo en la boca y contiene la respiración hasta que el rostro se le pone morado. Después, renunciando a la esperanza de poder dominarse por más tiempo, se levanta para huir; pero no ha llegado aún a la puerta cuando estalla la risa. Desaparece, entonces en la sombra del vestíbulo, lanzando gritos de alegría.
Los dos hermanos, sacados de su ensueño, se incorporan.
—¿Qué pasa?—pregunta Juan asustado.
Martín menea la cabeza, dirigiendo su mirada a la joven, cuyas locuras y niñerías conoce perfectamente. Al cabo de un instante, coge la mano a Juan y dice, señalando la puerta con el dedo:
—Responde, ¿te parece que ella quiera hacerte partir?
—¡De ningún modo!—dice Juan con risa un poco forzada.
—¡Ah, muchacho!—exclama Martín rascándose la cabeza desgreñada;—¡por cuántas desazones he pasado! ¡Cuántas veces me he agitado en el lecho pensando en ti y en la falta que había cometido tal vez contigo!...
Después de una pausa continuó:
—Y sin embargo al verla tan dulce, tan inocente, dime, muchacho ¿me habría sido posible no amarla? Desde que la vi, no fui dueño de mi persona. Me recordaba a mi Juan de tantas maneras... era jovial y tenía los ojos brillantes, donde se leía una loca alegría, exactamente como en ti. Era una criatura, es verdad, y sigue siéndolo hasta hoy... descuidada, turbulenta, traviesa como un niño. Y, cuando no se le tiene la rienda un poco corta, amenaza trastornarlo todo. Pero me gusta así—y un resplandor de ternura ilumina sus rasgos—y pensándolo bien, yo no podría pasarlo sin sus locuras. Ya lo sabes, siempre tengo necesidad de hacer el padre con alguno; en otro tiempo te tenía a ti, y ahora la tengo a ella.
Después de haber desahogado su corazón, Martín se sume en un profundo silencio.
—¿Y eres feliz?—pregunta Juan.
Martín lanza densas bocanadas de su pipa; en medio de la nube en que se ha envuelto, murmura después de una nueva pausa:
—¡Hum! eso depende...
—¿De qué?
—De que tú no le guardes rencor.
—¿Yo, guardarle rencor?
—Vaya, vaya, no te defiendas.
Juan no responde. No le costará mucho trabajo convencer a su hermano; y, cerrando los ojos, hunde de nuevo la cabeza en los pámpanos que agita el aire.
Un rayo de luz le hace alzar los ojos.
Es Gertrudis que, de pie en el umbral de la puerta, con una lámpara en la mano, aparece toda confusa. Su gracioso rostro está cubierto de vivo color y sus pestañas bajas lanzan sobre sus mejillas dos sombras semicirculares.
—¡Qué loquilla eres!—dice Martín acariciando tiernamente sus cabellos en desorden.
—¿No quieres ir a acostarte, Juan?—pregunta ella con gran seriedad.
Pero su voz hace traición todavía a una leve risa que trata de reprimir.
—¡Buenas noches, hermano!
—Espera, que subo contigo.
Juan tiende la mano a su cuñada, que vuelve la cabeza para disimular su sonrisa.
Martín le coge la lámpara y sube la escalera precediendo a su hermano. Una vez en lo alto, se apodera de la mano de Juan, y, sin decir nada, fija un instante su mirada franca y bondadosa sobre el rostro de su hermano, como si no pudiese dominar aún su felicidad, se dirige a la puerta y sale.
Juan suspira y se despereza, con las dos manos apoyadas en el pecho. Le ahoga la alegría que invade su alma. Quiere alcanzar a su hermano para consolar su corazón con algunas palabras de ternura y de reconocimiento, pero oye los pasos de Martín repercutiendo ya abajo, en el vestíbulo. Es demasiado tarde. Antes de meterse en cama necesita calmarse. Apaga la lámpara y abre una de las hojas de la ventana. El aire fresco de la noche, que le acaricia el rostro, le produce bienestar y lo apacigua.
Se inclina sobre el alféizar y silba un aria hundiendo sus miradas en la sombra.
Debajo de él, el manzano en plena florescencia balancea la masa blanca de sus flores. ¡Cuántas veces, siendo niño, ha trepado por sus ramas! ¡Cuántas veces, cansado de jugar, se ha apoyado en el tronco, perdido en un sueño, mientras las hojas le susurraban lindas historias! Y después, en otoño, cuando una ráfaga pasaba sobre el árbol, caía casi entre sus brazos una lluvia de manzanas doradas. ¡Era una delicia aquello!
¡Qué de pensamientos acuden a la mente cuando se silba de ese modo! Cada nota despierta una nueva canción, cada tonada resucita nuevos recuerdos. Con las canciones de otro tiempo despiertan también los antiguos sueños, que vuelan con sus alas de mariposa y recorren su vasto imperio, desde que aparece la luna hasta que asoma la aurora...
Y, mientras contempla la tierra, donde todo se sumerge en las tinieblas, ve que se abre suavemente una ventana debajo de él, y aparece una cabeza con el rostro vuelto hacia arriba. En el óvalo pálido, que resalta sobre la sombra de los cabellos, ve brillar dos ojos negros picarescos que le miran con malicia de gata joven.
De pronto deja de silbar; entonces suena en su oído una risa burlona, y la voz alegre de su cuñada le dice:
—Vamos, Juan, continúa.
Y, como él no quiere acceder a esa petición, la joven frunce los labios y se pone a silbar imperfectamente algunas notas.
Entonces se oye gruñir, en el interior de la casa la voz profunda de Martín, que dice paternalmente, en tono de reproche:
—No hagas tonterías, Gertrudis; déjalo dormir.
—¡Pero si no duerme!—responde ella en el tono enfurruñado del niño a quien reprenden.
Después la ventana se cierra y las voces se apagan.
Juan menea la cabeza riendo y se mete en la cama; pero no puede dormirse a causa de las flores que Gertrudis ha puesto a la cabecera y cuyas hojas llegan hasta el borde del lecho. Con los manojos de lilas violáceas se mezclan los narcisos de cáliz estrellado de suave blancura. Se vuelve, después de arrodillarse en la cama, y hunde su rostro en las flores. Los pétalos delicados lo acarician y besan sus párpados y sus labios.
De pronto presta oído. Del suelo sube el rumor de una risa apenas perceptible, como si llegase del centro de la tierra; una risa leve como el ala del viento rozando la hierba... ¡pero tan alegre, de tan loca alegría!...
Escucha un instante y espera oírla por segunda vez; pero todo queda en silencio.
—¡Qué loquilla!—dice alegremente.
Vuelve a caer sobre la almohada, y se duerme con la sonrisa en los labios.
A la mañana siguiente, Juan busca en el cuarto sus ropas de trabajo. Le aprietan un poco en los hombros. ¡Cristo! ¡cómo ha engrosado!
Ya está alto el sol. Le parece que pone menos luz y calor en cualquier parte que no sea en aquella soledad florida. Es una cosa particular el sol del país natal. Dora todo lo que toca, y brotan canciones de los labios que acaricia. ¡Qué hermosa es la vida en la casa paterna! ¡Viva la alegría!
—Tengo ahora en casa todo un nido de alegres pájaros;—dice riendo Martín, que va a darle los buenos días. Sigue cantando, muchacho... Estoy acostumbrado desde que vive aquí Gertrudis... Pero ¿qué vas a hacer con esa blusa blanca?
—¿Crees acaso que voy a estar aquí de brazos cruzados?
—Descansa un día más.
—¡Ni una hora! Mis ropas de holgazán están colgadas ya de un clavo.
Martín ha visto las flores que están a la cabecera del lecho, y dice riendo de mala gana.
—¡Habrase visto! Le he prohibido que haga eso conmigo y te da a ti esa mala broma. Por eso estás hoy tan pálido.
—¿Pálido, yo? No lo creo.
—No le digas nada. Yo le prohibiré que haga estas tonterías.
Y bajan los dos juntos.
No se ve a Gertrudis en ninguna parte de la casa.
—Está en el jardín desde las cinco—dice Martín sonriendo con complacencia.—Todo marcha aquí al vapor desde que ella tiene la dirección de la casa... Es viva como una ardilla, y está en pie desde el alba; y siempre contenta... siempre entonando canciones y soltando gritos de alegría.
Al dirigirse al molino, los dos hermanos ven pasar por arriba de ellos, rozando sus cabezas, un tronco de zanahoria.
Martín se vuelve riendo, y hace con el dedo un ademán de amenaza.
—¿Quién es?—pregunta Juan, recorriendo con la mirada el patio, donde no se ve alma viviente.
—¿Quién quieres que sea, sino ella?
—¿Y no ves nada que indique dónde está?
—Nada absolutamente... Es un verdadero diablillo, se hace invisible cuando quiere.
Y, con el rostro radiante, sigue a su hermano al molino.
Pasan las horas. Juan quiere demostrar lo que puede hacer, y trabaja con gran energía. Mientras está vigilando en la galería el trituramiento del grano en la tolva, siente que le tiran de la blusa.
Mira hacia abajo. Gertrudis, de pie en la escalera, con las mejillas tostadas por el sol y los ojos brillantes, le hace una seña con el dedo:
—Ven a almorzar.
—Al instante.
Termina su trabajo y se coloca a su lado.
—¡Brrr!—exclama la joven sacudiéndolo;—¡cómo te has vestido!
—¿Y qué?
—Ayer me gustabas más.
Dicho esto, le tiende la mano para darle los buenos días, y baja apresuradamente la escalera, divirtiéndose en esparcir delante de ella una lluvia de harina.
Al pasar por delante de la habitación que Martín llama su despacho, su rostro toma una expresión misteriosa, y deteniéndose, levanta las dos manos en el aire, como para conjurar un espíritu.
Al cabo de un instante, pregunta en voz baja:
—Di, ¿qué hay ahí dentro?
—No sé.
—Yo tampoco. ¿No tienes permiso para entrar ahí?
—No.
—¡Alabado sea Dios! Entonces no soy yo sola la tonta... Cuando tengo que decirle algo, es preciso que llame a la puerta... Vamos, di la verdad, ¿te parece que eso está bien? Yo no soy una chiquilla para que... Pero me callo; no hay que hablar mal del marido. Sin embargo, tú eres su hermano; intercede por mí junto a él, ruégale que me diga qué hay dentro. ¡Si vieras cuan intrigada estoy!
—¿Te figuras que me lo dirá?
—Entonces tendremos que consolarnos juntos... Ven.
Y, de un salto, transpone los tres peldaños que conducen al umbral de la puerta.
Durante el almuerzo, adopta de improviso una fisonomía seria, y habla con importancia de los cuidados que le da el manejo de la casa. Había adquirido, es cierto, en su familia, la costumbre de salir de apuros sola, porque su pobre madre había muerto hacía muchos años, y antes de la confirmación, había tenido que dirigir la casa de su padre; pero la tarea no era muy pesada: su padre no tenía a su servicio más que un criado para el molino y los trabajos del campo... ¡se extenuaba de trabajo el pobre padre!
Sus ojos se llenan de lágrimas. Confusa, vuelve la cabeza. Después se levanta vivamente y pregunta:
—¿No tienes ganas?
—No.
Luego continúa.
—Ven conmigo al jardín. Conozco una espesura donde se está muy bien para hablar.
—Allá, en el extremo de la alameda. Es también mi lugar favorito.
Penetran juntos en el jardín que el sol inunda con sus rayos ardientes, y respiran más libremente bajo la bóveda de verdor que los envuelve en su fresca sombra.
Gertrudis se echa negligentemente sobre el banco de césped y coloca bajo su cabeza, a guisa de almohada, sus brazos, bruñidos por el sol.
A través del tupido follaje se deslizan aquí y allá algunos rayos que adornan sus vestidos con manchas de oro, ruedan sobre su cuello y sus mejillas, y rozan su frente, poniendo un claro fulgor en su cabellera obscura y rizada.
Juan se sienta frente de ella y la contempla con una admiración que no procura disimular.
Está persuadido de que en su vida ha visto tanta gracia. ¡Qué encanto en la actitud de esa joven cuñada medio tendida! Las palabras de su hermano le vuelven a la memoria: «¿Me habría sido posible no amarla?»
—No sé, pero hoy siento ganas de charlar—dice Gertrudis con sonrisa confiada;—y coloca más cómodamente su cabeza.—¿Y tú, estás dispuesto a escuchar?
Él hace un signo afirmativo.
—Entonces... el pan no era abundante en casa y los pedazos estaban contados. En cuanto a la manteca para poner en él, inútil es hablar de ella. Si yo no hubiese cuidado el huerto, cuyos productos se vendían en la ciudad, nos habría sido imposible vivir. ¿Por qué la gente lleva toda su harina al molino de agua de los Felshammer, sin pensar que en los molinos de viento los pobres molineros necesitan vivir también? Esto es lo que nos decíamos a menudo; y mirábamos con odio vuestra casa... Pero he aquí que, de repente, llega Martín. Quiere, dice, vivir en buenas relaciones con sus vecinos. Se muestra amable y cariñoso con el padre, amable y cariñoso conmigo. Lleva a los muchachos pasteles y azúcar cande, y todos nos enamoramos de él. Y al fin declara al padre que me quiere por mujer... «¡Pero si no tiene nada!—dice mi padre.—«Tampoco quiero yo nada» responde él. Y figúrate... ¡me toma sin un céntimo de dote!... Ya puedes comprender mi alegría, pues el padre me había repetido con frecuencia: «Hoy todos los hombres van detrás del dinero; tú eres pobre, Gertrudis; prepárate para quedar soltera». Y, sin embargo, me he casado antes de los diez y siete años... Por lo demás, yo profesaba desde hacía mucho profundo afecto a Martín; porque, aunque era un poco tímido y avaro de sus palabras yo había leído en sus ojos su buen corazón. No puede franquearse tanto como quisiera, y eso es todo. Yo sé cuán bueno es; y a pesar de su talante gruñón, a pesar de las reprimendas que me echa, no dejaré de amarlo toda mi vida.
Guarda silencio un instante y se pasa la mano por el rostro como para echar al rayo de sol que le dora las pestañas y hace brillar sus ojos con colores vivos y tornasolados.
—Mira si es bueno para los míos—continúa con apresuramiento, como si creyera no poder encontrar bastante afecto para acumularlo sobre la cabeza de Martín.—Quería darles cada año una pensión, no sé de cuánto; pero yo no lo he consentido, porque no podía conciliarme con la idea de que mi padre estuviera reducido a aceptar una limosna en sus últimos días, aunque se la diese su yerno. Pero me he reservado una cosa: continuar aquí el cultivo del huerto, al que estaba acostumbrada en nuestra casa, y quedarme con lo que produzca.
El empleo de ese dinero es cuenta mía.
Se sonríe mirándolo con aire triste, y continúa:
—Tienen verdadera necesidad de él en casa; porque, ya lo ves, hay tres chicos todavía, que alimentar y vestir sin contar que, desde que yo partí, tienen que valerse de una criada.
—¿No tienes hermanas?—pregunta Juan.
Ella menea la cabeza y dice, lanzando de improviso una risotada:
—¡Es escandaloso! Ni siquiera una, de la cual pudieras hacer tu mujer.
El ríe con ella y dice:
—No es una mujer lo que necesito ahora.
—¿Entonces, qué?
—Una hermana.
—Pues bien, ya tienes una—dice ella levantándose de un salto y acercándose a él.
Después, avergonzada sin duda de su vivacidad, se deja caer ruborosa sobre el banco de césped.
—¿De veras?—dice con los ojos brillantes.
Ella hace un leve mohín y dice vivamente:
—¿Hay que hacer tanto esfuerzo acaso? La mujer de un hermano es casi una hermana ya.
Y, midiéndolo de pies a cabeza con una sonrisa, añade:
—Creo que, con un hermano como tú, se podría ir a cualquier parte.
—Cinco pies y diez pulgadas, ex hulano de la guardia... ¡si basta eso!...
—Y en último término, tú serías también un buen compañero de juegos.
—¿Necesitas uno?
—¡Oh sí!—responde ella con un suspiro;—la vida es aquí tan tranquila, tan seria... No hay nadie con quien pueda uno correr como hacía yo en otro tiempo con mis hermanos. Con frecuencia he estado a punto de tomar por el cuello a un mozo del molino; pero ¡la dignidad!... ¡el respeto!...
—Bueno, pues ahora estoy yo—dice él, riendo.
—Por eso fundo en ti grandes esperanzas.
—Entonces, tómame por el cuello.
—Tienes demasiada harina encima.
—¡Vaya una mujer de molinero, que tiene miedo a la harina!—dice Juan en tono burlón.
—Deja—concluye ella,—que ya llegará la hora en que ponga a prueba tus habilidades de jugador.
Mientras los tres descansan en el emparrado, a la hora del crepúsculo, Juan, que con la cabeza oculta entre los pámpanos sueña en silencio como su hermano, siente de pronto una cosa redonda, que no acierta a definir, chocar contra su frente y caer al suelo. «Quizás sea una cochinilla» se dice; pero el ataque se repite por segunda y tercera vez.
Entonces lanza una mirada recelosa a Gertrudis, que estatua viva de la inocencia, canturrea melancólicamente la tonada: En un fresco valle. Sin embargo, entretanto fabrica a hurtadillas las bolitas de pan que le sirven de proyectiles.
Juan reprime un acceso de risa y coge disimuladamente una rama de viña, de la que penden todavía algunos racimos secos del año anterior. Ella le lanza un nuevo proyectil; y él le dispara, pronto para la respuesta, un grano a la nariz. Ella se estremece, lo mira un momento toda desconcertada; y, al inclinarse el joven hacia ella, con el rostro más serio del mundo, lanza una ruidosa y alegre carcajada.
—¿Qué pasa?—dice Martín, arrancado violentamente a su somnolencia.
—¡Ha pasado por la prueba!—responde Gertrudis lanzándose a su cuello.
—¿Qué prueba?
—Si te lo digo vas a reñirnos; prefiero callarme.
Martín interroga con una mirada a su hermano.
—¡Oh, nada!—dice éste con tímida sonrisa.—Era una broma... Nos bombardeábamos.
—Está bien, hijos míos, bombardeaos;—dice Martín, que continúa fumando en silencio.
Juan está muy avergonzado, y Gertrudis contempla a su nuevo camarada de juegos con una mirada maliciosa y provocativa.
«Revoltosa». Sí; ese era el nombre que había dado Martín Felshammer a su mujer...
Desde aquel día, se repiten las bromas en las horas tranquilas y silenciosas del crepúsculo, que Martín ama tanto.
En las apacibles alamedas del huerto suenan gorgeos y risas; sobre el césped pasan como una tromba dos figuras humanas que se persiguen; se bromea, se suelta a los perros para que hagan ruido; se caza a los gatos de la vecindad que se dan las citas amorosas en el molino; se juega al escondite detrás de los montones de heno y de los setos.
Martín los deja en plena libertad, y contempla esas locuras con la mirada benévola e indulgente de un padre. En el fondo, preferiría la calma de antes; pero son tan felices ellos, en su juventud y su inocencia, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas, que sería un crimen turbar su alegría con observaciones molestas. Después de todo son unos niños.
Además ¿no hay también horas menos ruidosas? Cuando Gertrudis dice: «Juan, ven a cantar», se sientan juiciosamente uno al lado del otro en el emparrado, o cuando se pasean lentamente a la orilla del riachuelo; y cuando Martín ha encendido su pipa y está dispuesto a escucharlos, sus voces resuenan claras y vibrantes en la sombra de la noche.
Bien pronto llegan instantes de solemne encanto. Los pájaros, que van a entregarse al sueño, gorjean en las ramas, una leve brisa sopla en los pámpanos y el sordo murmullo de la presa sirve de acompañamiento... ¡Cómo ha cambiado su humor de repente! Estaban alegres al empezar; pero las tonadas que cantan son cada vez más tristes, y el acento de sus voces cada vez más quejumbroso. Hace apenas unos minutos, sus cabezas se tocaban; entonces están serios, con las manos juntas y los ojos puestos en el cielo arrebolado. Sus voces suenan admirablemente unidas. Juan tiene una voz de tenor clara y suave, que concierta muy bien con las notas de contralto, llenas y graves, de Gertrudis, y nunca le falta oído cuando se trata de acompañar de improviso una canción nueva.
Lo extraño es que nunca puedan cantar cuando están solos. Si, mientras están cantando, tiene Martín que alejarse, llamado por algún asunto, en seguida sus voces pierden la seguridad y los jóvenes se miran sonriendo; uno u otro, por lo regular, deja escapar una nota falsa, y la canción queda inconclusa.
Cuando Martín está ausente de la casa o se encierra en su despacho, lo que sucede una vez o dos por semana, los dos guardan silencio, como de común acuerdo; ninguno de ellos se atrevería a invitar al otro a cantar.
En cambio, tienen otras ocupaciones más interesantes, a las que sólo pueden dedicarse cuando no hay que temer la indiscreción de un tercero.
Mientras estaba en el servicio, Juan se ha hecho un lindo cuaderno de música, en el que ha compilado las canciones alegres y sentimentales que más le gustaban. El género sentimental es el que lo entusiasma. Las desesperaciones de amor, los cantos fúnebres, se alternan allí con las consideraciones poéticas sobre la vanidad de la existencia, y lo corona todo el estallido de desesperación de Kotzebue, desbordamiento de sentimentalismo que ha sido durante medio siglo la más popular de las poesías alemanas.
Ese cuaderno responde perfectamente al gusto poético de Gertrudis. En cuanto se ve sola con Juan, le murmura en tono de súplica:
—Ve a buscar las canciones.
Entonces se sientan en un rincón retirado, y juntan sus cabezas; durante la lectura sienten con delicia que un estremecimiento de voluptuosidad les recorre el cuerpo.
He aquí, en primer lugar, esa poesía extraña:
El conde Orsinski a su amada
En señal de adiós, recibe las quejas de mi corazón,
Transformadas en dulce armonía,
Pero no trates nunca de adivinar lo que estos acentos dicen.
Y esta antigua romanza popular:
Enrique descansaba junto a su reciente esposa,
Rica heredera de las orillas del Rin...
Suena la media-noche, y a través de la cortina,
Pasa de pronto una mano blanca y delicada:
¿A quién vio? A su Guillermina,
Que se erguía ante él envuelta en un sudario.
Al llegar a eso, Gertrudis se estremece; y, llena de angustia, con sus grandes ojos azorados, mira fijamente delante de ella, a través de la sombra del crepúsculo... pero su sonrisa pone de manifiesto, al mismo tiempo, un delicioso éxtasis.
Pero lo maravilloso en ese cuaderno es una composición titulada: La bella molinera.
—¿Dónde has encontrado esto?—pregunta Gertrudis, impresionada por el título.
—Un camarada, que era músico, tenía estas canciones en un gran cuaderno. De allí las copié yo. El que las ha hecho se llamaba Molinero de apellido y creo que ejercía además ese oficio.
—¡Lee, lee, pronto!—exclama Gertrudis.
Pero Juan se niega.
—Es demasiado triste—dice cerrando el libro.—Será otra vez.
Pero Gertrudis le suplica tanto, que tiene que acceder a sus deseos.
—Ven esta tarde conmigo a la presa—dice;—tengo que hacer allá. Nadie nos incomodará entonces, y te lo leeré siempre que... naturalmente...
Y guiña el ojo en dirección al despacho. Gertrudis hace una señal con la cabeza. Se entienden a maravilla.
Después de comer, Martín se retira a su escritorio, seguido por las miradas impacientes de Gertrudis, que espera el momento en que va a conocer los secretos de «la bella molinera.»
Atraviesan de bracete la pradera, para ir a la presa. La hierba está húmeda de rocío. El cielo, surcado de bandas rojizas. Sobre el fondo luminoso resalta, perfectamente recortada, la figura negra del bosque de abetos, que, triste y silencioso, rodea el llano. A medida que se aproximan, los mugidos del agua llegan cada vez con más fuerza a sus oídos... Los rayos del sol poniente se reflejan en los torbellinos de las ondas, y las gotas de espuma que saltan son otras tantas chispas. Del otro lado de la presa, el río tranquilo parece un espejo; los árboles lanzan su sombra y reflejan su imagen en las aguas, demasiado profundas para ser transparentes.
Se acercan en silencio a la presa.
En esa época, durante los calores del mes de junio, la presa no da gran trabajo; pero, en los primeros días de la primavera, y en el otoño, durante las grandes avenidas, cuando es preciso alzar las compuertas para dar paso a las aguas y a los carámbanos, sin que encuentren obstáculos, hay que poner un poco de atención y hay que apelar a todas las fuerzas para no verse arrastrado con las piezas de madera por el torbellino de las aguas.
Juan alza dos esclusas. Eso basta por el momento. Después suelta la palanca y apoya el codo en el pretil del puente levadizo. Gertrudis, que durante todo ese tiempo ha estado contemplándolo sin decir nada, se lanza por sobre la gran viga que atraviesa la corriente de agua de una orilla a otra, a algunos pasos de ella.
—Vas a sentir vértigo, Gertrudis—dice Juan echando una mirada inquieta a la esclusa, por la que las aguas pasan con rapidez espantosa, sobre el fondo de tablones inclinados, para precipitarse en seguida espumosas en la corriente.
Gertrudis suelta una risotada y dice que muchas veces ha estado sentada allí horas enteras, mirando las aguas, sin sentir vértigo alguno. Además, ¿no está allí entonces por necesidad? Su mirada, en la que se lee una curiosidad impaciente, está fija en el bolsillo de Juan; y cuando éste saca su cuaderno de música, la joven exhala un gran suspiro, encantada ante la idea de los esplendores que presiente, y junta las manos como una criatura a quien su abuela va a contar una historia. Juan comienza.
Las palabras conmovedoras del poeta brotan de sus labios como un canto.
Los viajes son la pasión del molinero...
Gertrudis deja oír una alegre exclamación y marca el ritmo dando con el pie en los montantes de la esclusa.
He oído murmurar un riachuelo...
Gertrudis contiene la respiración, esperando lo que sigue:
He visto brillar el techo de un molino...
En su alegría, Gertrudis palmotea y muestra la granja al otro lado.
¿Es eso lo que quiere decir tu murmullo?
En este pasaje, la bella molinera entra en escena y Gertrudis se pone seria.
¡Que no tenga mil brazos para golpear!
Gertrudis hace leves signos de impaciencia.
No interrogo a las flores, no interrogo a los astros...
Una sonrisa de satisfacción vaga por los labios de Gertrudis.
Me placía dibujarla en la corteza de los árboles...
Gertrudis lanza un profundo suspiro y cierra los ojos. Y sigue la lectura, con los sueños del joven molinero ebrio de amor, hasta este grito de alegría, que domina el canto de los pájaros, el murmullo del arroyo, el ruido de las ruedas.
¡La hermosa molinera es mía!
Gertrudis abre los brazos, una sonrisa de dulce beatitud pasa por su rostro, y se mueve su cabeza como diciendo: «¡Dios mío! ¿qué más puede suceder?»
Entonces la molinera siente de pronto una pasión misteriosa por el color verde, se oye resonar el coro en la floresta, aparece el fiero cazador. Gertrudis experimenta inquietud.
—¿Qué viene a hacer ese aquí?—murmura dando con el puño en la viga.
El pobre molinero lo comprende en seguida. Su triste canción dice:
Quisiera partir, perderme en la inmensidad del mundo,
Si todo no estuviera tan verde, tan verde en el bosque y en los campos...
Gertrudis, agitada por el temor y la esperanza, hace en el aire un ademán. ¡Eso no es posible! ¡es preciso absolutamente que todo concluya bien!
Y después:
Florecillas que me dio ella,
Que os pongan a todas en mi tumba.
Los ojos de Gertrudis están húmedos de lágrimas, pero la joven sigue confiando en la desaparición del cazador y en la conversación de la molinera. No puede, no debe ser de otro modo. El molinero y el arroyo comienzan su diálogo melancólico; el arroyo quiere consolar al molinero, pero éste no conoce más que una sola quietud, un solo reposo:
¡Ay! querido arroyuelo; tu intención es buena...
Pero ¡ay! ¿sabes tú acaso el mal que el amor hace?
Gertrudis aprueba vivamente con la cabeza. ¿Qué quiere decir ese estúpido arroyuelo?... ¿Qué sabe él de amor ni de penas?... En seguida viene la misteriosa barcarola que cantan las ondas. Sin duda, el joven molinero se ha dormido a la orilla del arroyo; un beso va a despertarlo, y, cuando abra los ojos, la molinera se inclinará sobre él para decirle: «¡Perdóname! ¡siempre te he amado!» Pero no... ¿qué significan esas extrañas palabras de cámara de cristal azul? ¿Por qué es preciso que duerma allí hasta que el mar haya absorbido la última gota de los riachuelos? Y puesto que para cerrarle los ojos la mala muchacha tiene que tirar su pañuelo al agua, eso prueba que el dormido no reposa en la orilla, sino en el fondo.
Gertrudis oculta su rostro entre las manos y estalla en sollozos convulsivos; y, como Juan quiere continuar la lectura, le dice:
—¡Basta! ¡basta!
—Gertrudis, ¿qué tienes?
Ella le hace la seña de que la deje. Sus lágrimas son cada vez más abundantes y su cuerpo tiembla todo; busca un apoyo y se inclina hacia atrás.
Juan lanza un grito de angustia, y, de un salto, se precipita para recibirla en sus brazos.
—¡Por el amor de Dios, Gertrudis!—dice con la voz trémula, respirando con esfuerzo.
Un sudor frío cubre su frente. La joven inclina su cabeza sobre el pecho de Juan, le echa los brazos al cuello y llora.
Al día siguiente dice Gertrudis:
—Ayer me porté como una chiquilla, Juan, y creo que, a poco más, caigo al agua.
—Ya habías perdido el equilibrio—dice él.
Y se estremece al recordar el terrible instante.
Una sonrisa sentimental pasa por los labios de Gertrudis.
—Entonces habría concluido para siempre—dice la joven con un profundo suspiro.
Pero, un instante después, se ríe ella misma de su locura.
Pasan los días. Juan, como camarada de juegos, ha sobrepujado todas las esperanzas de Gertrudis. Los dos son inseparables; y Martín se ve reducido al papel de espectador... no puede, con una sonrisa gruñona, hacer más que decir amén a todas sus locuras.
Es un encanto verlos atravesar el patio, persiguiéndose uno al otro, como si tuviesen alas en los talones. Gertrudis corre tan ligera que sus pies apenas tocan el suelo. Sin embargo, Juan es más ágil; por mucho que dure la carrera, siempre la alcanza. Viendo que no hay posibilidad de escapar, la joven se agazapa como un polluelo, asustado; y cuando él, triunfante, la toma en brazos, su cuerpo esbelto se yergue como si, al contacto de Juan, la sacudiese una conmoción eléctrica.
David, el viejo criado, observa sus juegos con gran atención, por la claraboya del granero, donde ha establecido su residencia; rasca su cabeza gris, y murmura entre dientes toda clase de cosas incomprensibles.
Gertrudis lo ve un día y se lo muestra a Juan.
—Habrá que hacer una broma a ese viejo cazurro—murmura la joven.
Juan le refiere la mala pasada que jugó a David en otro tiempo, al descubrir el escondite en que el viejo guardaba la harina que robaba.
—¿Si pudiéramos conseguir hacer hoy lo mismo?—dice Juan riendo.
—Lo buscaremos.
Dicho y hecho, o casi hecho. El domingo siguiente, el molino está parado; los criados y los molineros han salido. Juan coge el manojo de llaves colgado de la pared y hace una seña a Gertrudis para que le siga.
—¿Adónde vais?—pregunta Martín alzando los ojos del libro.
—Una gallina está poniendo fuera del gallinero;—dice vivamente Gertrudis.—Vamos a buscar el nido.
Y ni siquiera se pone colorada.
Hacen entonces una investigación escrupulosa en los establos, en la granja, en el granero y en el pajar; pero registran sobre todo el molino, suben y bajan las escaleras, y revuelven el cuarto de los trastos viejos.
Escudriñan sin ningún resultado, durante dos horas, por lo menos, y de repente, Gertrudis, que no tiene miedo de meterse en el rincón más recóndito del granero, anuncia que ha encontrado lo que buscaba. Entre los haces de leña que se deshacen en polvo, las ruedas de engranaje inservibles y los restos de los diez últimos años, aparecen varios sacos de harina y de avena; al lado se ve un buen número de utensilios pequeños: martillos, tenazas, cepillos, cuchillos de mesa. Con los ojos brillantes, el rostro lleno de tierra y los cabellos cubiertos de telarañas, Gertrudis sale del escondrijo lanzando gritos de alegría; cuando Juan se ha cerciorado de que no hay error, el consejo de guerra se reúne y delibera.
¿Conviene enterar a Martín del secreto? No; se incomodaría y acabaría por echarles a perder la broma. Juan tiene una idea. Vierte el contenido de los sacos en una medida igual, después llena esos sacos de tierra y de arena, y esparce encima una capa de negro de humo, como el que usan los cocheros para teñir los arneses. Sumerge por un momento los instrumentos en el tonel de alquitrán; y, cuando ha vuelto a poner todas las cosas en su orden primitivo, considera terminada su tarea.
Abandonan el molino penetrados de una alegría profunda; se trasladan a la balsa para lavarse la cara y las manos, se ayudan mutuamente a limpiarse las ropas, y entran en la casa esforzándose por adoptar la expresión más inocente posible. Sin embargo, Martín no tarda en notar en sus labios leves movimientos que les hacen traición; los amenaza sonriendo, pero no les dirige la menor pregunta.
Pasan tres días en la más viva impaciencia; después, una mañana, Juan, sin aliento, corre al jardín en busca de Gertrudis, con el semblante enrojecido a fuerza de contener las ganas de reír. Al instante, ella suelta la azada y se precipita con él al patio. Delante de la balsa está el viejo David furioso y desfigurado, medio blanco, medio transformado en deshollinador. Tiene el rostro y las manos negras como el carbón, y sobre sus ropas aparecen enormes manchas de alquitrán. En las ventanas del molino se ven las caras de los molineros que ríen a carcajadas, y Martín se pasea delante de la casa vivamente sobreexcitado.
La escena es en extremo cómica, y Juan y Gertrudis creen que van a morir de risa. David, que sabe muy bien de qué lado debe buscar a sus enemigos, les lanza una mirada llena de odio. Procura limpiarse, pero el terrible negro de humo, mezclado con el alquitrán se pega de tal modo, que parece ser el color natural de su piel. Al fin, Martín, lleno de lástima por el pobre diablo, lo hace entrar en el cuarto de los criados y dice a Gertrudis, que de tanto reír tiene los ojos llenos de lágrimas, que vaya a buscarle un traje viejo de trabajo.
Al mediodía, durante la comida, los jóvenes cuentan a Martín la broma que tan bien les ha salido. El menea la cabeza desaprobando, y dice que hubiera sido mejor comunicarle el descubrimiento que habían hecho. Después al abandonar la sala, se le oye murmurar palabras como «veintiocho años de servicios» y «bromas de chiquillos».
Gertrudis y Juan cambian una mirada de inteligencia que quiere decir: «¡Qué aguafiestas!»
Durante tres días más, el suceso es para los jóvenes un manantial de alegría, que saborean en secreto.
El domingo, Martín va al pueblo a cobrar deudas viejas; no volverá antes de la noche. Los molineros se han ido a la taberna. El molino está desierto.
—Voy a despedir también a las criadas—dice Gertrudis a Juan.—Estaremos entonces completamente solos y podremos hacer alguna cosa.
—¿Qué cosa?
—Ya encontraremos—dice ella riendo; se dirige a la cocina.
Al cabo de media hora reaparece:
—Ya se han marchado. Ahora estamos libres.
Se sientan uno frente al otro y buscan en su imaginación.
—Nunca volveremos a encontrar una diversión como la del domingo pasado—dijo Gertrudis suspirando.
Y, después de un momento:
—Escucha, Juan.
—¿Qué?
—¿Sabes que tú eres para mí un verdadero don del cielo?
—¿Por qué?
—Desde que tú estás aquí, soy tres veces más feliz. Ya ves... él es bueno... y tú sabes que lo quiero mucho, mucho, pero... ¡está siempre tan serio! ¡me trata con tanta altura! Cualquiera diría que yo soy una criatura estúpida, sin sombra de inteligencia. Sin embargo, soy laboriosa y manejo la casa como una mujer madura. Si Dios me ha hecho alegre como un pájaro, yo no tengo la culpa; y, después de todo, eso no es un crimen. Pero cuando estoy delante de él y él me mira con su cara grave y enfurruñada, se me pasan las ganas de hacer locuras... y de estar sentada e inmóvil una se aburre a menudo, una...
Se detiene y reflexiona. Querría quejarse pero no sabe de qué.
—Contigo, es otra cosa—continúa.—Tú eres un buen muchacho, que no dice nunca que no. ¡Contigo se puede hacer lo que una quiera!... Tú no tienes la sonrisa desdeñosa que aparece siempre en sus labios, cuando se le refiere algo, y que quiere decir: «Te escucho, pero no estás contando más que tonterías.» Entonces se me ahogan las palabras en la garganta... Mientras que a ti... sí, a ti se te puede confiar todo lo que le pasa a una por la cabeza.
Apoya pensativa su rostro en las dos manos, mientras que con un movimiento de vaivén balancea sus codos sobre las rodillas.
—¿Y qué te pasa por la cabeza en este momento?—pregunta Juan.
Ella se pone colorada y se levanta vivamente.
—¿A que no me pillas?—grita parapetándose detrás de la mesa.
Pero, cuando él va a perseguirla, ella se adelanta tranquilamente.
—¡Deja!... vamos a hacer algo. Ahí están las llaves... quizás se nos ocurra alguna idea.
Juan descuelga el manojo de llaves y la sigue al patio, donde el sol del mediodía lanza sus rayos ardientes.
—Abre el molino—dice Gertrudis.—Allí hace fresco.
El obedece; y ella sube de un salto los escalones y entra en la penumbra de la sala, donde reina el silencio del domingo.
—Sola, tendría miedo aquí—dice, volviéndose hacia él y mostrando con el dedo la puerta del despacho, cuya madera reluce con brillo misterioso en medio de la semiobscuridad.
La joven aparta los dedos y tiembla.
—¿Nunca te ha dicho nada?—susurra al cabo de un instante inclinándose hacia su oído.
El menea la cabeza. Se siente intranquilo en la sala húmeda y sombría; respira penosamente, tiene necesidad de aire y de luz.
Pero Gertrudis se encuentra muy bien en aquella atmósfera cargada de vapores, en aquel mediodía misterioso; el sol, filtrándose por las claraboyas, arroja sobre el suelo sus rayos oblicuos, como cintas de oro, donde miriadas de partículas de polvo danzan una zarabanda.
El estremecimiento que se apodera de ella le causa una sensación agradable; baja la cabeza y trepa con precaución la escalera, como si quisiese cazar un fantasma. En lo alto, en la galería, lanza un grito; Juan, lleno de inquietud, le pregunta qué tiene; ella responde que ha querido simplemente dilatar el pecho. Sube a una tolva, transpone la balaustrada y vuelve a bajar deslizándose por la escalera. Después desaparece en la sombra de las máquinas, en el sitio en que las ruedas poderosas alzan sus masas gigantescas. Juan la deja hacer; entonces no hay peligro, entonces todo está inmóvil.
Algunos segundos después, la joven reaparece. Se aprieta contra Juan, y, echando a su alrededor una mirada temerosa, saca del bolsillo una llavecita atada a un cordón de negro.
—¿Qué es esto?—pregunta en voz baja.
Juan lanza una ojeada hacia la puerta y mira a Gertrudis como interrogándola.
Ella hace un signo con la cabeza.
—¡Colócala en su sitio!—exclama él asustado.
La joven balancea la llave en la mano, acariciando con los ojos el metal que brilla.
—Un día, por casualidad, se la vi ocultar allí—murmura.
—¡Colócala en su sitio!—exclama él, una vez más.
La joven frunce las cejas; después, con una leve risa.
—¡Esto es lo que podíamos hacer!...
Y, al mismo tiempo que habla, le echa de soslayo una mirada inquieta y trata de leer en su rostro lo que piensa.
El corazón de Juan late violentamente. Surge del fondo de su alma el presentimiento de que van a cometer una falta.
—La cosa quedará entre nosotros, Juan, dice Gertrudis en tono zalamero.
El cierra los ojos. ¡Qué hermoso sería tener un secreto con ella!
—Y además, ¿qué mal hay en eso?—continúa la joven.—¿Por qué es él tan misterioso, sobre todo con nosotros, que somos sus más cercanos parientes, en el mundo?
—Por eso precisamente no deberíamos engañarle.
La joven golpea la tierra con el pie.
—¡Engañarle! ¡qué expresiones usas!
Y en tono enfurruñado añade:
—Vaya, no hablemos más.
Se dispone a llevar la llave a su escondite. Pero le hace dar dos o tres vueltas entre los dedos, y finalmente, con una alegre explosión de risa:
—¡Qué diablo! no es la misma.
Se acerca a la puerta y compara, meneando la cabeza, el agujero de la cerradura con el tamaño de la llave; después, con movimiento rápido, mete la llave en el ojo.
—¡Pues entra!...
Y, fingiendo sorpresa, mira por encima del hombro a Juan, que, de pie detrás de ella, sigue con ansiedad los movimientos de su mano.
—Hazla girar—dice ella en tono de broma y retrocediendo un paso.
Juan tiembla. ¡Oh, Eva tentadora!
—Hazla girar y déjame asomar la cabeza por la abertura—dice la joven riendo.—Tú no tienes necesidad de ver nada.
Entonces, cediendo a un violento impulso, Juan hace girar la llave; por la puerta, abierta de par en par, les llega de la ventana un rayo de luz ofuscadora.
En el rostro de Gertrudis se pinta el desencanto. Tiene delante de ellos una pieza muy sencilla, amueblada como el despacho de un comerciante, con las paredes peladas y blancas. En el centro se ve una gran mesa de trabajo, toscamente pintada y llena de muestras de granos y de libros de contabilidad; en una de las paredes están colgadas ropas usadas; en la otra, hay un estante cargado de cuadernos azules y le libros de encuadernación modesta. Juan echa a su alrededor una mirada tímida; después se acerca a los libros y se pone a leer los títulos.
¡Qué biblioteca tan lúgubre! Son obras de medicina, que tratan de las enfermedades del cerebro, de las lesiones del cráneo y de otros asuntos del mismo género; disertaciones filosóficas sobre la herencia de las pasiones: una Historia de los accesos de cólera y de sus terribles consecuencias, un Tratado del dominio sobre sí mismo, y una obra de Kant, El Arte de dominar por la voluntad los sentimientos mórbidos. Hay también libros de literatura, casi todos sobre el fratricidio. Al lado de novelas lúgubres, como El fin trágico de toda una familia en Elsterwerda, se encuentran: La novia de Messina, de Schiller, y Julio de Tarento, de Leisewitz.
También la teología está representada por cierto número de pequeños tratados sobre el pecado mortal y su perdón. Al lado, en los cuadernos azules, están compilados cuidadosamente algunos extractos, diferentes estudios, mezclados con consideraciones melancólicas sobre las experiencias y los pensamientos personales de Martín.
Juan deja caer las manos.
—¡Pobre, pobre hermano!—murmura, suspirando, con el corazón entristecido.
Entonces la mano de Gertrudis se posa sobre su hombro. La joven señala con el dedo un rótulo colocado arriba de la puerta y pregunta en voz baja y ansiosa:
—¿Qué significa eso?
En el rótulo se lee, en gruesas letras de oro, estas tres palabras: ¡Piensa en Fritz!
Juan no contesta. Se deja caer en una silla, oculta el rostro entre las manos y llora amargamente.
Gertrudis tiembla de pies a cabeza. Lo llama por su nombre, le echa los brazos al cuello y trata de apartarle las manos del rostro; y, como todo es inútil, se deshace también en lágrimas.
Al ruido de sus sollozos se levanta Juan lentamente y mira a su alrededor, con mirada terrible. Ve unas ropas colgadas de la pared; ropas de niño de una época muy antigua. Las conoce perfectamente.
Su madre las conservaba como reliquias en el fondo del armario; se las había enseñado un día, diciéndole: «son los vestidos de tu hermanito muerto.» Desde el día que ella había abandonado el mundo, los vestidos habían desaparecido. Por lo demás, él no había vuelto a pensar en ellos.
Un frío estremecimiento le recorre todo el cuerpo.
—Ven—dice a Gertrudis, que no ha cesado de llorar.
Abandonan el despacho. Gertrudis quiere salir en seguida del molino.
—Guarda primero la llave—dice él.
Bajan juntos los escalones que conducen a las máquinas; y, cuando han colgado la llave, se precipitan fuera, como si las Furias los persiguiesen.
Desde entonces ya no hay en sus relaciones la inocente alegría de otros tiempos.
Se han convertido en cómplices.
¡Con qué alegría hubieran confesado a Martín la tontería que han hecho! Pero comparecer juntos ante él y decirle: «¡Perdónanos, hemos pecado!...» no es posible; sería un espectáculo demasiado teatral; y el que se encargase de hacer esa confesión tendría sobre su cómplice una gran ventaja; estando igualmente unidos a Martín, el primero que rompiese el silencio pasaría necesariamente por el más sincero y el menos culpable. Además, se han prometido una discreción absoluta; y están tanto más dispuestos a cumplir su promesa cuanto que temen tocar el asunto: ni siquiera se atreverían a hablar de eso entre ellos abiertamente.
Desde entonces comienzan a contraer la costumbre de las reservas y los misterios; toda palabra pronunciada en la mesa, por inocente que sea, tiene para ellos un sentido particular más grave; toda mirada que cambian es para ellos la señal de una inteligencia secreta.
Martín no ve nada de eso; una o dos veces ha notado que «sus dos niños» han perdido mucho de su antigua serenidad, que las canciones no brotan ya tan alegres de sus gargantas. Pero no dice nada; sospecha que han tenido alguna disputa y que están todavía incomodados.
A la semana siguiente, un día que Martín se ha encerrado en su despacho Gertrudis se arma de valor y dice:
—Mira, Juan; es una locura que estemos atormentándonos de este modo. Dejemos dormir esa tonta historia.
—¡Si fuera tan fácil hacer como decir!—exclama él con expresión melancólica.
Ella lanza una alegre carcajada, y él ríe también.
—En realidad es muy fácil.
Pero han tomado gusto al misterio y no pueden perder el hábito. La menor broma tiene un encanto más, porque es preciso «a toda costa» que Martín no sepa nada; y, si por casualidad juntan sus cabezas parloteando, se separan asustados al menor ruido, como si estuvieran tramando complots criminales.
No han cambiado una palabra, una mirada, un pensamiento que pueda temer la luz del día; pero sus almas han perdido la flor de la inocencia.
Llega la víspera de San Juan. Sopla un viento caliginoso. La tierra está como embriagada; desaparece bajo las flores.
Las plantas de jazmines parecen cubiertas de blanca espuma, las rosas primaverales abren sus cálices, y los botones de los tilos empiezan a abrirse.
Gertrudis, sentada en el emparrado, ha dejado caer su labor sobre las rodillas y se abandona al ensueño. El perfume de las flores, el calor del sol le han turbado la cabeza; pero poco importa eso. Querría bañar sus miembros en ese soplo abrasado, querría vaciar todos los cálices si hubiera dentro de ellos algo que pudiera beberse.
En el molino ha cesado el trabajo un poco antes de lo acostumbrado; los mozos quieren ir a la aldea a festejar San Juan. Van a bailar, a quemar toneles de alquitrán, a hacer los locos mientras tengan fuerzas.
Gertrudis suspira. ¡Quién pudiera ir también! Martín querrá quedarse en casa; pero Juan, Juan debería ir...
Precisamente está a la entrada, haciéndole una seña con la cabeza. Después se sienta en el banco, a su lado... Está cansado, tiene mucho calor; ha trabajado rudamente.
Algunos minutos después se levanta:
—Yo no me quedo aquí. Hace un calor sofocante.
—¿Adónde vas?
—Voy al río. ¿Vienes?
—Sí.
Y ella deja la labor y se apoya en su brazo.
—Hoy van a bailar allá, en la aldea—dice.
—¿Querrías ir tú también, gatita?
Ella se tuerce las manos gimiendo, para expresar mejor su deseo.
—«Pero, como no puedo, me quedo en casa»—murmura él.
—¡No he bailado nunca contigo, y querría bailar!... Tú bailas muy bien.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Y tienes la desfachatez de preguntarlo?—dice ella afectando cierto despecho;—acuérdate de la fiesta de los cazadores, hace tres años. Las muchachas contaban de ti cosas maravillosas; decían que eras encantador, que las llevabas muy bien bailando, ni muy sueltas ni muy apretadas; que eras un mozo arrogante. Esto bien lo veía yo ¿pero para qué me servía? Tus miradas desdeñosas pasaban por encima de mí como si yo no hubiera existido.
—¿Qué edad tenías entonces?
Ella vacila un instante, y responde a media voz:
—Catorce años y medio.
—¡Ah! entonces...—dice él riendo.
—Pero estaba muy crecida... completamente desarrollada en aquella época—replica ella vivamente.—No habrías comprometido tu dignidad haciéndome dar una vuelta o dos por la sala.
—¡Bueno! Las daremos dentro de quince días en la fiesta de los tiradores.
—¿De veras?—pregunta ella con los ojos brillantes.
—Martín es uno de los jefes de la corporación de los tiradores; necesariamente ha de ir allá.
Gertrudis lanza un grito de alegría; después, de repente, exclama:
—Pero no tengo zapatos de baile.
—Mándalos hacer.
—¡Ah! ¡Son tan pesados los que hace el zapatero de la aldea!
—Entonces, voy a escribir encargando para ti unos a la ciudad. Bastará que me des la medida.
—Sí... ¿quieres? ¡mi querido, mi buen Juan!...
Y de pronto, soltando su brazo, se adelanta algunos pasos y grita:
—¡Atrápame!
Y huye como el viento.
Juan se pone a perseguirla; pero está fatigado y no puede alcanzarla. Atraviesan el puente levadizo y continúan su carrera por el prado inmenso, que termina allá, en el bosque de abetos. Gertrudis da un regate hábil, pasa como una flecha junto a Juan, y antes que él haya podido seguirla está al otro lado del río. Sin aliento, toma la cadena con que se hace mover el puente levadizo y tira con todas sus fuerzas: la pieza de madera chirría girando sobre sus goznes, y se levanta en el aire en el momento mismo en que Juan va a precipitarse sobre el puente. Sorprendido, lanza un grito, y con violento esfuerzo, agarrándose a la viga, consigue detener su impulso al borde del abismo.
Gertrudis se ha puesto lívida; toda desconcertada, lo mira fijamente. El, tratando de recobrar el aliento, hunde sus miradas en la sombría corriente.
—¡No había pensado en ello, Juan!—balbucea la joven implorando su perdón con los ojos.
Juan se echa a reír. Una alegría feroz, que le hace olvidar todo peligro, se apodera de él.
—¡Espera! ¡espera!—exclama, abriendo los brazos;—te pillaré de todos modos.
Y, de un salto temerario, se lanza sobre la estrecha viga que atraviesa el río como un puente.
—¡Juan!... ¡por el amor de Dios!... ¡Juan!
El joven no oye. Debajo de él las aguas hierven en el abismo; se esfuerza por conservar el equilibrio; avanza, tiembla, vacila; da un paso, dos, tres, un salto atrevido... Ha pasado.
—¡Corre!—dice, lanzando un grito de alegría salvaje.
Pero Gertrudis permanece inmóvil. Paralizada por el espanto, lo mira fijamente. Con un salto de tigre, el joven se abalanza sobre ella, la toma en sus brazos, la aprieta contra él; ella cierra los ojos, respirando con dificultad. El la abraza y posa su boca ardiente y alterada sobre los labios trémulos de la joven; ella lanza un grito de dolor, y su cuerpo, sacudido por la fiebre, se estremece en los brazos de Juan. Entonces, él la deja en el suelo, y con mirada temerosa observa a su alrededor. ¿Los ha visto alguien?... No, nadie... ¿Y después de todo?... ¿Qué importa?... El hermano de Martín puede besar muy bien a la mujer de Martín. ¿No exigió eso él mismo, un día?
La joven abre los ojos; parece salir de un sueño. Su mirada evita la de Juan.
—No está bien lo que has hecho, Juan. Te prohíbo que vuelvas a hacerlo en adelante.
Sin responder, él se inclina para recoger la rosa que se ha caído de su pecho.
—Quiero volver a casa—dice Gertrudis, paseando su vista en derredor, con expresión inquieta.
Marchan un momento en silencio, uno al lado de otro.
Ella fija sus ojos en el horizonte, mientras él respira ávidamente la rosa que ha recogido.
—Huele bien—dice en tono inocente.
Ella dice que sí.
—¿Te gustan las rosas?—continúa él.
La joven vuelve los ojos hacia él. «¡Como si no lo supieras!» dice su mirada.
—Oye—agrega él vivamente.—¿Por qué no pones ya flores en mi cuarto?
Ella no responde.
—¿Porque no las merezco?
—Me lo ha prohibido él—balbucea Gertrudis.
—¡Ah! eso es otra cosa—dice Juan, desconcertado.
La conversación termina de pronto.
En el emparrado, Martín recibe a Gertrudis con reproches afectuosos: tiene un hambre de lobo y la cena no está servida todavía. Gertrudis se dirige apresuradamente a la cocina.
Cenan en silencio. Los dos jóvenes no alzan los ojos del plato.
Un calor sofocante, intolerable, pesa sobre la tierra. Un viento caliginoso levanta pequeñas nubes de polvo; velos de vapor azulado descienden lentamente sobre el suelo.
Juan apoya la cabeza en los vidrios de la galería; pero están calientes como si hubiesen permanecido todo el día en un horno.
De pronto, Gertrudis se levanta.
—¿Adónde vas?—pregunta Martín.
—Al huerto—responde ella.
Un momento después se oyen sus pasos en la escalera que conduce a la buhardilla.
Cuando vuelve a entrar, echa tímidamente una mirada a Juan; después se sienta otra vez en su sitio, con los ojos bajos.
De la aldea llegan gritos de alegría, aclamaciones con las cuales se mezclan las notas agudas del violín y los sonidos graves del contrabajo.
—¿Iríais de buena gana, eh?
Los jóvenes no responden, y Martín toma su silencio por una aquiescencia.
—Bueno, vamos.
Se levanta. Gertrudis se despereza con semblante aburrido, mira a Juan con vacilación; después dice meneando la cabeza.
—No tengo ganas.
—¿Qué es eso?—exclama Martín completamente atónito.—¿Desde cuándo no tienes ganas de bailar? ¿Todavía estáis reñidos, eh?
Juan se ríe levemente, y Gertrudis vuelve la cabeza. De pronto, la joven se levanta, dice buenas noches y desaparece.
Un momento después los dos hermanos se separan.
Juan sube pesadamente la escalera, abre la puerta de su cuarto; un embriagador perfume de flores flota en el aire. Respira profundamente y exhala un suspiro de satisfacción. Por eso, sin duda, ha vuelto ella tan tarde del jardín. Al lado de su almohada hay un gran ramo de rosas y jazmines. Se tiende en la cama como si quisiera hundirse en aquella masa de flores. Por un instante, da rienda suelta a su fantasía; pero su respiración se hace cada vez más penosa, sus pensamientos se obscurecen; a cada pulsación, un dolor, penetrante como una aguja, le atraviesa las sienes; le parece que va a ahogarse bajo la intensidad de los perfumes.
Reuniendo todas sus fuerzas, se levanta y abre una de las hojas de la ventana. Pero tampoco encuentra allí reposo ni frescura. Una verdadera oleada de perfumes sube del jardín hasta él, un soplo ardiente le azota el rostro, y gotas de lluvia tibia le acarician las mejillas. Por momentos, los toneles de alquitrán que arden en la aldea lanzan llamaradas a través de las masas de vapor obscuro que velan el horizonte.
Juan fija sus miradas abajo. Espera. El corazón salta en su pecho. Su deseo le parece todopoderoso; va a forzar la ventana de abajo, a abrirla y... Oye un leve chirrido de goznes... después se abre una de las hojas; y, atrevidamente inclinado hacia fuera, envuelto en sus cabellos destrenzados que flotan, el rostro de Gertrudis se levanta hacia él, mudo y apasionado.
Permanece así un segundo... y desaparece.
¿Debe gritar de alegría, debe llorar? No lo sabe.
Entonces puede entregarse a un embotamiento delicioso... ¿qué efecto ejercerán sobre él los perfumes?
Se desnuda y se mete en la cama; pero, antes de disponerse a dormir, se levanta otra vez, coge el vaso con mano temblorosa y hunde su rostro en las flores.
¡Qué semejanza con la primera noche y, sin embargo, qué diferencia! Aquella vez tranquilo y alegre; y entonces...
De pronto lo asalta un recuerdo que le hiela el rostro; sus dedos aprietan violentamente el vaso; presta oído... Le parece que la música tan franca de aquella noche, cuyo sonido subió hasta él a través del suelo, va a sonar otra vez. Escucha con una angustia creciente, hasta que su cabeza se llena de un zumbido que murmura, que estalla como una risa aguda... Un horrible sentimiento de odio y de envidia se despierta en él de repente; con una risa feroz, arroja lejos el vaso, que se rompe en medio del cuarto.
A la mañana siguiente, Juan está lleno de vergüenza. Todo eso le parece un mal sueño. Recoge los fragmentos del vaso, los ajusta y piensa en ir a comprar con qué pegarlos. Reflexiona y no alcanza a ver claramente el sentimiento que le ha hecho cometer ese acto estúpido; todo lo que sabe es que era un sentimiento muy bajo, execrable. Aprieta la mano de su hermano más cordialmente que nunca, y lo mira en silencio en el fondo de los ojos, como si tuviera que hacerse perdonar una falta grave.
Gertrudis tiene la palidez que causa una noche de insomnio. Su mirada evita la de Juan, y la taza de café que le ofrece suena en sus manos temblorosas.
No encontrando nada mejor, se pone a hablar de los zapatos de baile, para sondear al mismo tiempo las intenciones de Martín. Este no opone objeción alguna; es preciso que Gertrudis se haga tomar las medidas inmediatamente; y, como la joven se niega a quitarse el zapato en presencia de Juan, éste la llama «remilgada.»
La joven se ofende, se pone a llorar y sale. Por la tarde aparece toda confusa con la medida, y Juan puede enviar su carta.
Pero el recuerdo del vaso que ha roto le pesa sobre el corazón; y, cuando se encuentra solo con ella, se lo confiesa penosamente:
—Escucha, he hecho una mala acción.
—¿Cuál?
—He roto tu vaso.
—¡Ah!... ¿Y eso es una mala acción?
—¿Qué quieres que sea?
—Creía que lo habías hecho a propósito—replica ella, muy indiferente en apariencia.
El no responde nada y Gertrudis menea dulcemente la cabeza como diciendo: ¡Tenía razón, pues!
Pasan los días. Entre Juan y Gertrudis, las relaciones son más frías que antes. No se evitan, charlan juntos; pero no pueden emplear el tono alegre, de franca y libre amistad, de otros tiempos.
«Ha tomado a mal que la besase», se dice Juan, sin darse cuenta que él también ha cambiado.
—¿Qué es lo que tenéis, muchachos?—dice una tarde Martín, gruñendo.—¿Os duele acaso la garganta, que ya no cantáis?
Los dos guardan silencio por un instante; después, Gertrudis, medio vuelta hacia Juan, le pregunta:
—¿Quieres?
El hace una seña afirmativa, pero, como ella no lo ha mirado, cree que no responde.
—Ya lo ves, no quiere—dice, dirigiéndose a Martín.
—¿Que no quiero?—exclama el otro riendo.
—¿Por qué no lo dices, entonces, en seguida?—replica ella, tratando de ponerse en armonía con su alegre tono.
Entonces toma la actitud que le es habitual cuando canta; cruza las manos sobre las rodillas y fija la vista a lo lejos, en dirección al palomar.
—¡Qué vamos a cantar?—pregunta.
—«¡Ay! ¿cómo es posible eso?...»—propone Juan.
Ella menea la cabeza.
—Nada que hable de amor—dice con sequedad.—¡Es siempre tan estúpido!
El le dirige una mirada sorprendida.
Después de un instante de reflexión, entona un aire de caza. Ataca vigorosamente su parte, y las dos voces se funden en una, como dos olas en el mar. Sorprendidos por esa armonía, se miran; nunca han cantado tan bien.
Pero concluyen en seguida; los alemanes tenemos pocos cantos populares que no sean de amor.
Al fin, ella se decide:
Bello rosal florido,
Cuando veo a mi amor...
comienza con una especie de grito de alegría.
El la mira sonriendo, y Gertrudis, sonrojada, vuelve la cabeza.
Sus voces se animan con vida extraordinaria; parece que los latidos de sus corazones acompañan sus acentos. Esas voces crecen y se elevan llevadas por la ola de su sangre, y después vuelven a apagarse, como si un dolor íntimo y profundo secara en ellos la fuente de la vida.
Puesto que no se puede expresar todo,
Puesto que el amor es infinito,
Puedes preguntar a mis ojos
Cuánto te quiere mi corazón...
¿Por qué se cruzan de pronto sus miradas?
¿Por qué tiemblan los dos como si una descarga eléctrica les sacudiese los miembros?
No pasa una sola hora de la noche
Que no se despierte mi corazón;
Que no piense en ti,
Que no piense que me has dado mil veces tu corazón...
¡Qué embriaguez de pasión en su acento febril! ¡Cómo se buscan sus voces! ¡parece que quisieran besarse!
En la orilla del torrente crecen los sauces,
En los valles se extiende la nieve;
Querida niña, tenemos que separarnos...
Parto para la guerra, voy a afrontar la muerte...
La separación, amada mía, es cruel...
Sus voces se pierden en un murmullo trémulo. El deseo y la esperanza, las tristezas de la separación y el dolor de la muerte, todo esto se adivina en los sonidos que se escapan de sus labios.
El rostro de Gertrudis se crispa como para contener las lágrimas; pero sus ojos brillan. Irguiéndose de repente, entona la vieja y melancólica canción del molinero, la canción de la casa dorada que se alza «en lo alto de la montaña». Juan se estremece, y su voz tiembla. Acaban la primera estrofa y comienzan la segunda:
Abajo, en aquel valle,
El agua hace girar una rueda
Que no muele más que el amor,
Toda la noche y todo el día.
La rueda del molino se ha roto...
En eso... un grito... una caída... Gertrudis se ha desplomado, y con la frente apoyada en la pared solloza desesperadamente.
Los dos hermanos se levantan. Martín le toma la cabeza entre las manos y murmura palabras entrecortadas y confusas; pero ella solloza cada vez con más violencia.
Y él, desolado, golpea el suelo con el pie; se vuelve hacia Juan, que está pálido como un muerto, y le dice:
—¿Qué tienes?
Entonces Gertrudis le echa los brazos al cuello, se levanta hacia él y, como buscando su protección, oculta en su hombro el rostro bañado en lágrimas. El acaricia dulcemente sus cabellos en desorden y trata de calmarla; pero el pobre Martín entiende poco de consuelos, y cada palabra que dice a media voz parece un juramento ahogado.
La joven deja caer su cabeza contra las hojas; sus labios se mueven, y, como si quisiese continuar su canto, murmura todavía medio sofocada por los sollozos:
La rueda del molino se ha roto...
—No, hija mía, no se ha roto—dice Martín, cuyos ojos se llenan de lágrimas.—No se romperá... la nuestra. Seguirá girando mientras nosotros vivamos.
Ella menea violentamente la cabeza y cierra los ojos como aterrada ante una visión.
—¿De dónde has sacado esa idea?—continúa el marido.—¿Acaso no estás tan contenta como creíamos? ¿No está aquí Juan, con nosotros? ¿No vivimos todos felices y satisfechos... trabajando desde la mañana hasta la noche? ¿Por dónde ha de venir la desgracia? ¿por qué ha de venir? ¿Acaso no velamos también para que tu padre tenga lo necesario?...
Suspira y enjuga el sudor que cubre su frente.
No encuentra nada que decir, y, dirigiéndose a Juan, que está vuelto de espaldas, con la cabeza apoyada en el montante de la puerta, de pie a la entrada del emparrado:
—¿Por qué cantabais cosas tan tristes?—le dice en tono rudo.—Yo mismo me sentía... no sé cómo, cuando empezasteis; y ella... ella no es más que una mujer.
Gertrudis menea la cabeza como diciendo: «No regañes...» Después se levanta, murmura casi sin mover los labios un «buenas noches» apenas perceptible, y entra en la casa.
Martín la sigue.
Juan, con la cabeza entre los brazos, se pone a pensar. La ve todavía levantarse delante de él con los ojos brillantes, y después desplomarse de pronto, como herida del rayo. Y entonces se reprocha no haberse precipitado más pronto hacia ella para impedir que cayese.
De repente brilla en su cerebro una luz siniestra y sangrienta. Comprende entonces lo que ha pasado en él la víspera de San Juan, por qué ha tirado el vaso al suelo... y hace un movimiento como para romperlo por segunda vez... No es más que un impulso de tortura infernal; después, esa luz se apaga, y se hace la noche a su alrededor, una noche sombría y llena de angustias. Se pasa la mano por la frente, como si tratase de encender de nuevo esa luz, pero todo permanece obscuro; sombra y misterio es para él lo que acaba de experimentar. Le parece que va a gritar, que va a confiar a la noche la angustia indefinible en que se agita. Se pone de rodillas en el mismo sitio donde ha caído Gertrudis, y, con la frente apoyada en el ángulo del banco, gime dulcemente.
De pronto suena una puerta en la casa. Los pasos de su hermano repercuten en el vestíbulo.
Se pone en pie de un salto, y se sienta.
La figura de Martín aparece en el emparrado.
—¡Hermano! ¡hermano!—exclama Juan.
—¿Estás ahí, muchacho?—y se deja caer sobre el banco con un suspiro ruidoso.—Ya está mejor; ha acabado por dormirse a fuerza de llorar; ahora descansa muy tranquila, y su respiración es profunda. Me he dejado estar un momento junto a la cama contemplándola. ¡Estoy muy desconcertado! Hasta ahora siempre he visto claro en su alma infantil, como en un espejo... y de repente... ¿Qué será esto? Por más que reflexiono, no encuentro explicación alguna. ¿Estará triste porque no tiene... ninguna esperanza de ser madre? Sí, quizás sea eso. Sin embargo, siempre había guardado para mí mi ardiente deseo... no quería causarle un pesar. Pero, si se piensa bien, todavía no es más que una chiquilla, está lejos aún de la madurez necesaria para llenar bien los deberes de madre. ¡Sí, hay que tener paciencia!
Y así consuela Martín su alma del pesar secreto que lo atormenta. Juan guarda silencio. ¡Tiene el corazón tan lleno, tan lleno! Querría demostrar su afecto a su hermano, pero no sabe cómo. Querría librarse de su propio martirio, y, cogiendo la mano de Martín, le dice desde el fondo del corazón:
—¡Oh! sí ¡todo marchará bien, todo se arreglará!
—¿Por qué no?—balbucea el otro.
Menea la cabeza, fija un instante sus miradas delante de él, con la frente pensativa, y después, con expresión contrariada:
—Vete a dormir, Juan. La rueda rota está dando vueltas en tu cabeza.
Al día siguiente, Gertrudis se queda en cama, enferma. No quiere ver a nadie, y a Martín lo menos posible.
Juan está sobresaltado. Las horas de la comida pasan tristes y silenciosas... Se extienden las sombras, cada vez más densas, alrededor del molino de Felshammer.
El sol se pone una vez más. El cuarto día, Gertrudis está casi restablecida; Juan puede entrar en su cuarto y hablar con ella.
La encuentra sentada a la ventana, con una tela blanca sobre las faldas. Está pálida y fatigada, pero ilumina sus facciones la melancolía apacible que es propia de los convalecientes.
Tiende la mano a Juan con una sonrisa.
—¿Cómo estás?—pregunta él dulcemente.
—Bien, como ves—responde ella mostrando la tela blanca.—Ya estoy pensando en el baile.
—¿Qué baile?—pregunta él con admiración.
—¡Qué poca memoria tienes!—dice ella tratando de bromear.—El domingo próximo es la fiesta de los tiradores.
—¡Ah!... sí, es verdad.
—¿No te alegra la idea de bailar conmigo?
—Sí.
—¿Mucho?... Di, ¿mucho?
—Mucho.
Una sonrisa infantil anima su rostro pálido y abatido; sus dedos arrugan los encajes y los pedazos de tul; se deleita tocando ese tejido blanco y tenue.
Su extenuación física parece haber devuelto a su ánimo el antiguo candor infantil; y, cuando se informa con ansiedad de sus zapatos de baile, evidentemente vuelve a ser en todo la criatura virginal que en otro tiempo tendía la mano a Juan con una cordialidad sencilla, para darle la bienvenida.
El joven se sienta frente a ella en un taburete; haciendo deslizar entre sus dedos la tela del vestido de baile, escucha con una sonrisa indulgente el parloteo de Gertrudis.
Lo que ella le cuenta está lleno de sol, y respira la alegría de vivir. Aquel vestido ha sido su vestido de novia; lo ha cosido y guarnecido ella misma, porque sabe cortar como pocas... Se habría puesto un vestido de seda, como convenía a la prometida del rico Felshammer, pero no había podido reunir la suma necesaria; y su orgullo no le había permitido dejarse ofrecer el traje de novia por su futuro esposo. Entonces siente casi pesar al deshacer las costuras... ¡Cuántos proyectos y cuántos locos sueños había cosido por decirlo así, con su aguja! Pero ¿qué remedio? ¡había engordado tanto después de su casamiento!
Luego la conversación pasa a la próxima fiesta de los tiradores, versa sobre las nuevas relaciones hechas en la aldea, se pierde un momento en la ciudad, en la tienda del zapatero; pero Gertrudis la vuelve a traer siempre a la época de sus bodas explayándose sobre los sentimientos y sobre los sucesos de esa época feliz.
Le parece haberse vuelto soltera. La sonrisa un poco soñadora, la sonrisa de presentimiento que se dibuja en sus labios, se asemeja a la de una novia, como si la fiesta para la cual se prepara fuese la de sus bodas.
Todos sus pensamientos pertenecen desde entonces a ese baile. En tanto que acaba de restablecerse, que sus ojos recobran su brillo, que en sus mejillas vuelven a florecer las rosas de otros tiempos, canta noche y día, viéndose en el momento de adornarse soñando con el deleite que, como una embriaguez desconocida, inconcebible, va a invadirla por completo en esas horas de fiesta.
Suenan las trompetas; con las notas agudas de los clarinetes, los címbalos mezclan sus gruñidos sordos.
La corporación, en cortejo solemne, se extiende a lo largo de la calle; a la cabeza, dos heraldos a caballo; Franz Maas y Juan Felshammer, los dos hulanos de la guardia. ¡No se habrían dejado arrebatar ese honor aunque la corporación hubiera tenido que disolverse!
El rostro de Franz está radiante, pero Juan no tiene más que miradas serias, casi indiferentes. ¿Qué le importan los hombres? Entonces no son para él sino extraños. No saluda a nadie, su mirada no se detiene en nadie; pero busca algo en las filas de la multitud, y un relámpago de alegría y de orgullo ilumina sus facciones. Se inclina, saluda con la espada; allá, en el extremo de la calle, con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes, agitando su pañuelo, está lo que busca, la mujer de su hermano.
La joven ríe, hace señas, se empina; quiere seguirlo con los ojos hasta que desaparezca en el torbellino de polvo. Olvida casi a Martín, que camina a su lado. ¿Por qué marcha él tan silencioso y tan tieso, por qué mete tanto la cabeza en los hombros? Desde lejos, Juan saluda todavía con la espada.
El campo del tiro, donde se detiene el cortejo, se encuentra en la linde del bosque de pinos, que, visto desde la presa, rodea las praderas. A vuelo de pájaro, está a mil pasos apenas del molino de Felshammer, que parece hacer señas por arriba de los álamos del río. Si la multitud de tiradores no hiciera ese ruido ensordecedor, se oiría claramente el mugido del agua.
—¡Si acabasen de una vez todas estas tonterías!—dice Juan.
Y echa una mirada de envidia a la sala de baile, una vasta tienda cuadrada, cuyo techo se eleva muy alto, dominando el hormigueo de barracas y de tiendas más pequeñas que se agrupan alrededor.
Los parientes de los tiradores sólo pueden penetrar en ese sitio a la tarde, después de haber sido proclamado el rey de la fiesta.
Las horas, pasan y las detonaciones resuenan monótonas en la linde del bosque. Como a mediodía le llega el turno a Juan. Tira... y marra el blanco, a pesar de las flores que Gertrudis le ha puesto en la carabina... «Flores que dan la suerte», había dicho ella; y Martín, que estaba presente, se había sonreído como se sonríe uno ante una tontería.
Una vez que ha cumplido su deber, Juan vuelve la espalda al tiro; entra en el bosque, donde no se oyen gritos ni conversaciones, donde sólo el eco de los disparos rueda dulcemente por el aire.
Se deja caer sobre el césped y dirige sus miradas a los pinos, cuyas finas agujas, bajo el sol del mediodía, lanzan reflejos como cuchillitos aguzados.
Entonces cierra los ojos y sueña. ¡El mundo entero le es indiferente!... ¡Qué lejos está su vida pasada! No ha sido esa vida gran cosa; la mujer y la pasión no han hecho en ella ningún papel, y, sin embargo, ¡qué rica y brillante de colores le ha parecido! Entonces se lo ha tragado todo un abismo, y sobre ese abismo flotan brumas rosadas.
Han pasado unas dos horas; oye un ruido de trompetas lejanas que anuncia la elección del nuevo rey. Se pone de pie. Dentro de media hora llegará Gertrudis...
Le dicen que la dignidad real ha recaído en su amigo Franz. Escucha eso como en un sueño... ¿Qué le importa? Sus miradas se dirigen sin cesar hacia el camino, por donde, entre el polvo y el sol, las mujeres, vestidas con trajes claros, llegan a pie o en carruaje.
—¿Buscas a Gertrudis?—pregunta de improviso detrás de él la voz de Martín.
Se estremece, violentamente sacado de su ensueño.
—¿Pero qué tienes, muchacho? ¿Acaso te duele haber marrado el tiro, a estás durmiendo en pleno día?...
Ese es un hermoso día para Martín. La compañía de toda aquella gente, porque él es uno de los más altos dignatarios de la asociación, lo ha sacado de su somnolencia; sus ojos brillan, una sonrisa jovial se dibuja en su boca. ¡Si llevase con un poco más de soltura su traje de fiesta! El sombrero profundamente hundido en su frente, deja ver detrás de la cabeza un mechón de cabellos hirsutos.
—¡Mírala! ¡mírala!—exclama de repente agitando su sombrero.
Ese brillante carruaje tirado por dos caballos es la carroza de gala de los Felshammer, que Martín se hizo fabricar expresamente para sus bodas. En el fondo de él, la figura blanca que se apoya en uno de los lados con indolencia, mirando a su alrededor con seriedad, es ella, «la mujer del rico Felshammer», como se susurra al verla pasar.
—¡Mírala que guapa está!—dice Martín tirando a Juan de la manga.
En el mismo momento descubre ella a los dos hermanos y ¡al diablo los modales estudiados! se levanta en el carruaje, agita la sombrilla con una mano y el pañuelo con la otra, ríe con abandono, y con la punta de su sombrilla da en la espalda al cochero para que ande más de prisa.
Y, cuando el carruaje se detiene, no espera que la portezuela se abra, sino que salta por encima de ella, a los brazos de Martín.
Está febril, agitada, jadeante, sus labios se mueven como si fuera a hablar, pero la voz le falta.
—¡Calma, muchacha, calma!—dice Martín, acariciando sus cabellos que caen entonces en bucles sobre su cuello desnudo.
Juan permanece inmóvil, sumido en su contemplación.
¡Qué hermosa es!
Como un velo tenue, su vestido blanco y diáfano flota en torno de su cuerpo encantador. ¡Y su cuello blanco! ¡Y aquellos hoyuelos en el nacimiento de los pechos! ¡Y aquellos brazos llenos y soberbios, sobre los cuales se estremece un leve vello de plata! ¡Y aquel pecho redondo y firme que sube y baja como las olas! La joven parece de belleza inaccesible... mujer y reina a la vez. Y esas dos ideas, de mujer y de reina, se confunden en algo que lo llena a un tiempo de deleite y de melancolía. Sus ojos se han abierto de repente, y vacilan todavía, deslumbrados al contemplar en toda su majestad real a la mujer por delante de la cual ha pasado como un ciego durante toda su juventud.
¡Qué hermosa es! ¿Cómo la mujer puede ser tan hermosa?
Y Gertrudis deja escapar entonces de sus labios un torrente de palabras confusas; está casi muerta de impaciencia, y habla mal del reloj, que parece retardar la hora de la comida, y de los absurdos zapatos de baile en los que sus pies no querían entrar...
—Están demasiado ajustados, me aprietan mucho; pero son bonitos ¿no es verdad?
Y, para mostrar sus pies, levanta un poco el vestido; son unos zapatitos de seda celeste, de altos tacones, atados con cintas también de seda y celestes.
—Parecen muy estrechos—dice Martín meneando la cabeza con expresión inquieta.
—Lo son, en efecto—responde ella con una sonrisa.—Las puntas de los pies me queman como si fueran fuego. Pero de esta manera bailaré mejor, ¿no es verdad, Juan?
Y cierra los ojos un momento, como para despertar de nuevo sus ensueños desvanecidos. Después se apoya en el brazo de Martín y quiere que la lleven a su tienda.
Las principales familias del contorno se han hecho levantar allí tiendas especiales, leves cabañas o carpas de lona que les aseguren un abrigo para la noche, porque la fiesta se prolonga de ordinario hasta la mañana siguiente. Gertrudis ha ido la víspera a vigilar ella misma la construcción de la suya. Ha hecho llevar muebles y ha adornado la puerta con guirnaldas de hojas. Puede enorgullecerse de su obra; la tienda de Felshammer es la más bella de todas.
Mientras Martín trata de abrirse paso por entre la multitud, ella se vuelve presurosa hacia Juan y le pregunta en voz baja:
—¿Estás contento, Juan? ¿Te gusto así?
El hace una seña.
—¿Mucho?... Di, ¿mucho?
—¡Mucho!
Ella respira profundamente; después ríe, ríe satisfecha.
La bella molinera causa sensación en la multitud. Los propietarios forasteros se detienen a contemplarla; los burgueses se dan con el codo a hurtadillas; los jóvenes de la aldea la saludan con cortedad. A su aparición se oye un prolongado murmullo en los grupos. Seria, con una importancia un poco afectada, avanza del brazo de Martín, retirando de cuando en cuando los bucles que flotan sobre sus hombros; y cuando echa la cabeza para atrás, toma el talante de una reina, o, más bien, de una muchacha loca de alegría, que va a hacer la reina y que no está muy segura de su papel.
Cuando, una hora más tarde, suenan los primeros acordes, la joven exclama con un estremecimiento de alegría:
—¡Ahora soy tuya, Juan!
Martín le recomienda que tenga cuidado con el frío para no caer enferma; pero antes que haya concluido de hablar, los jóvenes han desaparecido. Entonces se resigna, toma un buen vaso de vino de Hungría y se echa sobre el sofá para descansar.
Pensamientos agradables acuden a su mente. ¿No son completamente felices desde que ha venido Juan? ¿No se han hecho ya raras las horas tristes, llenas de presentimientos siniestros, turbadas por el miedo a los fantasmas? ¿No estaba reviviendo él a ojos vistas, vencido por la alegría de esos dos inocentes? ¿No era el día que acababan de pasar la mejor prueba de que su horror a los extraños ha desaparecido y de que sabe asociarse ya a la alegría de los otros? ¡Y Gertrudis cuán feliz es también!... La otra noche, es verdad... ¡Pero qué! ¡Las mujeres son seres débiles, sujetos a muchos caprichos. Todo se arregló en seguida.
La frase que Juan le dijo esa noche vuelve a su memoria: «Todo irá bien, todo se arreglará...» Hace chocar su vaso con los dos vasos vacíos que han dejado los jóvenes.
—¡A la salud de ellos dos! ¡A la feliz unión de los tres hasta el fin de nuestros días!...
Entretanto Gertrudis y Juan se han abierto paso a través de la multitud compacta, y llegan a la puerta de la sala de baile. La ola ruidosa de la música se oye delante de ellos; el aire del interior les da en el rostro, como el hálito ardiente de un pecho humano. En lo claroobscuro de la tienda, las parejas que se agitan, estrechamente enlazadas, pasan frente a ellos; parecen sombras.
Juan anda como en un sueño. Apenas se atreve a fijar sus miradas en Gertrudis; un miedo misterioso lo y le aprieta el pecho como un cinto de hierro.
—Estás muy serio hoy—murmura ella acercando su rostro al brazo de su caballero.
El no responde.
—¿He hecho algo que te haya disgustado?
—Nada, nada—balbucea Juan.
—Bailemos entonces.
En el momento en que el joven le pasa el brazo por el talle, ella se estremece, abandonándose después con un profundo suspiro. Se ponen a bailar. Aspirando con fuerza el aire, ella ladea su rostro contra el pecho de Juan. En la gorra de éste brilla la escarapela, insignia de los tiradores, que lleva ese día; la cinta de seda blanca tiembla sobre su frente. Gertrudis inclina un poco la cabeza y, alzando los ojos hacia él, murmura:
—¿Sabes lo que siento?
—¿Qué cosa?
—¡Me parece que me llevas al cielo!
Y cuando termina esa danza:
—Ven ligero, salgamos—dice;—no quiero tener que bailar con otro.
Le aprieta fuertemente la mano, mientras él se abre paso por entre la multitud. Feliz y orgullosa, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, se pasea de su brazo fuera de la tienda. Ríe, charla y bromea, y él la imita lo mejor que puede. En el ardor del baile ha perdido la timidez por completo... Una alegría terrible arde en sus venas. Entonces, Gertrudis le pertenece en cuerpo y alma, a él solo; lo siente en el temblor de su brazo, que, con ternura y como a escondidas, aprieta con fuerza al suyo; lo adivina en el brillo húmedo de sus ojos, que se alzan furtivamente hacia su rostro. Al cabo de un momento, dice ella un poco contrariada.
—Oye, es preciso ver qué hace Martín.
—Sí—responde él apresuradamente.
Pero se contentan con esa buena intención. Cada vez que se dirigen hacia la tienda ocurre en la parte opuesta algún incidente extraordinario que les hace olvidar su resolución.
De pronto, Martín mismo sale al encuentro de ellos, en medio de un grupo de aldeanos a quienes lleva consigo para obsequiarlos.
—¡Hola, muchachos! Voy a establecer mi cuartel general en el hotel de la Corona; si queréis beber, venid con nosotros.
Gertrudis y Juan cambian una rápida ojeada de inteligencia; después dan las gracias, de común acuerdo.
—Entonces, adiós, hijos míos; y divertíos mucho.
Y se aleja.
—Jamás lo he visto tan contento—dice Gertrudis riendo.
—¡Buena falta le hace!—dice Juan con voz tierna, siguiendo a su hermano con una mirada afectuosa.
Querría ahogar el sentimiento que lo atormenta y que se despierta en él a la vista de Martín.
Ha llegado la tarde... La multitud está bañada por un resplandor purpurino. Un rosado crepúsculo envuelve la llanura y el bosque.
En un rincón solitario de la pradera, Gertrudis, inmóvil, lanza miradas melancólicas al sol que se extingue.
—¡Ah! ¡si no se ocultase hoy para nosotros!—exclama abriendo los brazos.
—¡Bueno! ¡ordénaselo!—dice Juan.
—¡Sol, te mando que te quedes con nosotros!
Y, mientras el globo de fuego se hunde cada vez más, ella se pone a temblar de pronto y dice:
—¿Sabes qué idea acaba de ocurrírseme? Que ya no lo veremos salir más.
Después, lanzando una risa clara:
—¡Sí, ya sé, es pura locura! ¡Vamos a bailar!
Una nueva danza acaba de empezar. Cruzan apresuradamente la sala de baile, trémulos de alegría y embriagándose uno al otro, y desaparecen en un rinconcito obscuro que han elegido cerca del tablado de los músicos para substraerse a las miradas indiscretas de las otras parejas, porque todas quieren conocer a la bella molinera.
Los cabellos de Gertrudis se han desprendido y flotan libremente; brilla en sus ojos una llama que sólo se ve en las personas ebrias de felicidad; todo su ser parece sumido en el deleite de esos momentos.
—Si no me ardiese el pie como fuego del infierno...—dice cuando Juan la lleva a su sitio.
—¡Descansa un poco!
Ella se echa a reír. En ese instante Franz Maas se adelanta para invitarla, en su calidad de rey de la fiesta, a la danza de honor; ella acepta su brazo y se aleja en un torbellino.
Juan pasa la mano por su frente ardorosa y mira a la pareja; pero las luces y las personas se confunden en sus ojos en un caos tumultuoso; le parece que todo gira a su alrededor. Vacila y tiene que apoyarse en una columna para no caer; y ruega a Franz Maas, que vuelve en ese momento con Gertrudis, que sirva de caballero a su cuñada por media hora porque tiene necesidad de salir, de respirar el aire puro...
Sale a la noche clara y fresca, en contraste con ese local cálido, cargado de vapores, donde un par de arañas llenas de bujías esparcen un humo intolerable. Pero hasta allí lo persiguen el bullicio y la música. En las barracas de tiro chocan las flechas de las ballestas; delante de las rifas suena la voz ronca de los rifadores anunciando la jugada; y los caballitos de madera, que giran con ruido ensordecedor, iluminan la obscuridad con su brillo fugitivo. Y, por entre todo eso, ruedan las sombras de la multitud.
Detrás del bosque de pinos, cuya corona sombría y silenciosa domina todo ese movimiento, se enciende un resplandor de oro; dentro de media hora la luna verterá sobre aquella escena su luz sonriente.
Juan avanza a pasos lentos entre las tiendas; se detiene delante de la posada de la Corona y mira por la ventana. Pero, al ver a Martín allí sentado, con el rostro abrasado, en medio de un grupo de bebedores alegres, se precipita en la sombra como si temiera encontrarse con él. De la casa vecina salen cantos ruidosos; vacila un momento, y al fin entra, porque la lengua se le pega al paladar. Lo acogen con gritos de alegría. Ante una larga mesa cargada de cerveza están sentados una porción de antiguos condiscípulos, pilluelos la mayor parte, a los que evitaba en otro tiempo.
Se le rodea, se le invita a beber y se le obliga a tomar asiento.
—¿Por qué te dejas ver tan poco, Juan?—le grita uno desde el extremo de la mesa.—¿Dónde te metes de noche?
—Está cosido a las faldas de su bella cuñada;—responde otro con aire burlón.
—¡Deja en paz a mi cuñada!—le dice Juan frunciendo el entrecejo.
El tumulto lo disgusta, los gritos roncos lo ensordecen, las bromas torpes le hacen mal. Bebe apresuradamente dos vasos de cerveza fresca, y sale, librándose con gran trabajo de las instancias importunas de sus camaradas.
Se dirige pausadamente hacia la linde del bosque y hunde sus miradas en la obscuridad, que se anima entonces con los pálidos reflejos de la luna; después se interna un poco bajo los árboles aspirando la atmósfera dulce y aromática de los pinos. Quiere dominar a toda costa la embriaguez inexplicable que le penetra hasta los tuétanos. Pero cuanto más se aleja del lugar de la fiesta, tanto más aumenta su turbación...
Al punto de entrar en la sala de baile ve a Franz Maas, que se lanza hacia él presa de una agitación manifiesta. Una vaga sospecha de desgracia comienza a torturar su alma.
—¿Qué ha sucedido?—exclama.
—¡Al fin te encuentro! Tu cuñada se ha indispuesto.
—¡En nombre de Cristo!... ¿Y adónde la has llevado?
—Martín la ha llevado a vuestra tienda.
—¿Cómo ha sucedido eso? ¿cómo ha sucedido?
—Desde hacía un momento notaba yo que se había puesto pálida y silenciosa; y, al preguntarle qué tenía, me dijo que le dolía el pie. A pesar de eso, no quiso sentarse, y de repente se desmayó en medio de la sala.
—¿Y entonces, entonces, qué?
—La levanté y la llevé en seguida a su sitio mientras mandaba buscar a Martín.
—¿Por qué no me mandaste buscar a mí, animal?
—En primer lugar, porque no sabía dónde estabas; después, porque era justo que fuese primero el marido...
Juan suelta una risa estridente:
—Claro, muy justo... ¿y después?
—Abrió los ojos antes que Martín llegase. Su primer cuidado fue alejar a las mujeres que la rodeaban; después me dijo: «No le hable de mi desmayo.» Y cuando él se lanzó hacia ella con el rostro pálido, Gertrudis se mostró muy alegre en apariencia y le dijo: «Me hace daño el zapato; nada más.»
—¿Y entonces?
—Entonces se la llevó. Pero alcancé a ver que se ponía a sollozar escondiendo la cara en el hombro de su marido. Y me dije: «¡Dios sabe dónde le aprieta el zapato!»
Juan no quiere escuchar más; sin una palabra de agradecimiento se lanza fuera.
La cortina que cubre la entrada de la tienda de los Felshammer está completamente corrida. Juan escucha un instante. Un ligero rumor de llanto, mezclado con la voz de Martín que trata de apaciguar a su mujer, llega hasta él del interior. Quiere levantar la cortina, pero ésta no cede; parece sólidamente sujeta al marco de la puerta.
—¿Quién es?—grita la voz de Martín.
—¡Yo, Juan!
—¡No entres!
Juan se estremece. Aquel «no entres» le ha atravesado el pecho como una puñalada.
Cuando se trata de estar junto a la que sufre, de llevarle el consuelo y la paz, le gritan: «¡no entres!»
Aprieta los dientes y fija sus miradas ardorosas en la cortina, atravesada por un débil resplandor rojizo.
—¡Juan!—grita de nuevo la voz de su hermano.
—¿Qué hay?
—Anda a ver si nuestro carruaje está ahí cerca.
Cumple lo que le ordenan. ¡Sólo sirve para hacer recados! Recorre la fila de carruajes y, no encontrando lo que busca, vuelve a la tienda.
La cortina aparece levantada ya. Ella está allí, con un chal claro en los hombros... ¡tan pálida y tan bella!
—¡Estoy soñando! Di orden para que no viniese el carruaje sino mañana al amanecer.
—¿Quiere marcharse Gertrudis?—pregunta Juan impresionado.
—Gertrudis tiene que irse—dice la joven.
Y con los ojos llenos de lágrimas le dirige una mirada, en la que se esfuerza por poner una sonrisa.
—¡Tranquilízate, hija mía!—dice Martín acariciándole los cabellos.—Si no se tratase más que de tu pie no sería un gran mal. Pero tus lágrimas, tu agitación... Creo que la enfermedad te dura todavía y el reposo te hará bien. ¡Si no se necesitara tanto tiempo para ir a buscar el carruaje! Me parece que lo mejor será que hagas a pie el corto camino a través de la pradera... si no sientes ningún dolor, se entiende.
Gertrudis lanza una mirada a Juan, y se apresura a decir que sí.
—El aire es tibio, la hierba está seca—continúa Martín, y Juan podrá acompañarte.
Gertrudis se estremece y la sangre sube a sus abrasadas mejillas. Los ojos de Juan buscan los suyos, pero ella los evita.
—Tú puedes estar de vuelta en media hora—añade Martín, que toma el silencio de Juan por mal humor.
Juan menea la cabeza y responde, lanzando una mirada a Gertrudis, que él también está cansado.
—¡Entonces, Dios os acompañe, hijos míos!—dice Martín.—Y cuando me haya librado de mis amigos iré a buscaros.
Juan pasea su vista a lo lejos; la llanura que se extiende delante de él, plateada por la luz de la luna, le hace el efecto de un golfo sobre el cual flotaran brumas; le parece que el brazo que en aquel instante se desliza bajo el suyo de modo tan dulce, tan acariciador, lo arrastra allá abajo, al fondo de ese abismo.
—Buenas noches—murmura sin mirar a su hermano.
—¿No me das la mano?—dice Martín en tono de amistoso reproche.
Y, al tendérsela Juan vacilando, se la aprieta cordialmente... ¡Ah! ¡cuánto daño puede hacer un apretón de manos!
El tumulto de la fiesta se extingue a lo lejos. El ruido de las mil voces no es más que un débil zumbido, sobre el cual descuella solamente, con notas agudas, la algazara de los caballitos de madera; y cuando la orquesta del baile, que se ha callado por un tiempo, empieza a tocar otra vez, ahoga los demás ruidos con el estallido penetrante de sus cornetines.
Pero sus notas van debilitándose también; el bombo, que hasta entonces había hecho discretamente su parte, suena más fuerte, en cambio, porque sus sordos golpes llegan más lejos que los otros sones.
Caminan juntos en silencio; ni uno ni otro se atreve a hablar. El brazo de Gertrudis tiembla bajo el de Juan; éste contempla las brumas de reflejos verdosos que se alzan de las praderas. Ella camina valerosamente, aunque no puede menos de cojear un poco; y de cuando en cuando exhala un débil quejido.
De pronto, la joven se vuelve y muestra, tendiendo la mano, el hormigueo de las luces en el lugar de la fiesta, que brillan sobre el fondo obscuro del pinar.
—Mira qué bonito—murmura tímidamente.
El responde con un ademán.
—¡Juan!
—¿Qué, Gertrudis?
—¿No me guardas rencor?
—¿De qué?
—¿Por qué abandonaste el baile?
—Porque hacía demasiado calor para mí en la sala.
—¿No es porque bailaba yo con otro?
—¡Oh! de ningún modo.
—Mira, cuando te marchaste, me sentí tan sola, tan abandonada, que tuve necesidad de todo mi valor para no estallar en sollozos. «Hubiera podido prohibirte que bailases con otro», me decía yo... «¿Por quién he venido a la fiesta sino por él? ¿por quién me he puesto tan guapa sino por él?...» Y el pie me ardía mil veces más que antes sufrí un desmayo, y después... de repente... ya sabes lo que me sucedió.
Juan aprieta los dientes, un estremecimiento sacude sus brazos como si a pesar de él, fuesen a abrazar a Gertrudis. Ella inclina lentamente su cabeza sobre el hombro del joven y su mirada clara y brillante se alza hacia él; pero de pronto lanza un grito agudo... su pie dolorido, que se arrastra penosamente por el suelo, acaba de tropezar con una piedra. Extenuada por el dolor, se deja caer sobre la hierba.
—Querría quedarme tendida aquí un momento—dice enjugándose el sudor frío que cubre su frente.
Después esconde su rostro entre el césped y permanece así algunos segundos, sin movimiento. El se inquieta.
—Ven—dice;—te vas a resfriar.
Ella le tiende la mano derecha, volviendo el rostro.
—Levántame.
Pero, cuando quiere caminar, sus rodillas se doblan bajo su peso.
—Ya ves, no puedo—dice con triste sonrisa.
—Bueno, te llevaré yo—dice él abriendo los brazos.
Se escapa un murmullo de los labios de Gertrudis, mitad de júbilo, mitad de queja; un momento después, su cuerpo, levantado del suelo, está en los brazos de Juan.
Ella lanza un profundo suspiro, y, cerrando los ojos, apoya la cabeza contra su mejilla.
Pecho contra pecho, sus cabellos ruedan como una onda sobre el cuello de Juan, y su respiración tibia le acaricia el rostro. ¡Adelante, adelante, cada vez más lejos, aunque las fuerzas le falten, hasta el fin del mundo!... Siente palpitaciones violentas, un velo rojizo se extiende delante de sus ojos, le parece que va a caerse y a entregar el alma. ¡No importa!... ¡más lejos, más lejos siempre!
Allá abajo, el río lo llama, la cascada muge sordamente a través de la noche silenciosa, y las gotas que saltan brillan a los rayos de la luna.
Ella deja caer su cabeza hacia atrás, sobre el brazo de Juan; una sonrisa dolorosa vaga por su boca entreabierta; sus párpados se han alzado, y en su pupila obscura se refleja la luna.
—¿Dónde estamos?—murmura.
—A la orilla del agua—dice él jadeante.
—Déjame en el suelo.
—No quiero... no puedo...
Al fin, cerca de la orilla, la pone en el suelo; después se tira sobre la hierba, apoya la mano sobre el corazón y hace un esfuerzo para tomar aliento. Le laten las sienes y está a punto de perder el conocimiento... Pero se incorpora con esfuerzo vigoroso, inclina el busto sobre la corriente y coge agua en las palmas de las manos para bañarse la frente.
Esto lo ayuda a serenarse. Se vuelve hacia Gertrudis. Ella se oculta el rostro en las manos y gime dulcemente.
—¿Sufres mucho?—le pregunta él.
—Esto me escuece.
—Mete el pie en el agua; se te refrescará.
Ella deja caer sus manos y lo mira con sorpresa.
—Eso me ha hecho bien a mí—dice él mostrando su frente, por donde corren todavía las gotas de agua.
Gertrudis se inclina hacia adelante para quitarse el zapato; pero su mano tiembla, y se detiene fatigada.
—Deja que te ayude—dice él.
Un movimiento brusco, y el zapato salta al lado de ella, le sigue la media, y, arrastrándose hasta la orilla del río, la joven sumerge hasta el tobillo el pie desnudo en la frescura de la corriente.
—¡Oh! ¡qué bien hace esto!—murmura aspirando el aire profundamente.
Después, volviéndose a derecha e izquierda, busca un apoyo para su cuerpo.
—Apóyate contra mí—dice él.
Y ella deja caer su cabeza sobre el hombro de Juan. Un estremecimiento corre por los brazos del joven pero no se atreve a enlazarle el talle; respira con dificultad; mira con fijeza el agua transparente a través de la cual resplandece el pie blanco de Gertrudis como una concha de nácar que hubiera en el fondo.
Uno al lado de otro, permanecen sentados, en silencio. Delante de ellos, en la presa, las aguas mugen formando torbellinos. La espuma tiende una especie de puente de plata a través del río, y la corriente se desliza tranquila a sus pies. De vez en cuando, el dulce viento de la noche les trae sonidos amortiguados de la música; al gruñido monótono del timbal se mezcla el grito sordo del alcaraván.
De pronto, Gertrudis se estremece.
—¿Qué tienes?
—Tengo frío.
—Retira inmediatamente el pie del agua.
Ella hace lo que él le dice, y después saca del bolsillo el fino pañuelo de batista que ha llevado al baile.
—No puede servir de mucho—dice Juan, y con mano temblorosa coge su grueso pañuelo.—Déjame secarte el pie.
Muda, con una mirada tímida y suplicante, Gertrudis deja hacer; y cuando él siente entre sus manos ese pie suave y fresco, lo asalta un vértigo, lo invade un deseo ardiente y loco; se agacha y posa sobre él su frente ardiente.
—¿Qué haces?—exclama ella.
El se incorpora... Sus miradas se cruzan llenas de embriaguez, y, lanzando un grito furioso, caen en brazos uno del otro.
Sus besos ardientes se posan sobre la boca de Gertrudis. Ella ríe y llora a la vez, le coge la cabeza entre las manos, le acaricia los cabellos, apoya la mejilla del joven contra la suya, y lo besa en la frente y en los ojos.
—¡Oh! ¡cuánto, cuánto te amo!
—¿Eres mía?
—Sí, sí.
—¿Me amarás siempre?
—¡Siempre! ¡siempre! Y tú... no me dejarás nunca sola, como hoy... para que Martín...
Se calla de golpe. El silencio pesa sobre ellos. ¡Y qué silencio!... A lo lejos suena el timbal... El agua muge...
Los dos se miran entonces pálidos como la muerte. Y ella se pone a lanzar gritos penetrantes:
—¡Jesús! ¡Jesús!
Su voz suena en medio de la noche.
Con un gemido violento él se oculta el rostro entre las manos. Un sollozo sin lágrimas sacude todo su cuerpo. Una llama se enciende delante de sus ojos, llama sangrienta que se alza como si fuese a abrasar al mundo entero. Ha visto claro de repente. El resplandor que la víspera de San Juan empezó a parecerle siniestro, y que la noche en que Gertrudis estalló en sollozos en medio de su canto, cruzó su frente como un relámpago para extinguirse un instante después, ese resplandor sube ahora ante sus ojos como el disco chispeante del sol. Y cada una de sus llamas lo incita al odio, cada chispa hace estremecer su alma con las torturas de los celos, cada rayo le atraviesa el corazón con un sentimiento de terror y de remordimiento... Gertrudis se ha echado de bruces en el suelo, y llora, llora amargamente... Con la frente inclinada y las manos juntas, él contempla fijamente el cuerpo encantador que yace delante de él, sumido en la desesperación.
—Entremos—dice con voz sorda.
Ella alza la cabeza y apoya los brazos en el suelo; pero, cuando él quiere levantarla, lanza un grito agudo.
—¡No me toques!
Por dos o tres veces trata de ponerse en pie; sus piernas se doblan. Entonces tiende los brazos sin decir palabra, y se deja levantar por él, que sostiene sus pasos vacilantes a través del patio del molino. Se secan sus lágrimas; el estupor de la desesperación se lee en sus facciones rígidas y pálidas; ella vuelve el rostro y se deja arrastrar por él como si no tuviera ya voluntad. En el umbral del emparrado, retira su brazo del de Juan y, reuniendo sus últimas fuerzas, se precipita sola hacia la puerta. Luego, desaparece en la sombra espesa del follaje.
Los aldabonazos suenan sordamente, una vez, dos veces. Después se oyen pasos en el interior; la llave gira, y una luz amarillenta se esparce fuera, en la claridad de la luna.
—¡En nombre del cielo! ¡qué cara trae usted!—exclama asustada la criada.
Y la puerta se cierra.
El se deja estar allí largo tiempo, con los ojos fijos en el sitio por donde ella ha desaparecido.
Una sensación de frío que lo hace temblar de la cabeza a los pies lo despierta de su ensimismamiento. Maquinalmente se desliza a través del patio, iluminado por la luz de la luna; acaricia a los perros que, con ladridos alegres, lo saludan; echa una mirada estúpida a la rueda inmóvil, sobre la cual se desliza el agua sin ruido, como una brillante serpiente. Una fuerza misteriosa lo arroja de allí; el suelo del patio le quema los pies.
Se dirige a través de la pradera hacia la presa, hasta el sitio donde ha estado sentado con Gertrudis. Sobre el césped brilla el zapato azul, y a poca distancia la larga media, tan fina... ¡Gertrudis ha entrado cojeando, con un pie desnudo, sin notarlo!
Lanza una risotada estridente, toma los objetos y los lanza lejos, a las aguas espumosas.
¿Adónde ir entonces? El molino ha cerrado su puerta detrás de él, para siempre. ¿Adónde ir? ¿Se tenderá, para descansar, sobre un montón de heno? ¡No podrá dormir!... ¡He ahí un grupo de muchachos alegres! Poco antes los ha desdeñado, pero entonces llegan en buen momento.
Cuando, como a las dos de la mañana, Martín Felshammer ha conseguido desasirse de sus compañeros, bebedores sempiternos, se acerca de buen humor al lugar de la fiesta, donde la claridad insegura del día gris que nace ilumina las idas y venidas de los retrasados. Ve acercarse entonces un grupo de mozos ebrios, que aullando cantos obscenos pasan en fila a través de la gente; a la cabeza de ellos marcha el cerrajero Farmann, bribón famoso, y detrás de él van otros perdidos.
Resuelto a echarlos de allí, va directamente hacia el grupo; pero de repente se detiene petrificado, con los brazos caídos... En medio del grupo, con los ojos terribles, avanza tambaleándose su hermano Juan.
—¡Juan!—exclama estupefacto.
Este se estremece; su rostro enrojecido se pone lívido; en sus ojos brilla un resplandor de espanto; tiembla, extiende los brazos como para defenderse, y retrocede, vacilando, dos o tres pasos.
Martín siente que se apacigua su cólera. El deplorable espectáculo despierta su compasión. Sigue a Juan, y, reteniéndole por el brazo, le dice con voz llena de ternura:
—Ven, hermano; es tarde; vamos a casa.
Pero Juan, haciendo un ademán de horror, retrocede más ante la mano que lo roza; y dirigiendo a Martín una mirada llena de angustia mortal, le dice con voz ronca:
—¡Déjame!... ¡no quiero, no quiero tener nada que ver contigo! ¡ya no soy tu hermano!
Martín, sobrecogido, se agarra con las dos manos a la mesa que está junto a él, y se deja caer, como herido de una puñalada, sobre el banco inmediato!
Juan se aleja apresuradamente y desaparece en el bosque.
Desde aquel día, la tristeza se cierne sobre la casa de los Felshammer.
Cuando Martín entró en su casa por la mañana, todo estaba tranquilo, en una calma profunda. Descolgó de la pared la llave del molino y se deslizó hasta la triste habitación de que había hecho una especie de templo de su falta. Allí lo encontraron sus gentes a la hora del almuerzo, tan blanco como la cal de los muros, con la frente entre las manos y murmurando sin cesar:
—¡Fritz, Fritz! ¡ésta es la expiación! ¡ésta es la expiación!
El espectro, el antiguo, el temible espectro, al que creía desterrado para siempre, se ha echado de nuevo sobre él, y sus garras le aprietan la garganta hasta estrangularlo.
Ha sido casi necesario emplear la fuerza para sacarlo de su retiro. Con paso torpe ha salido tambaleándose del molino. Ha encontrado a su mujer acurrucada en un rincón, con las mejillas pálidas y la mirada temerosa. Entonces le ha cogido la cabeza con las dos manos, fijando un instante sobre la infeliz, toda trémula, sus ojos sombríos, y después ha murmurado esas palabras melancólicas:
—¡La expiación! ¡la expiación!
Al oír esta frase siniestra, un escalofrío recorre el cuerpo de Gertrudis. «¿Sabe algo? ¿Se lo ha confesado todo Juan? ¿Ha descubierto por casualidad el secreto?... ¿O no tiene más que sospechas?...»
Y desde entonces se llena de terror delante de ese hombre; y se consume de pasión por el otro, a quien ha despedido para siempre. Palidece y adelgaza; anda vagando de un lado a otro como una sonámbula. Alrededor de sus ojos se dibujan surcos azules que se ensanchan cada vez más alrededor de su boca se forma un pliegue que se contrae sin cesar.
Martín no ve nada de eso. Todo su ser está embargado por el dolor de haber perdido su hermano. Durante los primeros días ha estado esperando hora tras hora verlo llegar; quizá no se ha dado cuenta de lo que decía en su embriaguez... ¡y él, Martín, será ciertamente el último en recordárselo!
Pero pasan los días, unos después de otros, sin que Juan reaparezca; su angustia crece entonces. Comienza a informarse del desaparecido, con poco fruto al principio porque las relaciones de aldea a aldea son muy escasas. Sin embargo, poco a poco van llegando noticias al molino; lo han visto hoy aquí y ayer allí, como un vagabundo, pero rodeado siempre de alegres compañeros. En cuanto «el diablo de Juan», como le llaman, se presenta en alguna parte, se llena la taberna, saltan los tapones y chocan los vasos; y, cuando la fiesta está en todo su apogeo, a través de los cristales hechos añicos salen las botellas a la calle. Pero «el diablo de Juan» paga todo lo que rompe. Convida a todos los que encuentra por el camino... ¡Ah sí! es un gran compañero y un bebedor insigne «el diablo de Juan.»
Poco a poco van apareciendo a la puerta del molino toda clase de personajes tenebrosos como Löb Levi, de Beelitzhof, el acaparador de granos, y Hoffmann, de Grünhalde, el corredor de fincas; presentan papeles amarillos y grasientos sobre los cuales la mano de Juan ha firmado cantidades a tanto por ciento y a tantos días... Martín contempla largo rato las letras inciertas que se precipitan, como ebrias, unas sobre otras; después, va a su caja de caudales y paga, sin decir palabras, la deuda y los intereses exorbitantes. ¡De buena gana daría la mitad de su riqueza por conseguir la vuelta de su hermano!
Al fin, manda enganchar el carruaje y él mismo va a buscarlo. Anda leguas y leguas, pasa en vela noches enteras, sin conseguir nunca atrapar a su hermano. Las noticias que obtiene de los taberneros son incompletas y confusas; unos le responden de un modo incierto y cohibido, otros con aparato de misterio y en tono socarrón; todos parecen temer que tan pronto como el dueño del molino de Felshammer haya encontrado al borracho de su hermano desaparecerán sus pingües beneficios.
Cuando Martín empieza a notar que lo engañan, se apodera de él el desaliento. Regresa al molino y se encierra por dos días en su despacho. Durante ese tiempo, se pregunta si no sería conveniente pedir ayuda a los gendarmes de Marienfeld. Con su autoridad, sería fácil arrancar la verdad a la gentes. Pero no... hacer buscar a su hermano con la policía es cosa que no permite el honor del nombre de los Felshammer; su padre se estremecería en la tumba.
Un constipado adquirido en sus viajes nocturnos, lo obliga a guardar cama. Y, durante dos mortales semanas, en las que Gertrudis permanece sentada a la cabecera del lecho, noche y día, vive torturado por las alucinaciones de su delirio, en el que sus dos hermanos, el muerto y el vivo, van a rondar alrededor de él, ora distintos ora confundidos en un sólo ser monstruoso, especie de espectro de dos cabezas.
Tan pronto está casi restablecido hace preparar su carruaje. Es fuerza que acabe por encontrarlo.
Al fin lo encuentra.
Una noche, muy tarde, a principios de septiembre, sus investigaciones lo llevan a B... aldea situada dos leguas al norte de Marienfeld. A través de las ventanas cerradas de la taberna, se oye un ruido confuso, pataleos, gritos y cánticos avinados.
Baja pesadamente del carruaje y ata el caballo a la puerta del patio. La llama turbia de la linterna vacila al soplo del viento de la noche. Grandes gotas de lluvia golpetean el suelo.
Levanta el cerrojo y empuja la puerta, que se abre de par en par. Una densa humareda azul, de tabaco, le da en el rostro, mezclada con el olor de la cerveza agria.
Y allí, en el extremo de una larga mesa, con las mejillas abotagadas, los ojos ribeteados de rojo y afectados por el brillo vidrioso propio de los borrachos, los cabellos revueltos, la camisa sucia y las ropas en desorden, cubiertas de aristas de paja, restos sin duda del último lecho, estaba su hermano adorado, aquel que lo era todo para él y al que veía convertido entonces en un vicioso precoz, condenado a irremediable desgracia.
—¡Juan!—exclama, y la fusta que tiene en la mano cae al suelo con ruido.
Un silencio de muerte se esparce por la sala llena de gente, y los bebedores contemplan con la boca abierta al intruso.
El desgraciado se ha levantado de su banco, con el rostro rígido por una angustia indecible; de su pecho sale silbando una especie de estertor; da un salto desesperado y trepa a la mesa, y haciendo otro esfuerzo trata de huir por sobre las cabezas de sus vecinos.
Es inútil; la mano de Martín lo sujeta.
—Quédate—gruñe a su oído una voz sorda.
Y al mismo tiempo se siente empujado con fuerza prodigiosa.
Martín abre la puerta; y, mostrando con el puño de la fusta la obscuridad de la noche, se planta en medio de la sala.
—¡Vamos! ¡fuera!—grita con una voz que hace temblar los vasos sobre la mesa.
Los bebedores, jóvenes calaveras en su mayor parte toman sus sombreros y se retiran intimidados; apenas se oye un murmullo ahogado.
—¡Vamos! ¡fuera!—repite Martín haciendo un gesto como para saltar a la garganta del primero que proteste.
Dos minutos después han salido todos... Sólo el tabernero está allí todavía, paralizado por el miedo, detrás del mostrador. Al volverse Martín hacia él, con una mirada amenazadora, comienza a quejarse en tono llorón del transtorno causado en su tienda.
Martín mete la mano en el bolsillo, le tira un puñado de monedas de plata y le dice:
—¡Quiero quedarme solo con él!
Y cuando ha cerrado la puerta, detrás del tabernero, que sale inclinándose, se aproxima lentamente a su hermano, que, con el rostro entre las manos, permanece inmóvil, agazapado en un rincón. Coloca suavemente la mano sobre su hombro; y, con una voz trémula de dulzura infinita y de inmensa tristeza:
—Levántate, hijo mío, y hablemos.
Juan no hace un solo movimiento.
—¿No quieres decirme qué tienes contra mí? El desahogo consuela... Alivia tu corazón contándome tus penas.
—¡Consolar mi corazón!... ¡Ay!...
La angustia que contraía sus facciones se ha cambiado en una arrogancia sorda, reprimida.
Martín, lleno de disgusto y de lástima contempla aquel rostro, cuyas arrugas profundas apenas dejan conocer al Juan de otros tiempos, tan franco de corazón, tan tierno. Es fuerza que las pasiones más viles se hayan apoderado de ese hombre para desfigurarlo de un modo tan terrible en seis cortas semanas.
Se incorpora entonces y lanza una mirada del lado de la puerta.
—Me has encerrado, ¿no es verdad?—dice con una nueva explosión de risa, que penetra a Martín hasta los tuétanos.
—Sí.
—¿Quieres, pues arrastrarme contigo como un criminal?
—¡Juan!
—Eres, en efecto, el más fuerte. Pero te declaro una cosa; que no soy tan débil que no pueda defenderme. Me tiraré carruaje abajo y me romperé la cabeza contra una piedra antes que ir contigo.
—¡Piedad, Dios mío!—exclama Martín.—¿Qué han hecho de ti?
Juan se pasea a lo largo, y hace sonar a su paso las tapaderas de los frascos de cerveza.
—¡Acabemos!—dice al fin, deteniéndose.—¿Qué quieres de mí para venir a encerrarme de este modo?
Martín, sin decir nada, va a la puerta y corre el cerrojo; después vuelve a colocarse delante de su hermano. Su pecho jadea, como si quisiera sacar las palabras de lo más profundo de su alma. ¿Pero de qué le sirve eso? Su voz se queda en la garganta. Nunca ha sido elocuente el pobre rústico; ¿cómo encontrar de pronto conceptos expresivos para arrancar aquel extraviado a su locura? No puede articular más que estas palabras:
—¿Qué te he hecho? ¿Qué te he hecho?
Las repite dos veces, tres veces; las repite infinitamente. ¿Qué más puede decir? Toda su ternura y todo su dolor están ahí.
Juan no responde nada. Se sienta en el banco y hunde las dos manos en sus cabellos incultos. Por su rostro vaga una sonrisa, una sonrisa horrible que no admite consuelo ni esperanza... Al fin interrumpe a su desgraciado hermano, que repite interminablemente su frase, como si esperara verla causar un efecto mágico.
—Basta; no sabes qué decirme y no puedes decirme nada. He acabado conmigo mismo, contigo y con el mundo entero. ¡Si supieras por lo que he pasado en estas seis últimas semanas!... Desde que salí del molino no he dormido bajo techo, porque estaba convencido de que el techo me aplastaría...
—¿Pero, en nombre del cielo, qué tienes?
—No me preguntes nada; no conseguirás saberlo... Deja las palabras; son inútiles... y aunque me jurases por la memoria de nuestros padres...
—Sí; por nuestros padres...—balbucea Martín con alegría.
¿Por qué no he pensado en ello más pronto?
—¡Déjalos tranquilos en su tumba!—replica Juan con su sonrisa odiosa.—Eso no reza conmigo. ¡Ellos no pueden impedir que esté perdido; no pueden impedir que te odie!
Martín lanza un gemido violento y vuelve a caer, como aniquilado, sobre el banco.
—Siempre he pensado en ellos; siempre me he acordado de que Martín Felshammer es mi hermano. Y por eso he llegado adonde estoy... ¡Me ha costado un duro sacrificio, puedes creerlo!... Por lo tanto, no te quejes... Créeme... me he portado muy bien contigo... ¡ay, hermano!... muy bien.
Martín no tiene necesidad de averiguar más; ve claramente ya la solución del enigma: la víctima de otro tiempo sale de su tumba para pedir venganza. Entonces, con las manos juntas murmura dulcemente:
—¡La expiación! ¡La expiación!...
El otro continúa:
—Pero haces bien en recordarme a nuestros padres; no tengo derecho a arrojar una mancha sobre su nombre, sobre el nombre de los Felshammer... Esa es una idea que me atormenta desde hace un tiempo... Y, a decir verdad, me alegro de haberte encontrado... Podemos hablar de ello tranquilamente... me voy a América.
Martín contempla por un instante su rostro abotagado; después murmura dulcemente:
—¡Que Dios te acompañe!
Y deja caer pesadamente su frente sobre la mesa.
—Muy pronto—continúa el hermano.—Ya me he informado; el primero de octubre parte un buque de Brema; es preciso que salga yo de aquí la semana próxima... Tú sabrás qué es lo que me corresponde por mi herencia... Debo haber derrochado una buena parte... Dame a cuenta de ella lo que tengas en dinero; envía los fondos a Franz Maas, que yo iré a casa de él a buscarlos...
—¿Y no vendrás siquiera una vez al... al?...
—¿Al molino? ¡Jamás!—exclama el joven, levantándose con un resplandor inquieto, de deseo y de angustia, en los ojos.
—¿Y te he de decir adiós aquí... aquí... en este lugar inmundo?... ¡adiós para toda la vida!...
—No puede menos de ser así—dice Juan, bajando la cabeza.
Y Martín vuelve a su idea y murmura:
—¡Es la expiación!
Juan fija una mirada ardiente en su hermano, que, con el alma y el cuerpo quebrantados, permanece agobiado delante de él... Está firmemente resuelto a no volverlo a ver... Pero es preciso que le tienda la mano... en el momento de la separación.
—Adiós, hermano—dice aproximándose a Martín, que se deja estar sentado, inmóvil.—Sé feliz y consérvate bueno.
Pero, de repente, siente como un chorro de calor dulce... Por su cerebro pasan en un mismo instante, un sinnúmero de imágenes. Se vuelve a ver niño, protegido, mimado por su hermano mayor; se vuelve a ver mozo, andando orgulloso del brazo de él; se vuelve a ver, de pie con él, junto al lecho de muerte de los viejos padres; se vuelve a ver con él, en el momento solemne en que, con las manos enlazadas, se prometieron no separarse nunca y no dejar que nadie se introdujese nunca entre ellos...
¡Y entonces!... ¡entonces!...
—¡Hermano!—exclama.
Y con ruidosos sollozos cae a sus pies.
—¡Mi nene! ¡mi querido nene!
Y Martín, en medio de sus lágrimas, lanza gritos de alegría y lo besa, lo aprieta contra él, como si quisiera no dejarlo marchar.
Al fin te encuentro... ¡Oh Dios! Ahora todo irá bien... ¿no es verdad? Di... todo esto no era más que pura fantasía, pura locura. ¿Tú no sabes lo que has hecho, eh? Ya no te acuerdas. Apostaría a que ya no tienes la menor idea de eso ¿eh? Despiertas, ¿no es verdad que despiertas?
Juan, triste, aprieta los dientes y apoya su rostro en el pecho de su hermano. Pero, de pronto, se le ocurre una idea que le pesa sobre el corazón y le zumba en los oídos, una idea semejante a un vampiro frío y viscoso que bate las alas a su alrededor; en ese brazo, en ese, Gertrudis se ha abandonado... ¡ese mismo día!
Y se pone en pie violentamente. ¡Tiene que salir de aquella sala, tiene que dejar de respirar aquella atmósfera, o va a volverse loco!
Da un salto hacia la puerta... Descorre el cerrojo y... desaparece.
Rígido de estupor, Martín lo sigue con los ojos un momento; después se dice, como para librarse de la inquietud que se apodera de él.
—Está demasiado impresionado y necesita respirar el aire fresco; volverá.
Su mirada se fija en la percha que hay en el muro; sonríe completamente tranquilo:
—Juan ha dejado su gorra... afuera está lloviendo... el viento es fresco... volverá.
Después, Martín llama al tabernero; hace llevar su caballo a la cuadra y manda preparar para su hermano un grog caliente y una cama: «porque, dice con una sonrisa, volverá...»
Y cuando todo queda preparado, se sienta y se absorbe en sus meditaciones. De vez en cuando murmura, como para reanimar su valor que se extingue:
—¡Volverá!
Afuera, la lluvia golpetea las ventanas, el viento de otoño silba sobre la taberna; y cada gota de lluvia, cada silbido anuncia:
—¡Volverá! ¡volverá!
Pasan las horas, la lámpara se apaga, Martín se ha quedado dormido en su espera y sueña con la vuelta de su hermano...
Al día siguiente por la mañana, lo despiertan. Asustado y tembloroso, mira a su alrededor. Sus ojos se posan sobre la cama vacía, en la que su hermano debía acostarse, su primer lecho después de seis semanas. Se deja estar allí tristemente, de pie, con la mirada fija.
Después manda enganchar el carruaje y se va.
Ese año, el otoño ha llegado muy pronto. Desde hace ocho días sopla un viento nordeste, agudo y penetrante, como si se estuviera en noviembre. Los aguaceros azotan en los vidrios, y ya se extiende sobre el suelo una capa de hojas de tilo, de color amarillo obscuro que la humedad convierte en barro.
¡Qué pronto llega la noche! En la tienda del panadero, la lámpara se enciende antes de la hora de comer. Franz Maas está sentado bajo la claraboya, muy ocupado en hacer sus cuentas. Delante de él, sobre la mesa, donde se ven casi siempre en orden, blancos y redondos, pequeños montones de harina de flor, brillan entonces pequeños montones de monedas de plata; y en lugar de los bretzel miserables se oye el crujido de los billetes de banco.
Es el tesoro que Martín le confió el último domingo con el encargo de entregarlo a Juan.
Ha entregado igualmente una nota en la cual la cuenta de la herencia está detallada hasta el último céntimo. Después se ha presentado todas las mañanas a hacer la misma pregunta: ¿«Ha venido?» y, al ver la seña negativa de Franz, se ha vuelto sin decir nada. Ese tesoro embaraza al joven panadero. Todas las noches cuenta la suma sobre la mesa, para cerciorarse de que nada ha desaparecido durante el día.
En esos momentos está entregado precisamente a esa ocupación. Es viernes; por fuerza Juan tiene que estar allí entonces si quiere llegar a tiempo de alcanzar el vapor que sale de Brema.
Juan ha abierto la puerta sin ruido y se detiene detrás del panadero, cuando éste se dispone a guardar bajo llave los cartuchos de monedas.
—¿Todo eso es para mí?—pregunta poniéndole la mano sobre el hombro.
—¡Alabado sea Dios! ¡Al fin has venido!—exclama Franz alegremente.
Después de una ojeada examina a su amigo, de la cabeza a los pies. Martín había exagerado cuando le anunciaba, con lágrimas en los ojos, la aparición de un ser miserable y abatido. Juan Felshammer lleva un traje muy limpio y cuidado: tiene una linda capa nueva, un poco entreabierta, que deja ver un flamante traje gris; sus cabellos, bien peinados, caen sobre el cuello; hasta se ha afeitado... Pero, a decir verdad, su mirada turbia, por la que pasan resplandores inquietantes, las bolsas bajo los ojos, el horrible color de las mejillas, son tristes síntomas en ese rostro, fresco y juvenil hasta hace poco.
Y Franz le toma entonces las dos manos.
—Juan, Juan, ¿qué te ha sucedido?
—Paciencia, ya lo sabrás todo—responde Juan.—Será preciso que lo confiese todo a un ser humano, a uno solo... o eso acabará por ahogarme.
—¿Es cierto entonces? ¿Quieres?...
—Esta noche me voy en la diligencia. Ya tengo billete... Antes de venir a verte he atravesado la aldea por última vez. Había obscurecido; podía aventurarme a eso; y me he despedido de todo. He ido hasta la tumba de mis padres, delante de la puerta de la iglesia... y también a la Corona, porque debía aún una miseria al dueño...
—¿Y has olvidado el molino?
Juan se muerde los labios, se retuerce el bigote y murmura:
—Ya iré.
—¡Oh! ¡qué alegría tendrá Martín!—exclama Franz Maas, rojo también por la emoción.
—¿He dicho acaso que iré a ver a Martín?—pregunta Juan entre dientes.
Y su pecho se levanta como para librarse del peso formidable que lo oprime.
—¿Qué? ¿acaso vas a introducirte furtivamente en la casa de tu padre como un ladrón, sin dejarte ver de nadie?
—¡No! Iré a despedirme... pero no de Martín.
—¿De quién, entonces?... ¡Desgraciado!... ¿De quién, entonces?—exclama Franz Maas en el cual se despierta una terrible sospecha.
—Cierra la puerta y siéntate—dice Juan.—Voy a contártelo todo.
Pasan las horas. La tempestad sacude las hojas de las ventanas. El aceite crepita en la lámpara que humea. Los dos amigos están sentados, con las miradas fijas uno en el otro. Juan hace su confesión; no oculta nada, desde su primer encuentro con Gertrudis hasta el instante en que un estremecimiento de horror lo arrancó de los brazos de Martín para arrojarlo a la noche lluviosa.
—Lo que ha pasado después—termina,—puede decirse en dos palabras. Corrí sin saber adónde, hasta que el agua y el frío me volvieron a la realidad. El correo de Marienfeld llegaba en ese momento; subí a él y por lo menos me encontré a cubierto. De ese modo llegué a la ciudad, donde he permanecido hasta hoy. Löb Lévi me ha dado cien táleres, y con eso me he comprado ropa; no quería presentarme harapiento delante de Gertrudis.
—¡Desgraciado!... ¿quieres?...
—¡Nada de sermones!—protesta el joven en tono huraño.—Todo está ya convenido. Le he enviado un billete con un muchacho que encontré en la calle y cuya vuelta he esperado. La halló sola en la cocina, y nadie lo ha visto. A las once estará ella en la presa... y yo ¡ay!... yo también.
—Juan, no hagas eso... ¡te lo suplico!—exclama Franz con angustia;—¡te va a suceder una desgracia!
Juan responde con una carcajada; y con los ojos brillantes, la boca pegada a la oreja de Franz, murmura:
—¿Crees tú, pues, mi pobre amigo, que yo sería capaz de ir a vivir y a morir al extranjero sin haberla visto antes una sola vez? ¿Crees tú que tendría yo valor para contemplar el mar durante cuatro semanas, sin precipitarme en él, si no la hubiese visto otra vez?... ¡Me faltaría la respiración, el alimento se me quedaría en la garganta, me consumiría vivo, si no la hubiese visto una vez más!
Entonces, Franz renunció a disuadirlo.
La mirada inquieta de Juan se alza a cada instante hacia el reloj.
—Ya es hora—dice, tomando su gorra.—A las doce pasa la diligencia. Espérame en la posta y llévame dos billetes de cien táleres; eso me bastará para la travesía. Lo restante puedes devolvérselo a él; no lo necesito... Hasta luego.
Cerca de la puerta, se vuelve para preguntar:
—Dime, ¿me huele el aliento a aguardiente?
—Sí.
El joven lanza una risotada:
—Dame dos o tres granos de café para mascarlos. No quiero causar repugnancia a Gertrudis en el último momento.
Y cuando Juan ha satisfecho su deseo, desaparece en la obscuridad.
Hay crecida.
Sibilantes y rumorosas, las aguas salen precipitadamente de la presa para ir a perderse con un gruñido sordo y quejumbroso en el golfo de espuma, encima del cual parece levantar una bóveda brillante el polvo de las olas que se estrellan.
Al rumor de la caída se mezcla el rugido de la tormenta. Los viejos álamos que bordan el río se inclinan unos hacia otros, como fantasmas gigantes que bailan a media noche, en largas filas, una danza mágica.
El cielo está velado por nubes sombrías, todo es negro en los alrededores; sólo la espuma, de color de nieve, esparce un resplandor incierto, que, como la bruma, difuma los contornos de las cosas. Arriba resalta la balaustrada del pequeño pasadizo.
En medio de éste es donde los dos se encuentran.
Gertrudis, con la cabeza envuelta en un pañuelo obscuro, estaba desde hacía bastante tiempo debajo de los árboles, abrigándose de la lluvia; y, al ver surgir la alta figura de Juan al otro lado de la presa, se ha lanzado a su encuentro.
—¿Eres tú, Gertrudis?—pregunta él apresuradamente tratando de ver su rostro.
Ella guarda silencio y se ase a la balaustrada.
La espuma baila delante de sus ojos y se tiñe de mil colores.
—Gertrudis—dice el joven tratando de tomarle la mano;—he venido a decirte adiós para siempre. ¿Vas a dejarme partir sin una palabra?
—Y yo, yo he venido para dar reposo a mi alma;—dice ella, retrocediendo ante la mano que la toca.—Juan, he sufrido mucho por causa tuya... he envejecido veinte años lo menos... Estoy débil y enferma... ten piedad de mí... no me toques... no quiero volver a entrar en la casa de tu hermano manchada con una falta.
—Gertrudis ¿has venido aquí para torturarme?
—¡Silencio, Juan, silencio!... ¡No me hagas daño!... Vamos a separarnos puros y honrados... y a llevar con nosotros paz y valor para toda la vida. No nos dejemos arrastrar... ni por el amor ni por el resentimiento.
Se detiene aniquilada. Su respiración es fatigosa.
Después, reuniendo con trabajo todas sus fuerzas, continúa:
—Yo sabía que vendrías... hace mucho tiempo, antes de recibir tu billete... y he reflexionado mil veces hasta sobre la menor palabra... que tenía que decirte. Pero es preciso que no me hagas perder la calma.
Los ojos de Juan brillan en las tinieblas, su respiración es ardiente; con una risa estrepitosa dice:
—No nos rodea de una aureola este bien inútil; estamos condenados en la tierra y en los cielos. Por lo tanto, aprovechemos al menos...
Se interrumpe, prestando atención.
—¡Calla!... He creído oír... en la pradera...
Escucha conteniendo la respiración... No se siente nada... no se ve nada... Fuera lo que fuese, se lo ha llevado la noche y la tormenta.
—Bajemos a la orilla—dice.—Nuestras figuras se dibujan aquí contra el cielo.
Ella marcha delante, y él la sigue. Pero el suelo está húmedo y la joven resbala; entonces él la toma entre sus brazos y la lleva hasta abajo, a la orilla del río. Sin defensa, ella se aferra a su cuello.
—¡Qué poco pesas desde aquel día!...—dice él en voz baja, dejándola bajar al suelo.
—¡Oh! apenas me reconocerías, si pudieras verme;—replica ella en voz también muy baja.
—¡Oh! ¡cuánto daría por verte!
Y trata de apartarle el pañuelo que le cubre el rostro. Un óvalo pálido, dos círculos de sombra negra, en el lugar donde están los ojos, es todo lo que la obscuridad permite distinguir.
—Me parece que estoy ciego—dice él.
Y su mano trémula baja de la frente de Gertrudis hasta sus mejillas, como para reconocer, tocándolas, esas facciones queridas. Ella no retrocede ya y deja caer su cabeza sobre el hombro de Juan.
—¡Cuántas cosas tenía que decirte!—murmura la infeliz.—Y ahora no se me ocurre nada, absolutamente nada.
El la aprieta entre sus brazos más estrechamente; y los dos permanecen silenciosos e inmóviles, mientras la tormenta los sacude y la lluvia los azota.
Entonces, desde la aldea, llegan de tiempo en tiempo los sonidos de la trompa del conductor de la diligencia, medio apagados por el ruido del viento y de la lluvia.
—¡Ha concluido!—dice él temblando.—Tengo que irme!
—¿Ya?... ¿esta noche?—balbucea ella con voz sorda.
El dice que sí con un ademán.
—¿Y no te veré ya nunca?
Un grito domina el ruido del huracán.
—¡Juan!... ¡por piedad, no me abandones!... ¡no puedo... vivir sin ti!
Sus dedos se hunden en los hombros de Juan.
—No partirás... no lo quiero.
El trata de apartarse a la fuerza.
—¡Ah!... te vas... ¡cruel!... Me moriré si me abandonas... No puedo... Llévame contigo... ¡Llévame contigo!
—¿Has perdido la razón, desgraciada?
Y se oculta el rostro en las manos gimiendo.
—¡Ah! Llamas a esto perder la razón... Acaso el cordero no se rebela cuando lo llevan a... ¿Y tú querrías? ¿Así es como me amas?...
—¿No piensas en Martín?
—¡Es tu hermano! ¡lo sé!... Pero sé también que moriré si sigo por más tiempo al lado de él. Me pongo a temblar sólo al pensarlo... ¡Llévame contigo, Juan! ¡Llévame contigo!
El la toma por las dos muñecas, y sacudiéndola le dice con voz ahogada:
—¿Pero sabes también que yo no soy más que un miserable, un ser vil y perdido, un borracho, que no sirve para nada? ¡Si me pudieses ver, te daría asco!... Las personas honradas se apartan de mí; me he convertido para ellas en un objeto de repulsión... ¿Y te figuras que yo podría amarte? Jamás te perdonaría haber venido a meterte entre Martín y yo; jamás te perdonaría el crimen que he cometido con él por culpa tuya. Ese crimen se alzará entre nosotros dos mientras vivamos. Te colmaría de injurias y de golpes cuando estuviera ebrio. Tu vida sería un infierno conmigo... ¿Qué dices ahora?
Ella baja la cabeza como para someterse, y con las manos juntas exclama:
—¡Llévame contigo!
Un grito de alegría feroz se escapa de los labios de Juan.
—Entonces, ven... pero ven corriendo... La diligencia se detiene sólo un cuarto de hora. Nadie nos verá más que Franz Maas... pero él no nos hará traición. Cuando llegues a la ciudad te comprarás vestidos... ¿Eh? ¿qué es eso?
El molino se anima. Por la puerta completamente abierta sale una claridad que se esparce en las tinieblas... Una linterna pasa a través del patio, desaparece, vuelve a aparecer, y de repente, lanzada al aire, atraviesa la atmósfera describiendo una curva como un meteoro...
Martín dormía en su lecho. Llaman a la puerta.
—¿Quién está ahí?
—Yo... David.
—¿Qué quieres?
—Abra, mi amo... Tengo que decirle una cosa urgente.
Martín salta del lecho, enciende una vela y se viste de prisa. Lanza una mirada a la cama de Gertrudis: está vacía... Seguramente ella está en la sala, dormida sobre su labor, porque, desde hace tiempo, el sueño no le llega con regularidad.
—¿Qué hay?—pregunta Martín al viejo David, que ha entrado en el vestíbulo, calado hasta los huesos.
—¡Mi amo!—dice el otro, mirándolo con el rabillo del ojo por debajo de la visera de su gorra...—Llevo veintiocho años a vuestro servicio... y vuestro difunto padre ha sido siempre bueno conmigo...
—¿Para contarme eso has venido a despertarme a media noche?...
—Sí; pero sucede que esta noche, cuando me desperté al oír el ruido de la lluvia, me dije con inquietud que las esclusas no estaban levantadas... que eso acabaría por retener las aguas y que mañana no podríamos moler...
—¿No te he dicho quinientas veces, animal—exclama Martín,—que no hay que levantar las esclusas más que en caso de extrema necesidad?
—No las he levantado—responde David.
—¡Ah!... ¿Entonces?
—Pues, al llegar a la presa, veo, dos enamorados en el puentecillo...
—¿Y para eso?...
—Y entonces me dije que era una vergüenza y un escándalo, y que eso no podía durar...
—¡Déjalos que se amen, por todos los diablos!
—Y que yo debía hacer saber a mi amo... que el señor Juan y la señora...
No puede continuar; la mano de su amo lo ha cogido por la garganta.
¿Qué le sucede a Martín?... ¡Infeliz! El rostro se le pone amoratado y se congestiona, las venas de la frente se hinchan, los ojos parecen querer saltar de sus órbitas, una espuma blanquecina aparece en los labios.
Exhala una queja, semejante al aullido de un chacal; y, dejando a David, se rompe el cuello de la camisa... aspira el aire profundamente, dos o tres veces, como si se ahogara; después ruge, con una violencia desencadenada de repente:
—¿Dónde están?... ¡Ah! ¡me las pagarán!... Han representado una comedia... Se han burlado de mí... ¿Dónde están?... voy a aplastarlos inmediatamente!...
Arrebata la linterna de las manos de David, lleno de estupor, y se lanza fuera. Desaparece bajo el cobertizo y reaparece un momento después; encima de su cabeza brilla un hacha... Hace girar tres o cuatro veces la linterna y la arroja lejos de él, en medio del agua; después, se precipita hacia la presa...
—¡Viene alguien!—murmura Gertrudis apretándose estrechamente contra Juan.
—Sin duda van a hacer algo en las esclusas—responde él en el mismo tono.—No te muevas y no tengas miedo.
La sombra avanza rápidamente... Un grito, una especie de rugido animal, atraviesa la noche, dominando el ruido de la tempestad.
—¡Es Martín!—dice Juan, retirándose algunos pasos.
Pero en breve se serena, aprieta a Gertrudis entre sus brazos y la arrastra consigo hacia la presa, donde se ocultan en la sombra más espesa.
Cerca de ellos, al nivel de su cabeza, pasa Martín ciego de furor. El hacha que lleva brilla al débil resplandor de la espuma blanca.
Se detiene al otro lado de la presa. Parece interrogar con la mirada la vasta llanura que se extiende, sin un árbol, sin un arbusto, sumida en una obscuridad uniforme.
—¡Vigila la esclusa del molino, David!—grita hacia la casa con voz de trueno.—Están en la pradera; voy a buscarlos.
Juan deja escapar una exclamación de horror. Ha comprendido la intención de su hermano; va a alzar el puente levadizo para encerrarlos en la isla... ¡Y justamente detrás de Gertrudis pende la cadena que hay que tirar para levantar el puente!
Su primer pensamiento es: «Defiende a la mujer.» Se arranca de los brazos de Gertrudis y transpone de un salto el talud de la orilla, para ofrecerse como víctima al furor de su hermano.
Gertrudis lanza un grito estridente. Juan de este lado, en peligro de muerte... al otro lado, Martín fuera de sí... El hacha brilla... Pero detrás de ella está la cadena, la anilla de hierro que le toca la cabeza... La toma con sus manos temblorosas, se cuelga de ella con todas sus fuerzas; y, en el momento mismo en que Martín va a poner el pie en el puentecillo, éste se levanta crujiendo.
Juan no ve nada de eso; no ve más que la sombra allá arriba, y el brillo del hacha. Unos pasos más, y la muerte caerá sobre él. Entonces, ante lo inminente del peligro, acude a su memoria el recuerdo de su madre y lo que ella dijo un día a Martín furioso:
—¡Piensa en Fritz!—grita a su hermano que avanza.
Entonces a éste se le escapa el hacha, vacila y cae... Un choque... un remolino de agua... Ha desaparecido.
Juan se lanza hacia adelante, su pie tropieza con el puente levantado; delante de él hay un negro agujero.
—¡Hermano! ¡hermano!—exclama con loca angustia.
No piensa ya en nada, no siente nada. Sólo una idea: «¡Salva a tu hermano!» le zumba en la cabeza.
Con ademán violento suelta su capa; da un salto, y se oye el golpe sordo de una caída contra la roca viva.
Gertrudis, medio desvanecida, se agarra a la cadena; en el agua transparente ve pasar un bulto obscuro que desaparece en el torbellino de espuma. Un segundo después pasa otro bulto... Pasan como dos sombras delante de ella.
Alza los ojos. Allá arriba todo está tranquilo... todo está vacío... La tempestad aúlla... las aguas mugen... La joven cae en la orilla, sin conocimiento.
Al día siguiente, por la mañana, retiraron del río los cadáveres de los dos hermanos. Se balanceaban uno al lado del otro en las olas, y los enterraron juntos...
Gertrudis estaba como paralizada por el dolor.
Atontada, sin lágrimas, con los ojos inmóviles, alejaba a todos sus parientes, incluso a su padre, y sólo permitía que estuviese a su lado Franz Maas. Este le demostró una amistad leal, alejando a los extraños de la casa, y encargándose de arreglar el asunto con las autoridades. Poco faltó para que, a causa de las insinuaciones ambiguas de David, se entablase un juicio contra ella.
Pero, aunque las declaraciones del viejo criado eran demasiado incompletas y confusas para que pudieran servir de base a una acusación, bastaron para herir a Gertrudis presentándola a los ojos del mundo como una criminal.
Cuanto más prescindía ella de toda sociedad, cuanto más decididamente cerraba la puerta del molino a los extraños, más extravagantes eran los rumores que corrían sobre ella. Llamáronla desde entonces «la bruja del molino;» y las historias que de ella se referían pasaron de una generación a otra.
El molino era conocido en el pueblo con el nombre de «el molino silencioso.» Los muros se descascararon, las ruedas se pudrieron, las limpias aguas fueron invadidas por las hierbas; y cuando el Estado hizo un canal que desvió la corriente principal arriba de Marienfeld, el arroyuelo se convirtió en un foso fangoso.
¿Y Gertrudis? Se aisló completamente; muy pronto ni siquiera quiso tolerar junto a ella a su amigo, y le cerró la puerta. Se consideraba criminal. Sus angustias la llevaron a un confesor, la arrojaron en los brazos de la iglesia católica. Desde entonces se la ve prosternada delante de un crucifijo, arrodillada a la puerta de las iglesias, desgranando su rosario, con la frente sobre las piedras...
Expía el gran crimen que se llama juventud.
FIN
Estar de pie ahí, ante la tumba abierta todavía de un viejo camarada, es horrible, señores, les aseguro... simplemente horrible. Los pies se hunden en la tierra recién removida, uno se retuerce el bigote con expresión idiota y al mismo tiempo, querría aullar de pena.
Todo, pues, había concluido... nada había que hacer ya... Su muerte nos arrebata un verdadero genio en el arte de inventar grogs, ponches y cherry gobblers, fríos o calientes. Cuando uno se paseaba con él por el campo, les aseguro, señores, con sólo ver su manera de sorber el aire, se podía estar seguro de que acababa de tener una inspiración. Al sentir el aroma de una maleza cualquiera, había adivinado en qué clase de vino habría que ponerla en infusión para conseguir una bebida excelente, extra fina...
¡Y qué entretenido era! Nos veíamos todas las noches, desde hacía años, fuera que él viniera a mi casa en Ilgenstein, o que yo me trasladase a caballo a Döbeln; y nunca me había parecido largo el tiempo que con él pasaba.
Tenía una manía, sin embargo, una idea fija: el casamiento... Para mí, se entiende; porque él...
—¡Gran Dios!—decía;—no espero sino que esta bendita agua se me meta en el corazón, y entonces... reviento.
Y eso había sucedido precisamente... el hombre había reventado... Ahí estaba, tendido a mis pies, en el gran cajón blasonado; me parecía que tenía que golpear la tapa y llamarlo: «¡He, Pütz! basta de farsas! ¡sal de ahí, que tenemos que hacer nuestro piqué!»
No se rían señores... el hábito es la más exigente de las pasiones, y ustedes no saben a cuántos hace morir todos los años la pérdida de sus costumbres: «no hay poema, no hay canción que las celebre», diré, como mi amigo Uhland.
Hacía un tiempo como para no sacar afuera las narices: lluvia, granizo y viento, todo a la vez. Varios se habían echado encima el impermeable, y el agua formaba arroyuelos sobre la prenda; lo hacía también a lo largo de sus mejillas, de sus barbas... bien puede haber sido que se mezclaran a ella lágrimas, por que el buen Pütz no dejaba enemigos.
Para llevar el luto, lo que se llama propiamente llevar el luto, no había más que su hijo Lotario. Este servía en los dragones de la guardia, en Berlín, y no había podido llegar sino el día del fallecimiento. Se había mostrado buen hijo: había besado las manos de su padre, había llorado mucho, después me había dado las gracias y luego se había puesto a dictar órdenes a troche y moche, porque, como ustedes comprenden, un tenientillo así, cuando de repente... En fin, basta; yo estaba allí y me había portado también lo mejor que había podido.
Y mientras miraba al guapo mozo de reojo, y lo veía hacerse el valiente y contener las lágrimas, me vinieron a la mente las palabras de mi amigo... Era la víspera de su muerte: «Hanckel—me dijo,—ten lástima de mí cuando esté en la tumba... no abandones a mi hijo.»
Pienso en estas palabras, y, cuando me llega el turno de echar las tres paladas de tierra en la fosa, dejo caer también en ella un juramento silencioso: «No amigo, no abandonaré nunca a tu hijo... Amén.»
Todo tiene fin. Los sepultureros habían formado con el barro una especie de montículo sobre el cual habían arreglado, medio bien, medio mal, las coronas; no había mujer alguna en el entierro que se encargara de eso. Los vecinos se habían retirado; no quedábamos ya sino el pastor, Lotario y yo.
El joven parecía petrificado; miraba la tumba como si hubiera querido volver a abrirla con los ojos, y el viento le subía el cuello de la capa militar por arriba de las orejas.
El pastor le palmeó suavemente el hombro:
—Señor barón, ¿quiere permitirle a un viejo que le dirija algunas palabras?
Pero yo lo llevé a un lado y le dije:
—Vuelva a su casa, mi querido pastor, y haga que su mujer le dé un buen grog. Su túnica me parece un poco liviana.
—Hum...—contestó con expresión maliciosa;—nadie lo diría, pero tengo debajo una levita.
—No importa—repliqué;—será mejor que se vuelva. Del joven me encargo yo; sé mejor que usted dónde tiene la herida.
Y nos dejó solos.
—Vamos, muchacho—dije a Lotario;—tú no puedes devolverle la vida. Vamos a tu casa, y, si quieres, pasaré la noche a tu lado.
—No vale la pena, mi tío—respondió.
Me llamaba tío desde que habíamos convenido en ello una vez, bromeando. Y su semblante duro y cerrado parecía preguntar: «¿Por qué me incomodas en mi dolor?»
—Tal vez tengamos que hablar de intereses—insistí.
El no dijo una palabra.
Todos ustedes saben, señores, lo que es una casa mortuoria cuando se vuelve así del cementerio... el olor a féretro, un olor a madera fresca, y las ramas de abeto... y las hojas caídas de las coronas... y las flores pisoteadas... Atroz, simplemente atroz. Mi hermana—ella era la que me cuidaba la casa entonces, ha muerto también hace mucho tiempo, la buena vieja...—se había esforzado por poner un poco en orden la casa de Pütz; había hecho sacar los paños negros, el catafalco... pero, en tan poco tiempo, no se había podido hacer gran cosa, fuera de eso. La dejé irse. Después fui a buscar al sótano de Pütz una botella de su mejor Oporto, y me instalé frente al joven que, sentado en el sofá, hacía bailar la punta de su sable sobre la bota.
He dicho ya que era un soberbio buen mozo. Grande, vigoroso, un verdadero dragón... un mostacho enmarañado, cejas negras, gruesas; y debajo, ojos como dos carbunclos. La frente un poco hosca, porque los cabellos estaban plantados demasiado abajo, pero esto sienta bien a los jóvenes; y la cabeza era hermosa. En fin, en toda su persona, esa elegancia, ese chic de los dragones de la guardia que todos hemos ambicionado, pero que no se encuentra en ninguna otra arma... el diablo sabe por qué.
Brindé con él, a la memoria del viejo, por supuesto, y le pregunté:
—¿Y qué piensas hacer?
—¿Qué sé yo?—masculla, lanzándome una mirada de animal acosado.
Sí, sí, la cuestión era esa... La fortuna del viejo nunca había sido brillante... y sin hablar de su pasión por todo lo que se bebe... y luego, ustedes saben, donde hay un pantano, las ranas afluyen a él siempre; y, sobre todo, el hijo que vivía desde hacía años como si los margales de Döbeln hubieran sido minas de plata...
—¿Y sube a mucho la cosa, muchacho?... Todavía no, tal vez ¿eh?—pregunté.
—Una suma respetable, mi tío—responde.
—Eso cae mal—dije;—toda la posesión está gravada con hipotecas, hay reparaciones urgentes que hacer, y tú lo sabes, la agricultura no rinde nada.
—¿Entonces, mi dimisión?—pregunta mirándome fijamente como el acusado que espera el fallo del consejo de guerra.
—A menos que tú tengas in petto alguna rica heredera que te saque del atolladero....
Meneó violentamente la cabeza.
—Entonces, sí; tu dimisión.
—¿Y si dividiera la propiedad, o lo que queda de ella?... ¿qué te parece?
—No te da vergüenza muchacho?—dije.—No se vende la camisa que se tiene en el cuerpo, ni se hace fuego con la madera de la cama.
—Hablas de la cosa muy cómodamente, mí tío... ¿No estoy entre las manos de los usureros?
Yo pregunto:
—¿Cuánto es?
El me dice una suma... No la repetiré, porque soy yo el que la ha pagado.
Le planteé entonces mis condiciones. Primo: dimisión inmediata. Secundo: obligación de dirigir personalmente los cultivos. Tercio: renuncia al pleito.
Este pleito, entablado contra Krakow de Krakowitz, había sido durante años el deporte favorito de mi viejo amigo. Se trataba de una herencia y, como sucede siempre en tales casos, los gastos del juicio se habían tragado ya tres veces lo que valía el guiñapo. Como Krakow era de mal dormir, la querella se había enconado y había degenerado en odio personal; por lo menos, de parte de Krakow, porque Pütz, con su flema bondadosa, se obstinaba en ver sólo el lado humorístico de la cuestión.
El otro, por el contrario, había jurado ante testigos que no se daría por satisfecho sino cuando hubiera echado a Pütz y a los suyos de Döbeln, corridos por los perros.
Sí; esas eran mis condiciones, y Lotario las aceptó. De buen grado o no, no lo sé; no traté de aclarar ese punto.
Resolví dar yo mismo los primeros pasos junto a Krakow para llegar a un arreglo, bien que no estuviese yo para él en olor de santidad. Por el contrario, yo podía pensar fundadamente que sus amenazas se dirigían a mí también, pues los dos habíamos tenido ya nuestros dimes y diretes en el concejo municipal.
Pero... vamos a ver, mírenme un poco; sin alabarme, tengo talla como para derribar a un dogo de un puñetazo, no como para emprender la fuga ante miserables gozquecillos.
¡Ah, pero!...
Señores, esperé tres días para dejar que la cosa madurara un poco; después, mi carruaje de caza fuera de la cochera, mis dos trotones con las pecheras, y en camino a Krakowitz.
Linda propiedad, no hay que decir. Un poco despechugada, pero soberbia... Demasiadas tierras negras de barbecho... pero quizás para la colza del invierno... ¿El trigo?... así, así... ¿El ganado?... magnífico.
Entro en el patio de la posesión... ¿Saben ustedes, señores?... Para mí, el patio de una granja es como el corazón humano. Por poco que sepa leer en él, ya no habrá medio de hacer tomar a ustedes una X por una V. Hay corazones que están abandonados, pero se adivinan lingotes de oro debajo del barro; otros son brillantes... corazones bien nutridos, por decirlo así, de arsénico... Relucen, centellean de lejos como de cerca; al verlos, no se puede menos de exclamar: «¡Rayos y truenos!...» y no son más que oropel. Los hay que se espantan, los hay que se encogen, hágase lo que se haga... En fin, adelante. Un poco de todo eso era el patio de Krakowitz. Graneros espléndidos... carretones mal cuidados... magníficos montones de estiércol, y caballerizas en desorden. Se comprendía que el capricho reinaba allí soberano, con un asomo de avaricia quizá... ¿o de escasez? ¡Es tan difícil poder determinar eso en el primer momento!
La casa de los señores: dos pisos, un techo de tejas rojas con canaletas amarillas, yedra alrededor; buen aspecto, en resumen. Y un no sé qué de... en fin, ustedes comprenden...
—¿El señor barón está en casa?
—Sí; ¿a quién tengo que anunciar?
—A Hanckel, al barón Hanckel de Ilgenstein.
—Tómese la molestia de entrar.
Entré, pues... Todo viejo, en todas partes; viejos muebles, viejos cuadros... el conjunto un poco apolillado, pero cómodo.
Oigo que echan votos detrás de la puerta:
—¿Ese maricón? ¡Pues es descaro!...
¡Era el alma maldita de Pütz, el muy canalla!
«Lindo recibimiento», pensé.
Voces de mujeres se interpusieron:
—Pero, papá...—maúlla una.
—Pero, hombre...—chilla otra.
¡Oh, la, la!...
Ahí entra, Señores. Si yo no lo hubiera oído en ese mismo instante, con mis propias orejas... Me tiende las manos; su cara de viejo pícaro resplandece, sus ojos de garduña pestañean de placer.
—¡Vecino!... ¡amigo!... ¡qué felicidad!
—Vea, Krakow. Ande con tiento, porque lo he oído todo.
—¿Qué ha oído, querido amigo? ¿qué es eso?
—Los títulos que me ha acordado usted: maricón, y Dios sabe qué más.
Y él, sin alterarse en lo más mínimo:
—Siempre lo he dicho, todos los días se lo estoy diciendo a mi mujer: las puertas no sirven para nada. Pero no hay que tomarlo a mal, mi viejo amigo. ¿Comprende?... siempre me ha fastidiado que usted se hubiera puesto de parte de Pütz. Y en este momento las señoras están preparando un ponche... con esto le digo todo. ¿Por qué no venía usted nunca a mi casa?... ¡Yolanda!... Es mi hija... ¡Yolanda!... Es la alegría de mi alma... No me oye. Bien decía yo a usted... las puertas no sirven para nada. Pero ellas están espiando por el ojo de la llave... ¡Largo de ahí, escuerzos!... ¿Siente usted como escapan? ¡Je, je!... ¡estas mujeres!...
¿Cómo enojarse, señores? No fui capaz de eso. ¿Tengo el cuero demasiado grueso? En fin, no pude hacerlo.
¿Qué figura tenía el hombre?... No me pasaba una línea de la cintura. Redondo, gordo, con las piernas como una O; y, sobre esa panza, una verdadera cabeza de apóstol... Pedro, Andrés o cualquiera de ellos. Una linda barba redondeada, con dos mechas blancas que bajaban de la extremidad de los labios; una piel de pergamino amarillento, toda arrugada alrededor de los ojos, la cabeza calva, pero con dos tupés grises desgreñados, arriba de las orejas.
Y el buen hombre da vueltas en derredor mío, como picado por la tarántula.
No crean, señores, sin embargo, que me dejé impresionar por sus visajes. Lo conocí hacía ya mucho tiempo para saber lo que el hombre podía tener en el vientre... Pero—trátenme de sinvergüenza, si quieren,—el hombre me gustaba. Y el ambiente también me gustaba.
Había allí cierto rinconcito junto a la ventana... maderajes esculpidos... A fuera, la yedra trepaba... y el sol brillaba a través del follaje verde... Muy atrayente... Sobre la mesa, un ovillo de lana en una concha de marfil; a un lado, un diario ilustrado y un pedazo de torta cercenada... Muy atrayente, les digo... Nos sentamos, pues, y una criada trajo cigarros.
No valían nada, pero el humo bailaba tan alegremente a los rayos del sol que me olvidé de tirarlo cuando la punta empezó a quemar.
Quiero empezar a hablar de intereses, pero él me pone la mano en el hombro y dice:
—Amigo, generoso amigo, después del café...
—Permítame, Krakow...
—Amigo, generoso amigo, después del café.
Me informé entonces cortésmente de sus propiedades, y lo dejé entregarse a desatinadas jactancias a propósito de sus innovaciones, que no valían un clavo, según lo sabía yo de mucho tiempo atrás.
La baronesa hizo su entrada. Un viejo objeto de arte... fino, distinguido. Grandes ojos azules alargados, cabellos de plata cubiertos por una pequeña toca de encaje negro, una sonrisa dolorida, manos muy delgadas; el conjunto un poco delicado para la mujer de un hidalgo rural y, sobre todo, de un patán como ése.
Me da cortésmente los buenos días, mientras el viejo grita a voz en cuello:
—¡Yolanda!... ¡Eh! ¿dónde te has metido? Hay un soltero aquí... un pretendiente... un pretendiente...
—¡Krakow!—le digo, todo turbado;—¡no se burle así de un viejo gruñón como yo!
Y la baronesa salva la situación, diciendo con expresión graciosa:
—No tema nada, barón; nosotras, las madres, hace diez años que lo hemos abandonado a usted como incurable.
—¡Pero bien podría dejarse ver, a pesar de todo!—aúlla el viejo.
Al fin, llega ella...
¡Caramba, señores! ¡atención! Me quedé con la boca abierta... ¡De la raza, señores, de la raza!... Un cuerpo de joven reina... largos cabellos que desarrollan sus anillos sobre los hombros, cabellos de color moreno dorado, como una melena... un cuello blanco, carnudo, voluptuoso... la garganta no muy alta, y un poco ostentosa... eso que llamamos, en términos ecuestres, un pecho de león... Parece que respira con todo el cuerpo, tan poderosamente pasa el aire por ese organismo joven y vigoroso... hombros y brazos elegantes... las caderas poco desarrolladas todavía, pero bien formadas para la dilatación normal.
Señores, no soy nada entendido en mujeres, pero no en vano soy criador; sé muy bien cuánto cuesta conseguir un ejemplar acabado de cualquier especie que sea; cuando uno se encuentra frente a un ser tan perfecto, no hay más que hacer que juntar las manos y rezar: «¡Dios mío! yo te agradezco que hayas puesto en el mundo seres semejantes; mientras existan cuerpos así aquí abajo, no debemos desesperar de las almas...»
Lo que no me llenó en el primer momento fueron los ojos. Eran demasiado soñadores, de color azul demasiado pálido para esa criatura exuberante de vida. Parecían ahogarse en éxtasis; sin embargo, los párpados, medio bajos, dejaban escapar una mirada inquieta, recelosa, como la que tienen los perros malos a quienes se castiga con frecuencia.
El viejo la toma por los hombros y se da sus aires de grande.
—¡Esta es mi obra! ¡Soy yo el que ha hecho esto! ¡Yo soy su padre!...—etcétera.
—Ella se desprende y se pone de color de púrpura. Tiene vergüenza.
Entonces las señoras preparan la mesa para el café. Barquillos cuscurrosos, confituras rusas, mantelería adamascada, cucharas y cuchillos de mango de cuerno... y, por arriba de todo eso, un fino vapor azulado que se escapa del aparato del café y que da al conjunto cierto tono más íntimo.
Nos sentamos y bebimos. El viejo se holgaba extraordinariamente; la baronesa se sonreía con expresión resignada, y Yolanda me hacía ojitos.
Sí, señores; me hacía ojitos.
Ustedes están todavía en la edad en que una cosa así les pasa a menudo; pero, cuando hayan cumplido los cuarenta y tengan plena conciencia de su vientre gordo y de su calvicie, verán ustedes qué agradecimiento sienten para con la camarera o la primer criada que se les presente y que se tome el trabajo de dirigirles miraditas... ¡Y piensan, pues, lo que será cuando se trata de una maravilla semejante, de una criatura de lo más elegido y de lo más gracioso!...
Pensé al principio que me equivocaba... después procuré disimular mis manos coloradas, luego tuve un acceso de tos... Me traté de animal, de fatuo, pensé en marcharme, y, por último, me puse a contemplar fijamente, todo aturullado, el fondo de mi taza... ¡como una jovencita!
Pero, cuando levantaba la cabeza, y fuerza era hacer eso de tiempo en tiempo, encontraba siempre la mirada de esos grandes ojos azules soñadores, que parecían decirme: «¿No has comprendido, pues, todavía, que yo soy una princesa encantada y que tú debes libertarme?»
—¿Sabe usted por qué le he dado ese nombre estrambótico?—me preguntó el viejo haciendo una mueca del lado de ella, con expresión maliciosa.
Entonces ella echó desdeñosamente la cabeza para atrás, y se levantó. Debía conocer la broma.
—Vea cómo sucedió la cosa. Tenía ocho días la chicuela... estaba acostada en su cama... sacudiendo sus piernitas... unas piernitas rollizas, verdaderos salchichones... y un traserito... ¡no le digo nada!...
¡Rayos y truenos! ¡Yo no me animé ya a levantar los ojos, tan abochornado estaba! La baronesa fingía no oír nada y Yolanda había salido de la pieza.
En cuanto al viejo, éste reventaba de risa.
—¡Ja, ja!... Sí, todo rosado... y los pañales habían dejado en él marcas... un verdadero mapa geográfico... y qué delicado y bien formado!... ¡un pétalo de rosa! Al ver eso me dije, en mi orgullo de padre joven: «Esta será hermosa y coqueta, y meneará las piernas toda la vida. Es preciso que tenga un nombre poético; eso le dará más valor a los ojos de los pretendientes.» Busco en mi biblioteca. Tecla, Hero, Irsa, Angélica... no, demasiado empalagoso: con cualquiera de esos nombres, ella no pescaría para marido sino un empleadito sin fortuna... o bien, Rosaura, Carmen, Beatriz, Wanda... tampoco, demasiado ardiente: ella huiría con el primer regidor que se presentara, porque si sigue siempre la suerte del nombre que se lleva... En fin, encontré Yolanda. Este, sí; está hecho para los enamorados, se deshace en la lengua, sin inspirar, sin embargo, malos pensamientos; excita y calma al mismo tiempo; y atrae y da intenciones serias. Eso era lo que yo había calculado, y era muy justo... Pero, ahora... ¡ella es capaz de quedarse para vestir imágenes con todas sus cortedades y melindres!
Yolanda volvió entonces, con los ojos bajos, con la expresión de una inocente injustamente acusada.
La pobrecita criatura me dio lástima; para cambiar violentamente de conversación, abordé el capítulo de los intereses.
Las señoras despejaron la mesa en silencio, el viejo emborró su pipa, negra como un carbón, y pareció dispuesto a escucharme pacientemente. Pero, apenas hube pronunciado el nombre de Pütz, saltó de su silla y tiró la pipa contra la estufa, donde se rompió mientras el tabaco se esparcía en chispas. ¡Y si le hubieran visto ustedes la cara! Les habría dado miedo. Morada, hinchada, como si le fuera a dar un ataque.
—¡Señor!—gritó.—¿Ha aceptado usted mi hospitalidad para venir a envenenarme la casa?... ¿No sabe usted que ese nombre maldito no debe pronunciarse aquí? ¿No sabe usted que yo maldigo a ese bribón hasta en su tumba? ¿que maldigo a su progenitura, que maldigo a todos los que...?
No pudo continuar; se ahogaba, y le acometió un violento acceso de tos. Tuvo que sentarse otra vez en el sillón, y la baronesa le hizo beber agua azucarada.
Tomé silenciosamente mi sombrero. Entonces mi mirada cayó sobre Yolanda. Blanca como la tiza, con las manos juntas, estaba allí, de pie, abochornada y desesperada; parecía pedirme perdón, y, al mismo tiempo, implorar mi apoyo. Resolví, pues, decir por lo menos una palabra de despedida, y esperé con toda calma a que el viejo, que gemía y jadeaba todavía, estuviese lo bastante tranquilo para comprenderme. Entonces, dije:
—Debe usted encontrar natural, señor de Krakow... que con su salida contra mi amigo y contra su hijo, a quien quiero como si fuera mío, nuestras relaciones...
Krakow golpeó con los pies y con las manos para impedirme continuar; y, después de unos cuantos gruñidos sofocados, acabó por recobrar la palabra:
—Esta asma, esta asma infernal... una verdadera cuerda alrededor del cuello... ¡crac!... cerrado el gaznate... ¿Quieres hablar, querido? ¡Buenas noches! ¿Quieres respirar, querido? ¡Chito!... Pero ¿qué es lo que está diciendo usted ahí de nuestras relaciones? Nuestras relaciones, esto es, las relaciones entre usted y yo, no se han enturbiado nunca, amigo de corazón; son las mejores relaciones del mundo, amigo de mi alma. Y si yo he insultado al otro, al pleitista, al... al... noble, al honorable... ¡pues bien! me retracto, me declaro un cobarde, pero que nadie me hable de él. Yo no quiero acordarme de que su nombre puede existir, porque para mí ha muerto ¿entiende usted?... ha muerto... muerto...
E hizo con el dedo una cruz en el aire, mirándome con expresión de triunfo, como si con eso hubiera dado el golpe de gracia a mi pobre Pütz.
—Eso no impide, señor de Krakow—dije,—que...
—¡Cómo! ¿qué es lo que no impide?... ¡Usted es mi amigo, usted es el amigo de mi familia! ¡Vea a las señoras, están locas por usted!... ¡Eh! no tengas reparo, Yolanda... hazle ojitos, hija mía... ¿crees que no te estoy viendo, mocosa?
Ella no se sonrojó, no se turbó siquiera. Lo único que hizo fue levantar un poco sus manos juntas en dirección a mí.
Eso era tan conmovedor, tan lleno de abandono, que me sentí completamente desarmado. Volví a sentarme, pues, por un momento... hablé de cosas indiferentes... y me despedí, en cuanto pude hacerlo sin demostrar enojo.
Acompáñalo—dijo el viejo a Yolanda,—y sé amable con él; es el hombre más rico de estas tierras.
Esta vez todos soltamos la carcajada; pero, mientras atravesaba a mi lado el vestíbulo obscuro, Yolanda me dijo en voz baja, y en tono triste e inquieto:
—Usted no vendrá más, estoy segura.
—Así es, señorita—respondí francamente.
E iba a hacerle ver mis razones, cuando ella me tomó la mano, la oprimió entre las suyas, tan blancas, tan diminutas, murmurando con lágrimas en los ojos:
—¡Ah! ¡vuelva, se lo ruego!... ¡vuelva!
Sí, sí; ahí tienen ustedes lo que son las cosas... Esas pocas palabras me trastornaron la cabeza, como buen viejo idiota que era.
Hice todo el camino mascando cigarros, que, en mi turbación, me olvidaba siempre de encender... En cuanto llegué a casa, corrí al espejo. Enciendo todas las bujías, echo el cerrojo, cierro los postigos, me examino por delante, por detrás, y de perfil también, por medio de un espejo de mano.
El resultado fue aplastador... Una cabeza grandota, calva... una nuca enorme... bolsas debajo los ojos... papada... y, encima de todo eso, un color cobrizo como el de un caldero expuesto por mucho tiempo a la acción del fuego. Pero, peor todavía: al contemplarme así, de arriba a abajo, con mis seis pies de estatura, comprendo de repente por qué me han llamado siempre: «El bueno de Hanckel». Ya en el regimiento decían: «¿Hanckel?... no es un águila, no; pero ¡qué buen muchacho!»
Y cuando le ponen a uno esa marca, la vida no es ya más que una larga serie de ocasiones de que uno haga honor a su título. Lo miman a uno, se burlan de uno, lo amuelan todo el santo día. Intenta uno una tímida resistencia, y le observan: «¿Cómo? ¿Y usted es el que pretende ser un buen muchacho?...» Es inútil que uno proteste: «¡Pero si yo no soy un buen muchacho!»... Tiene que serlo a la fuerza, porque así lo han medido y lo han marcado... ¡Y un hombre de ese temple es el que quiere meterse ahora en historias de mujeres! ¡Las mujeres, que siempre están pensando en alguna cosa diabólica, y que, para que puedan querer bien, tienen que ser tratadas como animales, engañadas, abandonadas por el que ellas adoran!...
«No hagas estupideces, Hanckel» me dije, «deja tu espejo, apaga tus luces, manda a paseo tus ideas insensatas, y métete en cama.»
Yo tenía una cama, señores, y la tengo todavía, una cama de abeto completamente ordinaria, estrecha como un ataúd, de correas, sin colchón de lana ni de plumas; una piel de ciervo por toda cobija, y un jergón al que se le renueva la paja dos veces al año, y que constituye el único lujo. Siempre le están hablando a uno, señores, del lecho de campaña de los hombres célebres... esos que están expuestos en los palacios y museos patrióticos; y, cuando los visitantes pasan por delante de ellos, no dejan nunca de exclamar, alzando los brazos al cielo: «¡Qué fuerza de voluntad! ¡qué sencillez espartana!...» ¡Farsa, señores, pura farsa! De ninguna manera se duerme mejor que sobre una tabla; naturalmente, con tal que se tenga una jornada de trabajo detrás de uno, una buena conciencia dentro de uno, y ninguna mujer al lado de uno... tres cosas más o menos sinónimas.
Se echa uno, se estira, dándose benéficos calambres, hasta que los dedos de los pies tocan el respaldo de la cama; trae uno las cobijas hasta la boca, hace su hoyo en la almohada, toma después un buen libro que lo está esperando sobre la mesa de noche, y gime uno de satisfacción...
Eso mismo fue lo que hice yo aquella noche, así que hubo vencido la tentación; y, mientras me iba quedando dormido, pensaba para mis adentros:
No, no; ninguna mujer te hará ser infiel a tu catre duro y estrecho de soltero... Aun cuando se llame Yolanda, y aun cuando sea de la sangre más noble y pura que haya puesto Dios sobre la tierra... Sí; esa menos que cualquier otra... Porque... ¡quién sabe!...»
Al día siguiente, presento mi informe al joven, sin decir una sola palabra, naturalmente, sobre mis tonterías de la víspera. El me clava sus ojos negros, ardientes:
—No hablemos más de la cosa—dice.—Me lo esperaba.
Ocho días después vuelve a tratar del asunto, como quien no quiere la cosa:
—Sin embargo, deberías ir otra vez a Krakowitz, tío.
—¿Estás loco, muchacho?—exclamo.
Pero, al mismo tiempo, me siento tan feliz como si la suave mano de una mujer me acariciara la nuca.
—No tienes necesidad de hablar de mí—agrega, mirándose las puntas de las botas;—pero si tú fueras allá a menudo, quizá las cosas se arreglarían por sí solas.
Es tan fácil, señores, hacer cambiar mis resoluciones más sagradas como hacer balancear una espiga... Volví, pues, a Krakowitz... Y, volví otra vez, y otra vez...
Aguanté las burlas del viejo, bebí el café que su mujer me hacía, y escuché con beatitud las lindas arias que Yolanda me cantaba; aunque la música... en general... Cuanto más iba a Krakowitz, tanto más incómodo me sentía; pero era como si me arrastraran allá mil brazos, y no podía resistirme de ningún modo.
Ella seguía, como siempre, echándome miradas de reojo; pero ¿que significaban esas miradas? ¿eran un reproche, un llamamiento, o simplemente el placer de verse admirada? No podía adivinarlo.
En fin, a mi tercera o cuarta, he aquí lo que sucedió. Serían las doce del día apenas, y hacía un calor atroz; y yo, aburrido e impaciente, parto para Krakowitz.
—El señor y la señora están durmiendo la siesta—me dice el criado;—pero la señorita está en el terrado.
Tuve un presentimiento que me hizo palpitar el corazón; quise volverme inmediatamente; pero, de pronto, la veo delante de mí, blanca y altiva, con su traje de muselina; parece esculpida en mármol; mi vieja locura recrudece con más fuerza que nunca.
—¡Cuánto le agradezco que haya venido, barón!—me dijo.—Me aburría mortalmente. ¿Vamos al jardín?... ¿quiere? Hay allí un cenador muy fresco, en el que podremos conversar tranquilamente.
Pasa entonces su brazo por debajo del mío, y yo siento un estremecimiento. Les aseguro, señores, que en aquellos momentos me habría sido más fácil asaltar una fortaleza que bajar del terrado.
Ella no dice nada, y yo tampoco. El silencio se hace abrumador. Cruje el casquijo, zumban los insectos en las espíreas; pero, por lo demás, ningún ruido.
Ella se ha colgado confiadamente de mi brazo, y me obliga a detenerme a cada momento, cuando se inclina para arrancar una hierba o coger una brizna de reseda, con la que se acaricia la punta de la nariz, para tirarla en seguida.
—Querría poder amar las flores—dice.—¡Hay tantos que las aman... o que dicen que las aman!... Tratándose de amor, una no sabe nunca la verdad.
—¿Por qué?—le pregunté.—¿No puede suceder que dos seres se quieran bien y se lo digan, sin frases rebuscadas ni segunda intención?
—¡Se quieran bien! ¡se quieran bien!—repite ella con expresión de mofa.—¿Usted es de hielo, entonces, desde que para usted todo el amor consiste en quererse bien?
—Sea yo o no de hielo, el resultado es el mismo, desgraciadamente.
—Sí; usted tiene un corazón de oro—dice ella, mirándome de reojo con un poco de coquetería;—todo lo que usted piensa le sale de los labios francamente.
—También sé callarme.
—¡Oh, bien lo veo!—se apresura a decirme.—A usted yo podría confiarle todo, todo.
Y me parece que me aprieta ligeramente el brazo.
«¿Qué querrá de ti?» me digo, y el corazón parece querer salírseme por la garganta.
Llegamos delante del cenador, un cenador de aristoloquias... ustedes saben, esas hojas anchas de forma de corazón que interceptan todo rayo de luz. En un cenador de ese género siempre es de noche, cómo ustedes saben... Y entonces, ella me suelta el brazo, se agacha hasta tocar el suelo, y, arrastrándose, se introduce por un boquete en el tallar, cuyas ramas entrelazadas cierran toda otra entrada.
Y yo, el barón de Hanckel de Ilgenstein, modelo de dignidad y de circunspección, me deslizo a cuatro pies detrás de ella, por esa abertura poco más grande que la boca de un horno.
Sí, señores; ahí tienen ustedes lo que le hacen hacer a uno las mujeres.
Y, dentro del cenador, en la penumbra fresca, ella se tiende a medias sobre el banco carcomido... Se seca con el pañuelo la frente, el cuello, hasta el escote de la bata...
¡Qué hermosa es así! ¡qué hermosa!
Y mientras yo me dejo estar de pie, resollando como una foca, porque a los cuarenta y siete años, señores, uno no se pasea ya impunemente a cuatro patas, ella suelta una carcajada breve, dura, forzada.
—¡Ríase usted de mí!—le digo.
—¡Si supiera usted cuán pocas ganas tengo de reírme!—me dice, haciendo una mueca de dolor.
Y se restablece el silencio. Ella mira al suelo, frunciendo las cejas, y su garganta se hincha y se deshincha acompasadamente.
—¿En qué está pensando?—le pregunto.
Ella se encoge de hombros.
—¿Pensar? ¿para qué pensar?—responde.—Estoy cansada, querría dormir.
—Y bien, duerma.
—Pero usted también.
—Bueno; yo también.
Y, me tiendo a medias, como ella, sobre el banco de enfrente.
—Pero cierre los ojos—me dice.
Y, sumiso, cierro los ojos... Veo soles, ruedas verdes y haces de fuego, sin parar un momento... eso tiene por causa la agitación de la sangre, señores... Y, de tiempo en tiempo, una idea, como un relámpago, cruza por mi mente: «Hanckel, te estás poniendo en ridículo».
Todo está tan callado, que oigo a los escarabajos que trepan a lo largo de las hojas... Hasta la respiración de ella ha cesado.
«Tengo que ver, sin embargo, lo que hace», me digo, con el deseo secreto de admirarla a mi gusto durante su sueño. Pero, cuando, a hurtadillas, me aventuro a levantar un poco, un poquitito, los párpados, veo... ¡ah señores, siento frío en la espalda todavía!... veo sus ojos completamente abiertos, fijos en mí, feroces, devoradores, me atreveré a decir.
—Yolanda, hija mía—exclamo;—¿por qué me mira así? ¿qué le he hecho?
Ella se estremece, se pasa, como si hubiera estado soñando, la mano por la frente y por las mejillas, y se esfuerza por reír, con la misma risa breve, entrecortada, de un momento antes, y en seguida estalla en sollozos y llora, llora a lágrima viva.
Me precipito hacia ella; querría acariciarle los cabellos, pero mi valor no da para tanto. Le pregunto qué es lo que la apena, si no quiere tener confianza en mí, y otras cosas por el estilo.
—¡Ah! ¡soy el ser más desamparado, más miserable del mundo!—exclama con un gemido.
—¿Y por qué?
—Quiero hacer una cosa... una cosa terrible... y no tengo valor para ello.
—¿De qué se trata?
—No puedo decirlo... no puedo decirlo...
Y no sale de eso, a pesar de todos mis esfuerzos para que se decida a hablar. Pero, poco a poco, su fisonomía se transforma, adopta una expresión resuelta, sombría, y sus labios acaban por murmurar amargamente:
—Quiero salir de esta casa... Quiero fugarme...
—¡Gran Dios! ¿y con quién?—pregunto consternado.
Ella se encoge de hombros:
—¿Con quién? ¡Sí nadie en el mundo se interesa por mí!... ¡ni un cuidador de vacas siquiera!... Pero tengo que irme a la fuerza. Aquí una acaba por perder toda esperanza, por morirse... Y, como nadie viene, huiré sola.
—Pero, mi querida señorita, comprendo que se aburra usted un poco en Krakowitz; es muy aislado esto... y su señor padre tiene historias con todo el género humano... Pero, en fin, si usted tiene ganas de casarse, una mujer como usted no tiene más que hacer que levantar el dedo meñique.
—¡Oh, cállese!—me responde;—esas son frases. ¿Quién me querría a mí? ¿Conoce usted a alguno que me quiera?
El corazón me late desesperadamente. Yo no quiero decirle... sería una locura... y, sin embargo, me pongo a asegurarle que yo no hago frases, que desearía probárselo, o cosa así... Porque, a hacerle una declaración en regla, por el momento ¡gran Dios! no me atrevo. Ella cierra los ojos, suspira profundamente, y, poniéndome la mano en el brazo, dice:
—Antes de que se vaya, tengo que hacerle saber una cosa, para que no se deje engañar tan miserablemente. Mis padres no están durmiendo... En cuanto oyeron su coche, se encerraron... es decir, él fue el que la obligó a mamá... Esta entrevista nuestra en este sitio es una cosa preparada. Yo tengo que transtornarle a usted la cabeza para que usted se case conmigo. Desde el día que hizo usted su primera visita, los dos no hacen más que atormentarme, él con sus reprensiones, ella con sus ruegos. «Que yo no debo perder esta ocasión, porque un partido así no volverá a presentarse nunca». Perdóneme señor, pero yo no quería; aun cuando hubiera sentido simpatía por usted al principio, la insistencia de ellos habría bastado para desanimarme. Pero, ahora, que he abierto a usted mi corazón, ahora sí, quiero. Si yo le gusto, tómeme, soy suya.
Pónganse ustedes, señores, en mi lugar. Una joven hermosa, una Tusnelda, una Venus, que en su orgullo y desesperación se echa en los brazos de un hombre valiente, corpulento, que frisa ya en los cincuenta años... ¿No hubiera sido una especie de sacrilegio apoderarse de esa felicidad y arrebatarla apresuradamente, como un ladrón?
—Yolanda—le digo;—querida niña, ¿se da usted cuenta de lo que está haciendo?
—Sí—me responde con una sonrisa que da lástima;—me rebajo ante Dios, ante mis propios ojos, y ante los ojos de usted... me hago esclava suya, cosa suya... y con esto, lo engaño, sin embargo...
—Quizá no pueda usted soportarme...
Entonces, ella me hace ojitos... me mira dulcemente con sus ojos inocentes, con sus queridos ojos de color azul pálido, y murmura con voz lánguida:
—Usted es el hombre mejor y más noble del mundo; yo podría amarlo, adorarlo, pero...
—Pero, ¿qué?
—¡Ah! ¡qué feo, qué bajo es todo esto!... Dígame que no quiere saber nada conmigo, que me desprecia. No merezco otra cosa.
Me parecía que el mundo entero daba vueltas a mi alrededor, y tuve que hacer un llamamiento a todo lo que me quedaba de buen sentido para no cogerla y estrecharla entre mis brazos. Gracias a ese poquito de buen sentido que me quedaba, le dije:
—Yo no quiero, mi querida niña, aprovecharme de un momento de emoción. Usted podría arrepentirse de ello después, y sería demasiado tarde. Esperaré ocho días; entretanto, usted reflexiona. Si, para entonces, usted no me escribe: «He cambiado de idea», queda convenido: vendré a pedirla a sus padres. Pero pese bien el pro y el contra, antes de decidirse; no se eche de cabeza en su desgracia.
Entonces, señores, ella se precipitó a tomarme la mano, esta manaza fea, curtida, rugosa; y, antes que yo pudiera impedirlo, apoyó en ella sus labios.
Sólo más tarde, mucho más tarde, he comprendido lo que significaba ese beso.
Cuando hubimos salido del cenador, yo otra vez en cuatro pies detrás de ella, oímos de lejos al viejo que gritaba:
—¿Es posible? ¿Hanckel, mi amigo Hanckel, está aquí? ¿Por qué no me han despertado entonces, cretinos, idiotas, miserables? ¡Mi amigo Hanckel aquí, y yo roncando! ¡runfla de canallas!...
Yolanda se puso colorada de vergüenza; y, para hacerle menos penoso ese momento, le dije:
—Déjelo estar, que lo conozco bien.
Sí, sí, señores; yo conocía bien al viejo... pero a la hija, a ésa no la conocía.
Ahí tienen ustedes, pues, en lo que estábamos. Al volver a casa, iba repitiéndome incesantemente por el camino: «Hanckel, esto sí que es tener suerte! ¡A tu edad, un tesoro como ese!... ¡Grita, pues, salta como un loco! ¡Es lo menos que puedes hacer después de un acontecimiento semejante!...»
Y, sin embargo, yo no sentía la más mínima gana de saltar o de gritar. Una vez en casa, arreglé mis cuentas de la semana y mandé que me prepararan un grog. Esa fue toda la fiesta que hice.
Al día siguiente, llega Lotario Pütz, de uniforme.
—Siempre de servicio, muchacho?—le pregunto.
—Mi dimisión no ha sido aceptada todavía—responde mirándome con ojos atravesados, como si yo fuera la causa de todas sus desgracias.—Por otra parte, mi licencia está por terminar y tengo que volver a Berlín.
Le pregunto si no podría conseguir una prórroga, pero bien veo que no la quiere: «Echa de menos el círculo...» Todos sabemos lo que es eso.
Y, además, tiene que vender sus muebles y que arreglarse con sus acreedores.
—Vete, pues—le digo;—y Dios te acompañe, hijo mío.
Por un instante me pregunto si voy a confiarle mi nueva felicidad; pero no me atrevo. Estoy seguro de que pondría una cara de imbécil al hacerle esa confesión, y me callo... además, podría ser que Yolanda cambiara de idea y, sondando el fondo de mi corazón, creo que anhelo eso tanto como lo temo.
Experimentaba un sentimiento... ¡bah! ¿para qué querer poner en limpio los sentimientos? Los hechos hablarán.
A la mañana del octavo día, el cartero me trajo un sobre, con los bordes dorados... escrito por ella... Al principio me sobrecogió un gran miedo, y los ojos se me llenaron de lágrimas.
Me dije: «Ya está, querido amigo, te han mandado el hoyo...»
Pero, en seguida, sentí una gran tranquilidad. Mientras abría el sobre con unas tijeras, deseaba casi encontrarme con una repulsa brutal y definitiva.
Y leí.
«Amigo mío: Mi resolución se ha afianzado, como usted deseaba. Espero qué vendrá hoy a ver a mi padre.—Yolanda».
—¡Ah, qué felicidad!... No es fácil concebir la dicha de un momento semejante.
Pero, después... ¡qué vergüenza, qué vergüenza! Sí, señores; me sentía abochornado al pensar en las miradas socarronas y equívocas a que iba a verme expuesto, y de buen grado me habría echado atrás.
Pero había llegado la hora. ¡Adelante, por la gloria!
Ante todo, traté de ponerme buen mozo. Al afeitarme me corté dos veces; uno de los palafreneros tuvo que ir corriendo hasta la farmacia, a dos millas de distancia, en busca de tafetán inglés color carne... yo no tenía más que negro en casa...
Después me apreté la hebilla del chaleco hasta quedarme sin respiración, y mi pobre hermana vieja estuvo a punto de perder la paciencia, a fuerza de hacer y deshacer, y volver a hacer, el nudo de mi corbata, al que no conseguía darle un aspecto bastante inspirado.
Y, entretanto, siempre este pensamiento lancinante: «Hanckel, te estás poniendo en ridículo.»
Sin embargo, mi llegada a Krakow fue magistral. Una yunta de caballos de pelo gris, nacidos en mis tierras, el landó nuevo, acolchonado con raso granate... La entrada de un príncipe no habría sido más triunfal; a pesar de todo, me habría batido en retirada... tan cobardemente me latía el corazón.
El viejo me recibió en la puerta, como si no tuviera la menor idea de lo que se preparaba... Y, cuando le pido un momento de conversación a solas, adopta el gesto reservado del que teme ser objeto de un pedido imprevisto de dinero.
«Está bien; pronto levantarás bandera de parlamento», me digo; y espero la respuesta, que ha de dar lugar a una buena escena, muy conmovedora, con abrazos, lágrimas de alegría, y todo el aparato escénico del caso... Porque uno se hace terriblemente vanidoso, señores, cuando tiene el portamonedas bien provisto.
Pero el viejo zorro era entendido en negocios; sabía que, para dar valor a la mercancía a los ojos del comprador, hay que hacérsela desear.
Cuando hube presentado mi demanda, me respondió hinchado por una dignidad repentina:
—Disculpe, señor barón. ¿Quién me asegura que ese matrimonio, esa unión... contra naturam, confiéselo... va a tener buen resultado? ¿Quién me garantiza que, dentro de un año o dos, no volverá aquí mi hija, en cabeza, en camisa, a declararme: «Padre mío, yo no puedo vivir ya con ese viejo... Téngame a su lado?...»
—¡Ah, señores! ¡eso era duro!
—Ahí tiene usted—continuó,—ahí tiene usted la razón de que, como padre prudente, yo no me atreva a entregarle mi hija.
¡De modo que me manda a paseo!... ¡se burla de mí!...
Me levanto, porque la entrevista me parece terminada; pero el viejo se precipita y me obliga a sentarme otra vez:
—...Sin embargo, se la entregaría guardando las formas que un hombre como yo se cree obligado a imponer a un hombre como usted... o, para hablar más claramente, observando las formalidades por medio de las cuales un padre debe asegurar el porvenir de su hija... o, para ser más preciso todavía, la dote...
Entonces lo comprendo todo, y suelto la carcajada. ¡Ah, viejo fullero! ¡viejo fullero! ¡Para no soltar dote era para lo que había representado toda esa comedia! Al verme reír, manda al diablo el énfasis afectado, el pudor y la dignidad, y se echa a reír también con toda la boca; luego me dice:
—¡Oh! desde el momento que usted toma así la cosa, amigo mío... Si yo lo hubiera adivinado... Pero, usted bien lo sabe, hay que tantear siempre el terreno... y si cuaja, tanto mejor...
De modo que estábamos de acuerdo.
Entonces se llamó a la baronesa; y, digámoslo en honor suyo, olvidó el papel que tenía que desempeñar; se me echó al cuello en cuanto su marido hubo acabado, para salvar las apariencias, de explicarle la situación.
¿Y Yolanda?
Pálida como la muerte, con los labios apretados, los ojos entornados, apareció en la entrada del salón y me tendió silenciosamente las dos manos. Después, con paso de autómata se acercó a sus padres y se dejó abrazar por ellos.
Vean, señores, esto me dio que pensar otra vez.
Lo que me temía, señores, no sucedió...
A lo que parece, yo no tenía la menor idea del aprecio y de la amistad de que era objeto dentro de nuestro círculo. Mis esponsales tuvieron la aprobación de la nobleza y también del grueso público; por todas partes no vi más que caras sonrientes y manos afectuosamente tendidas que me felicitaban.
Es cierto que, en una ocasión como ésa, el mundo entero parece conjurarse contra uno para empujarlo, con gestos y ademanes de júbilo, hacia el destino; hasta el momento en que, como la cosa empieza a aburrir, todos se vuelven contra uno y le enseñan los dientes. La verdad, sin embargo, es que poco a poco fui dejando de sentirme avergonzado de mi felicidad; y hasta acabé por creer que tenía derechos reales sobre tanta juventud y belleza.
Mi pobre hermana vieja se mostró abnegada, hasta un extremo conmovedor; sin embargo, ella era la única persona a quien mi matrimonio causaba directamente un daño: tenía que salir de Ilgenstein el día de la boda para instalarse en nuestra pequeña posesión materna en Gorowen. Derramó torrentes de lágrimas, lágrimas de alegría, me aseguró que su plegaria de todas las noches había sido oída, y se apasionó de mi prometida antes mismo de conocerla.
¿Qué hubiera dicho mi amigo Pütz, que había bajado a la tumba sin ganar la comisión que esperaba recibir por mi casamiento?
«A su hijo—me dije,—es a quien tengo que pagarla.»
Escribí a éste una larga carta; le pedí perdón casi por haber ido a buscar mujer en la casa de su enemigo hereditario; «pero—agregué,—confío que de esta manera la vieja disputa se arreglará por sí sola».
La respuesta se hizo esperar mucho tiempo.
Contenía unas cuantas palabras de felicitación bastante secas, y me anunciaba que Lotario aplazaría su regreso hasta después de mi casamiento; le sería muy penoso encontrarse tan cerca de mí y no poder estar a mi lado ese gran día.
Esto, señores, me apenó; porque yo lo amaba de veras, al muy bandido.
Sí, sí... y mi novia también me tenía inquieto.
Seriamente inquieto, señores.
No veía en ella una alegría sincera. Siempre que llegaba, la encontraba con el rostro pálido, la expresión fría, la mirada turbia por entre los párpados bajos. Sólo cuando me la llevaba a un lado y le hablaba alegremente, acababa por animarse y por demostrarme una especie de ternura filial.
Pero también, señores, ¡cuán delicado me mostraba yo con ella! ¡extraordinariamente delicado, les aseguro!... La trataba como si fuera la princesa de un cuento de hadas; todos los días descubría yo en mi corazón nuevas fuentes de delicadeza, y me sentía positivamente orgulloso de mi refinada finura.
A veces, sin embargo, me asaltaban impulsos de contar un cuento picante o de soltar un juramento gordo. Esta perpetua vigilancia sobre mí mismo me abrumaba. Gracias a Dios, tengo el corazón bastante tierno y bastante generoso para comprender las exigencias de otro corazón, sin que haya afectación de mi parte. Pero hasta cierto punto eso me hacía el efecto de estar en la situación de un acróbata que avanza por la cuerda con los ojos vendados. Un movimiento falso a la derecha, un movimiento falso a la izquierda... ¡patatrás!... al suelo.
De modo que, cuando me veía otra vez en mi vasta casa vacía, en la que podía silbar, jurar, gritar, echar pestes y maldiciones a mi gusto, y hacer Dios sabe cuántas cosas más, sin chocar ni incomodar a nadie, experimentaba un verdadero bienestar y me decía más de una vez: «¡A Dios gracias! ¡todavía soy libre!»
Sí, pero no por mucho tiempo... Como nada se oponía al matrimonio, éste debía celebrarse dentro de seis semanas.
Una horda de tapiceros, de carpinteros, invadió mi querido Ilgenstein y lo puso patas arriba. Todos mis deseos se veían contrarrestados por la frase:
—¡Oh, señor barón! ¡eso no es de buen gusto!
Y, a fe mía, que los dejaba hacer; porque en aquella época yo sentía todavía un santo respeto por el famoso «buen gusto». Sólo mucho más tarde fue cuando comprendí que, por lo común, eso no es más que una pantalla para disimular la pobreza de espíritu.
En fin, lo cierto es que, so pretexto del maldito buen gusto, en poco tiempo la banda devastadora no dejó ni un rincón intacto en Ilgenstein. No conseguí poner a cubierto de la invasión nada más que mi gabinete de trabajo. Allí sí; prohibí enérgicamente toda tentativa de buen gusto... Y mi viejo catre... naturalmente... nadie se había atrevido a ponerle las manos encima.
¡Ah, sí, señores! esa cama...
Vean, oigan esto... Un buen día, viene a verme mi hermana... Dicho sea de paso, ella hacía causa común con toda esa gentuza... Entra, pues, en mi aposento, mostrando en sus labios la sonrisita falsa que adoptan las solteronas cuando se hace alusión delante de ellas a la manera cómo vienen al mundo las criaturas.
—Tengo que hablarte, Jorge—me dice, tosiendo afectadamente, sin mirarme.
—¡Bueno! ¡Empieza!
—Es a propósito...—balbucea,—es decir, me parece que... ¿qué piensas tú al respecto?... tú no puedes continuar durmiendo en esa cama espantosa, sobre un jergón...
—¿Y si a mí me gusta dormir así?
—No me comprendes...—murmura, cada vez más turbada;—después... cuando... en fin, una vez que te cases...
—¡Diantre! ¡no había pensado en eso!...—Y yo, un viejo lobo, me pongo tan turbado como ella.
—Habrá que avisar al ebanista—digo.
—Mi querido Jorge—dice ella con importancia;—perdóname si creo que entiendo el asunto mejor que tú.
—¡Hum, hum!—le digo, amenazándola con el dedo, porque mi mayor placer ha sido siempre plantar en el banquillo su pudor de solterona.
Ella se pone colorada de vergüenza, y continúa:
—He visto en casa de mis amigas, en casa de la señora de Houssel y de la condesa Finkenstein, dormitorios espléndidos... es preciso que tengas tú uno igual.
Yo pregunto:
—¿Cómo es?
Debo decir a ustedes, señores, que, al encontrarme con que el gran tacaño de mi suegro no quería pagar ni siquiera el arreglo de la casa, yo había dicho que el mobiliario estaba completo y había encargado en seguida lo indispensable a Berlín y a Königsberg. Naturalmente, me había olvidado de la cama.
—¿Qué prefieres?—insiste ella;—seda rosa cubierta de tul ilusión o seda adornada con puntillas? Tal vez se podría decir también al pintor que está haciendo el cielo raso que lo adorne con unos cuantos amorcillos.
¡Ay, ay, ay, señores!... yo no me sentía a gusto... ¡Yo y Cupido!...
—En cuanto a la cama—prosigue ella, implacable,—no habría tiempo de terminarla...
—¡Cómo!—replico;—¡seis semanas para hacer una cama!...
—¡Pero Jorge!... Los dibujos, los planos solamente requieren un mes.
Dirigí una mirada entristecida a mi vieja cama querida. Para ésa no había habido necesidad de dibujos. Me la habían hecho en medio día; seis tablas y cuatro montantes.
—Lo mejor—continúa ella,—sería escribir a Lotario pidiéndole que elija en Berlín lo más bonito y más fino que encuentre en las tiendas.
—¡Haz lo que quieras, y déjame en paz!—le dije, enervado.
Y mientras la pobre se retira un poco ofendida, le grito:
—Y, sobre todo, encomienda al pintor que trate que los amorcillos se me parezcan.
Ahí tienen, señores, cuál era mi estado de ánimo durante el período de noviazgo... Y cuanto más se acercaba el día de la boda, tanto más incómodo me sentía.
No porque tuviese miedo... o más bien, sí... tenía un miedo horrible... pero, aparte de eso, experimentaba la sensación de haber cometido una falta, de haber hecho daño a alguno... ¿cómo decir?... Pero, ¿a quién?... A ella no, por cuanto ella lo había querido así. A mí, tampoco, ¿no era yo el más feliz de los mortales? ¿A Lotario?... Muy bien podría ser.
El pobre muchacho había contado conmigo como un segundo padre, y yo lo abandonaba, pasándome al enemigo con armas y bagajes. ¡Vean ustedes cómo cumplía yo la palabra que había dado a Pütz en su lecho de muerte!
Señores, aquel de ustedes a quien las circunstancias hayan obligado a alistarse en las filas de los bribones... y ¿cuál es el hombre honrado que no ha tenido que hacer eso alguna vez en su vida?... ese me comprenderá.
Me devanaba los sesos día y noche, y me roía las uñas hasta hacerme sangre; y, no encontrando otra manera de arreglar las cosas, resolví reconciliar a mi costa a las dos partes.
Confieso que me costó algún trabajo decidirme a ello; porque nosotros, los cultivadores, estamos muy aferrados, señores, a nuestros cuartos... Pero ¿qué es lo que no haría uno, cuando lo han declarado oficialmente «un buen muchacho?»
Me voy, pues, una tarde a casa de mi futuro suegro, y entro en su pretendido gabinete de trabajo. Estaba en preparativos para repantigarse en su diván, y lo incito, no sin vacilar, a que se reconcilie con Lotario... naturalmente, para tantear ante todo el terreno. Como lo había previsto, en seguida monta en cólera, jura, se sofoca, se pone lívido, y me señala la puerta.
—Pero—digo yo,—supongamos que él reconoce su error y abandona el pleito...
Señores ¿ha acariciado alguno de ustedes alguna vez un tejón?... quiero decir un tejón joven, medio domesticado. ¿Han notado ustedes los ojitos, medio burlones, medio dulces, con que mira mientras resuella suavemente? Enteramente igual fue la cara que puso el viejo; luego, me dijo:
—El no querrá.
—Pero, ¿y si consintiera?
—Entonces ¿eres tú el que paga los platos rotos?—me lanza a quema ropa el viejo pícaro.
—Yo me pregunto: «¿Tengo que negar?»
¡Bah! ¡Que el diablo lo lleve!... y convengo en la cosa.
—Pues no—dice el otro secamente;—nada de eso, hijo mío, no acepto.
—¿Y por qué?
—A causa de los hijos, por supuesto... Tengo que pensar en los nietos que tu magnanimidad me otorgará sin duda. Yo no les doy dote; ¿y voy a quitarles también la paja del nido donde van a nacer? De todos modos, estoy seguro de ganar el pleito si las cosas se prolongan uno o dos años más; puedo esperar.
Entonces, ensayo la persuación.
—El dinero quedará en la familia—digo;—yo pago, y tú guardas el dinero. Y, cuando te mueras, ese dinero volverá a mi poder.
—¡Ajá! ¡conque cuentas ya con mi muerte!—grita el viejo, montando otra vez en cólera;—¡querrías seguramente enterrarme vivo y tirar en seguida el manotón a Krakowitz para redondear tus tierras! ¿Le has echado el ojo a mi Krakowitz desde hace tiempo, eh?
Imposible hacer entender razones a ese energúmeno; me decido a emplear los grandes recursos.
—Oye entonces mi última palabra:—le digo.—Yo no puedo entrar en tu familia sino con una condición: tu reconciliación con Lotario Pütz. Si te niegas, tendré que romper mi compromiso.
Eso le puso blandito.
—¡Qué cabeza hueca!—dijo;—no hay medio de hablar de sentimientos contigo. Yo pienso en tus hijos, en esas pobres criaturas que están por nacer todavía; y tú, tú no piensas más que en una ruptura y en otras borricadas por el estilo... Arregla el asunto así, si eso te place; yo no me opongo personalmente, no tengo nada contra Lotario Pütz. Al contrario: debe ser un mocetón enérgico, muy caballero, bastante aficionado a las muchachas lindas... Y, a propósito, hijo mío, te voy a dar un buen consejo. Tú vas a tener una mujer joven. Si ella no fuera mi hija, y no estuviera por eso mismo arriba de toda sospecha, yo te diría: «Riñe con él; no le prestes más dinero y reclámale lo que te debe...» Como tú comprenderás, la prudencia es una gran cosa.
Señores, hasta entonces, yo había tomado al viejo por su lado bueno; pero desde aquel momento se me hizo odioso. Bueno... el casamiento ante todo; que, después, ya sabré librarme de él.
Había que tragar todavía una píldora bastante gorda. Convencer a Lotario de que el viejo había reconocido su error y renunciaba a seguir el pleito. Eso anduvo como sobre rieles. Lotario se sorprendió tan poco que se olvidó de agradecérmelo...
¡En fin, qué quieren ustedes!
Ya les he hablado de mi prometida; suficientemente, me parece. Nuestras relaciones, con sus altibajos de confianza o de temor, de esperanza o de abatimiento, formaban una madeja demasiado complicada para que mis manazas pesadas pudieran desenredarla.
Debo decir, en honor de Yolanda, que ella se esforzaba lealmente por darse conmigo... Trataba de adivinar mis gustos; sí, trataba de asociar sus ideas con las mías. Pero eso no era posible. Allí donde su joven inteligencia esperaba encontrar en mí la vida, el interés, no había, por lo general, más que un desierto seco, hacía ya mucho tiempo. Porque, vean ustedes lo que es terrible en la vejez: cada año atrofia un nervio más en nosotros; y, cuando estamos por llegar a los cincuenta años, el trabajo y el reposo nos son igualmente mortíferos.
Entonces estaban de moda las corbatas de color punzó; yo usaba, por lo tanto, una corbata punzó; usaba también zapatos puntiagudos, e hice poner forros de seda a mis trajes.
Hacía a mi novia costosos regalos: un collar de turquesas de quince mil francos... y un solitario célebre que había sido rematado en París. Todos los días, el ferrocarril le llevaba rosas frescas y orquídeas, porque, en cuanto a las flores de mi jardín, el cultivo de ellas no me daba tan buen resultado como la cría de potros. Diré de paso que mis potros... pero no, no es de eso de lo que quiero hablarles.
Ahí está. Y ahora, señores, hago una raya y paso directamente al día de mi casamiento.
Mi señor suegro, que, como los gatos, caía siempre sobre sus patas, había resuelto aprovechar mi popularidad y renovar relaciones, en ocasión de nuestras bodas, con un montón de gente que, por prudencia, había dejado de tratarse con él desde hacía años. Desató, pues, los cordones de su bolsa, y organizó una fiesta monstruo en la que el champagne debía correr a mares, según su expresión.
Es fácil comprender que toda esta faramalla me daba miedo... Pero un novio no es más que un ente ridículo al que se le han suprimido momentáneamente los órganos de la voluntad.
A la mañana del gran día estaba yo sentado en mi pieza, de muy mal humor, con la casa entera hediendo a encáustico, cuando de repente se abre la puerta y se presenta Lotario.
Muy alegre... en apariencia... muy animado... con sus grandes botas. Se echa en mis brazos:
—¡Hurra! ¡mi tío!
Ha pasado toda la noche en viaje... La víspera, en las carreras de Hoppegarten, se ha ganado el gran premio... una carrera infernal... sin embargo, no se ha desnucado... Después, ha bebido como un pozo... y, con todo, ahí lo tienen ustedes fresco y resuelto como un joven dios... Dice que va a bailar como un trompo... Ha traído chascos, fuegos artificiales... Necesita inmediatamente dos docenas de hombres para enseñarles el manejo de las piezas, etcétera.
Todo esto brota y sale de sus labios sin interrupción, mientras sus gruesas cejas negras no hacen más que subir y bajar, y sus ojos brillan como brasas.
«¡Esta es la juventud!» pensé, ahogando un suspiro; «¡ah! si pudiese yo, aunque sólo fuera por veinticuatro horas, tener sus ojos... y todo lo demás!»
Le digo:
—¿Y no me pides noticias de mi novia?
Se echa a reír ruidosamente:
—¡Mi tío! ¡mi tío!—exclama.—¡Esta si que es aventura!... ¡Casarte, tú! ¡tú, casarte!... ¡Es realmente como para tirar bombas! ¡Hurra!
Y, riéndose siempre, sale del aposento.
En cuanto a mí, me dejo estar donde estoy, y concluyo mi cigarro; me siento muy abatido. Después, voy a inspeccionar las piezas recientemente arregladas.
Delante de la puerta del dormitorio me detiene mi hermana, que está preparando sus valijas.
—Aquí no se puede estar—dice,—es una sorpresa para ustedes dos.
¡Nosotros dos!... ¡qué tontería!
Como a las once, me pongo a la tarea de vestirme. El traje me incomoda en las escotaduras; los zapatos me aprietan los dedos; hace treinta años que los dedos de los pies se me hinchan... los grogs de Pütz tienen la culpa. La camisa está más dura que una tabla, la corbata me estrangula. ¡Es atroz!
A las dos de la tarde parto en el coche... entonces, señores, comienza un sueño... no un bello sueño... ¡no, por cierto!... sino una pesadilla espantosa, con todas las sensaciones correspondientes: vértigos, sofocaciones, opresión y caída en el vacío... y con uno que otro intervalo feliz, cuando me decía: «Todo saldrá bien. Tú tienes buen corazón y buena voluntad. Tú la guiarás para que pueda vencer los obstáculos. Ella hará su camino en el mundo festejada como una reina, y no sentirá las cadenas...»
Mientras los carruajes de los invitados iban entrando unos tras otros en el patio principal, y las ventanas se adornaban al mismo tiempo con rostros desconocidos, yo recorría el jardín como un poseído, embarraba mis lindos zapatos de charol en la tierra húmeda, y lloraba a moco tendido.
No me dejaron tranquilo mucho tiempo. Me llamaban de todas partes, y entré en la casa. El viejo, triunfante por haber reunido alrededor de él a sus antiguos enemigos y adversarios, a todos aquellos a quienes había ofendido o perjudicado, o engañado de alguna manera, corría del uno al otro, estrechándoles las manos y jurando a todos una amistad eterna.
Yo habría querido dar los buenos días a algunos amigos, pero en seguida se apoderaron de mí, y me empujaron, gritando, hacia el aposento donde, según decían, me estaba esperando mi novia.
Allí estaba ella, gallardamente erguida en su traje de seda blanca. El velo de tul la envolvía en una nube transparente, y la corona de mirto descansaba sobre sus cabellos como una corona de espinas.
Tuve que cerrar por un momento los ojos, deslumbrado. ¡Estaba tan hermosa!
—¿Estás contento?—me dijo, con una mirada tierna y sumisa.
Su rostro, al sonreírse, parecía una máscara de mármol. Entonces me sentí aplastado por la felicidad y por la conciencia de mi falta. Habría querido echarme a sus pies, pedirle perdón por haberme atrevido a pretenderla; pero no podía hacerlo, porque mi suegra estaba detrás de ella... Había también allí damas de honor y otras tonterías... Balbucí algunas palabras que yo mismo no comprendí, y, no sabiendo qué actitud debería guardar, me puse a andar de un lado a otro por la pieza, abotonándome y desabotonándome los guantes. Mi suegra, que tampoco sabía qué decir, arreglaba los pliegues del velo, y me miraba de reojo con una expresión de reproche y de estímulo al mismo tiempo. Cada vez que en mis paseos llegaba al extremo del aposento, me encontraba delante de un espejo, en el que, quisiera o no quisiera, tenía que mirarme. Veía en él mi frente calva, mis mejillas escarlatas, con bolsas debajo de los ojos, y una verruga en el ángulo de la boca. Veía el cuello postizo de mi camisa, demasiado estrecho aun cuando había pedido el número más alto, y mi pescuezo colorado que se desbordaba por arriba de él formando un pliegue gordo. Veía todo eso, y, un poco por clemencia y otro poco por lealtad, sentía impulsos de gritar a Yolanda: «¡Ten piedad de ti misma! ¡todavía estás a tiempo! ¡No te cases conmigo!...»
Nota breve: en aquella época, el matrimonio civil no existía aún.
Por mí, yo podría haberme estado así siglos enteros, dando vueltas alrededor de ella sin animarme nunca a decirle nada; pero, cuando el viejo se deslizó dentro de la pieza con la agilidad de un hurón, gritando: «¡Vamos! ¡el pastor está esperando!...» me enfurruñé, como si eso hubiera contrariado mis intenciones.
Ofrezco el brazo a Yolanda... Ábrense de par en par las puertas.
¡Caras! ¡caras! ¡nada más que caras, pegadas unas a las otras, que me miran irónicamente como diciéndome: «¡Hanckel, te estás poniendo en ridículo!» Han formado un doble cerco, y nosotros pasamos por el medio; y me sorprenda que nadie rompa con una carcajada el silencio que allí reina. Llegamos al altar que el viejo había fabricado artísticamente con un gran cajón cubierto por un paño rojo. Encima, hay una verdadera exposición de flores, de luces; en el centro, un crucifijo, como si se tratara de un entierro.
El buen viejo del pastor está delante de nosotros; adopta la expresión que imponen las circunstancias, y se recoge y vuelve a recogerse las mangas de la sobrepelliz, lo mismo que un escamoteador que se dispone a comenzar sus juegos.
Ante todo, un cántico... después, la plática. Maldito si oigo una palabra de ella; estoy embargado por una idea horrible que ha entrado en mi mente con la rapidez del rayo y que no me deja ya: «Ella va a decir no. Ella va a decir no...»
Y, cuanto más se acerca el momento decisivo, tanto más me aprieta el miedo la garganta. Al fin, ya no dudo absolutamente de que ella va a decir no.
Señores, ella dijo sí... Respiré entonces como un malhechor que acaba de oír su absolución.
Pero, lo más extraño fue esto. En cuanto oí esa palabra y cesó mi angustia, sentí un vivo pesar. «¡Ah! ¿por qué no había dicho más bien no?»
Después de la bendición vinieron las felicitaciones sin fin. Y yo no hacía más que apretar manos, unas tras otras, con un ardor metódico: gracias, a la derecha; gracias, a la izquierda... Sentía un verdadero agradecimiento para todos esos imbéciles, que se acercaban a congratularme solícitos y alegres, gracias a la perspectiva de una buena comilona.
Faltaba uno todavía: Lotario.
Llegó entre los últimos, con la tez verdosa, la expresión hambrienta o fastidiada. Lo agarro del brazo:
—Aquí lo tienes, Yolanda—digo a ésta.—Es Lotario Pütz, hijo único de Pütz, hijo mío, casi. Dale la mano, llámale Lotario.
Y al ver que ella vacilaba, tomé sus cinco dedos y los puse entre los de Lotario. Entretanto, pensaba: «¡Qué suerte que él esté aquí!... Nos ha de ayudar más de una vez a salvar las situaciones difíciles.»
No se sonrían, señores. Veo que ustedes se figuran que poco a poco va a ir formándose, en mis propias barbas, una intriguilla amorosa entre esos dos jóvenes. No hay tal cosa... Tengan un poco de paciencia. Ya verán.
Nos sentamos, pues, a la mesa... Cubierto suntuoso, flores, vajilla de plata, un cúmulo de piezas montadas. El conjunto muy bien... Se sirvió ante todo una copita de Jerez para hacer entrar en calor al estómago. El Jerez era bueno, pero la copa muy chica; y no pude conseguir que me sirvieran otra.
«Tengo que ser galante con ella... cariñoso... las conveniencias lo exigen...» me decía, dirigiendo una mirada a Yolanda, colocada a mi derecha. Su codo me rozaba ligeramente el brazo, y la sentía temblar. «Es de hambre»; pensé. Yo también; no había comido nada todavía.
Se había puesto a mirar fijamente un candelabro de plata que tenía por delante, al que el tiempo había arrugado la superficie como la piel de una vieja. Su perfil... ¡Dios mío! ¡qué hermoso era ese perfil!... Y era mío... ¡Qué locura!
Bebí un gran vaso de un vino rubio, claro, que cayó gorgoteando dentro de mi estómago vacío. «De esta manera no voy a llegar nunca al grado de ternura que quiero», me dije, buscando inútilmente el Jerez con los ojos.
Entonces me sacudí:
—Come, pues, alguna cosa—le dije.
Y me sentí en la gloria por haber pronunciado esa frase.
Ella se inclinó y se introdujo la cuchara en la boca...
Después de la sopa trajeron el pescado... un salmón, si no me engaño... linda pieza... la salsa perfecta, con una especie de cognac, limón y alcaparras... muy delicada, en resumen. Después vino un plato de cabrito... no bastante adobado... pero eso es cuestión de gustos.
—Come, pues, alguna cosa—repetí a Yolanda, haciendo un corazón con los labios para que los convidados creyeran que le susurraba un cumplimiento.
Decididamente, la cosa no marchaba; sin embargo, yo me había bebido ya dos botellas de ese vino blanco, y empezaba a sentirme hinchado como un odre.
Traté de observar a Lotario, que había heredado de su padre un olfato especial para descubrir los mejores vinos; estaba en un extremo de la mesa, entre las jóvenes.
Un brindis vino a salvarme entonces; pude levantarme, y al darme vuelta descubrí un grupito limitado, pero escogido... botellas de jerez que el viejo había escondido detrás de una cortina... Substraje dos sutilmente, y, sin más demora, me puse a la tarea de ingurgitar coraje. La cosa tardaba en llegar, porque yo aguanto bien el vino, señores; pero, en fin, llegaba.
Después del cabrito sirvieron un salmorejo de perdices. Caza, dos veces seguidas; eso no era correcto. Sin embargo, el plato me pareció excelente... En ese momento, señores, fue cuando empezó a desprenderse del cielo raso, a bajar sobre nosotros lentamente, lentamente... una especie de niebla.
Entretanto, yo me había puesto ya muy galante, y barajaba los cumplimientos que era un gusto. Sí, le hacía la corte a mi novia; la llamaba «encantadora hada graciosa»; contaba aventuras de caza picantes, y explicaba a los que me rodeaban por qué un hombre debe soltar siempre el cascarón antes de casarse... En una palabra, señores, estaba irresistible...
Pero la niebla bajaba cada vez más densa. Eso se ve a menudo en las montañas, como ustedes saben. Las altas cumbres son las primeras que desaparecen; después las crestas y las colinas, unas tras otras...
Allí, las bujías de los candelabros fueron las primeras que se rodearon de una aureola rojiza y lanzaron rayos con todos los colores del arco iris; en seguida, todo lo que parloteaba y comía detrás de los candelabros se borró también a mis ojos.
De tiempo en tiempo veía relucir lo blanco de una pechera o el extremo de un brazo desnudo, en medio de una obscuridad purpurina, como diría Schiller.
¡Ah, sí! ¡es cierto! Una cosa más me llamó la atención. Era mi suegro, corriendo alrededor de la mesa con dos botellas de champagne en las manos; se detenía junto a los que tenían la copa vacía, completamente vacía, y les decía con insistencia:
—¡Pero beba, pues! ¿Por qué no bebe?
Cuando llegó junto a mí, le pellizqué la pierna y le dije:
—¡Viejo farsante! ¡a esto es a lo que llamas hacer correr el champaña a mares!
Como ustedes ven, señores, la cosa iba poniéndose seria.
Y, de pronto, siento que mi corazón se ensancha... Es necesario que hable; sí, es necesario que hable. Me pongo a golpear la copa como un poseído.
—¡Por el amor de Dios, cállate!—me susurra mi novia... quiero decir, mi mujer.
Pero, aunque la cosa tuviera que costarme la vida, tengo que hablar.
Después me han contado lo que dije entonces; si las informaciones son exactas, fue esto, poco más o menos:
«Señoras y señores... yo no soy ya un jovencito, pero no lo siento... y si alguno quisiera sostenerme que la juventud no debe unirse sino con la juventud, yo le replicaría que eso es una mentira infame... En mí puede verse la prueba de lo contrario, porque yo no soy ya joven... pero eso no ha de impedir que haga feliz a mi mujer, porque mi mujer es un ángel... y yo, yo tengo un corazón amante... ¡sí! ¡un corazón amante es el que late aquí debajo de mi chaleco!... y el que lo dude, que venga... que yo le abriré mi pecho»...
Al llegar a este punto las lágrimas ahogaron mis palabras, y me asaltó una aflicción tan grande que tuvieron que arrastrarme apresuradamente, fuera de la sala...
Al despertarme me encontré sobre un canapé demasiado corto para mi talla. Estaba sepultado bajo una montaña de capuchas, de esclavinas y de chales de lana. Tenía el pescuezo torcido y las piernas acalambradas.
Eché una mirada a mi alrededor... Una bujía solitaria ardía sobre una consola, en la que se veían cepillos, peines, alfileres para los cabellos; colgaban a lo largo de las paredes mantas, sombreros... ¡Ah! aquel era el tocador de las damas.
Y poco a poco fui comprendiendo lo que había pasado.
Consulté mi reloj: eran cerca de las dos... Oía a la distancia los sonidos de un piano y el rítmico rozar de los danzantes... ¡Mis bodas!
Me alisé el pelo, me ajusté la corbata, y, francamente, mi más grande satisfacción habría sido irme a tenderme en mi vieja cama y subirme la cobija hasta las orejas, en lugar de... ¡Brrr!
En fin, ¿qué hacer? Me dirigí, pues, a los salones. No me sentía abochornado en lo más mínimo, demasiado atontado y amodorrado, como estaba aún, para darme cuenta exacta de mi situación.
Al principio, nadie notó mi presencia; porque, en las salas reservadas para los hombres, el humo de los cigarros era tan compacto que a tres pasos no se distinguían sino bultos confusos... Se jugaba fuerte. Mi suegro saqueaba a sus huéspedes tan concienzudamente que, si hubiera tenido tres hijas más que casar, se habría hecho millonario. A eso llamaba él «resarcirse de los gastos de la boda».
Eché una ojeada al salón de baile.
Las madres luchaban contra el sueño; los jóvenes giraban mecánicamente, y el machacador no entreabría los ojos sino cuando había encajado un acorde fuera de su sitio... Mi hermana tenía un vaso de limonada sobre la falda y contemplaba las pepitas del limón... Era un cuadro lastimoso.
De Yolanda, ni la menor huella.
Volví a las mesas de juego y golpeé el hombro al viejo. En esos momentos estaba metiéndose a manos llenas en los bolsillos el dinero que acababa de ganar.
—¡Ah! ¡eres tú, borrachón!
—¿Dónde está Yolanda?
—¿Qué sé yo? Búscala.
Y se pone a jugar otra vez. Los demás hombres estaban incómodos, pero trataban de no hacerlo ver:
—Siéntese, pues, joven esposo—me dicen.
Me apresuré a alejarme, porque me conocía; si hubiera contestado, habría sucedido allí una desgracia.
Tomando por caminos extraviados, evité el salón de baile. No me sentía con valor para afrontar las miradas de las madres.
En el corredor humeaba una lámpara de cocina; y salía de allí un ruido de vajilla y risotadas de criadas...
¡Puf!
Llamé a la puerta del aposento de Yolanda; nadie respondió. Repetí el llamamiento; el mismo silencio. Entonces entro.
¿Y qué es lo que veo?... Mi suegra sentada en el borde de la cama; de rodillas delante de ella, con la cabeza apoyada en el pecho de su madre, mi mujer en traje de viaje (¡ya!), y las dos llorando a lágrima viva.
¡Ah, señores! no me sentí orgulloso.
Habría querido escabullirme, saltar dentro del coche y gritar «¡A la estación!» Tomar el primer tren y huir a América, a cualquier parte, allá donde se refugian los cajeros infieles y los hijos pródigos.
Pero era imposible.
—¡Yolanda!—dije en tono humilde y contrito.
Las dos lanzan un grito. Mi mujer se abraza a las rodillas de su madre, que extiende los brazos como para protegerla.
—Yo no quiero hacerte daño, Yolanda—digo.—Lo único que quiero es pedirte perdón por haber sido tan imprudente, por exceso de amor a ti.
Silencio prolongado. No se oyen más que suspiros.
Entonces la madre le dice:
—Tiene razón, hija mía; levántate. Es hora de partir.
Yolanda se alza lentamente, con las mejillas húmedas, los ojos enrojecidos, el cuerpo sacudido siempre por los sollozos.
—Dale la mano a tu marido. No hay más remedio.
Perfectamente amable ese «no hay más remedio».
Y Yolanda me tiende la mano, que yo llevo respetuosamente a los labios.
—¿Ha visto a mi marido, Jorge?...—pregunta mi suegra.
Respondo que sí.
—¿Quiere llamarlo, para que Yolanda se despida de él?
Vuelvo a la sala del juego.
—Oye, suegro.
—Doce... diez y seis... veintisiete... treinta y uno...
—Suegro...
—¡Treinta y tres!... ¿Qué quieres?
—Queríamos despedirnos...
—Buen viaje. Que sean felices. ¡Treinta y seis!
—¿No quieres que Yolanda?...
—¡Treinta y nueve! ¡gané!... ¡Vengan los monacos!... ¿Quién quiere jugar conmigo todavía? ¿Tú, Jorge? ¡Vamos de una vez!
Entonces me fui.
Cuando, con la mesura del caso, hube informado a las damas de la casa, ellas se contentaron con mirarse una a la otra, en silencio; luego bajaron por la escalera de servicio al patio, donde nos esperaba ya el carruaje. El viento nos silbaba en las orejas, gotas de lluvia nos azotaban el rostro.
Las dos mujeres se estrechaban en un abrazo mudo, como si ya no fueran a separarse nunca. Pero, en esto, el viejo, que ha cambiado de idea, llega ruidosamente, y detrás de él los criados, a quienes ha dado el alerta, con lámparas y bujías.
Se echa sobre Yolanda y le frota las mejillas con sus mostachos.
—Hija querida, si la bendición de un padre que te ama profundamente...
Ella se desprende y lo aparta, casi como se aparta a un perro mojado, y salta dentro del coche.
Yo, detrás de ella... ¡En marcha!...
Estamos en marcha, pues. Las luces del patio vacilan un instante todavía con el viento, y luego la noche es negra, completa.
¡Ah señores, qué viaje!
Las ruedas cortaban los aguazales... sis... sis... sis... y la tempestad gruñía... hu... hu... hu... y las gotas de lluvia tamborileaban sobre el landó... taratatá... taratatá...
Y yo me preguntaba: «¿Por dónde voy a empezar?»
De ella, yo no veía, no oía, no sentía nada... Me parecía estar completamente solo en aquella obscuridad.
Solamente cuando cruzábamos el bosque y la luz de los faroles del carruaje, al reflejarse sobre los troncos húmedos de los árboles, enviaba cierta claridad al interior, pude distinguirla acurrucada, hundida, en el rincón opuesto al mío; se habría dicho que trataba de romper el obstáculo para tirarse a la carretera.
¡Dios mío! ¡Pobre criatura! Acababa de abandonar todo lo que hasta entonces había sido su universo, su vida... Y su porvenir era un viejo, que, hacía apenas una hora, estaba ebrio.
¡Voto a!... ¡y qué vergüenza tenía yo!
Sin embargo, es necesario que le hable:
—Yolanda...
No me responde.
—¿Me tienes miedo?
—Sí.
—¿Quieres darme la mano?
—Sí.
—¿Dónde está?
—Aquí.
Siento una cosa blanca que me roza suavemente. Me apodero de ella, la tomo, la aprieto.
¡Pobre criatura! ¡pobre criatura!
Y de repente, me siento presa... de un «santo ardor» diría, si quisiera ser patético... En fin, en medio de mi aflicción, encuentro palabras hermosas, cálidas, para tranquilizarla.
—Mira, Yolanda—le digo;—tú eres ahora mi mujer. Lo que está hecho, está hecho, y tú misma lo has querido así. Pero no temas que llegue a importunarte yo con mis muecas amorosas o con mis exigencias. Tú tienes en mí un amigo verdadero, un amigo paternal, si esta palabra te inspira más confianza... porque no pienso disimular que tengo muchos más años que tú. Si estás afligida y sientes la necesidad de llorar, échate en mis brazos; en ninguna otra parte podrás descansar más tranquilamente. Refúgiate siempre en mí... aun cuando te figures que yo soy el enemigo contra el cual necesitas protección.
Estaba bien dicho, ¿no es cierto? Era porque la piedad y el buen deseo me inspiraban.
—¡Qué pobre diablo era yo! ¡Como si un poco de juventud no valiera mil veces más que la piedad más tierna!
Pero el efecto de mis palabras fue tan violento e inesperado que llegué a asustarme. De repente ella sale de su rincón y me besa locamente a través de su velo, murmurando entre sollozos:
—¡Perdóname, perdóname, querido, querido amigo!
La escena del cenador vuelve de improviso a mis ojos, recuerdo haberme sentido desconcertado entonces por una frase análoga.
—Pero ¿qué es—digo,—qué es lo que tengo que perdonarte?
Ella no responde, se acurruca otra vez en su rincón y ya no vuelve a despegar los labios... La lluvia ha cesado, pero el viento ruge por entre las junturas de la portezuela; de pronto, un relámpago... e instantáneamente un retumbo. Los caballos dan un salto hacia la zanja. Grito:
—¡Firmes las riendas, Juan!
Naturalmente, él no me oye; pero los caballos no se mueven ya, porque los puños de Juan son de hierro. Nunca he tenido un cochero mejor... El cañonazo no había sido más que una señal; luego, la cosa es por todas partes, a la derecha, a la izquierda; no se ven más que techos incendiados, haces de fuego, torres chispeantes, y el parque se ilumina con una hermosa claridad verde... En una palabra, mi viejo Ilgenstein se ha convertido en un verdadero castillo encantado.
Me estremezco de alegría al pensar que voy a mostrar a Yolanda su nueva morada bajo una gloria semejante. Y esta alegría se la debo a Lotario, a mi querido muchacho... Tal vez le debo más todavía, por que la primera impresión decide a veces de toda una existencia... ella se ha inclinado hacia la ventanilla, y, al resplandor de los fuegos, veo sus ojos animados por una curiosidad ávida, ansiosa.
—Todo esto es tuyo, hija mía—digo, buscando su mano.
Ella no me escucha; parece enteramente absorta en la belleza del espectáculo.
Y en cuando llegamos al patio de entrada, una batahola ensordecedora se alza a nuestro alrededor; gritos, detonaciones, tambores y trompetas. A derecha, a izquierda, antorchas, hachones; y vemos rostros ennegrecidos por el humo, con ojos brillantes y bocas abiertas.
—¡Hurra! ¡Viva el señor barón! ¡viva la señora baronesa! ¡Hurra!
—¡Y un pataleo! ¡y una de gorras al aire!... Los bandidos se han vuelto locos.
Entonces, pienso: «Ella verá, por lo menos, que no se ha casado con un hombre malo. Puesto que mis gentes me quieren...» Y, dispuesto a la emoción, como está uno siempre en circunstancias así, las lágrimas asoman a mis ojos.
Cuando el carruaje se detiene, reconozco a Lotario en el grupo que forman los administradores del dominio. Salto y lo estrecho entre mis brazos:
—¡Hijo mío! ¡mi querido hijo!
Habría querido besarle las manos, en mi agradecimiento.
Al hacer bajar a mi mujer del landó, veo al idiota del administrador en jefe que se apronta para echarnos un discurso sobre la lluvia y el viento.
—¡En nombre del cielo, Baumann, lo disculpo!—le digo.
Y llevo derechamente a la casa a mi joven esposa.
Allí nos esperaban los criados, con el ama de llaves a la cabeza. Hacen sus reverencias y se ríen solapadamente; pero Yolanda avanza, con los ojos fijos, por en medio de ellos.
Entonces me asalta el miedo al pensar en lo que va a pasar.
«No debería haber dejado que mi hermana se fuese», me digo; y, dirigiendo a mi alrededor miradas desconsoladas, descubro a Lotario en la puerta, en vías de irse. Corro a él, le tomo las manos y le digo:
—No hay que escabullirse ahora. Después de toda esta agitación, vamos a beber juntos alguna cosa caliente. Consientes, ¿no es verdad?
Se pone color de púrpura, pero lo llevo adonde está Yolanda, a quien están sacándole el sombrero y la capa.
—Ruégale tú también que se quede—le digo; merece bien una taza de te.
—Se lo ruego—murmura ella sin levantar los ojos.
El hace un saludo correcto y se retuerce el bigote.
Después llevo a Yolanda al comedor, a través de los aposentos brillantemente iluminados. No mira a ninguna parte, y parece no ver todos los esplendores que se han preparado para ella. Dos o tres veces vacila y se apoya fuertemente en mi brazo, y otras tantas veces me doy vuelta yo para ver si, por lo menos, está allí Lotario todavía.
¡Alabado sea Dios!... está ahí todavía.
En el comedor bulle el samovar, de acuerdo con las órdenes que di a mi hermana antes de su partida.
«Si la mandara buscar—me dije,—un coche al galope a Krakowitz, otro a Gorowen, y estaría aquí dentro de una hora.»
Pero no; viejo imbécil como soy, tendría vergüenza de confesar mi turbación... Y además, ¿no tengo aquí a Lotario, al que puedo recurrir en mi aflicción?...
Gracias a Dios, está ahí todavía.
—Siéntense, muchachos—digo, mientras me esfuerzo por adoptar un tono desenvuelto.
Señores, me parece que estoy allí todavía; el mantel blanco, con la fina porcelana de Sajonia y la vieja vajilla de plata; arriba de nuestras cabezas, la araña de cobre; y bajo su luz viva, a mi derecha, ella, pálida, rígida, con ojos entornados de sonámbula; a mi izquierda, él, con sus cabellos negros y espesos, sus mejillas morenas, su arruga sombría en la frente y sus miradas fijas en el mantel... Y, como se me ocurre la idea de que está fastidiado por ser el tercero en una noche de bodas, y temo que se quiera ir, lo tomo afectuosamente por los dos hombros y le agradezco el martirio que se ha impuesto por mí.
—Míralo bien, Yolanda—digo;—porque, como esta noche, muchas otras veces hemos de estar juntos y hemos de alegrarnos de ello.
Ella se inclina lentamente y cierra los ojos del todo... ¡Pobre criatura! ¡pobre criatura!... Y la angustia me corta casi la respiración.
Entonces les grito:
—¡Un poco de alegría, hijos míos! Lotario, cuéntanos, pues, algunas de tus calaveradas. Vamos, ¿tienes cigarros?... ¿no?... Espera, voy a traerte.
Y, turbado siempre, me precipito a la pieza donde tengo mis provisiones de fumador; me parece que la punta encendida de un cigarro va a mejorar la situación.
Pero, al volver, con mi caja debajo del brazo, veo por la puerta que ha quedado abierta... ¡Ah señores! veo una cosa que me hiela la sangre en las venas...
Una vez solamente en mi vida había recibido un golpe parecido. Era entonces un joven coracero, todavía, y una noche, al entrar en casa, encuentro un telegrama con estas simples palabras: «Tu padre acaba de morir.»
¿Qué fue lo que vi, señores?
Mis dos jóvenes seguían sentados en sus sillas, tal cómo yo los había dejado; pero sus miradas aparecían fundidas, por decirlo así, una en la otra, con una expresión de ardor, de demencia, de desesperación, que yo no habría creído humanamente posible: eran dos llamas que se lanzaban una al encuentro de la otra.
¡Lucido estaba yo! ¿no es cierto?
Todavía no era ella mi mujer, y ya mi amigo, mi hijo preferido, me engañaba con ella... El adulterio se instalaba en el hogar antes mismo que el matrimonio estuviera consumado.
Todo mi porvenir: una vida de sospechas, de recelos, de tinieblas, de ridículo, de días sombríos y de noches de insomnio, se desarrolló a mis ojos, ante aquella sola mirada, como un mapa geográfico.
¿Qué hacer, señores? Lo más sencillo habría sido tomarla a ella de la mano y decirle a él:
—Es tuya, y no tengo ya derechos sobre ella.
Pero pónganse ustedes en mi lugar. Una mirada es una cosa tan impalpable, tan imposible de probar... podían negarla, riéndose... Sí... hasta podría ser también que, en realidad, yo me hubiera equivocado.
Y, mientras me hacía estas reflexiones, sus miradas seguían mezclándose, olvidados ambos de todo lo que los rodeaba.
Y, cuando entré, no bajaron siquiera los párpados, sino que los dos se volvieron hacia mí, sorprendidos y contrariados; parecían preguntarse: «¿Por qué nos perturba este viejo, este extraño?»
Tuve ganas de ponerme a chillar como un animal cuando lo degüellan. Me dominé, y ofrecí mis cigarros; pero tenía prisa por concluir, empezaba a verlo todo rojo, y dije a Lotario:
—Deberías retirarte, hijo mío; ya es hora.
El se levanta penosamente y me tiende una mano helada; hace a ella, con los talones juntos, su saludo más militar, y se dirige hacia la puerta. Entonces oigo un grito, un grito... que me atraviesa hasta la médula de los huesos... ¿Y qué es lo que veo?
Mi mujer, mi reciente esposa, se ha echado a los pies de Lotario, lo retiene por la ropa, gritando:
—¡No tienes que matarte! ¡no tienes que matarte!
Ya ven, señores... toda una catástrofe... Durante un segundo, me quedé como aplastado por el golpe; pero inmediatamente tomé al joven por el cuello:
—¡Alto, hijo mío!—dije,—¡basta de farsas!
Y, asiéndolo siempre por el cuello, lo llevo otra vez a su sitio; después, cierro las puertas y levanto a mi mujer, que solloza convulsivamente, tendida sobre el piso. Ella consigue apoderarse de mis manos y las besa, murmurando entre gemidos:
—No lo dejes salir. Quiere matarse... quiere matarse...
—¿Y por qué quieres matarte, hijo mío?—pregunto.—Si tienes sobre ella derechos más antiguos que los míos ¿por qué no los has hecho valer? ¿Por qué has engañado a tu mejor amigo?
El se aprieta la frente con los puños y no dice una palabra.
La cólera me arrebata al fin, y digo:
—¡Habla, o te pego como a un perro!
—¡Pega!—me dice;—lo tengo bien merecido...
—Merecido o no, vas a responderme.
Y entonces, en medio de las lágrimas, de los remordimientos, de las súplicas de ambos, oigo toda la bonita historia.
Algunos años antes se habían encontrado en el bosque, y desde entonces se amaban, en silencio y sin esperanza, como conviene a hijos de familias enemigas.
Los Montescos y los Capuletos...
—¿Se habían declarado ustedes su amor?
—No... pero se habían besado.
—¡Ah!... ¿y después?
Después, él se había ido de guarnición a Berlín, y ninguno de los dos había vuelto a tener noticias del otro; no se atrevían a desafiar el peligro de escribirse, y, por otra parte, ninguno conocía positivamente los sentimientos del otro.
En eso había ocurrido la muerte del viejo Pütz, y habían comenzado mis tentativas de reconciliación.
Desde el momento de mi primera aparición en Krakowitz, Yolanda había formado el proyecto de tomarme por confidente de su amor: esperaba tener así noticias de Lotario, por mi intermedio. Pero ¡ay! yo había interpretado mal sus tiernas miradas, y había tomado para mí el papel de enamorado...
El acceso de furor de su querido papá le había hecho ver que ya no tenía nada que esperar; y, en su desolación, había resuelto aprovechar el único medio de aproximarse, por lo menos, a su amado.
—No era muy bonito eso, corazón—le digo.
—¡Sufría tanto lejos de él!—me responde, como si esa explicación pudiera ser satisfactoria.
—Perfectamente... no había más que hacer. Pero tú, hijo mío, ¿por qué no te has acercado a mí y me has dicho: «Tío, yo la amo... ella me ama... de modo que déjala estar?»
—Yo no sabía si ella me amaba—responde.
—¡Cada vez más lindo! Son ustedes dos inocentes; dos corderos... ¡Completamente!... ¿Y cuándo, pues, lo han puesto todo en claro?
—Esta tarde, mientras tú dormías.
Y me contaron la cosa: después de la comida, en un solo apretón de manos, habían sentido todo el horror de su situación, y, no encontrando otra salida, habían resuelto morir aquella misma noche.
—¡Cómo! ¿tú también?
En lugar de responder, ella saca del bolsillo un frasquito de aspecto enteramente divertido, con su cabeza de muerto sobre el rótulo.
—¿Qué hay ahí dentro?
—Ácido prúsico.
—¡Diantre! ¿Y de dónde lo has sacado?
Un joven farmacéutico, del que había recibido lecciones de baile, y al que había trastornado la cabeza, le había hecho una vez ese encantador regalo...
—¿Y te ibas a beber eso, perra?
Ella me miró con sus grandes ojos resueltos e inclinó dos o tres veces la cabeza... Comprendí muy bien, y sentí un calofrío... ¡por un poco más, aquélla habría sido una linda noche de bodas!
—Pero ahora, ¿qué voy a hacer yo con ustedes dos?
—¡Sálvanos!... ¡ayúdanos!... ¡ten piedad de nosotros!
Se han arrojado a mis pies y me lamen las manos. Ahora bien: como ustedes saben, señores, yo soy un buen muchacho; esa es mi profesión... Encontré, pues, un medio de anular cuanto antes mi matrimonio frustrado.
Juan recibió orden de enganchar; y, un cuarto de hora más tarde, llevaba a mi desposada de doce horas a Gorowen, al lado de mi hermana, bajo la égida de quien debía permanecer hasta que el divorcio hubiera sido concedido; por nada del mundo quería volver ella a la casa de su padre...
Lotario me preguntó con toda candidez si no podía acompañarnos.
—¡Lárgate de aquí cuanto antes, mocoso!—le dije.
Sé mostrarme severo cuando es menester, señores...
Cuando volví a casa, el reloj marcaba las cinco... Ya no podía más de cansancio; las piernas se me entraban en el cuerpo.
Todo estaba en silencio. Antes de partir, había mandado a mi gente que se acostara. Al atravesar el vestíbulo, donde ardían las luces todavía, vi una puerta rodeada de guirnaldas. Daba al famoso dormitorio cuya entrada me había prohibido mi hermana, a fin de que tuviera una gran sorpresa el día de mis bodas.
Abrí por curiosidad, y mis miradas se hundieron en una verdadera capilla ardiente, de la que se desprendían perfumes desconocidos... Colgaduras por todas partes, alfombras... una lámpara de iglesia pendía del cielo raso... y, allá, en el fondo, sobre un estrado, se alzaba una especie de catafalco, con adornos dorados y un cubrepiés de seda...
¿Y allí dentro era donde habría tenido que dormir yo?
¡Brrr!... hice, cerrando la puerta y escapando tan rápidamente como me lo permitían mis cansadas piernas.
Y, una vez en mi aposento encendí mi buena y hermosa lámpara de trabajo, que me sonreía como el sol.
Ahí estaba, arrimada contra la pared, mi vieja cama estrecha, con sus montantes rojos, su jergón gris y su piel de ciervo raída... ¡Ah señores! ¡qué consuelo sentí al verla!
Me quité las ropas, tomé un buen cigarro... Me metí entre las cobijas... y me puse a leer un capítulo apasionante de la guerra francoalemana...
Y puedo asegurar a ustedes, señores, que nunca en mi vida he dormido mejor que en mi noche de bodas.
FIN
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El Deseo | Vol. | 80 |
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The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at https://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at https://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit https://pglaf.org While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: https://pglaf.org/donate Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works. Professor Michael S. Hart was the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: https://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.